Pasta Grannies (el libro oficial)

Vicky Bennison

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

En Italia, las madrugadas pertenecen a los pescadores que descargan sus capturas, a los queseros que cuajan la leche y a los panaderos que cargan el horno con la pala. También están activas otras personas: las abuelas, las nonne, que preparan la pasta que su familia comerá a mediodía. Dicen que es la mejor hora, y para ellas el amor se traduce en llevar alimentos a la mesa. En su pasado colectivo no había la abundancia y las opciones actuales. La comida y la familia son muy valoradas, y la pasta es la forma perfecta de realzar esos valiosos ingredientes.

Todo italiano sabe que su abuela es la mejor cocinera, pues sirve la comida del domingo (o diaria) generosamente aderezada con cariño. Todas esas abuelas han cocinado en casa desde que tuvieron edad para manejar un rodillo; en general, sólo han aprendido a preparar dos o tres tipos de pasta típicos de su región. Las diferencias son abismales: desde los ñoquis bañados en queso y mantequilla de las montañas del norte hasta la salsa de tomates cultivados por ellas servida sobre pasta anudada o retorcida del soleado sur. Algunas variantes nos suenan, como los tagliatelle, pero otras son un misterio incluso para los italianos, como los macarrones de ungia de Cerdeña.

Muchas nonne tienen su propio huerto donde cultivan judías, cebollas y hierbas aromáticas, y no porque sea más barato, sino porque saben mejor. Como señala una de las abuelas, Lucia, «los buenos ingredientes hacen el trabajo por ti». Todo lo que no se come fresco, se encurte, se conserva en aceite o se seca para los meses de invierno. Por toda Italia hay despensas llenas de pimientos secos, passata de tomate y relucientes frascos de verduras encurtidas. Cada nonna tiene su propia receta; de hecho, la tienen para todo. Este libro recoge la cocina de esas mujeres a las que llamo Pasta Grannies («abuelitas de la pasta»). Aquí aparecen algunas de las protagonistas del canal de YouTube, cuya historia se explica en las siguientes páginas.

LA HISTORIA DE PASTA GRANNIES

Lo primero que vi de una nonna italiana fueron sus rodillas. Su dueña, Maria, estaba sentada al fondo de una larga galería en el hogar de la familia Cardinale, en Serra de’ Conti, localidad de la región de Las Marcas. Los Cardinale producen un vino de cereza amarga llamado visciola. Después de entrevistarlos, me invitaron a cenar con ellos. Llegué a su casa durante uno de esos perfectos atardeceres cálidos de final del verano; la luna llena teñía el cielo de lila. El jardín estaba rodeado de chopos, y las lámparas de aceite que punteaban el cielo nocturno lo bañaban todo en una luz de ensueño. En la terraza, cerca de la puerta de la cocina, habían colocado una larga mesa sobre caballetes, y habían puesto sobre ella grandes jarras frías del vino típico de la región, el verdicchio; el calor había formado gotas de condensación en la parte exterior del cristal.

Era una de las primeras veces que me invitaban a un hogar italiano, y la nonna Maria había preparado un festín. Primero sirvieron los antipasti: parmigiano reggiano picante y granuloso, tacos de pecorino joven y unas lonchas de ciauscolo, un salami untable con aroma a ajo típico de la zona. Después comimos raviolis rellenos de ricotta acompañados de una salsa sencilla hecha con tomates frescos cortados en dados y calentados, albahaca picada y un aceite de oliva de sabor herbáceo. A continuación llegó un sustancioso plato de conejo deshuesado, rellenado con hojas de hinojo silvestre y ajo, y estofado después con vino blanco. Me pareció increíble que fuera obra de una sola persona, no de un equipo de cocineros profesionales. Todos sonrieron y señalaron hacia las sombras, donde distinguí aquellas rodillas. Intentaron convencerla de que se sentara a la mesa, pero no quiso. Después de sonreír y restarse mérito con elegancia, volvió a su cocina.

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Cuando uno vive en Italia (o cuando la visita), es difícil no sentirse fascinado por su obsesión con la pasta. Al perro de mi vecino le encanta, el electricista almuerza a diario en casa de su madre, y el fontanero tiene una cocinita portátil en la furgoneta para cuando trabaja demasiado lejos de la suya, a pesar de que los dos están casados. En el pueblo en el que vivo, Cingoli, con sólo 10.000 habitantes, hay dos tiendas de pasta fresca. Para los italianos es un tema serio y le dan una gran importancia. En una ocasión, mientras hablaba con el encargado del supermercado del pueblo, Alessandro, le pregunté qué sabía acerca de los platos de pasta de la región... Por supuesto, me ofreció como voluntaria a su abuela, que también se llama Maria (ahora tiene ochenta y siete años).

 

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La extensa familia de Alessandro vive en una hilera de casas de piedra del casco antiguo. «Irse de casa» sigue significando «mudarse al portal de al lado» para muchas familias italianas. La ordenada cocina de Maria tenía las paredes revestidas de madera oscura, una lámpara colgada del techo y un ventanuco. Aquéllos eran sus dominios. La mujer trajinaba por ellos mientras me enseñaba paquetitos congelados de soffritto: la santísima trinidad italiana de apio, cebolla y zanahoria picados, base de la mayoría de los platos salados. «Me gusta ser organizada. Ya que voy a picar verduras, ¡lo hago para varias comidas!», me explicó mientras volvía a meter en el congelador una bolsa de cappelletti que había quedado por allí.

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Sin duda, Maria era la persona indicada para hablar de los platos de pasta y las técnicas de la región. Tras dedicar toda su vida a cocinar para la familia, cuando se jubiló empezó a preparar pasta casera para uno de los restaurantes de Cingoli. Cada miércoles se levanta a las tres de la madrugada para hacer los raviolis y tagliatelle que se servirán el fin de semana. Al chef le aterra que Maria se retire de forma definitiva.

Cuando accedió a mostrarnos sus habilidades, invité a Maria y a su familia a comer a casa. Ella llegó con su máquina de pasta casera porque no se fiaba de lo que tuviera yo, y me explicó que ya no usa el método tradicional del rodillo porque sufre artritis en los hombros. La acompañaban Alessandro y su mujer, Elisabetta, ambos encantados de participar, y dedicamos varias deliciosas horas a preparar la comida juntos. La mañana transcurrió entre el inglés, el italiano y una mezcla de ambos, además de la mímica cuando no encontrábamos las palabras oportunas. Alessandro y Elisabetta fueron los pinches, felices de que Maria les diera órdenes. En algún momento declararon: «¡Esto hay que repetirlo!» Mientras, yo me encargaba de los utensilios, y corría en busca del cuchillo o el cazo que Maria necesitara. Aparte de la increíble habilidad para la pas­ta que exhibió Maria, me impresionó lo fácil que le resultaba cocinar en un entorno completamente nuevo; y que no se manchara la ropa de harina... los demás nos pusimos perdidos. Aquella experta estaba compartiendo sus habilidades, perfeccionadas a lo largo de la vida, sintiéndose cómoda consigo misma y con los demás.<

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