Afrodita

Isabel Allende

Fragmento

cap-1

Introducción

Y RONDO CAPRICCIOSO

Imagen

Los cincuenta años son como

la última hora de la tarde,

cuando el sol se ha

puesto y uno se inclina

naturalmente hacia la reflexión.

En mi caso, sin embargo,

el crepúsculo me induce

a pecar y, tal vez por eso,

en la cincuentena reflexiono

sobre mi relación con

la comida y el erotismo,

las debilidades

de la carne que más me

tientan, aunque, hélas, no son las

que más he practicado.

Me arrepiento de las dietas, de los platos deliciosos rechazados por vanidad, tanto como lamento las ocasiones de hacer el amor que he dejado pasar por ocuparme de tareas pendientes o por virtud puritana. Paseando por los jardines de la memoria, descubro que mis recuerdos están asociados a los sentidos. Mi tía Teresa, Imagenla que se fue transformando en ángel y murió con embriones de alas en los hombros, está ligada para siempre al olor de las pastillas de violeta. Cuando esa dama encantadora aparecía de visita, con su vestido gris discretamente iluminado por un cuello de encaje y su cabeza de reina coronada de nieve, los niños corríamos a su encuentro y ella abría con gestos rituales su vieja cartera, siempre la misma, extraía una pequeña caja de lata pintada y nos daba un caramelo color malva. Y desde entonces, cada vez que el aroma inconfundible de violetas se insinúa en el aire, la imagen de esa tía santa, que robaba flores de los jardines ajenos para llevar a los moribundos del hospicio, vuelve intacta a mi alma. Cuarenta años más tarde supe que ése era el sello de Josefina Bonaparte, quien confiaba ciegamente en el poder afrodisíaco de aquel huidizo aroma que tan pronto asalta con una intensidad casi nauseabunda, como desaparece sin dejar trazos para regresar enseguida con renovado ardor. Las cortesanas de la antigua Grecia lo usaban antes de cada encuentro amoroso para perfumar el aliento y las zonas erógenas, porque mezclado con el olor natural de la transpiración y las secreciones femeninas, alivia la melancolía de los más viejos y sacude de modo insoportable el espíritu de los hombres jóvenes. En el Tantra, filosofía mística y espiritual que exalta la unión de los opuestos en todos los planos, desde el cósmico hasta el más ínfimo, y en la cual el hombre y la mujer son espejos de energías divinas, violeta es el color de la sexualidad femenina, por eso lo han adoptado algunos movimientos feministas.

El olor penetrante del yodo no me trae imágenes de cortaduras o cirugías, sino de erizos, esas extrañas criaturas del mar inevitablemente relacionadas con mi iniciación al misterio de los sentidos. Tenía yo ocho años cuando la mano ruda de un pescador puso una lengua de erizo en mi boca. Cuando visito Chile, busco la oportunidad de ir a la costa a probar de nuevo erizos recién extraídos del mar, y cada vez me abruma la misma mezcla de terror y fascinación que sentí durante aquel primer encuentro íntimo con un hombre. Los erizos son inseparables para mí de ese pescador, su bolsa oscura de mariscos chorreando agua de mar y mi despertar a la sensualidad. Es así como recuerdo a los hombres que han pasado por mi vida —no deseo presumir, no son muchos— unos por la textura de su piel, otros por el sabor de sus besos, el olor de sus ropas o el tono de sus murmullos, y casi todos ellos asociados con algún alimento especial. El placer carnal más intenso, gozado sin apuro en una cama desordenada y clandestina, combinación perfecta de caricias, risa y juegos de la mente, tiene gusto a baguette, prosciutto, queso francés y vino del Rhin. Con cualquiera de estos tesoros de la cocina surge ante mí un hombre en particular, un antiguo amante que vuelve persistente, como un fantasma querido, a poner cierta luz traviesa en mi edad madura. Ese pan con jamón y queso me devuelve el olor de nuestros abrazos y ese vino alemán, el sabor de su boca. No puedo separar el erotismo de la comida y no veo razón para hacerlo, al contrario, pretendo seguir disfrutando de ambos mientras las fuerzas y el buen humor me alcancen. De allí viene la idea de este libro, que es un viaje sin mapa por las regiones de la memoria sensual, donde los límites entre el amor y el apetito son tan difusos, que a veces se me pierden del todo.

Justificar una colección más de recetas de cocina o de instrucciones eróticas no es fácil. Cada año se publican miles y francamente no sé quién las compra, porque aún no conozco quien cocine o haga el amor con un manual. La gente que se gana la vida con esfuerzo y reza a escondidas, como usted y como yo, improvisamos con las cacerolas y entre las sábanas lo mejor posible, aprovechando lo que hay a mano, sin pensarlo mucho y sin grandes aspavientos, agradecidos de los dientes que nos quedan y de la suerte inmensa de tener a quien abrazar. ¿Por qué entonces este libro? Porque la idea de averiguar sobre afrodisíacos me parece divertida y espero que para usted también lo sea. En estas páginas intento aproximarme a la verdad, pero no siempre es posible. ¿Qué se puede decir, por ejemplo, del perejil? A veces hay que inventar...

Por tiempos inmemoriales la humanidad ha recurrido a sustancias, trucos, actos de magia y juegos, que la gente seria y virtuosa se apresura en clasificar como perversiones, para estimular el deseo amoroso y la fertilidad. Esto último no nos interesa aquí, ya hay demasiados niños ajenos en el mundo, vamos a concentrarnos en el placer. En un libro sobre magia y filtros de amor, apilado entre muchos textos similares sobre mi escritorio, figuran fórmulas provenientes del Medioevo y otras anteriores, algunas de las cuales todavía se practican, como clavar con alfileres a un desventurado sapo vivo y luego enterrarlo murmurando conjuros la noche de un viernes. El viernes se supone que es el día de la mujer, los otros seis pertenecen al hombre. Encontré, por ejemplo, un encantamiento para atrapar al amante escurridizo, practicado aún en ciertas zonas rurales de Gran Bretaña. La mujer amasa harina, agua y manteca, salpica la mezcla con saliva, luego la coloca entre sus piernas para darle la forma y el sabor de sus partes secretas, la hornea y ofrece este pan al objeto de su deseo. Antiguamente se mezclaban brebajes de sangre —a menudo elixir rubeus o sangre menstrual— y otros fluidos del cuerpo, fermentados en la cuenca de una calavera a la luz de la luna. Si el cráneo pertenecía a un criminal muerto en el patíbulo, mucho mejor. Existe una variedad sorprendente de afrodisíacos de este tipo, pero aquí nos concentramos en aquellos que pueden originarse en una mente y una cocina normales. En nuestros días son escasas las personas con tiempo para amasar o que disponen de una cabeza de ahorcado. La finalidad de los afrodisíacos es incitar al amor carnal, pero si perdemos tiempo y energía elaborándolos, mal podremos gozar de sus efectos; por eso no incluimos aquí recetas de largo aliento, salvo en algunos casos forzosos, como nuestros guisos orgiásticos. También hemos ignorado a concien

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