Vivir y sentir como El principito

Stéphane Garnier

Fragmento

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Cuándo leí El Principito por primera vez? No lo recuerdo.

Como todo el mundo, sabía que lo había leído… Pero ¿qué he retenido al cabo del tiempo? ¿Cuándo comprendí por primera vez qué quería decirme realmente? Y una vez más, ¿qué quedó de todo ello en los años subsiguientes?

La primera vez. La primera vez de verdad, sin dudar.

Antes de hacerme mayor. Antes de comprender. Antes de meterme de lleno en el mundo de los adultos, el que entonces me proponían, me vendían, como realidad.

La primera vez sin lugar a dudas… antes de olvidarme.

«Érase una vez el principito», aunque Antoine de Saint-Exupéry no quisiera jamás comenzar así su libro. Añadir hoy «Érase una vez» al título es devolverle parte de su magia, una parte del sueño que teníamos todos los niños. Y seguir creyendo que la magia existe de verdad.

El Principito es mucho más que un libro. Más allá de su éxito en todo el mundo —traducido a 300 idiomas y dialectos—, queda esa pequeña parte de nosotros, de nuestra infancia, que ha cristalizado. Esa parte que a veces hemos decidido desterrar al rincón más lejano de nuestra existencia con el transcurso de los años, para tomar a grandes zancadas el camino de los adultos en cuanto se presenta la ocasión.

El camino que se ha de seguir para convertirse en adulto, pero, sobre todo, el camino del que se hace cada vez más difícil apartarse a medida que avanzamos.

Al principio, cuando damos los primeros pasos en nuestra infancia, el camino lo bordean árboles, flores, pájaros y campos. Después, a lo largo del camino y avanzando en edad, muros bajos empiezan a jalonar las proximidades, después, más lejos, algunos setos cuya altura no cesa de crecer.

No obstante, el camino de los adultos debía seguirse, era imposible dar media vuelta, imposible apartarse de él, imposible dar marcha atrás en un momento dado. Debía seguirse, adelante sin parar.

Después de los muros bajos, empiezan a aflorar al borde del camino barreras y empalizadas hechas de travesaños de madera, antes de que se edifiquen los primeros muros, piedra sobre piedra, cubiertos de hiedra, después ladrillo sobre ladrillo, cada vez a mayor altura.

Son tan altos que, pasada cierta hora, al sol empieza a costarle asomarse para iluminarnos, para calentarnos. Y con los muros, su envergadura, nacen las sombras, cada vez más grandes, que se proyectan contra las fachadas.

Cuanto más hemos avanzado sin tener elección, más nos alejamos de la historia y de la magia del mundo de nuestra infancia.

Entonces se vuelve todo cuadrado, cuantificado, cartesiano, lógico, real, concreto, palpable, demostrable. Todo ha tenido que cobrar sentido sobre un tablero de ajedrez, en medio de cajas para embalar, para llenar, para mover.

En este punto, llegada la edad adulta, tan solo reina la visión inmutable de santo Tomás, que entonces no deja de repetir: «Solo creo en lo que veo».

La magia ha dejado de funcionar.

Es todo lo contrario al mundo del Principito, a lo que todos hemos vivido durante nuestra infancia, creando historias, mundos imaginarios, monstruos, dioses, reyes, reinas, continentes por conquistar, para embellecer nuestro mundo infantil todos los días, para que se vuelva magnífico, más espléndido y brillante a nuestros ojos.

El Principito sigue siendo hoy en día el vestigio del niño que fuimos todos en otro tiempo. Su verdad profunda, antes de que los años empezaran a amontonarse.

El Principito sigue siendo en este instante, al releerlo, la piedra filosofal capaz de hablarle al niño que fui ayer.

Esa piedra filosofal capaz, si lo deseo, de transformar de nuevo mi visión del mundo, de la vida. Una piedra mágica que actúa sobre mi espíritu, a fin de transformar esos altos muros grises que se apretujan al borde del camino de la vida adulta, para hacer de ellos encajes en hilo de oro, para que la luz los vuelva a traspasar, para que en cada voluta dorada se reflejen su luz y su calor, para volver a calentar, en el centro de este camino de la vida, el resto de los años por venir.

El oro no se encierra en un cofre para que pierda el brillo, el oro se siembra, se recolecta, y El Principito sigue hoy ahí para que ninguno de nosotros lo olvide.

¿Somos capaces de volver a encontrar al niño que dormita aún en cada uno de nosotros?

De ser así, ¿cómo hacerlo?

¿Y si el principito te abriera su cuaderno de viaje interior… para retomar el camino y reencontrar esa mirada infantil en un mundo que, en ocasiones, se sume en la locura?

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mirar el mundo

de otra manera?

como el principito

«¡La Tierra no es un planeta cualquiera!».

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Entre dos batallas, arrojándonos castañas unos a otros en la plaza del ayuntamiento de mi pueblo, Beynost, siendo yo pequeño, mientras el cura nos imprecaba para obligarnos a entrar en la casa parroquial a dar la clase de catequesis, me asaltaban mil y una preguntas, como todos los niños.

Una de ellas me llevaba especialmente de cabeza.

Después de repasar por enésima vez el Antiguo Testamento y el testamento prohibido, el futuro Nuevo Testamento, llegó la hora de retomar la batalla, sonó el timbre del final de la clase y todos mis compañeros salieron. Fingiendo ordenar mis cosas, me volví entonces hacia el cura antes de salir para preguntarle: «Si Dios lo ha creado todo, ¿creó el mundo entero?».

«Sí», me respondió el buen cura.

«¿Y todo el universo también?»

«Sí», me respondió el buen cura.

«Pero… Después del universo… ¿Qué hay?», le pregunté.

Él vaciló, luego guardó silencio. Aún hoy espero una respuesta que no acaba de llegar.

Vivir y sentir como el principito es ante todo cambiar la forma de mirar el mundo, las personas, las cosas que nos rodean.

Vivir y sentir como el principito es aceptar que todo lo que hemos aprendido al crecer es, en el mejor de los casos, una verdad a medias, cuando no falso.

Todos los seres humanos tenemos el mismo defecto: creer, a

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