El chico que me regaló el mar

Ana Alcolea
Ana Mercedes Alcolea

Fragmento

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Veinte años antes había estallado una guerra que parecía que iba a durar pocas semanas, pero fueron casi tres años. Mamá me decía que no me preocupara, que todo acabaría enseguida y que podría empezar el curso con normalidad. A mí me gustaba mucho estudiar y si había una guerra, temía que se cerrara mi escuela y que no continuase con mis estudios. Quería ser médica, como mi padre y como mi abuelo.

En aquellos años, pocas mujeres llegaban a la universidad y yo quería ser la primera de mi familia en hacerlo. Tanto papá como mamá me alentaban. Ella, mi madre, se había casado muy joven y enseguida me había tenido a mí. No trabajaba porque las chicas de su edad cuando se casaban dejaban su empleo, así que era el ángel de nuestra casa, grande y bonita. Ayudaba a papá en la consulta, y a mí me gustaba verla con la bata tan blanca y planchada como la de él. Ella siempre con una sonrisa para todos los pacientes y él, siempre con la mirada neutra, como si estuviera a punto de dar una mala noticia.

Como si presintiera que poco después tendría que dar muchas malas noticias.

El curso siguió adelante a pesar de la guerra. Lo peor llegó el verano siguiente, cuando papá recibió un telegrama en el que se le notificaba que su hermano José había muerto en la batalla de Belchite, que era un pueblo de Aragón. José era guardia de asalto en Zaragoza y luchaba por el bando sublevado. Enseguida escribió a su hermano Mariano, que también era guardia de asalto y la guerra lo había cogido en Barcelona, donde vivía, así que luchaba a favor de la República. A Mariano le entregaron la carta recién llegado del frente de Belchite, donde había luchado en el bando contrario al de su hermano José. Ninguno de los dos sabía que el otro estaba allí, al otro lado de la trinchera. Mariano había disparado y lanzado granadas de mano el mismo día en el que José había muerto, así que le dio por pensar que quizá él mismo había sido quien había matado a su hermano pequeño, con el que iba a pescar al río desde que eran niños y al que había salvado de morir ahogado en más de una ocasión. Mariano perdió la razón, dejó de soportarse y de soportar la guerra y la vida, y se pegó un tiro con su arma reglamentaria. Dos días después, mi padre recibió otro telegrama con la noticia. Eso fue a principios de septiembre del 37.

Eso y los bombardeos que se repitieron por toda nuestra región durante aquel verano provocaron que mis padres tomaran una decisión con respecto a mí. Una decisión que no me consultaron y que me hizo sentir que la vida era un pozo negro sin fondo al que había ido a parar todo el amor y todo el sentido común.

Era como si yo tuviera que sufrir el castigo por lo que estaban haciendo los mayores. Por todas las bombas que habían caído y por las que caerían en los meses sucesivos. Por todos los muertos de nuestro pueblo, y de todos y cada uno de los pueblos en los que luchaban hermanos contra hermanos, vecinos contra vecinos. Por todas las delaciones, por los fusilamientos. Por todo aquello de lo que yo, con mis dieciséis años recién cumplidos en julio, no tenía culpa alguna.

—Te irás en el barco que saldrá de Gijón dentro de unos días. No hay más que hablar —había dicho mi padre mientras mi madre me acariciaba el pelo, con las dos trenzas que ella misma acababa de hacer.

—Allí estarás a salvo, Magdalena. Aquí puede pasar cualquier cosa. Gracias a Dios, tu padre conoce a mucha gente. Por esta casa han pasado para acudir a su consulta personas muy importantes. Gente que le debe favores a papá. Por eso te han incluido en la lista de los niños que van a ser evacuados. Es una gran suerte. Todos tenemos una gran suerte.

Yo no veía la suerte por ningún lado. En aquellos momentos, pensar en estar lejos de mi madre me parecía lo más horroroso que me podía ocurrir. Y en plena guerra. ¿Y si yo me salvaba, pero ellos no? ¿Y si caía una bomba en nuestra casa, como había pasado con la casa de los vecinos, y mis padres morían mientras yo estaba al otro lado del mundo? ¿Y si morían porque yo no estaba allí para salvarlos?

—Es peligroso estar aquí, niña mía —me dijo mi padre después de besarme la frente como cada noche—. En cuantos subas a ese barco no pienses más en nosotros. Piensa en ti, en tu futuro, en que podrás ir a la universidad y ser la primera mujer de la familia que estudie Medicina, como siempre ha sido tu deseo y el mío. Yo estaré muy orgulloso de ti, como lo estoy ahora. Como lo he estado siempre.

Vi lágrimas en sus ojos. Lloraba por mi partida, pero también por sus hermanos y por él. Presentía que poco después alguien entraría en nuestra casa, lo sacaría en mitad de la noche y se lo llevaría a la tapia del cementerio que está junto al mar. Presentía que allí mismo, junto al mar que tanto había querido, lo fusilarían.

Lo presentía, sí. Estoy segura.

Y así ocurrió. A mi madre también se la llevaron, pero no la mataron. La metieron en una cárcel, donde murió de pena, de hambre y de tuberculosis.

Esto lo supe unos meses después, cuando ya estaba en Rusia y nadie contestaba a mis primeras cartas. A la tercera sí que contestó alguien. Una prima lejana de mi madre que vivía en Santander y que me contó lo que les había ocurrido a mis padres. También me decía que había tenido mucha suerte de haberme podido marchar.

¿Suerte? También ella mencionaba, y repetía, la palabra maldita. ¿Era suerte estar viva mientras que mis padres estaban muertos?

Aunque tal vez tenía razón. Quizá era una suerte estar viva.

Porque entonces ya me había enamorado de Mauricio.

3

Los días todavía eran largos en septiembre. Papá no podía abandonar su consulta, así que me llevó el tío Ignacio con su coche negro, un Lancia que había sido de los primeros que llegaron al pueblo. A su lado iba mi madre y yo me senté detrás. Recuerdo el sombrerito de fieltro que se había puesto ella, a pesar de que todavía no hacía frío. Se lo habíamos regalado papá y yo el día de Reyes y le gustaba mucho. Era de color granate y tenía unas florecillas de tela en el lateral izquierdo. No se lo quitó en todo el viaje, así que, desde el asiento de atrás, yo lo contemplaba sin parar. No miré por la ventanilla del coche en ningún momento. Teníamos siempre el mar a nuestra derecha y las montañas, a la izquierda. En los viajes que hacíamos los domingos antes de la guerra, me gustaba abrir el cristal y sentir la brisa del mar en mi piel. Siempre sonreía ante el mar y el viento porque me parecía que me traían las voces de las gentes que vivían o que habían vivido al otro lado del océano, como las de las tías de mi madre, que se marcharon hacía años a Cuba y nunca más se había sabido de ellas. O las de un abuelo de mi padre, que había dejado a su familia en Santander y se había embarcado en Vigo rumbo a Buenos Aires. Solo mandó una postal para decir que había llegado; después, el silencio.

Pero ese día no había mar ni viento para mí. Solo el sombrero y el cuello de mi madre, que no se atrevía a girarse para que no viera las lágrimas que, estaba segura, estaba vertiendo.

Por mí, por ella y por el mundo entero.

4

Todavía era de día cuando llegamos a Gijón. Nos alojamos en casa de otra prima de mamá. No tenía hermanos, pero sí un montón de primos, como el tío Ignacio, la tía Pascuala, que fue la que meses más tarde me escribió con las terribles noticias, la tía Azunciata, que era monja en un convento de Zaragoza, y la tía Emilia, en cuya casa nos quedamos esa noche.

Era viuda de un abogado y vivía en un piso grande en el paseo marítimo, frente al puerto. Nos invitó a salir a la terraza, que estaba llena de hortensias, que habían perdido ya el color, pero que seguían frescas con ese color verde con el que se quedan las hortensias cuando ya no son ni azules ni rosas. Siempre he pensado que es como si se camuflaran discretamente para seguir viviendo, pero sin llamar la atención. Creo que mi madre pensó algo parecido porque acarició una de las florecillas y luego me miró con su sonrisa de, casi, siempre.

—En el barco no serás la hija del médico. Serás una más.

—Siempre seré la hija del médico, mamá. Y la tuya.

—Como te dijo papá la otra noche, no pienses demasiado en nosotros. No vuelvas la vista atrás. Si uno lo hace, se puede tropezar y caer.

—O convertirse en estatua de sal, como la mujer de Lot —continué la frase que tanto le gustaba decir, y que se refería a un episodio de la Biblia.

—O quedarse en el infierno como Eurídice —replicó ella, a la que le apasionaban los mitos griegos, aunque todos terminaban fatal—. Piensa que ese barco te saca del infierno. La guerra es un infierno.

—El barco me alejará de vosotros —repuse.

—Es lo mejor para ti. Y eso es lo único que importa —contestó y me dio el abrazo más largo que me había dado jamás.

Un abrazo en el que me sigo refugiando porque vive y vivirá siempre en mi memoria.

El abrazo lo cortó la voz de la tía Emilia, que salía en ese momento a la terraza con su hermano Ignacio.

—Desde aquí se ve el barco, que ya está anclado en el puerto.

—¿Cómo se llama? —preguntó él.

—No lo sé. Tiene un nombre francés bastante raro. Llegó hace dos días. Todo el mundo se ha acercado a verlo. Hay mucha gente que querría tener tanta suerte como tú, Magdalena, y embarcar en él.

Suerte. También ella había dicho la palabra que me golpeaba las entrañas. La miré sin decirle nada y me apoyé en la barandilla para contemplar la ciudad marinera y las barcas de pescadores que empezaban a salir para faenar durante la noche.

Me quedé allí hasta que se hizo de noche y salieron las estrellas, que se confundían con las lámparas de los pescadores. Como no se veía la línea del horizonte, no se sabía qué luces eran estrellas y cuáles salían de los pequeños botes de pesca. Daba igual. El cielo y el mar se confundían, como lo hacía la tierra, en la que la muerte iba segando vidas como si fueran espigas de trigo secas.

El barco, mi barco, estaba fondeado al final del puerto. No tenía luces encendidas, pero se podía distinguir la mole que formaba y que tanto sobresalía del resto de los navíos que había a su alrededor. No quería verlo. No quería saber cómo se llamaba. En el pueblo, los barcos de pesca tenían nombres de mujer o de santos. Así los pescadores se sentían acompañados, o por aquellas a quienes querían, o por los mártires a quienes veneraban a pesar de que la mayoría de ellos eran tan ateos como mi padre.

No tardaría mucho en conocer cómo se llamaba aquel carguero destartalado que me iba a alejar de mi propia vida.

—Magdalena, entra ya —me indicó mi madre desde el salón. Llevaba puesto su camisón de seda azul celeste—. Entra, que vas a coger frío.

Tenía tanto miedo por lo que sucedería al día siguiente que no me había dado cuenta de que también tenía frío. Ya en la habitación que compartí con mamá me puse mi pijama. Me acurruqué junto a mamá. No me quería dormir. Quería oír su corazón y su respiración acompasada, que quería fingir que estaba durmiendo. Hice lo mismo que ella, y así nos quedamos las dos hasta que nos venció el sueño en la madrugada. Cuando me desperté, ella ya se había vestido y me miraba con un vaso de leche caliente en la mano.

—Recién ordeñada. El tío Ignacio ha ido a comprarla para ti en una lechería que hay dos calles más arriba.

No dije nada, no porque no quisiera, sino porque las palabras se me habían quedado encerradas en algún lugar de la garganta. Como si tuvieran voluntad propia y hubiesen decidido permanecer a resguardo de sí mismas y de quienes las pudieran escuchar. Mamá entendía mis silencios igual que mis palabras.

Nadie después ha podido comprender el significado de mis silencios. Nadie como ella.

Me bebí la leche y me puse la ropa que me iba a acompañar durante el viaje: una camisa roja, un jersey marrón, una falda plisada de estampado escocés, los leotardos y los zapatos marrones a los que mamá había puesto unos cordones azules porque fueron los únicos que encontró cuando se rompieron los originales el año pasado.

Recuerdo que me cepilló el pelo muchas veces aquella mañana hasta que se decidió a dividirlo para hacerme las dos trenzas, que sujetó con dos lazos rojos que hacían juego con mi camisa. Ella sabía que aquella era la última vez que me peinaría. Yo también porque pensaba que cuando volviera después de varios meses ya habría cumplido los dieciséis años, y a esa edad una chica ya no llevaba trenzas.

Las dos teníamos razón y las dos nos equivocábamos: pasaron veinte años hasta que regresé y, cuando lo hice, ella llevaba los mismos años muerta.

—Deriguerina —dijo mi tía Emilia al entrar en nuestra habitación—. Se llama Deriguerina.

—¿El qué, tía? ¿Qué se llama así tan raro?

—¿Qué va a ser, Magdalena? Pues el barco ese en el que te vas a ir.

Deriguerina, se llamaba Deriguerina. Mamá sonrió porque era lo único que podía hacer y lo que todos esperábamos de ella. También yo.

5

El barco que me trajo de vuelta veinte años después se llamaba Crimea, y durante la travesía me había cruzado un par de veces con aquel joven que acudió junto a la escalerilla al oír el nombre de Mauricio San Bartolomé Argandoña. La primera vez fue al salir del camarote que compartía con dos mujeres mayores que yo, y que habían trabajado como maestras en varias de las casas en las que nos habían alojado al principio de llegar a Rusia. No las conocía, pero enseguida hicimos buenas migas.

Pues bien, una de las veces que salía de la cabina para ir al baño común que teníamos en el pasillo, me topé con aquel hombre, que me sonrió como habría hecho con cualquier otra persona. Yo lo imité. Apenas farfullé un «buenos días» en ruso porque era la lengua en la que hablábamos todos en el barco. Tenía el pelo castaño muy claro, y los ojos azules. No era ni guapo ni feo. Ni alto ni bajo. Era alguien que no llamaría la atención en ningún lugar.

La segunda vez que me lo encontré fue en cubierta, poco después del amanecer del cuarto día de travesía. Yo iba con mis dos compañeras, Celia y Cordelia, y las tres nos acodamos a la barandilla. Él estaba a pocos metros de nosotras. Solo. Bordeábamos ya las costas de Italia y se veían pueblecitos salpicados en las colinas. Casas de colores puestas en los lugares más imposibles. Me pregunté cómo podían construir en lugares tan difíciles. Él debió de preguntarse lo mismo.

—No me gustaría vivir en un lugar tan empinado. Creo que me daría vértigo —dijo él mientras nos miraba como buscando nuestra complicidad a su comentario.

—A mí me encantaría —repuse yo, Celia y Cordelia no dijeron nada—. Deben de tener unas vistas preciosas.

—Ellos ven el mar. Nosotros los vemos a ellos. No me parece en absoluto interesante vivir en un lugar solo porque tenga unas vistas bonitas según los gustos burgueses. El mar es mar. Sin más.

Me lo quedé mirando en silencio, «según los gustos burgueses». A mí me parecía que no tenía nada que ver una cosa con la otra. Admirar la belleza no estaba reñido con creer en la igualdad de los pueblos y de las personas. Así me lo había enseñado mi madre desde pequeña, y así lo había seguido creyendo yo durante los años que viví en Rusia, donde nos llevaban asiduamente al teatro, al ballet y a la ópera. Me había educado en la contemplación y en el disfrute de lo hermoso, y el mar y aquellos pueblos que parecían colgados de las rocas formaban parte de mi concepto de belleza. No le dije nada. Seguí mirando lo que había ante mis ojos e intenté no hacerle demasiado caso. Había algo en él que me recordaba a alguien del pasado, pero no lograba encontrarlo en mi memoria.

No hizo falta que me concentrara demasiado en ello, pues enseguida se le acercó otro de los hombres y se marchó con él sin despedirse.

No lo volví a ver hasta el momento del desembarco.

Al oír el nombre de Mauricio, me acerqué todo lo que pude hasta el lugar donde estaba el agente. Cuando aquel joven se presentó como Mauricio San Bartolomé Argandoña me quedé tan sorprendida que fui incapaz de decir una palabra.

—¿Qué te pasa, Magdalena? —me preguntó Celia—. Parece que hayas visto un fantasma.

—No es nada —mentí—. Me había parecido ver a alguien conocido de quien hacía muchos años que no sabía nada. Pero me he equivocado.

—Ese es el chico que estaba el otro día en la cubierta, ¿verdad? —intervino Cordelia.

—A ti todos te parecen «chicos» —la corrigió su amiga—. Ese tendrá ya la edad de nuestra querida Magdalena, que ya no es una chiquilla, ¿verdad, muchacha?

—¿Cuántos años tenían cuando te evacuaron? —me preguntó.

—Tenía dieciséis.

—Así que ahora tienes treinta y seis. —Cordelia echó rápidamente la cuenta.

—Sí.

—¿Y por qué una mujer tan hermosa y agradable como tú no se ha casado en Rusia? Seguro que has tenido muchos pretendientes.

Sonreí ante la pregunta de mis compañeras de camarote. No les contesté. No tenía ninguna intención de contarles mi vida a aquellas dos mujeres a las que yo podía haberles preguntado lo mismo. No me gustan las personas que preguntan demasiado sobre la vida de los demás y permanecen calladas sobre las suyas.

Mientras habíamos tenido esa breve conversación, el fingido Mauricio había bajado del buque y había salido de mi campo de visión.

Tuve que esperar todavía media hora hasta que la voz dijera mi nombre.

—¡Magdalena Aristegui Barrios!

—Yo, yo —contesté inmediatamente y corrí hasta el oficial.

Le enseñé el documento en ruso que acreditaba mi nombre. Me dijo que podía salir y enseguida noté el destello de una cámara, que me hizo una foto cuando empezaba a bajar por la escalerilla. Me dieron la mano unos cuantos hombres y una mujer que esperaban en tierra y que debían de estar ya hartos de saludar a las personas que bajábamos del Crimea. Todos me daban la bienvenida con una sonrisa más o menos forzada, igual que la mía.

No sentí ninguna emoción especial al pisar aquella tierra del puerto de Valencia, como tampoco la había sentido cuando llegué a Rusia ni cuando me marché seis días antes. Hacía años que las emociones me habían abandonado.

O tal vez sería más justo decir que yo había abandonado a las emociones.

6

El Deriguerina era un carguero desvencijado, al que le faltaba más de una mano de pintura. El casco oxidado decía muy poco a su favor. Parecía que nos hubieran venido a recoger en un barco sacado directamente de la chatarrería, de uno de esos puertos en los que duermen los buques mientras esperan a ser desguazados. Era como si nosotros también fuéramos a ser tirados a un basurero. Eso es lo que dijo mi tío Ignacio cuando esperábamos a que me llamaran para subir a bordo. Recuerdo perfectamente sus palabras porque pensé mucho en ellas una vez dentro de la nave.

Por supuesto, el capitán francés no dejó subir a ninguno de los familiares: de haberlo hecho, algunos padres no habrían permitido que

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