Tocando el cielo

Michaela DePrince

Fragmento

1

De la casa de la derecha

Antes de ser la «malvada» y «fría» Odile, fui Michaela DePrince, y, antes de ser Michaela, fui Mabinty Bangura, y esta es la historia de cómo pasé de huérfana de guerra a convertirme en bailarina de ballet.

En África, mi padre amaba el polvoriento y seco viento harmattan, que soplaba procedente del desierto del Sáhara cada mes de diciembre o enero.

—¡Ah, el harmattan ha vuelto a traernos buena fortuna! —exclamaba al volver de recoger arroz. Yo sonreía cuando decía eso porque sabía que sus siguientes palabras serían—: Pero no tan buena fortuna como el año que nos trajo a Mabinty… ¡No, jamás tanta fortuna!

Mis padres decían que nací con un llanto potente y una personalidad tan espinosa como un erizo africano. Peor aún, era niña, y una niña con manchas, además, porque nací con una enfermedad de la piel llamada vitíligo, que hacía que pareciera un bebé leopardo. Sin embargo, mis padres celebraron con alegría mi llegada.

Cuando mi padre proclamó que mi nacimiento fue el mejor momento de su vida, su hermano mayor, Abdullah, sacudió la cabeza.

—No es un buen harmattan el que trae a una niña… —declaró—, una niña sin valor y con manchas, además, que ni siquiera te reportará una buena dote de novia.

Mi madre me contó que mi padre se rió de su hermano. El tío Abdullah y él no coincidían en casi nada.

Mi tío tenía razón en un aspecto: en una casa típica en el distrito de Kenema al sudeste de Sierra Leona, África oriental, mi nacimiento no habría sido motivo de celebración. Pero nuestra casa no era típica. En primer lugar, el matrimonio de mis padres no había sido concertado. Se habían casado por amor, y mi padre se negó a tomar una segunda esposa aun después de varios años de matrimonio, cuando se hizo patente que yo iba a ser su único retoño. En segundo lugar, mis padres sabían leer, y mi padre creía que su hija también debía aprender a leer.

—Si mi hermano tiene razón y nadie desea casarse con una chica con la piel como la de un leopardo, es importante que nuestra hija vaya a la escuela. Preparémosla para ese día —le dijo mi padre a mi madre.

Así que empezó a enseñarme el abjad, o alfabeto árabe, cuando no era más que un bebé que apenas andaba.

—¡Tonto! —espetó el tío Abdullah cuando vio a mi padre colocándome un trozo de carbón en los dedos—. ¿Por qué enseñas a una niña? Se creerá más de lo que es. Lo único que tiene que aprender es a cocinar, a limpiar, a coser y a cuidar de los niños.

Mis manchas asustaban a los demás niños. Nadie jugaba conmigo, salvo mis primos de vez en cuando, así que a menudo me sentaba sola en la puerta de nuestra choza a pensar. Me preguntaba por qué mi padre trabajaba tan duro cribando en busca de diamantes en las minas aluviales, unos diamantes que no le permitirían quedarse. Era un trabajo duro, agotador, permanecer doblado todo el día. Papá volvía a casa renqueando porque le dolían la espalda, los tobillos y los pies. Tenía las manos hinchadas y doloridas de filtrar la pesada tierra mojada. Luego, una noche, mientras mi madre le frotaba manteca de karité mezclada con ají picante en las articulaciones a mi padre, escuché a escondidas su conversación y comprendí.

—Es importante que nuestra hija vaya a la escuela para aprender más de lo que somos capaces de enseñarle. Quiero que vaya a un buen colegio.

—Si somos austeros, el dinero de las minas será suficiente para pagar la matrícula escolar, Alhaji —decía mi madre.

—Ah, Jemi, cuenta el dinero. ¿Cuánto hemos ahorrado hasta ahora? —preguntó mi padre.

Mamá rió.

—Todo esto, además de la cantidad que conté la última vez que preguntaste —respondió sosteniendo en alto las monedas que él había llevado a casa esa noche.

Yo sonreí para mis adentros desde mi escondite detrás de la cortina. Me gustaba escuchar las voces de mis padres por la noche. Aunque no podía decir lo mismo de las voces del tío Abdullah y de sus esposas.

Nuestra casa estaba situada a la derecha de la de mi tío. El tío Abdullah tenía tres esposas y catorce hijos. Para su desdicha, trece de ellos eran niñas, con lo que mi tío y su preciado hijo, Usman, de su primera esposa, eran los únicos hombres de la casa.

Muchas noches oía sus llantos y gritos de ira que llegaban a través del patio. Los sonidos del tío Abdullah pegando a sus esposas e hijas llenaban a mi familia de tristeza. Dudaba que el tío Abdullah hubiera amado jamás a ninguna de sus esposas, pues, de lo contrario, no les habría pegado. Estaba claro que tampoco amaba a sus numerosas hijas. Las culpaba de todas y cada una de sus desdichas.

A mi tío solo le importaba su hijo. Llamaba a Usman su tesoro y le daba de comer suculentos trocitos de carne mientras sus hijas miraban, hambrientas e hinchadas a causa de una dieta rica en almidón a base de arroz y yuca, ese tubérculo comestible largo y de piel marrón que carece de vitaminas y minerales. Y nada molestaba tanto a mi tío como encontrarme fuera, sentada con las piernas cruzadas sobre una esterilla, estudiando y escribiendo letras, que copiaba del Corán. No podía resistirse a darme con la puntera de la sandalia y ordenarme que hiciera las tareas propias de las mujeres.

—¡Tonto! —le espetaba el tío Abdullah a mi padre—. Pon a esta cría a trabajar.

—¿Qué necesidad tiene de saber realizar las labores propias de la mujer? No es más que una niña —le recordó mi padre a su hermano. Y luego no pudo resistirse a añadir—: Si ni siquiera tiene cuatro años y ya habla mendé, temné, limba, krio y árabe. Oye los idiomas en el mercado y aprende deprisa. Es evidente que se convertirá en una erudita.

Mi padre no necesitaba hurgar más en la herida del tío Abdullah recordándole que Usman, que era varios años mayor que yo, iba muy por detrás de mí en los estudios.

—Lo que necesita es una buena paliza —replicó el tío Abdullah—. Y esa esposa tuya también necesita una paliza de vez en cuando. Estás echando a perder a tus mujeres, Alhaji. Nada bueno saldrá jamás de esto.

Quizá mi padre no debería haber presumido de mi aprendizaje. Los aldeanos y mi tío ya me consideraban bastante rara debido a mis manchas, y que supiera leer hacía que fuera aún más rara a sus ojos y que mi tío me odiara.

Lo único que mi padre y su hermano tenían en común era la tierra que nos daba de comer, nos proporcionaba abrigo y el arroz, el vino de palma y la manteca de karité que vendíamos en el mercado.

Por la noche, cuando oía los gritos que llegaban a través del patio, yo dirigía mis oídos hacia mis padres, que descansaban al otro lado de la cortina. Desde ahí oía dulces palabras de amor y suaves risas. Luego daba gracias a Alá por haber nacido en la casa de la derecha en vez de hacerlo en la de la izquierda.