Es tu mundo

Chelsea Clinton

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

Qué es lo primero que recuerdas haber leído? La primera cosa que yo recuerdo haber leído por mi cuenta es el periódico local, uno de aquellos ejemplares de hace años que manchaban las manos de tinta. Seguramente, fue Corduroy o una historia de Jorge el Curioso lo primero que leí en mi vida, a mis padres en voz alta, pero lo que en mi cabeza marca la línea entre leer y no leer son los periódicos que me tenían absorta mientras desayunaba mis cereales. Probablemente, esto es así porque los periódicos eran lo que me permitía participar en las conversaciones de mis padres sobre lo que sucedía en nuestro pueblo, Little Rock (Arkansas), y en el mundo en general. Esas conversaciones tenían lugar en la mesa cada noche durante la cena y, especialmente, durante la comida de los domingos, después de misa. También cuando me llevaban al colegio, mientras volvíamos a casa tras mi clase de ballet, antes de las reuniones de las Guías Scouts y tras los partidos de sóftbol. En resumen, estábamos charlando continuamente.

Saber lo que contaba el periódico significaba que no tenía que esperar a que mis padres me lo explicaran todo, sino que podía hacer preguntas y comenzar conversaciones sobre lo que pasaba en el mundo. Pero lo mejor de todo era que el periódico me permitía ocultar toda la miel que les echaba a los cereales. De niña, mi madre no me dejaba tomar cereales azucarados (luego diré más al respecto), así que yo improvisaba, y les ponía mucha más miel de la que llevarían normalmente unos cereales azucarados. Por suerte, mi madre nunca se enteró.

Tuve una infancia muy afortunada. Mis mayores preocupaciones eran cosas como intentar que mi madre levantara su prohibición sobre los cereales azucarados, encontrar la manera de pegar en una cartulina un panal de arcilla, un Júpiter de papel maché o un arrecife de coral hecho con arcilla y palos de piruleta para distintos proyectos de ciencias, cómo vender más galletas de las Guías Scouts que el año anterior, o si mi mejor amiga, Elizabeth, y yo dormiríamos en su casa o en la mía la noche del sábado. Nunca dudé de que tendría un techo bajo el que cobijarme, un vecindario seguro en el que jugar y un médico al que acudir si caía enferma.

Mis padres y mis abuelos se encargaban de que no olvidase la suerte que tenía. Desde que tengo memoria recuerdo la historia de la vida de la madre de mi madre, mi abuela Dorothy. A los ocho años sus padres ya la habían abandonado dos veces, y la habían dejado muchas veces sola y hambrienta en su apartamento de Chicago. La primera vez fue cuando ella tenía tres años. Finalmente, la enviaron a vivir a California con sus abuelos, quienes, cuando llegó a la adolescencia, le dijeron que no podía seguir viviendo en su casa y que, puesto que ya tenía edad suficiente para buscarse un trabajo y ganarse la vida, tenía que irse. Si no hubiese entrado a trabajar en casa de alguien, habría acabado viviendo en la calle. Y si esa familia no hubiese apoyado su determinación de seguir estudiando, habría tenido que abandonar la escuela. Durante su adolescencia, Dorothy vivió con la preocupación constante de no saber si tendría un techo bajo el que cobijarse, si podría ir a la escuela o si pasaría hambre.

Mi abuela siempre habló sin darle demasiada importancia de la época en que pasó hambre y miedo cuando era niña. Conocer su historia me ayudó a ser consciente de que, probablemente, algunos de los niños a los que conocí en Forest Park Elementary, Booker Arts Magnet School y Horace Mann Junior High debían preocuparse por si tendrían comida suficiente ese día o si podrían jugar sin miedo en la calle al volver a casa. Menos de veinticinco años antes de que yo naciese, Horace Mann era una escuela exclusivamente para alumnos afroamericanos. Por aquel entonces, los colegios estaban segregados por razas en Arkansas —como en la mayor parte del sur de Estados Unidos hasta finales de los años cincuenta del pasado siglo— y aquellos a los que iban los chavales blancos disponían de más y mejores recursos, aulas más agradables, más libros, pupitres en mejor estado y patios de recreo mejor acondicionados. La hiriente herencia de la segregación, y el hecho de haber conocido siendo niña a adultos que habían trabajado en favor de los derechos civiles y la igualdad de oportunidades para los afroamericanos fue en parte lo que me permitió entender que a muchos niños de mi entorno, y en todo el mundo, aún se les trataba de manera diferente debido al color de su piel. El trabajo de mi madre en favor de niñas y mujeres, primero en Arkansas y más adelante en todo el mundo, me ayudó a comprender que, a menudo, el hecho de haber nacido niña se considera motivo suficiente para negarle a una persona el derecho a asistir a la escuela o a tomar sus propias decisiones, incluso las relativas a con quién o cuándo casarse.

Cortesía de los padres de la autora

Mi abuela Dorothy, en 1928, cuando era niña.

Desde mucho antes de cumplir dieciocho años y poder votar —en realidad, desde que tengo memoria—, mis padres esperaron de mí que tuviese una opinión y un punto de vista sobre todas las cosas. De verdad: sobre todas las cosas. Sobre todo lo que experimentaba y aprendía en el colegio y sobre las noticias que veía en la televisión o leía en el periódico. También esperaban que fuese capaz de respaldar mis opiniones con hechos y pruebas; y que, si estaba en mi mano, trabajase para cambiar las cosas que no me gustaban. Nunca le dieron importancia a lo mayor —o joven— que yo era. Y no eran solo mis padres: mis abuelos pensaban lo mismo. Como mi abuela Ginger, la madre de mi padre, solía decirme hasta que murió cuando yo tenía trece años: «Chelsea, tú eres muy afortunada. Nunca dejes de pensar en cómo ampliar el número de los afortunados». Mi abuela Dorothy me repetía una y otra vez: «Nunca lo sabrás hasta que lo intentes».

Cortesía de los padres de la autora

Esta es una fotocopia de la carta que le envié al presidente Reagan en 1985. Como muestra de respeto, incluí una de mis pegatinas favoritas (esperaba que así el presidente se tomase mi carta más en serio).

Leer el periódico y estar al tanto de lo que sucedía solo era el primer paso; lo más importante era dejar una huella positiva, o al menos intentarlo. Estas expectativas fueron uno de los mayores regalos que me hicieron mis padres y mis abuelos. Parecía importante, y emocionante, saber que yo podía dejar huella o, insisto, que al menos podía intentarlo. Cuando tenía cinco años, le escribí una carta al presidente Reagan para expresar mi oposición a su visita al cementerio de Bitburgo, en Alemania, porque allí había nazis enterrados. Pensaba que un presidente estadounidense no debía honrar a un grupo de soldados entre los que había nazis. Reagan no dejó de ir, pero yo al menos lo había intentado a mi humilde manera. En la escuela primaria formé parte de un grupo que contribuyó a poner en marcha un programa de reciclaje de papel. A través de mi parroquia en Little Rock, me ofrecí como voluntaria para la limpieza de parques, colaboré en campañas de recogida de alimentos y trabajé en comedores sociales. Siempre quedaban cosas por hacer, pero al ver cómo las bolsas se llenaban de basura

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