Vizcarra

Rafaella León

Fragmento

Vizcarra

Escribir desde la incertidumbre

Había y hay demasiado que entender.

Ayer era una periodista editando una revista de actualidad y entretenimiento, y de pronto me senté a escribir sobre lo que nos pasa, en un intento por hallar respuestas a los pequeños dramas con los que despertamos desde hace demasiado tiempo. Pero ¿cómo detenerse a comprender un instante difícil y sorprendente cuando sobrevienen otros, aún más inverosímiles, en una especie de huaico que nos entierra y a la vez nos descubre?

Mientras el país discutía el exceso o pertinencia de las prisiones preventivas, yo escribía –paradoja de estos tiempos– sobre los sucesos de los últimos 36 meses en la historia de la República. A partir de 2016 nos ocurrió de todo. La escena del poder colapsó. Dos expresidentes coincidieron en prisión, Alberto Fujimori y Ollanta Humala. Las pocas veces que se cruzaban en la Diroes no hablaban de política sino de libertad. Otro expresidente está prófugo, y se sabe de él por algún episodio público de intoxicación. Nunca pudo escribir correctamente el apellido de su ex ministro y premier, Pedro Pablo Kuczynski, el siguiente exmandatario en perder su libertad mientras era investigado por lavado de activos. En un lapso de 90 días –entre diciembre de 2017 y marzo de 2018– se le intentó vacar dos veces. En el camino otorgó un indulto entre gallos y cena navideña, y todos supimos que más que una gracia humanitaria se trataba de una moneda de cambio. Diez meses después, en octubre –el mismo mes en que la lideresa de la mayor fuerza opositora era apresada– se anulaba el indulto, devolviéndonos a la zozobra de la polarización: volvíamos a la normalidad, como diría Martín Adán. En el segundo intento de vacancia, incapaz de defenderse tras unos audios grabados subrepticiamente y la seguidilla de acusaciones, PPK renunció ante un país pasmado. Asumió entonces su vicepresidente, hasta ese momento autoexiliado en Canadá, y del cual el 80 % de la población no recordaba su rostro o confundía su apellido. El tsunami del escándalo Lava Jato destapaba y sigue destapando una red de sobornos y tráfico de intereses de dimensiones mayúsculas. Aquello fue, a fin de cuentas, lo que acomodó el camino –en donde coincidieron sucesión, azar y virtud– que llevaría a que Martín Vizcarra nos gobierne ahora.

Me cuesta usar la palabra ‘ahora’ sin tener la certeza de que cuando se estén leyendo estas páginas nada o todo haya cambiado. El mismo día en que PPK era tratado en una clínica por un problema cardiaco y debía decidirse si se le ordenaba prisión preventiva o arresto domiciliario, Alan García Pérez acomodó una cruz de madera en el medio de su cama. No quiso pasar a la historia como un exgobernante y líder aprista enmarrocado y esa mañana del 17 de abril hizo que todos oyéramos su disparo en la sien.

La política está llena de vuelcos que nadie espera. ¿Cómo volver a mirar la historia de la misma forma? Alan García nos hizo saber cómo quería ser recordado. La pregunta ahora es ¿cómo queremos pasar a la historia nosotros? En tiempos de fugacidad noticiosa y precaria capacidad de reflexión, parece imposible escribir sobre lo que se vive como si hubiesen transcurrido los años y se pudieran ver todas las piezas en perspectiva. ¿Cómo ocurrían estas cosas? ¿Quiénes eran sus protagonistas? ¿Sabían ellos lo que estaba pasando?

Hace tres años Martín Vizcarra era solo un dato de la realidad. Conocíamos algunas pocas cosas indispensables que no lo colocaban como candidato a nada, pero que hacían prever algún futuro. Había sido un buen gobernante en su tierra, la pequeña y bucólica Moquegua. Parecía ordenado, eficiente y con ganas de participar. Aparecía, así, como el personaje secundario en una trama en la que Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski eran los líderes entre los que había que elegir.

Lo habíamos probado todo: un presidente con antepasados japoneses, un exmilitar con nombre de general inca, un “cholo” que se olvidó pronto de Cabana, un estadista megalómano que buscaba borrar de la historia su primer e inolvidable Gobierno. En el año 2016 marcaban el horizonte una mujer joven de ascendencia nipona, hija de un expresidente preso por crímenes de lesa humanidad, y un exbanquero varias veces ministro de Estado que había tenido que renunciar a su nacionalidad estadounidense para continuar en carrera política. Los dos habían conocido la derrota electoral en la campaña anterior y habían convertido en obsesión sus deseos de llegar al poder.

Ella –que transitó por Palacio siendo primera dama durante seis años– está convencida de que encarna el nuevo fujimorismo, un movimiento vertical con un mandato de obediencia absoluto, en el que la cabeza define desde la última coma de lo que se dice hasta la cantidad de aplausos protocolares que se ejecutan. La mitad más uno del país le demostró que no la quería en 2016 –ya había hecho lo mismo en 2011– y quizá el mayor de sus errores fue no comprenderlo. Lo demás vino solo: hacerle la vida imposible a PPK como un propósito personal, y, al mismo tiempo, carecer de un plan propio, un proyecto que defender, alguna idea que poner en marcha.

Hasta hace unos años, una élite del liberalismo económico apoyaba a ese fujimorismo y lo veía como el camino para continuar por la senda del crecimiento económico, al mismo tiempo que edificaba un muro de contención para los populismos de izquierda. A inicios de este año el fujimorismo ya no tenía tan claro ese apoyo pero gestaba su propia recomposición, silenciosamente, buscando nuevos socios como los pastores fundamentalistas, y apostando el todo por el todo a la liberación de sus dos líderes, padre e hija.

De otro lado, ¿qué esperábamos de Kuczynski? ¿Un Gobierno moderno, por contener entre sus principales colaboradores a grandes economistas?, ¿una tecnocracia que se resistía a la derrota y que debía mostrarnos el camino del bienestar? Pedro Pablo Kuczynski nunca supo qué contestar a una pregunta que le hizo muchas veces uno de sus amigos más cercanos, desde el año 2005, cuando se le pasó por la cabeza, por primera vez, ser presidente de la República. Contiene dos palabras y quizá sea la primera y gran pregunta que cualquier político desearía que los periodistas le hicieran: ¿para qué?

PPK no ha podido responderse.

Nunca imaginó llegar a segunda vuelta. Era una ruleta rusa que hasta cierto punto le parecía emocionante. Lo único que le faltaba en su lista de pendientes en la vida era ser presidente de la República. Si Alejandro Toledo, irresponsable y destartalado, había podido serlo, él con mayor razón. Era una espina en su currículo. Y quería sacársela. “No uno sino cinco milagros”, decía PPK mientras trataba de enumerar la serie de acontecimientos (des)afortunados que lo convirtieron en una posibilidad electoral aquel extraño 2016. Las descalificaciones electorales tanto de Julio Guzmán como de César Acuña figuran entre ellos. Cuando PPK se supo ganador, fue muy tarde para arrepentirse.

Todo resultó –para él y para nosotros– completamente diferente a como lo habíamos imaginado. Su Gobierno, débil y acorralado desde el día uno, se fue descomponiendo rápido, y el ciudadano que más lejos parecía haber llegado en su carrera por entender los secretos de las finanzas mundiales no pudo encarrilar lo que tuvo entre sus manos. Keiko Fujimori, por su parte, perdió piso con el repliegue de un puñado de c

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