Pornografía. El placer del poder

Rosa Cobo

Fragmento

I. Imaginario sexual e imaginario pornográfico

I

Imaginario sexual e imaginario pornográfico

La pornografía es una realidad social que impregna la cultura contemporánea. Por eso, no puede ser analizada aisladamente. Forma parte del entramado institucional y social de todas y cada una de las sociedades del siglo XXI. Como todos los fenómenos sociales, tiene una dimensión material y otra simbólica. Es práctica social y discurso. Fenómeno económico y representación. Es negocio internacional y, al mismo tiempo, fuente inagotable de definiciones sociales sobre la sexualidad, sobre el placer, sobre el poder, sobre la masculinidad y la feminidad o sobre la mercantilización del cuerpo, entre otras muchas significaciones.

En el epicentro de la narrativa pornográfica se encuentra la sexualidad. Pero ¿encarna la pornografía la sexualidad? El porno, sin lugar a dudas, se alimenta de la sexualidad. Se apropia de lo sexual como territorio propio.[1] El vínculo entre pornografía y sexualidad es el más evidente. Sin embargo, hay que huir de todo aquello que parece autoevidente. La tarea crítico-feminista no acepta como incuestionable lo que tiene la apariencia de ser «natural» y sigue rutas mucho más sinuosas, aquellas que desvelan relaciones de poder. Y las estructuras de poder y las dominaciones nunca son inequívocas. Nunca se muestran. Siempre se ocultan. En la pornografía hay elementos ocultos y elementos manifiestos. En este trabajo se identifican algunos de los primeros, pues la pornografía está envuelta en múltiples capas discursivas que enmascaran su carácter patriarcal.

La pornografía se alimenta de dos lenguajes culturales al mismo tiempo: el del placer y el del poder, porque, como señala Eva Illouz: «Nuestra tarea sigue siendo no confundir placer y poder».[2] Se silencia el vínculo entre pornografía y poder para eludir el análisis del porno como hecho político. En el imaginario colectivo, la pornografía y la prostitución son presentadas como hechos morales. El clima de relativismo moral facilita este análisis. Sin embargo, si analizamos el porno como una realidad moral y negamos su carácter político, entonces ocultamos su relación con el patriarcado y el capitalismo. O, en otros términos, silenciamos la colisión del porno con la igualdad. Por eso, porque se alimenta del lenguaje del poder, la pornografía no tiene efectos emancipadores.

El objetivo de este trabajo es someter la pornografía a ciertas preguntas sobre los significados que articulan nuestra experiencia en el marco de las sociedades patriarcales. La pornografía ¿es un síntoma o una enfermedad? ¿Tiene significado y eficacia por sí misma o es solo el telón de fondo de otras realidades sociales de mayor magnitud? ¿Es el porno un instrumento al servicio del capitalismo global como industria del ocio y del entretenimiento? ¿O contribuye a configurar y transformar las relaciones entre los sexos en el marco del sistema patriarcal? ¿Qué revela la pornografía sobre la sexualidad, sobre lo masculino y lo femenino, sobre la economía, sobre el deseo o sobre los cuerpos? ¿Qué relación hay entre pornografía y libertad o entre pornografía e igualdad?

Libertad sexual

La revolución sexual, que tuvo lugar en la década de los sesenta, partía del supuesto de que los códigos que regulaban la sexualidad humana constreñían a los individuos. Esta idea se gestó en el interior de un proyecto cultural que se presentaba a sí mismo como emancipador y que cuestionaba las dimensiones coactivas de la sexualidad y acabó poniendo en tela de juicio todas las grandes instituciones represivas de la modernidad en Mayo del 68. La revolución sexual fue un proyecto fundamentalmente contracultural que pretendía que los individuos fuesen más libres en su forma de vivir la sexualidad.

A partir de ese momento, la exaltación de la libertad sexual se instalará con fuerza y con éxito en Occidente y comenzará una época de abundancia sexual. Esta reivindicación se situará en el corazón de la nueva izquierda y en el de los jóvenes que sentían sobre sus vidas el peso de los rígidos códigos que regulaban su sexualidad. Sin embargo, este proyecto contracultural, y articulado alrededor de la libertad sexual, albergaba en su interior un subtexto patriarcal, como ya argumentaron con lucidez las teóricas del feminismo radical, pues fue diseñado por varones y destinado a varones. El ideal de la libertad sexual se asentaba sobre la disponibilidad de las mujeres para uso sexual masculino.

La idea que estaba detrás de este planteamiento era el rechazo a que el matrimonio y la prostitución fuesen las únicas instituciones en las que podía desarrollarse la sexualidad legítimamente. En el marco de esta revolución comienza a tomar fuerza la idea de que la sexualidad puede vivirse con mayor libertad. A pesar de que fue una propuesta patriarcal, muchas mujeres la reclamaron para sí mismas al tiempo que se oponían a esa definición de la libertad sexual como disponibilidad sexual para los varones. Las mujeres demandaron otra sexualidad más placentera y gratificante y así surgió el ideal del buen sexo compartido y vivido en la intimidad. La revolución sexual hace del yo, la sexualidad y la vida privada elementos esenciales para la formación y la expresión de la identidad.[3] Convivirán en el desarrollo de este proceso tanto una concepción patriarcal de la sexualidad como procesos crecientes de androginización emocional de hombres y mujeres.[4]

Así, en las décadas de los sesenta y setenta, hay presentes dos realidades: por un lado, la exaltación de la libertad sexual masculina; por otro, la propuesta de que el placer sexual no es una prerrogativa exclusiva de los varones y que, por tanto, debe vivirse en la intimidad por los dos miembros de la pareja. Estas son las dos propuestas que se gestan en esa época y ambas han contribuido a la creación de una cultura de la sexualidad, pero también, como sostendrá Eva Illouz, a la existencia de una cultura emocional: «Los psicólogos postularon la intimidad como un ideal a alcanzar en las relaciones sexuales y conyugales […] Una vez que la idea de intimidad se postuló como la norma y el modelo de las relaciones saludables, la ausencia de intimidad pudo convertirse en el marco general que organizaba una nueva narrativa terapéutica del yo».[5]

La pornografía se desarrolla en el interior de esa cultura de la abundancia sexual, pero no recoge las dos tradiciones que tienen lugar en esa época histórica, sino que se gesta en el marco del primer desarrollo, el que exalta la sexualidad desde el interés masculino y rompe con el de la exaltación de la intimidad sexual y del placer compartido. Muestra un estilo sexual y emocional en el que solo importan los deseos masculinos. Además, la idea de la intimidad se quiebra y es sustituida por la exhibición, por sacar de lo privado las experiencias íntimas para mostrarlas en el escenario público. En el mismo sentido, el porno clausura en sus relatos el imaginario del amor y del compromiso emocional.

La propu

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