Nuestro hombre

George Packer

Fragmento

Prólogo

Prólogo

¿A Holbrooke? Sí, lo conocí. Su voz no se me va de la cabeza. Sigo oyéndolo preguntar: «¿No has leído ese libro? Tienes que leerlo, de verdad». Diciendo: «Me da la impresión, y espero que esto no suene demasiado autocomplaciente, de que cuando se presenta un problema muy complejo para el cual nadie parece tener solución, yo sé al menos cuáles son los planteamientos generales y las variables respecto al asunto».[1] Diciendo: «Tengo que irme, me está llamando Hillary». ¡Esa voz…! Serena, nasal, con un leve deje de ese acento neoyorquino de otro tiempo, con un sonsonete característico cuando se mostraba jovial. No dejaba nunca de «hacerle» cosas a la gente: alababa, camelaba, acosaba, acuciaba, seducía, analizaba, tomaba la delantera… Ejercía presión sin descanso, como una poderosa corriente submarina, de manera que una vez zanjada cualquier charla con él, aunque fueran dos minutos al teléfono, uno se descubría en un punto muy distante al de partida —y sin saber cómo había llegado ahí— y, por alguna razón misteriosa, se sentía agotado.

Medía más de un metro ochenta, pero parecía aún más alto. Tenía los brazos largos y finos, el pecho abombado, una espalda ancha de hombros robustos, sobre los que descansaba una cabeza llamativamente pequeña y, encerrado en su interior, un cerebro insomne. Sus pies distaban tanto de su tronco que, conforme su cuerpo fue desgastándose y la sangre dejó de circular como es debido, empezaron a hinchársele y a estar moteados de rojo y blanco, como un filete de ternera. Usaba zapatos especiales y llevaba siempre una muda de calcetines en su maletín de cuero. Terminaba utilizando media docena de pares al día; en los vuelos largos se los quitaba y los ponía a secar en el bolsillo de su butaca de primera clase o terminaba metiéndolos, hechos un gurruño, en su maletín, junto a la documentación clasificada. Escribió su libro sobre el final de la guerra en Bosnia —el escenario que siempre despertó en él más anhelos y del que jamás se cansó— con los pies colocados sobre un masajeador estilo shiatsu de la marca blanca Brookstone. Una mañana se presentó con retraso a una reunión en la suite que tenía la secretaria de Estado en el Waldorf Astoria y llegó descalzo, con la camisa por fuera y la bragueta medio bajada. Dio tres o cuatro tumbos por la sala y cogió unas cuantas uvas de una cesta de fruta mientras Madeleine Albright seguía cada uno de sus movimientos con mirada furibunda. En otra ocasión, apareció en una llamada por videoconferencia desde la misión de la ONU en Nueva York con los pies sobre una silla, los cuales, distorsionados por la lente de la cámara, ocupaban toda la pantalla de la Sala de Crisis de la Casa Blanca; distraían tanto que el consejero de Seguridad Nacional del presidente Clinton ordenó a uno de sus asistentes militares que desconectase la señal de vídeo. Holbrooke ponía los pies donde le daba la gana, ya fuera en la Casa Blanca, en los escritorios de los despachos o en las mesitas de café de la casa de cualquiera. Buscaba con ello alivio y una posición ventajosa.

Cerca del final, diríase que todos los problemas se le acumularon, en efecto, en los pies: fibrilación auricular, tensión marital, ambición frustrada, colegas conspiradores, cientos de miles de kilómetros en avión, dirigentes extranjeros corruptos y una guerra que no se dejaba doblegar ante la fuerza implacable de su voluntad.

Al otro extremo de su cuerpo, en cualquier caso, aquellos ojos azules como el hielo se mantenían en constante alerta. El brillo que despedían traslucía una inteligencia perennemente despierta y dispuesta a pasar a la acción. Como los espejos de una sala de interrogatorio, esos ojos le permitían mirar el mundo, pero no dejaban ver su interior. Jamás conocí a nadie capaz de valorar con tanta rapidez una estancia llena de gente, a un adversario, un artículo periodístico o un conjunto de variables en el marco de un problema complejo (incluida su muerte, cuando era ya inminente). Ese valorar y calibrar de manera incesante nos revela una mente frenética que echaba humo a puerta cerrada, detrás de aquella voz grave y los lánguidos brazos. Una vez, en la década de 1980, Holbrooke iba caminando con otra persona por Madison Avenue y se cruzó con un conocido, que lo saludó: «¡Hola, Dick!».[*][2] Holbrooke vio al hombre alejarse y se volvió a su acompañante para decirle: «Me pregunto qué habrá querido decir con eso». Sí, el pelo ondulado de Holbrooke jamás obedecía al peine y su traje siempre parecía arrugado; era incapaz de alejarse demasiado de teléfonos y televisiones y siempre perdía cosas; comía siempre hasta reventar y lo más rápido posible (una vez se cortó la nariz con la concha de una almeja y empapó de sangre dos servilletas de tela), y, sí, era una presencia díscola en casi todos los sentidos. Jamás, sin embargo, perdía la concentración.

Pensaba mucho, pero apenas ejercía la introspección. No podía quedarse solo, porque quizá en tal caso se veía obligado a pensar en sí mismo. Y posiblemente no podía permitírselo. Leslie Gelb, amigo de Holbrooke y al que este seguía llamando varias veces al día después de cuarenta y cinco años de amistad, se ofrecía de buen grado a escuchar sus monólogos. Le preguntaba: «¿Cómo es Obama?», y Holbrooke le soltaba un brillante análisis del presidente. «¿Te crees capaz de influir en él?» Y entonces Holbrooke no respondía. ¿A qué se debía ese punto ciego tras sus ojos que opacaba su vida interior? Ese punto ciego era, en realidad, una gran ventaja sobre el resto de personas —entre las que me incluyo—, porque el impulso que necesitaba la idea para convertirse en acción jamás se veía disminuido por el escrutinio de uno mismo. Ese fue también su mayor punto débil y en última instancia se demostró letal.

Vuelvo a oírlo diciendo: «Ahora es tu problema, no el mío».

Le encantaba la velocidad. Admiró siempre el descenso con que el impávido esquiador austriaco Franz Klammer ganó una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1976; parecía como si hubiese sido él quien realmente se lanzara por las peligrosas pendientes en Innsbruck. Holbrooke caracoleaba con la bici entre los coches en los atestados cruces de Saigón mientras hablaba sobre la guerra a una aterrorizada periodista rubia recién llegada de Manhattan; serpenteaba entre el tráfico parisino mientras daba a su superior del Departamento de Estado una clase magistral sobre la situación en las conversaciones de paz en Vietnam; y con su Humvee tomaba a toda velocidad las cerradas curvas de una pista de tierra en el monte Igman, por encima de la Sarajevo asediada, seguido de cerca por un transporte acorazado donde viajaban sus malhadados colegas.

Le encantaba ser un poco gamberro. Era ese tipo con quien todo el mundo lo pasa bien. Su gusto por la travesura lo metió en ocasiones en problemas que podría muy bien haberse ahorrado. En 1967, fue convocado al despacho de Robert McNamara, en el segundo piso del Pentágono. Por aquel entonces Holbrooke era un funcio

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