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Maurice Bavaud: el asesino de Dios
Algún día, un hombre completamente inofensivo se instalará en una buhardilla de la Wilhelmstrasse. Lo tomarán por un maestro de escuela jubilado. Un ciudadano íntegro, con gafas de concha, mal afeitado, con barba. No dejará entrar a nadie en sus modestas habitaciones. Allí instalará un fusil, tranquilamente y sin prisas innecesarias, y con fantástica paciencia apuntará al balcón de la Cancillería del Reich, hora tras hora, día tras día. Y por fin, un día, disparará.
Adolf Hitler1
Poco antes del mediodía de la fría mañana del 30 de enero de 1933, el jefe del Partido Nazi, Adolf Hitler, acudió a reunirse con el presidente de Alemania, el mariscal de campo Paul von Hindenburg. Acompañado por los miembros de su nuevo Consejo de Ministros, fue recibido gélidamente por el presidente, que estaba irritado porque le habían hecho esperar y tenía dudas acerca del nombramiento de Hitler. Hindenburg gruñó una bienvenida indiferente y expresó su placer debido a que la derecha nacionalista hubiera superado por fin sus diferencias. A continuación pasó a la cuestión que les ocupaba. Hitler iba a jurar el cargo de canciller de la República alemana.
Vestido con un sobrio traje negro y corbata, Hitler juró solemnemente defender la Constitución, cumplir sus obligaciones sin inmatar a hitler tereses partidistas y servir al bien común de toda la nación alemana. Después, en un discurso breve y no programado, prometió defender los derechos del presidente y volver al régimen parlamentario después de las próximas elecciones. Hindenburg fue bien poco locuaz en su respuesta: «Y ahora, caballeros —entonó—, adelante con la ayuda de Dios».2
Aquella tarde, el nuevo gabinete recibió a la prensa alemana en la Cancillería del Reich. Hitler, sentado en un sillón lujosamente tapizado, estaba rodeado por sus nuevos compañeros de gabinete, con Goering sentado a su derecha y Von Papen, el «hacedor de reyes» y vicecanciller, a su izquierda. Los demás estaban de pie detrás del trío, con claras muestras de incomodidad. La esperada camaradería se notaba muy poco. Aunque se conocían bien unos a otros, pocos se miraban a los ojos. Los ministros miraban insistentemente hacia delante o hacia los lados. Solo Hitler se permitía una amplia sonrisa. En su primera declaración pública como canciller, felicitó a sus seguidores por su «gran triunfo político».3
A decir verdad, el ascenso de Hitler al poder no había sido tan glorioso como sus propagandistas proclamarían más adelante. Aunque era jefe del partido con más votos populares, no accedió al cargo como resultado de un proceso democrático como es debido. Más bien había sido aupado al poder por las élites políticas en una turbia intriga secreta. Hitler no había tomado el poder, se le había entregado como un cáliz envenenado. Se pensaba que Hitler no tardaría en ponerse en ridículo y desacreditar a su movimiento. Y si por algún milagro no ocurría así, aportaría al establishment su popularidad en el país, y ellos a su vez se encargarían de controlarle y refrenar sus desmedidas ambiciones.
Con este fin se nombró a Hitler para presidir un gobierno que solo incluía una minoría de nazis. De los once puestos, solo tres estaban ocupados por sus hombres: la Cancillería, el Ministerio del Interior y un ministerio sin cartera. Aparte de estas, todos los cargos importantes del gobierno habían quedado en manos de los conservadores, lo cual reforzaba su creencia de que entre todos podrían mantener a raya al alborotador Hitler. A pesar de estas limitaciones a la libertad de acción de Hitler, su nombramiento seguía disgustanmaurice bavaud: el asesino de dios do a sus nuevos compañeros, y se le arrancaron otras muchas concesiones adicionales. Por una parte, había jurado mantener el gabinete inalterado, independientemente del resultado de las nuevas elecciones que pensaba convocar. Por otra, había hecho una vacía promesa de ampliar la base de su nuevo gobierno aproximándose a los partidos centristas. Daba toda la impresión de que la argucia conservadora había salido bien. Hitler parecía embutido en una camisa de fuerza política. Se esperaba que sirviera como figurón popular, pero tendría muy poco poder auténtico.
A pesar de todas estas restricciones, la victoria de Hitler era importante. El antiguo cabo, agitador de cervecería y autoproclamado «tamborilero» de la causa nacionalista había alcanzado la cima del poder político. Sus seguidores, naturalmente, celebraron el éxito. Coordinadas por Goebbels, las SA y las SS de la capital se congregaron en el Tiergarten en preparación de un improvisado desfile de la victoria. Empuñando antorchas, emprendieron la marcha a las siete de la tarde, en la oscuridad de la noche, dirigiéndose a la sede del gobierno. Marchando en columna de dieciséis en fondo, al atronador son de tambores y bandas militares, pasaron bajo la puerta de Brandemburgo y entraron en la Wilhelmstrasse, donde se detuvieron para saludar al presidente. Después siguieron hasta la nueva residencia de Hitler en la Cancillería del Reich y allí estallaron en un coro de «Sieg Heil» cuando fueron saludados por el nuevo canciller desde una ventana del primer piso. Goebbels consiguió en su diario que había sido «como un cuento de hadas».4
La nueva y elevada posición de Hitler acarreaba nuevos requisitos para su régimen de seguridad. Para empezar, su nombramiento había sido un duro golpe para todos los que consideraban que él y su movimiento eran una fase pasajera, e incluso ligeramente ridícula. Obligó a sus adversarios, tanto activos como pasivos, a prestarle atención y a considerar qué medidas podían tomarse como respuesta. Se podría argumentar que el momento de triunfo de Hitler fue también su momento de máxima vulnerabilidad.
Como canciller, Hitler había heredado una tradición sorprenmatar a hitler dentemente violenta de conjuras de asesinato. El famoso canciller del siglo xix Otto von Bismarck había sobrevivido a dos de estos atentados, y los inestables años que siguieron a la Primera Guerra Mundial habían presenciado un aluvión de crímenes políticos, que culminó con el asesinato del ministro de Asuntos Exteriores Walther Rathenau en Berlín, en el verano de 1922.
Después de aquel atentado, la seguridad del canciller y sus ministros se situó en un plano completamente nuevo. Mientras que antes las figuras políticas solo se sometían a las medidas de seguridad más superficiales —que consistían como máximo en un conductor, un ayudante y tal vez unos cuantos policías—, ahora iban a estar vigilados mucho más estrechamente. Tan solo cinco días después del asesinato de Rathenau se propusieron y adoptaron nuevas medidas. Al canciller, por ejemplo, le acompañaría un segundo coche de escolta, y la seguridad en la Cancillería del Reich se reorganizó de arriba abajo. Todos aquellos que enviaran cartas amenazadoras o difamatorias a los ministros podían contar con ser investigados por la policía. Todas las amenazas se iban a tomar muy en serio.5
Gracias a estas medidas se descubrieron numerosas conspiraciones en los años anteriores al nombramiento de Hitler. En el invierno de 1922, por ejemplo, se descubrió a un comerciante de Dresde, llamado Willi Schulze, en posesión de dos pistolas, con las que confesó que se proponía matar al canciller Wirth. Pocos años después, en 1931, un rudimentario artefacto explosivo dirigido al canciller Brüning fue interceptado por el personal de seguridad. Al año siguiente se detuvo en el edificio de la Cancillería a una mujer armada con un puñal de dieciocho centímetros. A pesar de las mejoras en el régimen de seguridad, había conseguido entrar por una puerta lateral y había llegado a la segunda planta del edificio antes de ser arrestada.6 Era evidente que el aparato de seguridad funcionaba, pero con el nombramiento de Hitler como canciller en 1933 iba a enfrentarse a su mayor desafío.
Siendo una persona tan inmersa en la violencia, tal vez no resulte sorprendente que Hitler tuviera una sensación muy intensa de su propia vulnerabilidad a los ataques. Desde el principio mismo de su carrera política, Hitler se dio cuenta de que necesitaba una guardia maurice bavaud: el asesino de dios personal, una unidad de lealtad fuera de toda duda, un grupo de hombres «que marcharían hasta contra sus hermanos».7 Con este fin se hizo con un grupito de matones que cumplirían las funciones de conductores, guardias y hombres para todo. En 1920 este grupo se transformó en la Saalschutz («protección del salón de asambleas»), que al año siguiente se amplió hasta convertirse en las SA (Sturmabteilung o «fuerzas de choque»). No obstante, aunque las SA eran responsables de la «seguridad» en su sentido más amplio, los aspectos más delicados de la seguridad personal de Hitler seguía manejándolos un pequeño grupo de tipos duros de confianza. Este grupo incluía al ex luchador Ulrich Graf, que ejercía de guardaespaldas de Hitler; Emil Maurice, ex relojero y veterano del Freikorps, que era su chófer; Christian Weber, tratante de caballos y proxeneta en las horas libres, que era su «secretario»; su lacayo Julius Schaub, y su ayudante Wilhelm Brückner. Entre todos, estos hombres eran inicialmente responsables de la seguridad de Hitler en los actos públicos y alocuciones. Formaban el círculo más íntimo del Führer.
En el crítico año de 1923 se decidió reorganizar la seguridad de Hitler. Se formó una guardia de élite, la Stabswache («guardia de estado mayor»), reclutada entre las filas de las SA, que juró proteger a Hitler de amenazas tanto interiores como exteriores. Pero cuando la Stabswache cayó víctima de las rencillas internas de las SA, se formó una nueva guardia personal. La Stosstrupp («escuadra de asalto») comprendía unos cien individuos, pero su núcleo seguía estando formado por los antiguos guardaespaldas informales de Hitler. Graf, Maurice, Weber, Brückner y Schaub eran miembros. Recibirían su bautismo de fuego en el golpe de Munich de noviembre de aquel año, donde morirían cinco de sus miembros.8
En 1925, después de la prematura excarcelación de Hitler, se refundaron el Partido Nazi y las SA. También resurgió la guardia personal. Al principio se le dio su título original de Stabswache, pero después se la rebautizó como Schutzstaffel («escuadra de protección») o SS. En contraste con el deliberado aire proletario de las SA, las SS iban a ser descaradamente elitistas. En un principio eran solo ocho hombres, pero fueron creciendo poco a poco, ya que cada célula del partido estaba obligada a aportar una unidad de SS de no más matar a hitler de diez hombres para funciones de seguridad. A finales de los años veinte todavía eran solo doscientos ochenta, en contraste con los sesenta mil miembros de las SA. Los candidatos a SS eran rigurosamente examinados y la disciplina era estricta. Solo se tenía en cuenta a «los mejores miembros del partido y los de más confianza».9 Debían ser eficientes, listos, dignos de confianza y, sobre todo, «ciegamente devotos»10 de Adolf Hitler. No participarían en discusiones políticas, pero asistirían a sesiones de instrucción política. No fumarían en los actos del partido, y no abandonarían el recinto hasta que se les ordenase hacerlo. Su lema era «Meine Ehre heisst Treue» («Mi honor es la lealtad»).
No obstante, las SS siguieron siendo una organización relativamente pequeña, incluso insignificante, hasta la llegada de Heinrich Himmler. En enero de 1928, Himmler asumió la responsabilidad del funcionamiento cotidiano de las SS; un año después se convirtió en su jefe, el Reichsführer-SS. Bajo su dirección, las SS se ampliaron, su disciplina se endureció y su incuestionable lealtad a Hitler se proclamó una vez más a bombo y platillo. Himmler quería inculcar en las SS la misma ética extremista de la que él se jactaba: «Si Hitler me dijera que matara a mi madre —declaró en una ocasión—, lo haría y me sentiría orgulloso de su confianza».11
Afortunadamente, la mayoría de las tareas encomendadas a las SS eran mucho más mundanas, consistentes en vigilar la «Casa Parda», el cuartel general del Partido Nazi en Munich, y en labores rutinarias de seguridad. Un veterano de la época describía así las funciones de la unidad:
Las SS ... eran todavía un grupo muy pequeño, producto de una criba de las SA, con el propósito de proteger al partido, y en especial a los dirigentes del partido, en público ... Yo estuve en varias de las concentraciones más grandes en Hamburgo. Nuestra tarea consistía en escudar el estrado, acompañar a los oradores desde el coche y hasta el coche, vigilar su hotel y cosas así ... Muchas veces las cosas se ponían muy animadas.12
En marcado contraste con la creciente confianza de las SS, las SA estaban entrando en un período de crisis. A finales de los años veinte, las «filas pardas» de las SA habían luchado y combatido, impulmaurice bavaud: el asesino de dios sando al Partido Nazi a la primera línea de la política alemana. Pero a Hitler, que ahora tendía mucho a representar el papel de respetable político burgués, le resultaba ligeramente embarazosa aquella chusma. Opinaba que la vanguardia de su revolución se había convertido en una «masa dudosa», poco de fiar políticamente y totalmente impredecible. Además, dado que las SA de algunos distritos incluían una mayoría de miembros desempleados y algunas unidades ni siquiera conseguían reunir el dinero suficiente para las esvásticas reglamentarias, Hitler temía que se estuviera interesando demasiado en el elemento «socialista» del nacionalsocialismo. Mientras tanto, muchos miembros de las SA consideraban que la dirección del partido, con sus automóviles caros y sus viviendas de lujo, estaba traicionando a la base proletaria de su poder.13 El choque llegó en 1931, cuando gran parte de las SA fue arrastrada a una rebelión por su subjefe, Walther Stennes. Aunque pronto se les hizo volver al redil, el suceso hizo sonar campanas de muerte para el movimiento. Significativamente, las SS se habían mantenido escrupulosamente leales a Hitler en todo momento.
Después de aquello, mientras las SA languidecían, las SS se encontraron en situación ideal para asumir en exclusiva la responsabilidad de la seguridad de Hitler y, como era de esperar, la nueva guardia personal del Führer iba a salir exclusivamente de sus filas. Su primer jefe, Sepp Dietrich, era un bávaro fanfarrón, veterano del Freikorps y del golpe de Munich, que se iba a convertir en uno de los generales de las SS más condecorados en la Segunda Guerra Mundial. Dietrich, que había ingresado en las SS en 1928, ascendió rápidamente en la camarilla de Munich, y antes de un año ya formaba parte del círculo íntimo de Hitler, como uno de sus guardaespaldas extraoficiales. Pero a medida que subía la temperatura política en Alemania y la violencia alcanzaba niveles sin precedentes, pronto se hizo necesario dar un carácter más oficial a la seguridad de Hitler. En febrero de 1932 se encargó a Dietrich que organizara una unidad permanente de protección para el Führer. El resultado fue el SS-Begleit-Kommando «Der Führer» («Destacamento de Escolta de las SS»). Un testigo de la época describió en vívidos términos a sus hombres como «tipos germánicos guapos y atléticos. Llevaban momatar a hitler nos de motorista con cremallera sobre sus uniformes con guerrera negra ... y cascos ajustados de aviador. Armados con revólveres y sjamboks [látigos de piel de hipopótamo] ... parecían marcianos».14 Otro testigo, menos halagador, describía a los guardaespaldas del Führer como «extrañamente delicados ... casi afeminados». Aunque a continuación se preguntaba si habrían sido seleccionados por el alto cargo nazi y notorio homosexual Ernst Röhm, al menos reconocía, después de pasar una velada en su compañía, que «eran duros de verdad».15
Formado inicialmente por solo doce hombres mandados por Dietrich, el destacamento de escolta iba a acompañar a Hitler en las turbulentas campañas electorales de aquel año. Una crónica de un periodista británico describía su modus operandi. En la primavera de 1932, Hitler estaba de campaña en la ciudad de Elbing, en Prusia Oriental, cuando su comitiva fue rodeada por manifestantes comunistas. Mientras el chófer viraba para evitar a la multitud, «los guardaespaldas vestidos de cuero de Hitler ya habían saltado de su coche y estaban repartiendo golpes ... con porras de goma y cachiporras. Empezaron a volar piedras y sonaron disparos de pistola. Después, los hombres volvieron a sus coches y seguimos adelante».16
Cuando residía en Munich, las medidas de seguridad de Hitler eran más formales. Desde 1931, su residencia en la ciudad era la llamada «Casa Parda», un elegante palacete de tres plantas, que en otro tiempo había sido la residencia del embajador de Italia en la corte real de Baviera. El cuerpo de guardia tenía tres turnos, cada uno de diecisiete hombres elegidos en las SS. De estos, al menos diez estaban destacados dentro del edificio, mientras otros seis guardaban la entrada, el jardín y el perímetro. Solo se permitía acceder al edificio presentando un pase válido.17
No obstante, es dudoso que la seguridad en Munich fuera particularmente eficaz. Para empezar, a los guardias de servicio no se les permitía llevar armas. Además, no parece que siempre se siguieran estrictamente las medidas implantadas. Un visitante británico a la Casa Parda, por ejemplo, recordaba que los centinelas le habían ladrado que no anduviera por la acera fuera del edificio, pero no recordaba haberse encontrado con ningún procedimiento de seguridad una vez dentro.18 Los métodos de seguridad empleados por maurice bavaud: el asesino de dios
Hitler en 1932 eran, a decir verdad, más o menos los mismos que en 1923. Tenía a su disposición una guardia personal entregada y, sobre todo, ferozmente leal, pero su eficacia despertaba serias dudas.
Parte del problema que tenía que afrontar cualquiera que intentara establecer un régimen de seguridad creíble para Hitler era Hitler mismo. La actitud del Führer respecto a su propia seguridad estaba plagada de contradicciones e inconsistencias. Por una parte, estaba casi obsesionado con su muerte. Se veía a sí mismo como un «hombre con un destino», el hombre que guiaría a Alemania y la liberaría de la esclavitud. Sin embargo, su frágil constitución le hacía creer que disponía de poco tiempo. Es verdad que su salud no era muy buena. Se ha conjeturado muchas veces que tal vez sufriera los efectos de la sífilis.19 Pero además de ese fantasma, estaba claro que sentía las muy reales tensiones de la vida política. En 1936 se quejaba de todo un catálogo de dolencias, incluyendo zumbidos en los oídos, jaquecas, insomnio, eccemas, contracciones estomacales, flatulencia y encías sangrantes.20 Podríamos añadir a esta lista una hipocondría aguda. La preocupación de Hitler por su propia salud alcanzó un máximo en mayo de 1935, cuando se convenció de que un pólipo que le habían extirpado de la laringe iba a resultar canceroso. Desde aquel momento se convirtió en un político con prisas. Tal como le confesó a un íntimo: «Nunca llegaré a ser el anciano del Obersalzberg. Tengo muy poco tiempo».21
Además de todo esto, a Hitler le preocupaba la idea de que podía caer víctima de un asesino. En consecuencia, tal como les repetía sin cesar a sus guardaespaldas, su supervivencia tenía una importancia suprema. Así pues, prestó un interés extraordinariamente detallado a las medidas de seguridad, exigiendo que se actualizaran e intensificaran constantemente. En público solía llevar una pistola, y también sus guardaespaldas y asistentes personales iban invariablemente armados.
Por supuesto, las actividades políticas de Hitler lo exponían inevitablemente a algunos peligros considerables. Como jefe del movimiento más violento y agresivo de la vida política alemana, era natural que se ganara la enemistad personal de sus adversarios. Pero en campaña, tanto al hablar ante un público hostil como simplemente matar a hitler al desplazarse a los actos políticos, se veía obligado a enfrentarse con frecuencia a sus detractores. Le tendieron numerosas emboscadas. En una ocasión, un tren en el que viajaba fue asaltado. También los comunistas dispararon algunas veces contra su coche. En otra ocasión, en 1920, consiguió eludir a una turba amenazadora haciéndose pasar por el ordenanza de un miembro de su comitiva.22 Solo su (entonces) relativo anonimato le salvó la vida.
Sin embargo, aparte de lo que podríamos llamar «exposición necesaria» al peligro, Hitler también socavaba habitual y deliberadamente los esfuerzos de sus protectores. Para empezar, podía ser asombrosamente temerario. Un día, en la ciudad de Friburgo, en la Selva Negra, su coche fue apedreado y él saltó del vehículo empuñando un látigo y obligó a sus atónitos atacantes a dispersarse.23 En otra ocasión, Albert Speer describió el paso de la caravana de automóviles de Hitler a través de una multitud hostil en Berlín:
... la actitud de la muchedumbre se puso fea. Cuando Hitler y su comitiva llegaron pocos minutos después, los manifestantes se desbordaron por la calle. El coche de Hitler tuvo que abrirse camino a paso de tortuga. Hitler se mantuvo erguido junto al conductor. En aquel momento sentí respeto por su valor, y todavía lo siento.24
Años después Hitler explicaría aquel comportamiento. Opinaba que si un asesino idealista quería pegarle un tiro o hacerle volar con explosivos, poco importaría que estuviera de pie o sentado.25 «En los tiempos heroicos —declaró— no me arrugaba ante nada.»26
Hitler era, además, total y deliberadamente impredecible. Speer decía que era «tan poco de fiar como un rey».27 Su rutina, si es que merece llamarse así, consistía en levantarse tarde y «trabajar» hasta altas horas de la noche, por lo general gritándoles a sus secuaces. Era incapaz de hacer un trabajo sistemático, y prefería abandonarse a sus caprichos o caer en la indolencia.28 Además, muchas veces desaparecía para pasar el fin de semana con amigos en Berlín o Munich, y casi nunca aceptaba una planificación previa. Aunque esta pauta servía de eficaz obstáculo a cualquier asesino en potencia, también hacía bien poco por facilitar el trabajo de sus guardaespaldas.
maurice bavaud: el asesino de dios
De hecho, a pesar de su atención por los detalles de seguridad, Hitler estaba muy poco convencido de que sus guardaespaldas sirvieran para algún propósito práctico. Su creencia en el «hado» y el «destino» le hacía atribuir su continua supervivencia «no a la policía, sino a la pura suerte».29 Así pues, aunque prestaba laboriosa atención a los detalles de su régimen de seguridad, uno se siente tentado a pensar que, al menos en este caso, solo estaba jugando a los soldaditos; deleitándose en su importancia sobrenatural, pero sabiendo en el fondo que todos aquellos esfuerzos resultarían fútiles a la hora de la verdad.
En cierto sentido se podría pensar que la aparente indiferencia de Hitler estaba justificada. En los primeros meses de 1933 se recibieron en Berlín numerosos informes sobre los planes y conspiraciones más disparatados para matar al nuevo canciller. Llegaban de todas partes: Suiza, Holanda, Marruecos, España, Checoslovaquia y Estados Unidos.30 Alguien había oído a unos judíos conspirando en Basilea, otros habían oído rumores de una trama anarquista en Barcelona, otros se habían enterado de un plan comunista en el Sarre. La mayoría de los informes no se sostenía, pues se habían basado en rumores o en algún comentario hecho a la ligera, del tipo «alguien debería liquidar a ese Hitler». Otros carecían por completo de credibilidad. Un informador de Augsburgo, por ejemplo, escribió para advertir a Hitler de la posibilidad de que los «subversivos» excavaran bajo el edificio mismo de la Cancillería y colocaran explosivos allí. Aunque el corresponsal confesaba no tener conocimiento de un plan en este sentido, exhortaba a su Führer a proteger su «preciosa vida» con el máximo cuidado.31 Como resultado de la actividad de informantes tan entusiastas e imaginativos, la policía de Berlín era advertida casi cada semana de que una nueva conspiración estaba en marcha. Casi todos los avisos se investigaban, pero entre los cientos recibidos solo unos diez se consideraron dignos de atención seria, e incluso estos se quedaron en muy poca cosa.32
Se podría suponer que el mayor peligro para la vida del nuevo canciller vendría de la izquierda. Efectivamente, los socialistas y comunistas alemanes eran bien conscientes de la probabilidad de que el nuevo régimen declarara abierta la veda contra ellos, y es posible que algunos de ellos pensaran en preparar un golpe preventivo. Sin emmatar a hitler bargo, la izquierda alemana era casi congénitamente incapaz de movilizarse para atacar a Hitler. Los socialistas estaban comprometidos con el proceso democrático y estas medidas extremas les resultaban difíciles de digerir, mientras que a los comunistas sus jefes de Moscú les exhortaban a dirigir sus esfuerzos contra los socialistas. Más allá de la simple miopía, gran parte de su problema común era ideológico. La teoría marxista consideraba el fascismo como el último estertor de la burguesía capitalista, el sangriento preludio a una inevitable utopía socialista. La historia, creían, era impulsada por grandes fuerzas sociales y económicas, no por individuos. Así pues, para muchos izquierdistas la eliminación de Hitler tenía poco sentido.
No obstante, unos cuantos valientes estaban dispuestos a echarle una mano a la historia. Uno de ellos fue Beppo Römer, comunista y ex dirigente del Freikorps, que consiguió entrar en la Cancillería en la primavera de 1933, pero fue descubierto por las SS. Pasaría los seis años siguientes en Dachau y no dejaría de conspirar contra Hitler hasta que fue ejecutado en 1942. Otro fue Kurt Lutter, un carpintero naval comunista de Königsberg, que planeó un atentado con bomba contra Hitler en la primavera de 1933. Detenido e interrogado, Lutter, sorprendentemente, fue puesto en libertad sin cargos, por falta de pruebas. Más adelante, en 1935, se descubrió en Viena una ambiciosa conspiración comunista que planeaba asesinar a Hitler y también al ministro de la Guerra, el general Blomberg, a Goering, a Goebbels y a Hess.33 Como detalle interesante, los conspiradores pretendían dar la impresión de que su conjura se había fraguado en las SA.
En contraste con la casi siempre latente amenaza de la izquierda, la que procedía de los descontentos de la derecha parecía más seria. En primer lugar, había muchos miembros de las SA que seguían viendo a Hitler como un traidor a sus principios. A algunos de los más destacados se los pudo comprar después de enero de 1933, pero muchos de los militantes de base no podían aceptar la nueva constelación de poder ni el aparente éxito de «su» Führer. De hecho, en 1933 se detuvo a un pretendido asesino con uniforme de las SA introduciendo un arma cargada en la residencia de Hitler en Berchtesgaden.34
La crisis de las SA culminó con la purga de Röhm en el verano de 1934, cuando Hitler por fin actuó contra sus antiguos aliados. Sin maurice bavaud: el asesino de dios embargo, mientras se purgaban las SA y Hitler ponía fin a su supuesta amenaza a la «paz de la nación», encontraron una oportunidad momentánea de vengarse. Cuando Hitler y su séquito de las SS se disponían a abandonar un hotel de Baviera donde se había detenido a muchos líderes de las SA, llegó un destacamento de escoltas de las SA. Viéndoles claramente confusos y cada vez más agresivos, se les ordenó regresar a sus acuartelamientos de Munich. Pero ellos se retiraron solo a corta distancia, bloquearon la carretera e instalaron ametralladoras a ambos lados, en espera de Hitler. El Führer, mientras tanto, había considerado prudente salir de la zona por otra ruta.35
Otra fuente de oposición a Hitler era el llamado «Frente Negro», dirigido por un ex nazi, Otto Strasser. Siempre en los márgenes del Partido Nazi debido a su ecléctica ideología —una curiosa amalgama de extremismo nacionalista, anticapitalismo, socialismo y anarquismo—, Strasser fue expulsado del partido en el verano de 1930. Concibió el Frente Negro como una organización paraguas para todos los derechistas desafectos a Hitler, y cuando se prohibió su movimiento en enero de 1933 había logrado atraer a unos cinco mil miembros. Desde entonces, instalado primero en Viena y después en Praga, Strasser libró una campaña de propaganda contra Hitler y mantuvo una pequeña red clandestina en el interior de Alemania.
Su acción más audaz tuvo lugar en 1936, cuando planeó asesinar a Hitler. El asesino elegido era un estudiante judío de Stuttgart, Helmut Hirsch, que estudiaba arquitectura en Praga y se dejó convencer para llevar a cabo un «acto heroico» que inspiraría a los judíos de Alemania. Hirsch tenía que llevar una maleta-bomba a la sede del Partido Nazi en Nuremberg, pero fue detenido al cruzar la frontera con Alemania en diciembre de 1936 y ejecutado en la primavera siguiente. Dos teorías podrían explicar su fracaso: o bien la Gestapo tenía un informante en el Frente Negro, o bien —aunque es menos verosímil— el propio Frente Negro había traicionado cínicamente a Hirsch para beneficiarse de la publicidad obtenida.
No obstante, Hirsch fue un símbolo de otra creciente fuerza de resistencia a Hitler. La oposición judía organizada al nazismo solo cobró verdadera vida con la sublevación del gueto de Varsovia en el matar a hitler año 1943. Hasta entonces, la creciente persecución de los judíos en Alemania y otros países solo encontró una respuesta casi estereotipadamente flemática. No obstante, algunos individuos se sintieron impelidos a la acción. Hirsch, por ejemplo, estaba frustrado por los vanos esfuerzos de su familia por obtener la ciudadanía estadounidense.
Es posible que también le inspiraran las acciones de un joven judío yugoslavo, David Frankfurter, que en febrero de 1936 había llevado a cabo un asesinato casi perfecto. Frankfurter era un estudiante de medicina frustrado que había huido a Suiza después de haber asistido brevemente a la Universidad de Frankfurt. En el exilio leyó informes sobre los campos de concentración y la propaganda antijudía, y cedió al impulso de actuar.36 En principio había querido atentar contra Hitler, pero se había decidido por el dirigente nazi Wilhelm Gustloff, suizo nacido en Alemania. Frankfurter hizo sus deberes. Estudió la rutina de Gustloff, se aprendió de memoria sus movimientos y llevaba una fotografía suya para que le ayudara a identificarlo. También compró un revólver y practicaba en un campo de tiro de Berna. El 3 de febrero compró un billete de ida a Davos, donde alquiló una habitación. Al día siguiente fue a casa de Gustloff, llamó tranquilamente a la puerta y solicitó ser recibido por su objetivo. Le hicieron pasar a un despacho, lo sentaron bajo un retrato de Adolf Hitler y le pidieron que esperara. Cuando Gustloff entró en el despacho, Frankfurter le disparó cinco tiros en el pecho y la cabeza, huyó del lugar y telefoneó a la policía. Se entregó con estas palabras: «Disparé porque soy judío. Soy perfectamente consciente de lo que he hecho y no me arrepiento».37
Al igual que Hirsch, Frankfurter pretendía espolear a su atormentado pueblo para que se resistiera a los nazis. Y al igual que Hirsch, fracasó en su principal objetivo. Pero mientras la resistencia judía organizada seguía brillando por su ausencia, Hirsch y Frankfurter demostraron que los individuos pueden entrar en acción impulsados por sus repetidas humillaciones y privaciones. Y en tales circunstancias necesitaban pocos medios, aparte del humilde equipamiento del asesino solitario. Su ejemplo sería seguido una vez más, con espantosas consecuencias, en 1938. En noviembre de aquel año, el secretario de la delegación alemana en París fue asesinado por un judío polaco maurice bavaud: el asesino de dios de diecisiete años, Herschel Grynszpan, cuya familia había sido expulsada del Reich. Grynszpan fue capturado y ejecutado por los nazis.38 Pero su crimen serviría de pretexto para el criminal pogromo de la Kristallnacht. Parecía que la resistencia judía se había marcado un espectacular gol en propia puerta, pero al menos se había demostrado lo que era posible.
Después del ascenso de Hitler al poder en enero de 1933, y en vista del creciente peligro que se consideraba que corría el nuevo canciller, se llevó a cabo una nueva reorganización de su seguridad personal. Por primera vez, la protección del Führer recibiría fondos del Estado, y los que rodeaban a Hitler no perdieron tiempo en aprovechar la nueva situación para sus propios fines, creando bases de poder y procurando ejercer influencia. El principal de todos ellos fue Heinrich Himmler.
Poco después de la «toma del poder» por los nazis, en marzo de 1933, Himmler estableció un nuevo cuerpo de seguridad que funcionaría en paralelo a los ya existentes. Concibió la nueva unidad —bautizada como Führerschutzkommando («Grupo de Protección del Führer»)— como un pequeño grupo de «nacionalsocialistas de confianza demostrada y ... excelentes agentes de policía criminal»,39
que garantizaría la «seguridad incondicional» de Hitler, actuaría concienzudamente y daría muestras de modales ejemplares.
Naturalmente, esta medida serviría para ampliar la creciente influencia de Himmler y acercarlo más al epicentro del poder. Pero también tenía graves fallos. En primer lugar, al menos oficialmente, la autoridad de Himmler, y por extensión la de las organizaciones por él controladas, todavía no abarcaba toda Alemania. Por lo tanto, en principio, su «Grupo de Protección del Führer» solo podía proteger al Führer en Baviera. Además, la unidad estaba formada casi exclusivamente por policías bávaros, los mismos agentes que habían sofocado el golpe frustrado de Hitler una década antes. Tal vez por eso no resulte sorprendente que al principio Hitler se negara a ser protegido por nadie más que por su leal Leibstandarte Adolf Hitler, su guardia personal, creada por Sepp Dietrich pocos meses antes.40
matar a hitler
A su vez, el Leibstandarte se había desarrollado en paralelo a la anterior unidad de protección de Dietrich, el SS-Begleit-Kommando «Der Führer», creado el año anterior. Iba a servir de modelo para todas las unidades de las SS y absorbería todos los órganos de seguridad anteriores. Al principio constaba solo de ciento veinte individuos, todos ellos pertenecientes a la «élite» alemana, con ascendencia aria demostrada, de apariencia «nórdica», sin antecedentes delictivos y con una estatura mínima de 1,80 metros. (Dan ganas de recordar una copla polaca de la época: «Tan alto como Hitler, tan flaco como Göring, tan rubio como Himmler y tan atlético como Goebbels».) El primer destacamento del Leibstandarte que entró en funciones fue un grupo de doce hombres encargado de la vigilancia de la Cancillería del Reich en abril de 1933. En julio se envió una segunda unidad a Berchtesgaden. En noviembre, todo el Leibstandarte, formado ya por más de ochocientos hombres, juró lealtad a Hitler ante el monumento a los caídos en el Golpe (Putsch) de la Cervecería. Se trataba de un juramento personal, en el que no se mencionaba la Constitución, ni siquiera al pueblo alemán: «A ti, Adolf Hitler, como Führer y canciller del Reich alemán, te juro lealtad y valentía. Juro obedecer hasta la muerte a ti y a mis superiores designados por ti. A Dios pongo por testigo». Un testigo recordaba la escena con no poca emoción: «La ceremonia de juramento a medianoche ante el Feldherrnhalle de Munich. Jóvenes espléndidos, de rostro serio, de porte y méritos ejemplares. Una élite. Se me saltaron las lágrimas cuando, a la luz de las antorchas, sus voces repitieron a coro el juramento. Fue como una oración».41
A esas alturas, el Leibstandarte ya montaba guardia en la Cancillería del Reich, los tres aeropuertos de Berlín, numerosos ministerios, Berchtesgaden y la casa de Himmler.
Por supuesto, era básicamente un cuerpo de guardaespaldas. Como tal sobresalía, entre otras cosas, por sus muy obvias maneras. Sus centinelas «gigantes», con sus inmaculados uniformes negros, con cinturones y guantes blancos, eran un regalo para los propagandistas. Inspiraban miedo, respeto y envidia en igual medida. Un testigo presencial recordaba su impresionante aspecto en Breslau en 1938, cuando se mantuvieron imperturbables mientras una manifestación amenazaba con degenerar en caos histérico:
maurice bavaud: el asesino de dios
Hubo, sin embargo, un grupo que se mantuvo inmune a la excitación que se propagaba a su alrededor y permaneció firme en sus posiciones con estoica soltura. Eran los guardaespaldas del Führer, del SS Adolf Hitler, gigantes de más de dos metros con uniformes negros y cascos negros de acero. Rodeaban la tribuna y, a una señal de un oficial, cerraron filas ...42
Pero el Leibstandarte no era solo un cuerpo de guardaespaldas. Era la unidad de élite de las elitistas SS, la «caballería doméstica» de Hitler. Sus hombres formaban la guardia de honor para los dignatarios visitantes. Desfilaban en el cumpleaños de Hitler y en los muchos otros aniversarios del calendario nazi, con su famosa banda dirigiendo el coro. Pero también cumplían una función mucho más siniestra. Fueron los principales verdugos en la purga de Röhm, y asistieron a todas las entradas ceremoniales durante la expansión del Reich: el Sarre en 1935, Renania en 1936, Viena en 1938, Praga y Varsovia en 1939, París en 1940. Como indicaba su juramento, eran el embrión del ejército privado de Hitler.
A pesar de la aparente posición de fuerza del Leibstandarte, en 1935 iba a surgir un nuevo rival. Para entonces, Himmler había ampliado su propia base de poder y había logrado forzar una nueva revisión del aparato de seguridad de Hitler. Tras muchas discusiones, convenció a Hitler de que le nombrara jefe del recién creado Reichssicherheitsdienst (RSD, «Servicio de Seguridad del Reich»), que iba a sustituir al Führerschutzkommando y sería el responsable de la protección de Hitler y otros destacados miembros del gobierno.
Al principio el RSD estaba formado por solo cuarenta y cinco agentes, repartidos en varias «oficinas», la primera de las cuales estaba encargada de proteger al Führer. Sus tareas incluían la vigilancia rutinaria de los edificios importantes, la inspección previa de los locales donde se celebraban actos, la seguridad en los viajes y la investigación de sospechosos. Cada vez que Hitler viajaba por Alemania, el RSD tenía autoridad sobre todas las fuerzas de policía locales durante el tiempo que durase la visita. Cuando estalló la guerra, la unidad contaba con doscientos agentes.
El cuarto jugador en el régimen de seguridad anterior a la guerra era el SS-Begleit-Kommando («Escolta de las SS»), formado por matar a hitler
Sepp Dietrich en 1932. Con la toma del poder, la camarilla de «viejos combatientes» que había formado el séquito de Hitler fue recompensada con diversos cargos administrativos, puestos honorarios y sinecuras. Por este motivo, hubo que refundar la escolta y seleccionar escrupulosamente a sus nuevos miembros, sacados de otras secciones de las SS. Al principio eran solo ocho y se encargaban de acompañar a Hitler en todos sus desplazamientos por el país y en el extranjero. Los que no estaban de servicio en la escolta podían cumplir funciones de asistentes, conductores y ordenanzas.
Mientras tanto, en los más altos niveles continuaba el tira y afloja por el control de la seguridad de Hitler. Cuando desapareció el «Grupo de Protección del Führer» de Himmler, absorbido por la policía regular y subordinado al Ministerio del Interior, los restantes jugadores —el RSD, la Escolta de las SS y el Leibstandarte— se vieron obligados a repartirse las tareas con sensatez. Allí donde sus funciones se solapaban, tuvieron que determinar zonas concretas de competencia. La solución fue que las tareas de escolta quedaron a cargo de la Escolta de las SS; los guardaespaldas, guardias ceremoniales y cuerpos de guardia serían aportados por el Leibstandarte, y el RSD aportaría el apoyo policial profesional: vigilancia e investigación. Entre los tres formaban una formidable barrera para todo el que quisiera hacer daño a Hitler.
Uno se puede hacer una idea de la seguridad que rodeaba al Führer examinando los procedimientos implantados en la Cancillería del Reich en 1938. Todo visitante que llegara al edificio tenía que pasar por dos puestos de guardia de las SS antes de entrar. Después debía dirigirse a un recepcionista que le daba un pase de identificación, tras lo cual un escolta de las SS le acompañaba a la oficina pertinente. Después tenía que pasar ante varios centinelas de la guardia permanente de las SS, formada por treinta y nueve hombres. Al llegar a la primera planta, donde estaba situada la suite del Führer, encontraba una presencia de seguridad visiblemente más estricta, con meticulosa comprobación de la identidad. Quien no tuviera un pase válido podía ser detenido. Al marcharse, el visitante era escoltado hasta la recepción, donde debía devolver su pase. Solo entonces podía salir. Además de todo esto, corría el insistente rumor de que Hitler había maurice bavaud: el asesino de dios contratado a un doble,43 aunque no existe ninguna evidencia documentada que apoye esta suposición.
Los preparativos para el transporte de Hitler, evidentemente, también eran motivo de preocupación para la seguridad. Hitler fue uno de los primeros entusiastas del automóvil. Había tenido uno ya en 1923, un Mercedes rojo que fue confiscado por la policía de Munich después del Golpe de la Cervecería.44 Posteriormente adquirió una serie de coches, casi todos Mercedes o Maybach, para uso personal y político. Después de tomar el poder, empezó a reunir una flota de Mercedes especialmente modificados, algunos de ellos blindados, con neumáticos a prueba de balas y cristales de cinco centímetros de grosor, supuestamente inmunes a las explosiones y a los disparos de armas pequeñas. Sin embargo, a pesar de sus obvios inconvenientes, el vehículo favorito de Hitler era un deportivo descapotable. Para él, evidentemente, ser visto era más importante que estar a salvo.
En las apariciones públicas, el coche de Hitler solía formar parte de un convoy de al menos cuatro vehículos. Un coche piloto marchaba en cabeza seguido por el de Hitler, y detrás de este iban por lo menos dos más: uno con la Escolta de las SS y otro con agentes del RSD. Se planeaban complicadas rutinas para poder efectuar la llegada del Führer, mientras en la calle, al mismo tiempo, se tendía un cordón de seguridad. Cualquier vehículo que intentara cortar el paso al convoy o infiltrarse en él debía ser embestido y sacado del camino. De vez en cuando hasta los fascinados peatones eran atropellados.
Un peatón no demasiado fascinado era el agregado militar británico, sir Noel Mason-Macfarlane, que presenció el paso del convoy de Hitler camino de Viena en 1938. Cerca de Linz paró en un garaje, donde oyó que el Führer iba a pasar. Esto es lo que recordaba:
Decidí esperar y ver pasar al archiasesino. Tan solo unos minutos después, llegaron dos Mercedes llenos de SS y erizados de metralletas; les seguía de cerca media docena de supercoches donde viajaba Hitler con su séquito inmediato y sus guardaespaldas ... Había algo terriblemente siniestro en aquella hilera de relucientes Mercedes negros, rodando inexorablemente hacia Viena.45
matar a hitler
Además de su flota de Mercedes, el «archiasesino» disponía también de una pequeña flota de aeroplanos. A principios de los años treinta ya había hecho abundante uso de los desplazamientos aéreos en sus campañas políticas. Y esta tendencia continuó después de 1933, cuando encargó a su piloto, Hans Baur, que supervisara la creación de un «equipo de vuelo». Además de utilizar el ubicuo caballo de carga, el Junkers-52, Hitler empleaba también un Focke-WulfCondor modificado, con matrícula D-2600, como avión privado. Las medidas de seguridad eran especialmente rigurosas. Solo a Baur se le permitía pilotar el avión, y Baur no debía revelar nunca el destino de un vuelo, ni siquiera a las autoridades del aeropuerto. El D-2600 se estacionaba en un hangar seguro del aeropuerto Tempelhof de Berlín, vigilado por una guardia conjunta del RSD y el Leibstandarte y mantenido por un equipo de técnicos estrictamente seleccionados. Antes de cada partida hacía un vuelo de prueba de quince minutos, y estaba expresamente prohibido llevar paquetes, correo y equipaje no autorizado.
A partir de 1937 Hitler dispuso también de un tren personal, el Führersonderzug («Especial Führer»). Construido casi totalmente con acero reforzado, constaba de una locomotora que tiraba de una serie de hasta quince vagones y coches de conferencia. Tenía una dotación permanente de más de sesenta personas, incluyendo guardias, asistentes, sirvientes y personal de mantenimiento. Cuando viajaba, el Especial Führer solía ir precedido por un tren «falso» que atraería cualquier intento malintencionado. Debía concedérsele prioridad en todo momento, y no se permitía que ningún servicio regular lo alcanzara; toda locomotora que fuera por detrás tenía que dejar un intervalo mínimo de cinco minutos.
Como es natural, a pesar de estas medidas, al RSD le resultaba sumamente difícil mantener fuera del dominio público los movimientos del tren de Hitler. Dadas las limitaciones de horario, antes de toda partida había que hacer un aviso previo, por lo menos con dos horas de antelación, a las autoridades ferroviarias para ajustar los horarios y reducir al mínimo la confusión. Y en todos los casos era inevitable que se corriera rápidamente la voz a lo largo de la línea, entre ferroviarios, jefes de estación y otras personas.
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A pesar de todos los aparentes esfuerzos y gastos, el régimen de seguridad de Hitler tenía varios fallos fundamentales. El más importante era una actitud sorprendentemente relajada en lo referente a la selección de personal para puestos potencialmente delicados. Pocos miembros del RSD, por ejemplo, eran desde un principio partidarios del Partido Nazi, e incluso el jefe de la unidad, el orondo bávaro Johann (Hans) Rattenhuber, había ingresado en el partido después de su nombramiento.46 Tampoco en el Leibstandarte parecía que la afiliación al partido fuera un requisito, y más de una cuarta parte del personal eran miembros que no estaban al corriente de pago.47
Incluso en el círculo íntimo de Hitler prevalecía la misma laxitud aparente. Una de las secretarias de Hitler, Traudl Junge, debía su puesto no solo a sus habilidades estenográficas, sino también a la relación de su hermana con el hermano de Bormann.48 De manera similar, la cocinera de Hitler, Marlene von Exner, fue contratada exclusivamente por recomendación del dictador de Rumanía, el mariscal Antonescu, y no pasó por ningún proceso de selección. Si hubiera tenido la inclinación, frau Von Exner habría estado en la posición ideal para envenenar a Hitler. Más adelante fue despedida al descubrirse que tenía una abuela judía.49
Albert Speer, que se iba a convertir en uno de los confidentes más íntimos de Hitler, se fijó en la casi completa falta de controles de seguridad en su primera reunión con el Führer, en el verano de 1933. Aunque conocía a Goebbels y a Rudolf Hess, Speer era todavía casi desconocido. Sin embargo, cuando se le admitió para una entrevista con Hitler en su piso de Nuremberg, un asistente le hizo pasar y le dejó solo ante el «poderoso canciller del Reich alemán».50 Las medidas de seguridad, si es que las había, no se mencionan.
Además de esto, parece que algunos de los guardias de Hitler no se tomaban su puesto con el rigor que era de esperar. En un caso, se cursó una queja oficial a Sepp Dietrich porque unos hombres del Leibstandarte habían sido sorprendidos subiendo y bajando en el ascensor de la Cancillería del Reich. Otro de los hombres de Dietrich fue reconvenido por pegar la nariz a las ventanas de la planta baja estando de servicio. Más grave aún era que en numerosas ocasiones se dispararan armas sin querer dentro del complejo.
matar a hitler
Los propios guardaespaldas describían sus esfuerzos como insuficientes, e incluso propios de aficionados.51 Un veterano del Leibstandarte recordaba que no habían recibido entrenamiento especial para su tarea, y que solo se les decía que no fueran groseros con el público cuando protegían a Hitler durante sus alocuciones. También aseguraba que, cuando estaban de guardia en las residencias de Hitler, los guardaespaldas solían tener poco que hacer y se los utilizaba como mensajeros o recaderos.52
Tal vez debido a estos defectos, muchos visitantes no invitados lograron penetrar en la Cancillería del Reich. Todos ellos fueron interceptados, pero quedó claro que la Cancillería no estaba tan herméticamente sellada como Hitler hubiera deseado. Muchas veces, las actuaciones en el exterior eran igualmente defectuosas. Cuando Hitler entró en Viena en 1938, por ejemplo, sus guardaespaldas de la Gestapo intentaron mezclarse con la multitud vestidos con lo que él describió como «un asombroso surtido de ropa: impermeables de lana basta, capotes de mozo de cuadra y cosas así». Los urbanitas vieneses, elegantemente trajeados, los miraban divertidos. Hitler estaba furioso. «Cualquier cretino —rugió— los habría identificado como lo que eran a primera vista.»53
Tal vez por esta razón, Hitler consideraba que sus guardaespaldas solo tenían una utilidad limitada, y sentía que su supervivencia se debía a las benignas atenciones de «la Providencia». De hecho, tenía muy poca paciencia con sus defensores más próximos. Sentía una aversión casi visceral por los policías, tal vez como consecuencia de los «años de lucha», y no soportaba sentirse vigilado. Muchas veces les gritaba a sus patrullas de las SS: «¡Id a vigilaros entre vosotros!».54
Dadas las circunstancias, las solapadas esferas de competencia de los numerosos órganos de seguridad de Hitler debían de ser una constante fuente de irritación. Sin embargo, todo este curioso estado de cosas era obra del Führer. Siendo congénitamente desconfiado, no estaba dispuesto a permitir que un solo individuo se encargara de su aparato de seguridad. Y, además, le gustaba poner en práctica el principio que guiaba muchas de sus maquinaciones políticas, el del «caos administrativo». Con este sistema se animaba a numerosos individuos y organizaciones a competir en la realización de maurice bavaud: el asesino de dios una misma tarea. Se pensaba que esta competición generaba eficiencia; pero también satisfacía el ideal «darwinista» de Hitler, la supervivencia de los mejores. Tal como recordaba un biógrafo nazi, a Hitler le gustaba también enfrentar a sus paladines unos contra otros:
A Hitler le complacía inmensamente ver enfrentamientos entre organizaciones que se ocupaban de asuntos similares. Porque solo en tales circunstancias, creía, podría él mantener su independencia respecto a los ministerios especializados ... A los que adquirían demasiado poder, él les bajaba los humos alegremente; a los que se quedaban perdidos en un limbo, les echaba una mano y los ayudaba a ponerse de nuevo en pie.55
Puede que esta práctica resultara provechosa en política, pero en cuestiones de seguridad servía para poco más que sembrar confusión y, por supuesto, violar la regla de oro: la de tener una única autoridad responsable. En una ocasión, Hitler ordenó a su conductor que acelerara para huir de un coche desconocido que se había pegado a su convoy. Sin darse cuenta, estaba escapando de otro de sus grupos de guardaespaldas.56
El resultado de todo esto era que, a pesar de los grandes avances en seguridad personal, vigilancia y lo que en la jerga moderna llamaríamos «antiterrorismo», el régimen de seguridad de Hitler a finales de los años treinta seguía ofreciendo posibilidades fascinantes a un asesino en potencia. Desde luego, el régimen no estaba tan perfeccionado y ensayado como llegaría a estarlo. Y sobre todo hasta 1938, las amenazas contra la persona de Hitler fueron casi siempre teóricas. Sus guardaespaldas —divirtiéndose en los ascensores o haciendo muecas por las ventanas— probablemente se aburrían de perseguir fantasmas y fuegos fatuos.
Además, Hitler estaba encantado con su abrumadora popularidad. Aquel año estuvo repleto de apariciones públicas que quedaron consagradas en el calendario nazi, como el día de la Toma del Poder en enero, el cumpleaños de Hitler en abril, el Festival de Wagner en Bayreuth en julio, la concentración de Nuremberg en septiembre y, por supuesto, la conmemoración del Golpe de la Cervecería en Mumatar a hitler nich cada mes de noviembre. Además, en los primeros años Hitler estuvo muy ocupado con giras de discursos, campañas «electorales» y revistas militares, yendo de un lado a otro del país para presidir actos muy publicitados. En pocas palabras, estaba lejos de ser el recluso en el que se convertiría en sus últimos años. Era cliente habitual de numerosos cafés y restaurantes de Berlín y Munich, con una mesa perpetuamente reservada por si decidía acudir.57 Hasta su residencia en el Obersalzberg se convirtió en un imán para los fieles nazis que atraía a miles de peregrinos cada año. Y en 1936, Hitler asistió casi todos los días a los Juegos Olímpicos de Berlín, con gran consternación de su personal de seguridad.
Para un asesino decidido, dotado de un mínimo de ingenio, Hitler tenía que ofrecer numerosas posibilidades. Se habría dado cuenta de que, a pesar de sus constantes revisiones y reorganizaciones, el aparato de seguridad de su objetivo seguía buscando a tientas la auténtica eficiencia. Habría visto que la rutina de su objetivo incluía abundantes apariciones en público, en que la multitud de fieles crearía confusión y facilitaría la huida. Habría llegado a la conclusión de que sus posibilidades de éxito parecían prometedoras.
Maurice Bavaud nació en Neuchatel, Suiza, en enero de 1916. Era el mayor de siete hijos de una familia de clase media devotamente católica, había recibido una educación convencional y había dejado el colegio a los dieciséis años para trabajar como aprendiz de un dibujante. El joven Bavaud heredó el estricto catolicismo de sus padres y durante algún tiempo colaboró en un grupo parroquial juvenil, antes de decidir, en la primavera de 1935, hacerse misionero. En otoño de aquel año ingresó para cuatro años en un seminario francés, la École Saint-Ilan Langueux, en Saint Brieuc (Bretaña).
Sus compañeros de estudios en Saint-Ilan recordaban a Bavaud como un joven tranquilo y sensible, de inteligencia normal, con tendencia al misticismo. Leía filosofía y era aficionado al canto; formaba parte del coro gregoriano de la capilla y con frecuencia entonaba canciones tradicionales suizas. Disfrutaba con las clases y le encantaba la atmósfera relajada del seminario. Pero uno de sus commaurice bavaud: el asesino de dios pañeros iba a ejercer una influencia decisiva, incluso fatídica, sobre él. Marcel Gerbohay era muy inteligente y carismático. Pero también era fantasioso y probablemente esquizofrénico. A pesar de haber nacido en el más humilde de los ambientes, estaba convencido de que su misterioso padre, que había muerto cuando él era niño, estaba emparentado con los Romanov.58 (Más adelante aseguraría ser hijo ilegítimo de Charles de Gaulle.) Cuando estudiaba en SaintIlan sufría alucinaciones, delirios y desorientación, y perdió un curso a causa de lo que parecía una pequeña crisis nerviosa. Cuando regresó al seminario en el otoño de 1935, conoció a Maurice Bavaud.
La relación que se entabló entre ellos ha dado pie a muchas especulaciones. Por ejemplo, es posible que tuviera connotaciones homosexuales.59 Lo que es seguro, como indica la posterior correspondencia de Bavaud en prisión, es que, como mínimo, mantuvo una amistad sumamente íntima con Gerbohay, rayana en la fascinación.60
También ha quedado demostrado que el desarrollo de la amistad coincidió con una nueva crisis en el estado mental de Gerbohay.61
Bavaud y Gerbohay formaron un grupo de estudiantes, la Compagnie du Mystère, en el que se discutían apasionadamente los asuntos de actualidad, entre ellos los méritos y dem