Prefacio
He probado todos los trenes que van al País Vasco. Trenes de madera como los que evoca Azorín, coches-cama como los de Agatha Christie, viajeros malvados envueltos en la capa de la decencia en el tren lento de Bob Dylan, el convoy en blanco y negro de Frankenheimer, salvando a Francia del espolio nazi gracias a resistentes heroicos fusilados como terroristas, el ferrocarril construido fotograma a fotograma en la inmensa película del western. Compañeros de viaje que parece que serán amigos para siempre pero que desaparecen para siempre al llegar a la estación de término. Lecturas sobre paisajes, música del casete al iPod en el recorrido paralelo del tiempo y la velocidad del movimiento uniformemente acelerado hacia la tecnología punta y la senectud. Viajes de verano con las ventanillas abiertas y los patógenos aires acondicionados, viajes de invierno de la mano de las graves notas de Schubert. El largo recorrido de un corresponsal político durante treinta años, al cabo de los cuales y al final de su carrera de periodismo, desafía los libros de estilo que prescriben distancias críticas, conjugación en tercera persona o contar la realidad desde el falso paradigma de lo objetivo. En este libro no hay ninguna pretensión de describir cómo sucedieron las cosas, sino sólo cómo vi yo que sucedían. Me declaro libre de la pretensión historiadora, de la pretenciosidad informativa y del cruce de ambas que produce monstruos. Desde la libertad ubérrima de la crónica sin adjetivos, tomo el tren del mejor viaje de todos cuantos he hecho al País Vasco; el viaje al final de la violencia, con la esperanza de que el tren no descarrile y de que jamás haya que hacer nuevos balances de víctimas, y que nadie más haga de la vida y de la muerte una seña de identidad o una partida de ingresos.
En el andén de despedida, una despedida que no es triste, sino feliz: adiós a las armas. Agradezco a Hemingway el título y los consejos que da su periodismo literario y de acción.
LIBRO I
1
Diciembre de 2006
Congreso de los Diputados. Coto de Doñana
Cuando José Luis Rodríguez Zapatero entró en el Congreso de los Diputados a primera hora de la tarde del 29 de diciembre de 2006, creía saberlo todo, pero no sabía lo más importante. «Dentro de un año estaremos mejor que hoy en la lucha por el fin de la violencia.» Desde la falsa fecundidad de la estulticia, proclamó que el fin de ETA estaba cerca.
Lo que desconocía, terrible acusativo tan gramatical como real, era que en aquellos momentos y muy cerca de allí un comando de ETA estaba preparando una bomba para colocarla en el parking de la terminal 4 del aeropuerto internacional de Madrid-Barajas.
El presidente del Gobierno fue al Congreso a hacer balance del año, un día antes de irse de vacaciones al Coto de Doñana. Todo iba bien, aunque el Sociómetro vasco de ese mismo día le advertía de que el 68 por ciento de la población pensaba que ETA podía romper el alto el fuego en vigor desde hacía ocho meses. Sin embargo, su discurso fue, Fernando Onega dixit, de «Alicia en el país de las maravillas». Zapatero iba atesorando una cierta fama de farsante, después de engañar a todo el pueblo catalán, al que había prometido respetar el Estatuto que saliera del Parlamento autonómico, en la solemnidad de la toma de posesión del primer presidente socialista de la Generalitat, Pasqual Maragall; el líder catalán con más share en la historia contemporánea después de conducir los Juegos Olímpicos como alcalde de Barcelona, que le ayudó a presidir el PSOE y al que Zapatero no dudó en vender a su mayor adversario, Artur Mas, el 21 de enero de ese mismo año. A mayor abundamiento, la traición al amigo se fraguó a cuenta precisamente de respetar el Estatuto. Dos promesas sobre la misma causa, finalmente no cumplidas ni con el primero ni con el segundo, ni con la causa misma que las motivaba. Hacía verosímil el chiste antisoviético del camarada Nikita. Un hombre entra en los terribles calabozos de la Lubianka, sede del KGB, y pregunta a sus dos compañeros de celda por el motivo de su encarcelamiento. Uno estaba por hablar mal del camarada Nikita, y el otro por hablar bien del mismo. Al unísono, devuelven al recién llegado la pregunta que les ha hecho a ellos, por qué estás aquí. A lo que responde secamente: «Yo soy el camarada Nikita».
ETA también se sintió engañada, porque tras cuatro años de conversaciones, tres y medio sin atentar y ocho meses después de haber declarado un alto el fuego acordado en sus expresiones más sensibles, nada de lo pactado primero con el PSOE y luego con el Gobierno se materializó. Pero su respuesta repitió el error que ellos mismos prometieron no repetir, en una cadena de falsedades cruzadas. Tras el sanguinario atentado de Hipercor, se comprometieron a no atentar indiscriminadamente contra civiles en sus atentados, atribuyendo incluso parte de la responsabilidad a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado por no llevar a cabo el desalojo, responsabilidad que además en el caso Hipercor ratificó el Tribunal Supremo, condenando al Estado por negligencia. Sin embargo, incurrieron en el mismo error; creyeron que no había nadie pernoctando en el parking de Barajas, y a pesar de que avisaron con tiempo, volvió a repetirse la macabra escena de muertos no queridos ni por los que quieren matar ni por los que no quieren que se mate, y sin que los muertos apenas sepan de qué se trata el conflicto vasco por el que mueren. En Hipercor y en Barajas, ETA quería una demostración de fuerza sin víctimas. Pero las hubo, y en el primer caso la izquierda abertzale civil sufrió el primer envite de la respuesta, el Pacto de Ajuria Enea, y en el segundo laminó el acuerdo que sólo veinticuatro horas antes había entronizado el presidente del Gobierno español en sede parlamentaria.
El presidente Zapatero tenía varias fuentes de información. En primer lugar, la interlocución directa con ETA y con la izquierda abertzale. Jesús Eguiguren, presidente del Partido Socialista de Euskadi (PSE), hablaba con fluidez con los máximos responsables de unos y otros, Josu Urrutikoetxea, «Josu Ternera», y Arnaldo Otegi. Pero el presidente disponía de una segunda fuente de gran fiabilidad, los servicios de inteligencia. Y tenía perfectamente claro que, a ambos extremos de la mesa de diálogo, sólo visibles desde el gran angular de una cámara oculta, se sentaban otros actores, dedicados proactivamente a hacer fracasar el proceso de paz en curso y a intoxicar con esa intención; la ultraizquierda de ETA y la ultraderecha del Estado. Los polos opuestos que se atraen y que en el tubo de rayos catódicos del espionaje y el contraespionaje acaban por segregar mutantes de ciencia ficción para tramar y entramar la teoría conspirativa de la historia.
En este episodio, por supuesto que también está presente la historia conspirativa. Cena en un hotel de lujo en Barcelona, una versión española del Kempinski de Berlín del que habla Forsyth. La noche del 13 de enero de 2006 nos reunimos tres personas bajo el palio gastronómico de dos estrellas Michelin inmerecidas. Sopa de pan con trufa que era una sopa de pan sin trufa a precio de trufa sin pan ni sopa, seguida de una lubina harinosa convertida en polenta por un océano de crema de leche. No tomo postre.
El interlocutor principal es un jurista de prestigio, con altos cargos en los anteriores gobiernos de Felipe González, pero viejo amigo de Zapatero, al que asesora sobre el conflicto vasco. Siempre se refiere a Zapatero como «José Luis», y confirma que el disco duro de las conversaciones con la izquierda abertzale lo constituyen él y otro amigo íntimo político, y dos personajes inevitables: Alfredo Pérez Rubalcaba, ministro del Interior, desde fuera y del que se fía, y Jesús Eguiguren, presidente del Partido Socialista de Euskadi, desde dentro y del que no se fía. El personaje, al cual protejo con el secreto profesional, había tenido un papel muy destacado en un serio intento de negociación entre ETA y el Gobierno español en 1996, en el que actuó como mediador el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, y que tuvo a Cataluña como centro de operaciones.
Aseguró que un destacado e influyente académico, líder de opinión de la derecha, le dijo que los muertos que causaba ETA eran terribles para sus familiares pero soportables para el Estado, porque mantenían la unidad de España, anestesiando los nacionalismos, corroborando así la tesis de la «úlcera sangrante» atribuida a Xabier Arzalluz: ETA es soportable para el Estado, sin ETA habría un independentismo viable que pondría en peligro la constitucional unidad indivisible de la nación española, y eso no es soportable. «Por eso —prosigue el jurista—, a la derecha españolista le preocupa el fin de ETA y procura perpetuarla con interpretaciones restrictivas de la legislación con respecto a la izquierda abertzale: imposibilitarán que Batasuna esté en las elecciones, presionarán para que Iñaki de Juana no salga de la cárcel y condenarán a Arnaldo Otegi.» Y concluye: «En estos momentos, nos preocupan más los teóricos buenos que los teóricos malos [sic]. El ejército y los servicios de inteligencia, con el beneplácito de José Bono [entonces ministro de Defensa], están en esa tesitura de la derecha y dificultan el proceso de paz. Bono enardece a los militares con sus discursos patrióticos y contra el Estatuto de Cataluña, por eso el teniente general Mena dijo lo que dijo sobre la posibilidad de intervención del Ejército si un estatuto de autonomía se excede y vulnera la Constitución. Creo que Bono es nefasto, es un garrulo». Le tienen pinchado, como le demostraron al enseñarle una conversación con Arnaldo Otegi al día siguiente de haberla mantenido.
«Felipe González también está en contra de la forma en que José Luis lleva el proceso —prosigue—, y con González está el Grupo Prisa, que se suma al coro mediático de la derecha en este terreno. Nada como un etarra converso como hombre fuerte de Prisa en la dimensión del Norte. Teresa Fernández de la Vega sólo tiene la Administración del Estado en la cabeza, pero políticamente es muy delgada y no ve claro el tema vasco. González se distanció de Zapatero después de una cena en Doñana en el verano de 2004. González creía que sería un tête à tête y se encontró con José Luis rodeado de amigos. José Luis le dijo: “Puedes hablar delante de ellos, son de mi absoluta confianza”. Desde aquel momento, la relación se enfrió, y ahora González ni se le pone al teléfono. El entorno de González no ve claro ni a José Luis ni a Maragall, preferirían un tándem Bono-Solana, y a Montilla en Cataluña.»
Se refiere a otras interferencias en el proceso de paz. La necesidad de financiar la retirada de ETA, un millar de personas que han de pasar de vivir de la extorsión a integrarse en la vida civil. Habla de cortar el suministro de fondos reservados para víctimas y escoltas.
Con un rictus de tristeza, termina: «José Luis está demasiado solo». Nos fumamos cada uno un cigarrillo bajo las farolas neomodernistas del paseo de Gracia.
La teoría conspirativa de la historia es lúgubre y tediosa, pero ahí está derrocando a Salvador Allende sin ahorrar sangre, invadiendo Irak en busca de petróleo en lugar de armas de destrucción masiva y acusando de perversiones sexuales a quien logró abrir la caja fuerte de los secretos del Pentágono. Los servicios de inteligencia militar españoles están en la política antiterrorista desde que nacieron, en el fracaso de ser incapaces de evitar el atentado contra su creador, el almirante Luis Carrero Blanco, brazo ultraderecho de Franco. Su rastro se puede seguir perfectamente por todas las fórmulas extralegales para acabar con ETA, especialmente los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), y en los casos más sonados de infiltración, como los de Mikel Lejarza, «el Lobo», y el dirigente de Herri Batasuna Joseba Urkijo, «Kinito», que dio con sus huesos en la cárcel en un final clásico de confidente, abandonado por sus valedores y puesto a los pies de los caballos de aquellos a quienes traicionó. Un viejo relato con antecedentes polisémicos que van desde la mafia siciliana que pena con la lupara la transgresión de la omertà hasta el pariente más cercano de ETA, el IRA tantas veces franqueado por el MI6 de James Bond.
Nada tuvo que ver la muerte de Carrero Blanco con un complot de la CIA; no fue más que un globo sonda alimentado precisamente por los servicios españoles burlados, que necesitaban desacreditar la capacidad operativa de una ETA que les había desacreditado a ellos. Se ha hecho sin duda mucha literatura sobre este subsuelo de la política, pero que se haya escrito ficción a espuertas no significa que no haya un sustrato de realidad. Es evidente que los servicios de inteligencia españoles, básicamente el Ejército y la Guardia Civil, han luchado contra ETA; de hecho, en los últimos cincuenta años ha sido su principal dedicación.
El problema al que aludía el ex alto cargo socialista es que en estos terrenos en los que la alegalidad y la ilegalidad pueden legalizarse, los servicios pueden extralimitarse y actuar por su cuenta. Y su visión fue que eso sucedía en los procesos de paz, porque para una parte del Ejército la idea de nación española va mucho más allá incluso de la indivisibilidad constitucional, basta con leer sus ordenanzas, los discursos de sus mandos que no salen en la prensa, las transcripciones de arengas y hasta de clases en las academias militares. Muchos años antes de que ETA pusiera fin al ciclo de la violencia, los estrategas de la inteligencia militar española habían llegado a la conclusión de que el terrorismo hacía inviable el separatismo porque lo deslegitimaba y que, en cambio, el día que ETA abandonara la violencia, el independentismo vasco podría ser viable porque sería legítimo. ¿Hasta dónde llegaron con ese planteamiento perverso? Sólo la historia resolverá la ecuación.
No todas las actuaciones de los servicios de inteligencia pueden encuadrarse en la supuesta trama desestabilizadora de la pacificación. En la era de Zapatero que estudiamos en este primer libro, la policía alcanzó sus mayores cotas de efectividad, abortando numerosas acciones antes de que se produjeran e incrementando las detenciones de calidad, de manera que incluso voces autorizadas de la izquierda abertzale se preguntaban si ETA estaba pinchada como un queso de gruyère por incompetencia propia y una inaudita competencia del enemigo, o si tal pinchazo no existía y todo se debía a una colaboración para facilitar el final del terrorismo y una política de detenciones selectivas que coadyuvara, dejando sin oposición interna a quienes apostaban por las vías pacíficas, finalmente triunfadoras.
El 5 de marzo de 1990 publiqué en La Vanguardia que el Gobierno francés estaba concentrando líderes etarras en Metz para propiciar la reanudación de las fallidas conversaciones de Argel de 1989, que habían desembocado en la primera tregua de los hasta entonces treinta años exactos de Euskadi Ta Askatasuna. Francia actuaba de acuerdo con España, después de que González y Mitterrand decidieran cambiar cromos de siglas, TGV por ETA, en un primer acuerdo marco para poner fin al «santuario» del País Vasco francés, y tras una ronda de encuentros entre los ministros Pierre Joxe y José Barrionuevo, el que sería el condenado de más alto rango por la guerra sucia. El 26 de agosto de 1987, dos meses después de la masacre de Hipercor, González era recibido por Mitterrand bajo el disfraz de presidente-rey, en su château del siglo XVIII de las Landas, y le sirvió magret de canard saignant. La primera consecuencia de la reunión del magret fue una impresionante redada que no sólo descabezó a ETA, sino que pretendió, muy al estilo de Robespierre, cargarse la dinastía. Una vez dado el golpe de gracia, Francia facilitaría un nuevo diálogo entre el Gobierno español y ETA, sólo que con una ETA más debilitada que nunca. El encargado de la misión fue el inspector Joël Cathalà, comisario de Hendaya, bien visto por ETA desde los tiempos de la tolerancia. Cathalà mantenía contactos en la cárcel de Fresnes con José Luis Arrieta, «Azkoti». En aquel momento, en Fresnes convivían Azkoti, Iulen de Madariaga, Juan Lorenzo Lasa Mitxelena, «Txikierdi», y Josu Urrutikoetxea. Todos ellos tuvieron billetes en el tren de viaje al final de la violencia.
La noticia del rendez-vous à Metz fue confirmada por la izquierda abertzale y una semana después ETA emitió un comunicado en el que manifestaba su voluntad de retomar el diálogo. El Gobierno español, que había sido mi fuente, naturalmente lo desmintió, pero bajo cuerda mandó un emisario al hotel Sheraton de Santo Domingo para entrevistarse con el portavoz de ETA en Argel, «Antton» Etxebeste. Francia se inquietó por la filtración y quiso saber qué sucedía. Un «agregado cultural» de la embajada en Madrid se desplazó a Barcelona para invitarme a comer, convencerme de lo trascendente que era para la floreciente Unión Europea el final del terrorismo en Irlanda y en el País Vasco, alentarme a colaborar con tan noble causa silenciando informaciones que le constaba que eran buenas, de lo contrario no le habrían dado pábulo, y de paso sonsacarme sobre mis fuentes, el oscuro objeto del deseo del antiperiodismo. Tomamos un Pernod en el bar Zurich de la plaza de Cataluña, cuyos camareros vestidos de primera comunión recuerdan a los de Les Deux Magots, pero me entró el vértigo producido por la frialdad marmórea de quien está iniciando una partida de ajedrez en la que tu contrincante mueve personas cuando tú únicamente mueves fichas. Pretexté problemas estomacales sobre la fehaciente coartada de una crisis de angustia presionando el centro del vómito, me excusé y no llegué a la comida. Me hizo tres llamadas telefónicas durante el mes siguiente, pero mareé la perdiz y ya no hubo cuarta.
Puesto que el mayor conocimiento que se tiene de los servicios de espionaje es a través de las películas, hay una tendencia a creer que no son reales, y es precisamente esa inverosimilitud la que alienta la teoría conspirativa de la historia. Pero están ahí. Se atribuyó también a los servicios de inteligencia la filtración de la entrevista de Josep-Lluís Carod-Rovira con Ternera y Mikel Albisu, «Antza», en Perpiñán el 5 de enero de 2004, pero esa hipótesis carece de fundamento. Fuentes abertzales perfectamente conocedoras de aquel episodio, que terminó con la salida de Carod del Gobierno de la Generalitat, aseguran que aquella reunión la tuvieron controlada al cien por cien y que si hubiera habido transcripción por micrófonos ocultos o fotografías, sin duda habrían sido filtradas a la prensa. El último episodio de la teoría del complot fue el caso Faisán, ventilado especialmente por el diario El Mundo, según la cual la policía española advirtió a ETA de posibles detenciones de su red de extorsión, lo cual vendría a corroborar la idea de colaboración de los servicios de inteligencia en la estrategia de pacificación. En el polo opuesto del caso Faisán y sin salir, casualmente o no, de la volátil esfera de la ornitología, está la Operación Txori, «pájaro» en euskera, como se denominó a las escuchas y registros de las diez reuniones oficiales entre el Gobierno español y ETA, celebradas entre junio de 2005 y mayo de 2007 en Ginebra, Lausana y Oslo. En la Operación Txori participaron ocho agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), seis suboficiales al mando de un teniente y un comandante.
El CNI informó al presidente Zapatero de la fiabilidad de las intenciones de ETA, que constituían un contraste de calidad a las versiones de sus propios enviados políticos. El 20 de diciembre de 2006, el presidente por fin tuvo en su mesa todos los colores, cuya suma resulta en el blanco de la paz, con un mensaje ponderado que le impulsaría a otorgar credibilidad al proceso en su declaración del día 29. ETA no tenía intención de romper el alto el fuego ni las conversaciones, y en esa seguridad se reunió con el líder de la oposición, Mariano Rajoy, el día 22, para buscar, invocando el espíritu de no agresión del Pacto Antiterrorista, la complicidad de por lo menos el silencio o una crítica constructiva y, en ningún caso, sacar a la calle la Brunete Mediática. Sucedió todo lo contrario. ETA atentó, el PP hizo la crítica más feroz y comenzó a pedir compulsivamente elecciones anticipadas y la Brunete imprimió su tipografía de orugas de acero sobre el asfalto recalentado.
El barrio Bajo de Guía es el microclima playero de Sanlúcar de Barrameda, donde desemboca el Guadalquivir y se avista el Coto de Doñana, reserva natural y base logística de lo que estaba sucediendo, lugar de veraneo de los presidentes del Gobierno español, donde Zapatero debía pasar aquellos días de hibernación de las cigüeñas. El 23 de diciembre de 2005 se celebró anticipadamente la Nochebuena en uno de sus restaurantes de más tradición. Cenaban cuatro personas: un comandante del Estado Mayor adscrito a los servicios de inteligencia, un miembro del Euskal Preso Politikoen Kolektiboa (EPPK), los presos de ETA, y dos mediadores. Verifiqué el encuentro, aunque con matices diferentes, aproximándome a las cuatro patas de aquella mesa y acabé sentándome en ella con uno de ellos durante la elaboración de este libro, para poder reproducir lo más exactamente posible aquella Navidad inverosímil e interconfesional en la que se juntaron los tres Reyes Magos, papá Noel, el Olentzero y el Tió.
Después de un año intenso de conversaciones, ETA y el Gobierno español cerraban el trato de paz por presos, único acuerdo posible sin lesionar la democracia, único acuerdo que estaba en las manos de unos y de otros, sin depender de nadie más. Un protocolo con una declaración breve de intenciones, y un catálogo con nombres y plazos perfectamente detallados. Mientras hablaban en paralelo de política interlocutores políticos en diferentes escenarios, un militar y un dirigente de ETA encarcelado prepararon un plan de distensión para facilitar la paz desde la política penitenciaria: se daría la libertad condicional a los presos que habían cumplido las tres cuartas partes de la condena, se concedería prisión atenuada en sus domicilios a los enfermos graves, habría un plan de humanización para las presas con hijos pequeños, se facilitaría la reinserción, se leería el derecho desde la franja ultravioleta del máximo garantismo en contraposición a la franja infrarroja del máximo castigo, cortando la promiscuidad de penas preventivas, y se daría cumplimiento a una de las reivindicaciones estrella de la izquierda abertzale, el acercamiento de los presos a los centros más próximos a sus familiares. Este último aspecto, el más vistoso, liberaría los balcones de la pancarta más frecuente, «Presoak etxera», presos a casa, con su indudable sentido metalingüístico de libertad y repatriación.
El comandante del Estado Mayor rondaría los cincuenta, se había formado en las academias militares nutridas de franquistas con galones, pero los estudios jurídicos le habían abierto otros horizontes. Conoció a la derecha en casa, en el ambiente militar de Cartagena, y a la izquierda en las aulas cosmopolitas de la Complutense, y hacía gala de saber estar entre los unos y los otros, ni con los unos ni con los otros, es decir, en el microclima apolítico del ejército profesional. Técnicamente era un tecnócrata que no respondía a ninguno de los tics asociados a los uniformes. Y le unía a su interlocutor una edad similar y el código de honor en clave militar, excesivo en la crueldad de la guerra y excesivo en la generosidad de la paz.
Aquella cena en Sanlúcar era eso, y para llegar a eso uno y otro tuvieron que hacer el aprendizaje psicológico que les permitiera mirarse a los ojos sin bajar la vista. No les resultó fácil porque entre ambos había el cadáver de un general de división. El comandante siguió al preso por su ruta calculada por diferentes penales, para cerrar el periplo en El Puerto de Santa María, donde se le había rodeado de dirigentes de su generación con los que había militado, todos con mando en tropa en su momento, y respetados por el colectivo de presos por haber seguido a pies juntillas la traducción al argot carcelario etarra del antedicho código del honor, que culmina con el autocastigo de cumplir hasta el último día sin haberse acogido a medida de gracia alguna. Aquella cena en Sanlúcar fue algo muy especial. La última vez que el preso había comido en un restaurante fue hacía exactamente veinte años, en Biarritz.
Abrió la conversación uno de los mediadores, pidiendo un par de botellas de manzanilla San León, loando las cepas palomino, las soleras y la bodega Argüeso, ubicada en un antiguo convento de los Dominicos. Acompañaba bien el jamón de aperitivo con fútbol, al que siguió una mariscada valorando los pasos dados, desde la desconfianza mutua hasta el respeto recíproco personal, al margen de las ideas y la satisfacción por los resultados. A los postres de pestiño y una dosis de alcohol en sangre apta para soltar las amarras emocionales del buque de Cartagena y la trainera de Donostia, se celebró un acuerdo que podía abrir las puertas a la paz.
Al militar le cambió la cara cuando, tiempo después, se le comunicó desde el Gobierno que había que congelar los acuerdos hasta pasadas las elecciones de 2008. Y que tenía que decírselo a su interlocutor, al cual sin embargo arroparían mudándolo a un nuevo centro penitenciario más confortable, donde trasladarían a otros etarras para que no cundiera el desánimo.
Los argumentos de la dilación se soportaban en la necesidad de poner la paz como estrella del programa electoral, en un momento en el que la negación de la evidencia de la crisis económica se vería desmentida por una realidad cargada de deudas y de parados. Zapatero había calculado que le iba a costar cuatro años lo que consiguió en uno, y el adelanto torcía su calendario. Sin duda, los avances en la negociación con ETA eran una excelente noticia, pero la rapidez podía suponer literalmente morir de éxito. A tres años de los comicios, los saboteadores tendrían tiempo más que suficiente para abortar el proceso, y el Partido Popular y la Brunete Mediática convertirían la quema de un contenedor de basura en un remake de Hipercor y le cargarían los muertos a Zapatero en persona, ni siquiera a todo su Gobierno.
El comandante del Estado Mayor no sabía cómo decirle a su soi- disant homólogo de ETA que había que poner un par de años en el congelador las quisquillas que ya se habían comido. A los dos les había costado mucho llegar allí, todos dejaron algo en principio irrenunciable en la mesa de diálogo, pero para ETA la paz por presos era el mínimo que podían conseguir en un primer momento, conscientes de que sus reivindicaciones políticas tendrían un recorrido mucho más largo y mucho más complejo. Los presos eran el anticipo que ofrecer a sus bases, algo tangible, un activo que validaba el diálogo ante sus sectores más radicales y le daba crédito ante otros resultados que tardarían en llegar, si es que algunos acababan llegando, como la unidad territorial de Euskal Herria vehiculada en torno al Reino de Navarra que les dio Estado en la Edad Media. El logro, por otra parte, aligeraba el peso de los que más sufrían, los cerca de 750 presos, en números redondos, 600 de los cuales estaban repartidos entre 67 cárceles españolas, con los viajes kilométricos de sus familiares que eso suponía, y las energías y los dineros que dejaban en el camino.
Cuando estaban en la meta, le tenía que decir que volvían a la línea de salida. El suplicio de Tántalo en vascuence, después del convite con Zeus, la traición, el regreso al inframundo y la condena a no alcanzar el premio en el momento en que lo tienes al alcance. El comandante le explicó a uno de los mediadores el cambio de rumbo y le pidió consejo de cómo transmitirlo, porque sabía que el mediador había pasado por algo parecido en un lance profesional anterior ante interlocutores de ETA. En realidad, más que buscar consejo, buscó que el mediador lo hiciera él mismo.
El militar y el preso no volvieron a verse, y si no fue así, merecería serlo.
2
Cena federalista en el hotel María Cristina
Porque la historia oscila cansinamente como un péndulo, tras el fracaso del Pacto de Lizarra-Garazi entre fuerzas nacionalistas vascas en 1998, el PSOE buscó un acuerdo entre fuerzas nacionalistas españolas con el PP y urdieron la campaña más grande jamás contada a las elecciones autonómicas vascas de 2001. Rozaron la victoria, pero los trajes de noche de la vieja aristocracia y la nueva burguesía de Madrid, que volvía para tomar San Sebastián como en los viejos tiempos de María Cristina y Franco, quedaron colgados en los armarios de los dos grandes hoteles belle époque con vistas al Urumea y a La Concha. El PSOE y el PP tenían a los novios ideales para la boda, Jaime Mayor Oreja y Nicolás Redondo Terreros, más españoles que vascos, más españoles que socialistas o liberales, más españoles que España. La Asociación de Víctimas del Terrorismo ofició de casamentera y sin ningún rubor presentaron a los muertos a las elecciones. Les hicieron fotos como si fueran candidatos y los llevaron como decorado al mitin central del Kursaal. Los alcaldes Elorza y Maragall, unidos por sus ciudades y el federalismo, querían desaparecer y desaparecieron juntos, dejando a Zapatero cuando todavía era Bambi sólo ante el peligro: habló lo justo y gustó poco.