El tercer chimpancé

Jared Diamond

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Es obvio que los humanos somos distintos de todos los animales, como también lo es que hasta en el más mínimo detalle de nuestra anatomía y estructura molecular constituimos una especie de grandes mamíferos. Esta contradicción es la característica más intrigante de la especie humana y, pese a ser de todos conocida, aún nos resulta difícil comprender cómo ha llegado a producirse y qué significa.

Por un lado, observamos que un abismo aparentemente insalvable nos separa de las demás especies y así lo reconocemos al definir la categoría denominada «animales». En esa definición está implícita la idea de que consideramos que los ciempiés, los chimpancés y las almejas comparten entre sí, pero no con nosotros, una serie de rasgos esenciales, a la vez que carecen de otros rasgos que son patrimonio exclusivo de los humanos. Entre estas características singulares se cuentan la capacidad de hablar, de escribir y de construir máquinas complejas. Nuestra supervivencia depende de la utilización de herramientas y no de nuestras manos desnudas. Casi todos los humanos nos cubrimos el cuerpo con ropas, y disfrutamos del arte, y muchos de nosotros profesamos una religión. Estamos distribuidos por toda la Tierra; dominamos buena parte de su energía y producción, y hemos comenzado a explorar las profundidades oceánicas y el espacio. Asimismo, son privativos de la humanidad otros comportamientos menos halagüeños, como el genocidio, la práctica de la tortura, la adicción a sustancias tóxicas y el exterminio generalizado de otras especies. Aunque algunos de estos rasgos (la utilización de herramientas, por ejemplo) se hayan desarrollado de forma rudimentaria entre otras especies, los humanos eclipsamos a los animales incluso en esos aspectos.

De esta suerte, a efectos prácticos y legales, se considera que los humanos no somos animales. Cuando en 1859 Darwin adelantó la hipótesis de que el ser humano había evolucionado a partir del simio, no es de sorprender que en un principio su teoría suscitara el rechazo general y no consiguiera desplazar la tesis tradicional de que Dios había creado al hombre como un ser singular, opinión que todavía hoy es mantenida por numerosas personas, incluidos el 25 por ciento de los licenciados universitarios estadounidenses.

No obstante, también es evidente que los humanos somos animales, tal como lo demuestra nuestra estructura física, molecular y genética. La evidencia es tan obvia que nos permite afirmar con seguridad qué tipo concreto de animales somos. Nuestra semejanza externa con los chimpancés es tan acusada que incluso los anatomistas del siglo XVIII, aun siendo firmes defensores de la teoría de la creación divina, reconocieron esa afinidad. Imaginemos por un momento que después de escoger a unas cuantas personas normales, las desnudásemos y les quitásemos todas sus posesiones, privándolas, asimismo, de la facultad del habla, de modo que su capacidad de comunicación quedara reducida al gruñido, todo ello sin alterar en absoluto su anatomía. Una vez hecho esto, las encerraríamos en una jaula del zoológico contigua a la de los chimpancés. Esas personas enjauladas y sin capacidad para hablar aparecerían ante la mirada de los visitantes del zoo como lo que realmente somos, chimpancés con poco pelo que andan erguidos. Un zoólogo del espacio exterior no albergaría la menor duda al clasificarnos como la tercera especie de los chimpancés, junto a los chimpancés pigmeos del Zaire y a los chimpancés comunes del resto del África tropical.

Los estudios de genética molecular realizados en los últimos seis años han revelado que continuamos compartiendo más del 98 por ciento de nuestro programa genético con las otras dos especies de chimpancés. La distancia genética global que nos separa de los chimpancés es incluso menor que la distancia existente entre dos especies de aves tan próximas como las oropéndolas de ojos rojos y las de ojos blancos. La humanidad, por tanto, no se ha desprendido de la mayor parte de su bagaje genético. Desde los tiempos de Darwin se han descubierto huesos fosilizados de cientos de criaturas que representan diversos estadios intermedios entre los simios y los humanos actuales, por lo que hoy día sería absurdo negar la incontrovertible evidencia. Lo que en otro tiempo parecía descabellado —la evolución de los humanos a partir de los simios— ha demostrado ser la realidad.

Sin embargo, el descubrimiento de numerosos eslabones perdidos, lejos de resolver por completo el problema de nuestros orígenes, lo ha dotado de mayor interés. Los escasos rasgos del bagaje genético humano surgidos durante la evolución independiente de nuestra especie, es decir, ese 2 por ciento de genes que nos distinguen de los chimpancés, deben de ser los que determinan nuestras características aparentemente únicas. La especie humana ha experimentado pequeños cambios de trascendentes consecuencias con bastante rapidez y en etapas relativamente recientes de nuestra historia evolutiva.Tanto es así que hace solo cien mil años, el hipotético zoólogo del espacio exterior nos habría tomado por una especie más entre los grandes mamíferos. Cierto es que, ya entonces, los humanos tenían algunos rasgos conductuales particulares, en especial el dominio del fuego y la dependencia de las herramientas; ahora bien, tales comportamientos no le habrían parecido más curiosos al visitante extraterrestre que la conducta de los castores o los tilonorrincos. Sea como sea, en el transcurso de algunas decenas de miles de años —un período de duración casi infinito comparado con la memoria de una persona, pero que no es sino una mínima fracción de la historia de nuestra especie— hemos comenzado a demostrar las cualidades que nos convierten en seres únicos y vulnerables.

¿Qué ingredientes fundamentales nos convirtieron en seres humanos? Como ya se ha dicho, nuestras cualidades exclusivas han aparecido hace relativamente poco y como consecuencia de cambios menores, lo que nos lleva a pensar que los animales ya las poseían, cuando menos de forma embrionaria. ¿Qué elementos del mundo animal son los precursores del arte, el lenguaje, el genocidio y la drogadicción?

Las cualidades que singularizan a la humanidad son las responsables de nuestro actual éxito biológico como especie. No hay ningún otro animal de gran tamaño que habite en todos los continentes ni que tenga capacidad para reproducirse en todos los hábitats, desde los desiertos y el Ártico hasta las selvas tropicales. Desde el punto de vista numérico, ninguna población de animales salvajes de gran tamaño rivaliza con los humanos.Ahora bien, dos cualidades exclusivas de la humanidad se han tornado amenazas para la propia existencia de la especie; me refiero a la propensión a matarnos unos a otros y a la de destruir el entorno en que vivimos. Con esto no se pretende decir que estas tendencias sean ajenas a las demás especies; así, por ejemplo, entre los leones y otros muchos animales se practica el asesinato de los miembros de la propia especie, en tanto que los elefantes, entre otros, deterioran su entorno. Sin embargo, es en la especie humana donde estas inclinaciones entrañan una amenaza mayor dadas la av

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