Prólogo
El feminismo y la economía siempre han tenido mucho que ver. Virginia Woolf quería una habitación propia, y eso cuesta dinero.
A finales del siglo XIX y principios del XX, las mujeres se unieron para exigir el derecho a la propiedad privada y a la herencia, el derecho de libre creación de empresas, el derecho a pedir préstamos, el derecho al trabajo, la igualdad salarial y, en definitiva, la posibilidad de mantenerse a sí mismas, de manera que no tuvieran que casarse por dinero, sino que pudieran, en su lugar, hacerlo por amor.
El feminismo sigue guardando una estrecha relación con la economía.
Durante las últimas décadas, el objetivo del movimiento feminista ha sido hacerse con el dinero y otros privilegios tradicionalmente acaparados por los hombres, a cambio de cosas menos fáciles de cuantificar como, por ejemplo, «el derecho a llorar en público».
O, por lo menos, así es como lo han explicado algunos.
Han pasado más de seis años desde el 15 de septiembre de 2008, esto es, desde el día en que el banco de inversión estadounidense Lehman Brothers se declaró en quiebra. En el curso de unas pocas semanas, numerosos bancos y compañías aseguradoras de todo el mundo hicieron lo mismo. Millones de personas perdieron sus empleos y sus ahorros. Mientras familias enteras se quedaban sin casa, los gobiernos caían y los mercados se convulsionaban. El pánico se fue extendiendo de un país a otro y acabó alcanzando todos los aspectos de la economía, al tiempo que se tambaleaba un sistema que ya no podía dar más de sí.
Contemplamos pasmados el proceso.
Y es que lo que nos habían contado hasta ahora era que, si todos trabajábamos, pagábamos nuestros impuestos y nos quedábamos callados sin dar la lata, el sistema funcionaría por sí solo.
Vaya mentira.
Tras la crisis, no pararon de celebrarse conferencias internacionales, así como de publicarse libros que intentaban dilucidar qué era lo que había pasado y qué había que hacer al respecto. De repente, todo el mundo, desde los políticos conservadores hasta el Papa de Roma, criticaba el capitalismo. Se dijo que dicha crisis suponía la transición a un nuevo paradigma, que en adelante todo sería diferente. El sistema financiero global necesitaba un cambio, la economía debía regirse por nuevos valores. Corrieron ríos de tinta acerca de la avaricia, los desequilibrios globales y la desigualdad de ingresos. Nos cansamos de oír que, en chino, la palabra «crisis» se compone de dos caracteres: uno significa «peligro» y el otro, «oportunidad». (Algo que, por cierto, es incorrecto.)
Seis años después, el sector financiero se ha recuperado. Los beneficios, los salarios, los dividendos y las primas han vuelto al nivel anterior a la crisis.
El orden económico y el relato teórico que lo sustentaba, los cuales muchos pensaron que desaparecerían con la crisis, han resultado ser muy tozudos e intelectualmente robustos. La pregunta es: ¿por qué? Hay muchas respuestas. Este libro trata de proporcionar una determinada perspectiva sobre el tema, la del sexo.
Y no en el sentido que estará pensando.
Si Lehman Brothers hubiera sido Lehman Sisters, la crisis financiera no se habría desarrollado de la misma forma o no habría sucedido, según observó Christine Lagarde en 2010, cuando aún era ministra de Economía de Francia.[1] Aunque seguramente no lo dijo del todo en serio.
Audur Capital, un fondo de inversión privado islandés dirigido enteramente por mujeres, fue el único fondo de esa clase que sobrevivió a la crisis sin apenas sufrir un rasguño, señaló Lagarde. Y hay estudios que muestran como los hombres con altos niveles de testosterona están más predispuestos a correr riesgos.[2] La asunción de riesgos excesivos es lo que provoca el hundimiento de los bancos y lo que hace estallar las crisis financieras; ¿significa entonces eso que los hombres tienen demasiadas hormonas como para controlar la economía?
Hay, sin embargo, otros estudios que muestran que las mujeres tienen al menos la misma predisposición a correr riesgos que los hombres, si bien solo cuando se hallan hacia la mitad del ciclo menstrual. ¿Son, pues, los banqueros masculinos semejantes a mujeres en el momento de la ovulación? ¿Es ese el problema? ¿Qué tienen que ver el ciclo económico y el menstrual?[3]
Yendo más allá, existen otros estudios que observan como las alumnas de escuelas solo para chicas son igual de propensas al riesgo que los chicos. Las chicas que van a colegios mixtos, en cambio, tienden a ser más prudentes. Dicho de otra forma, parece que las normas e ideas acerca de lo que tu sexo encarna en relación con el llamado «sexo opuesto» tienen relevancia. Por lo menos cuando el sexo opuesto está presente.[4]
Podemos bromear con ese tipo de cosas, o bien tomárnoslas en serio. En cualquier caso, hay un hecho indiscutible: Lehman Brothers nunca habría podido ser Lehman Sisters. Un mundo en el que las mujeres dominaran Wall Street sería tan radicalmente diferente del mundo real que su descripción no arrojaría luz alguna sobre este último. Sería preciso reescribir miles de años de historia para llegar al momento hipotético en que un banco de inversión llamado Lehman Sisters pudiera manejar su excesiva exposición a un sobredimensionado mercado inmobiliario estadounidense.
No tiene ningún sentido realizar el experimento mental de imaginar la situación. No es posible reemplazar, sin más, «brothers» por «sisters».
La historia de la relación entre las mujeres y la economía va mucho más allá.
El feminismo es una tradición de pensamiento y activismo político que se remonta a hace más de doscientos años. Es uno de los grandes movimientos políticos democráticos de nuestro tiempo, independientemente de que se esté o no de acuerdo con sus premisas y conclusiones. Además, al feminismo ha de imputársele el que seguramente constituya el mayor cambio en el sistema económico ocurrido en el último siglo. O, según algunos, el mayor cambio jamás acaecido en dicho sistema económico.
«Las mujeres empezaron a trabajar en los años sesenta»; así suele contarse la historia.
Sin embargo, eso no es cierto. Las mujeres no empezaron a trabajar en los años sesenta o durante la Segunda Guerra Mundial. Las mujeres han trabajado siempre.
Lo que ha ocurrido en las últimas décadas es que las mujeres han cambiado de trabajo. Han pasado de trabajar en el hogar a ocupar puestos en el mercado laboral, comenzando a recibir una remuneración por su esfuerzo. Han pasado de trabajar como enfermeras, cuidadoras, profesoras y secretarias a competir con los hombres en calidad de médicas, abogadas y biólogas marinas.
Esto supone un cambio social y económico enorme; la mitad de la población ha trasladado el grueso de su actividad de la esfera doméstica al mercado. Hemos saltado de un sistema económico a otro sin darnos realmente cuenta del salto.
Al mismo tiempo, la vida familiar se ha transformado por completo. Todavía en los años cincuenta del pasado siglo, las mujeres estadounidenses tenían una media de cuatro hijos. Esa cifra se ha reducido en la actualidad a dos.
En Gran Bretaña y Estados Unidos, los patrones familiares se han ajustado en consonancia con el nivel educativo de las mujeres. Las mujeres con un nivel educativo alto tienen menos hijos y son madres más tarde, mientras que las mujeres con un nivel educativo más bajo tienen más hijos y más temprano.[5] En los medios de comunicación se caricaturiza a las mujeres pertenecientes a uno y otro grupo.
Por un lado, tenemos a la mujer profesional con un bebé chillando en su maletín; la mujer que esperó a los cuarenta para tener descendencia y que ahora ni siquiera encuentra tiempo para cuidar de ella. Se la pinta como egoísta e irresponsable, como una mala mujer.
Por otro, está la mujer joven de clase obrera que vive en su vivienda de protección oficial, chupando del bote de las ayudas sociales como madre soltera. También se la considera egoísta e irresponsable, también es una mala mujer.
El debate acerca del colosal cambio económico que hemos experimentado con la incorporación de la mujer al trabajo suele empezar y terminar en este punto, aventurando opiniones acerca de cómo las mujeres, o las caricaturas de esas mujeres, deben encauzar sus vidas.
En Escandinavia, donde la sociedad invierte enormes sumas de dinero en atención a la infancia y donde las bajas por maternidad/paternidad (pagadas) son largas, los patrones familiares son más homogéneos, independientemente del nivel educativo de las mujeres. En general, la mujer escandinava tiene también más hijos. No obstante, incluso en estos afamados estados del bienestar las mujeres ganan menos que los hombres[6] y el número de féminas que ocupan puestos de responsabilidad en las empresas es menor que en otros muchos países.[7]
Hay por ahí una ecuación que nadie ha logrado resolver hasta ahora. Quizá es que ni siquiera tenemos todavía un lenguaje para expresarla, pero, sin duda, se trata de una ecuación económica.
A mucha gente la economía, con sus términos, su autoridad, sus rituales y su hermetismo aparentemente universal, le impone respeto. En la época que precedió a la gran crisis financiera nos instaron a dejar la economía en manos de los expertos. Se decía que ellos se encargarían de solucionarnos los problemas y que nosotros carecíamos de la capacidad de entender sus soluciones. Era una época en la que los dirigentes de los bancos centrales podían convertirse en estrellas, pues la revista Time los encumbraba a la categoría de «hombre del año» por haber bajado los tipos de interés como medida para salvar a la civilización occidental.
Esa época ha terminado.
Esta es la historia de una seducción. Vamos a ver cómo nos han inculcado insidiosamente una determinada visión de la economía hasta que ha llegado a formar parte de nosotros. Cómo se ha permitido que dicha visión predomine sobre otros valores, no solo en la economía global, sino en nuestra vida diaria. Es una historia acerca de hombres y mujeres corrientes que cuenta lo que pasa cuando insuflamos vida a juguetes que, entonces, se apoderan de nosotros.
Para hilar bien esta historia, tenemos que empezar por el principio.
1
En el que nos adentramos en el universo de la economía y nos preguntamos quién era la madre de Adam Smith
¿Cómo llegamos a tener nuestra comida en la mesa? Esta es la pregunta fundamental de la economía. Puede parecer simple, pero en realidad se trata de una cuestión extremadamente compleja.
La mayoría de nosotros produce solo un pequeño porcentaje de todo lo que consumimos a diario. El resto lo compramos; cogemos el pan del estante del supermercado y la corriente eléctrica nos es suministrada a través de los cables de la luz en cuanto encendemos la lámpara. Sin embargo, para producir dos barras de pan y un kilovatio de electricidad es precisa la actividad coordinada de miles de personas en todo el mundo.
El agricultor que cultiva el trigo para venderlo a la panificadora; la empresa que vende bolsas para empaquetar el pan; la panificadora que vende pan al supermercado que, a su vez, nos lo vende a nosotros. Para que el pan nos esté esperando en el estante un, pongamos por caso, martes por la mañana, es necesario todo esto y, además, que haya personas que fabriquen y suministren herramientas a los agricultores, que transporten los alimentos a la tienda, que realicen labores de mantenimiento de los vehículos de transporte, que limpien los supermercados y desembalen las mercancías.
Todo este proceso ha de tener lugar más o menos en el orden correcto, respetando los tiempos y plazos, así como repetirse las veces necesarias para que los estantes del supermercado destinados al pan no se queden vacíos. Y lo mismo cabe decir no solo de las barras de pan, sino también de los libros, las muñecas Barbie, los balones, las bombas y cualquier otra cosa que se nos ocurra comprar y vender. Las economías modernas son estructuras intrincadas.
Por lo tanto, los economistas también se hacen esta pregunta: ¿qué es lo que cohesiona estas estructuras?
La economía ha sido definida como la ciencia de preservar el amor.[1] La idea básica reza: el amor es un bien escaso. Es difícil amar a nuestros semejantes, por no hablar de los que no se parecen tanto a nosotros. Por consiguiente, tenemos que economizar el amor y no despilfarrarlo innecesariamente. Si lo utilizamos como motor de impulso de nuestras sociedades, no nos quedará nada para usarlo en nuestra vida privada. El amor es difícil de encontrar, y aún más difícil de mantener.
Por esa razón, los economistas han llegado a la conclusión de que necesitamos otra cosa que sirva de fundamento organizativo de nuestra sociedad.
¿Por qué, pues, no recurrimos al egoísmo en vez de al amor? Ese no parece ser un bien escaso, sino hallarse en abundancia.
Adam Smith, el padre de la ciencia económica, escribió en 1776 unas palabras que forjaron nuestra visión moderna de la economía: «No de la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero, sino de sus miras al interés propio, es de quien esperamos y debemos esperar nuestro alimento».
La tesis de Smith era que el carnicero hace su trabajo no porque sea un tipo majo, sino para tener a los clientes satisfechos y, en consecuencia, ganar dinero. El panadero cuece los panes y el cervecero fermenta la cerveza no porque quieran hacer feliz a la gente, sino para obtener beneficios. Si la carne, el pan y la cerveza están buenos, la gente los comprará. Por esa razón los carniceros, panaderos y cerveceros producen sus bienes. No es que realmente les preocupe que la gente tenga buena carne, buen pan y buena cerveza; no, esa no es la fuerza motriz. La fuerza impulsora es el interés propio.
Y el interés propio es algo en lo que se puede confiar de verdad, pues es un bien inagotable.
No ocurre lo mismo con el amor; el amor es un bien escaso. No alcanza para toda la sociedad, de manera que debe conservarse en un frasco destinado solo a usos privados. De lo contrario, todo se va al garete.
«¿Qué es lo que tiene cientos de metros de largo, se mueve a paso de tortuga y vive solo de col?»
Respuesta: «La cola para comprar el pan en la Unión Soviética».
Este era un chiste que se oía con frecuencia en la antigua Unión Soviética y que expresa un sentir común: no queremos vivir como en ese país.
Adam Smith nos contó el cuento de por qué el libre mercado era la mejor manera de crear una economía eficaz. Con ello introducía por primera vez ideas revolucionarias y radicales acerca de la libertad y la autonomía. Su razonamiento era el siguiente: eliminemos los aranceles y las regulaciones, ya que cuando permitamos al mercado funcionar libremente la economía marchará sobre ruedas, con el interés propio como combustible inagotable. Si todos y cada uno de nosotros perseguimos nuestro propio interés, el conjunto de la población podrá tener acceso a los bienes que necesita; el pan nos esperará todos los días en el estante del supermercado, la corriente eléctrica circulará por los cables de la luz y tendremos la comida asegurada.
De manera que el interés propio de todas y cada una de las partes hará que el conjunto funcione correctamente. Y ello sin que nadie tenga que pensar en el conjunto. Es algo casi mágico, que se ha convertido en uno de los cuentos más populares de nuestra época. Para la temprana ciencia de la economía, era una verdad evidente e indiscutible que el interés propio constituía el motor que hacía girar el mundo. «El principio fundamental de la economía es que las personas actúan movidas exclusivamente por el interés propio», decían los economistas a finales del siglo XIX.[2] La economía moderna se construyó sobre el pedestal del interés propio, que todos debíamos idolatrar.[3]
Así pues, desde sus comienzos, el núcleo de la ciencia económica no era el dinero, sino una particular visión del ser humano. La idea de que, básicamente, en todas las situaciones en que nos halláramos, actuábamos para obtener un beneficio. Con todas las consecuencias que de ello se siguen.
Este sigue siendo el punto de partida de las teorías económicas más comunes. Cuando coloquialmente hablamos de «pensar como un economista», nos referimos al hecho de considerar que la gente hace lo que hace para obtener algún beneficio. Puede que no sea la imagen más halagadora del ser humano, pero es la más realista. Y si queremos lograr algo en esta vida, mejor partir de la realidad. La ética nos dice cómo queremos que el mundo funcione, mientras que los economistas nos dicen cómo funciona realmente.[4] O, al menos, esto es lo que ellos mismos afirman a menudo.
La verdad es que no necesitamos saber mucho más para conducirnos por la vida; con este elemental principio rector nos basta. Y es ese mismo principio rector el que cohesiona la sociedad, como una mano invisible. Esa es la gran paradoja. Pero, como todos sabemos, Dios nos habla siempre con paradojas.
«La mano invisible»; he aquí la expresión más famosa de la ciencia económica. Aunque Adam Smith acuñó el término, fueron sus sucesores en el gremio quienes lo popularizaron.[5] La mano invisible lo mueve todo, lo controla todo, lo decide todo, a pesar de que (como su propio nombre indica) no puedes verla ni percibirla de otra forma. No es algo que intervenga desde lo alto o desde el exterior, no es un puntero que señale y mueva las cosas. Es algo que surge de las acciones y decisiones individuales, una mano que hace girar el sistema desde el interior. El concepto ha cobrado mucha más importancia para los economistas recientes de lo que la tuvo para el propio Adam Smith. El padre de la ciencia económica menciona el término una sola vez en La riqueza de las naciones, pero hoy en día es considerado a menudo el fundamento de la economía moderna y de su propio y particular universo.
Un siglo antes de que Adam Smith nos hablara acerca de esta mano invisible, el inglés Isaac Newton publicó su obra Philosophiæ naturalis principia mathematica.
Astrónomo, matemático, científico y alquimista, Newton describió la fuerza que mantiene a la Luna en su órbita y nos explicó por qué las manzanas caen al suelo, controladas por la misma fuerza gravitatoria que sostiene a los cuerpos celestes en su regazo. Newton nos dio así la ciencia moderna y una nueva visión de la existencia.
En aquel tiempo a las matemáticas se las consideraba un lenguaje divino; a través de ellas, Dios había puesto a disposición del ser humano «el libro de la naturaleza». Dios nos dio las matemáticas para que pudiéramos entender su creación. Los descubrimientos de Isaac Newton embriagaron a todo el mundo, especialmente a Adam Smith y su emergente ciencia económica.
Las leyes del sistema solar, que antes solo Dios conocía, podían de repente estudiarse con el método científico. La imagen del mundo cambió; de uno en el que Dios intervenía, opinaba, castigaba, separaba los mares, movía montañas y abría un millón de flores todos los días, se pasó a otro del cual Dios estaba ausente, a un universo que Dios había creado y al que había dado cuerda, pero que ahora marchaba solo, sin necesidad ya de ningún poder externo.
El cosmos se convirtió era un dispositivo automático, en un enorme engranaje, en un gigantesco proceso mecánico en el que las diferentes partes funcionaban como componentes de una máquina. Los intelectuales empezaron a estar cada vez más convencidos de que, así como Newton había explicado el movimiento planetario, a la larga seríamos capaces de explicar todo lo demás. Isaac Newton había revelado las leyes de la naturaleza, y con ello el verdadero plan que Dios había concebido para el universo. El mismo enfoque, pensó Adam Smith, debería ser capaz de revelar las leyes naturales de la organización social, y con ello el verdadero plan que Dios había concebido para la humanidad.
Si había una mecánica en la naturaleza, tenía que haber una mecánica en el sistema social. Si había leyes que determinaban el movimiento de los cuerpos celestes, tenía que haber leyes que determinaran el movimiento de los cuerpos humanos. Y estas debían poder ser formuladas de manera científica. Una vez que fuéramos capaces de entenderlas, podríamos hacer que la sociedad se adaptase a ellas con fluidez, podríamos vivir en armonía con el plan real y originario del Creador. Nadaríamos a corriente, no a contracorriente, y de paso comprenderíamos todo el conjunto. La sociedad habría de convertirse en un reloj que funcionase a la perfección, marcando la hora de la manera más conveniente para nosotros.
Esa fue la tarea que asumió la ciencia económica fundada por Adam Smith. Una tarea en absoluto baladí: ¿cómo íbamos a alcanzar aquella armonía natural?
La fuerza que supuestamente iba a desempeñar en el sistema social la misma función que la gravedad en el sistema solar era el interés propio.
«Puedo calcular el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de la gente», argumentó el propio Newton.[6] Pero a nadie le importaba.