La potencia reticente

Pilar Requena

Fragmento

cap-1

Prólogo

Escribir sobre Alemania nunca es fácil, y mucho menos escribir un libro entero. Si se destacan sus fortalezas, se corre el riesgo de ser calificada de germanófila. Si se opta por lo contrario, y se hace hincapié en las debilidades o la parte más oscura de su pasado, entonces pueden acusarle a una de germanófoba. En realidad, ni todo es tan bueno ni funciona tan perfectamente en Alemania, ni son tan malos, prepotentes o imperialistas como de forma bastante frecuente y superficial se les describe. En mantener una cierta equidistancia reside probablemente la clave.

Desde niña he mantenido una relación personal muy cercana con ese país, y después también profesional. Por eso, creo poder aportar la visión de quien los conoce bien, que ha crecido y se ha formado con y entre ellos, y comparte de alguna manera su mentalidad. Desde los cuatro años los alemanes han sido parte de mi vida. Mis padres me llevaron al Colegio Alemán de Valencia desde el Kindergarten, una decisión que siempre les agradeceré. No son pocas las veces que me han preguntado cómo pude sobrevivir a la disciplina y a la «cabeza cuadrada» de los alemanes, y no han faltado quienes han querido ver un trauma en esa infancia; pero nunca lo ha habido, sino todo lo contrario.

La actualidad en Alemania siempre ha tenido un interés especial para mí. Y, aunque no pude desplazarme a Berlín cuando cayó el Muro, viví esos días con gran emoción y esperanza. No sabía entonces que al año siguiente se iniciaría una relación profesional con ese país que dura ya años.

En el verano de 1990 fui enviada por los Servicios Informativos de TVE —empresa en la que trabajo desde hace ya treinta años— a sustituir a nuestro corresponsal durante las vacaciones. Así ocurriría durante los años siguientes, en los que también acudí puntualmente como refuerzo. Desde agosto de 1999 hasta agosto de 2004, fui corresponsal en Berlín para Alemania y Europa central. Mi vinculación profesional con ese país continúa de una u otra manera hasta hoy. He de decir que eso me ha permitido asistir desde una privilegiada atalaya al nacimiento y crecimiento de la nueva Alemania, que ya ha superado el cuarto de siglo de vida.

Recuerdo que la primera noticia destacada que cubrí aquel verano de 1990 —mi primera cobertura importante como enviada especial— fue el regreso a Bonn del canciller Helmut Kohl, con la reunificación en la cartera, tras la reunión con el líder soviético Mijaíl Gorbachov. Desde ese momento los acontecimientos se sucedieron a un ritmo vertiginoso.

Me trasladé a Berlín inmediatamente. Era allí donde se iban a cocer los cambios en las siguientes semanas. El Gobierno de la antigua República Democrática Alemana vivía su fase final. En realidad, solo le quedaba preparar el Tratado de Unificación y firmar su acta de defunción. En ese periodo la portavoz del Gobierno era una mujer, doctora en física, de aspecto algo desaliñado y no muy ducha en las relaciones públicas. Se llamaba Angela Merkel.

Entonces todavía quedaban restos del Muro, y el olor y el ambiente eran distintos en los dos Berlines. Se vivía la euforia del reencuentro y el Wir sind ein Volk («Somos un pueblo») se respiraba ya por todos lados. A España regresé sabiendo que iba a volver muy pronto para cubrir la reunificación.

Pero aquel día, el 3 de octubre de 1990, a pesar de que los periodistas de alguna manera «nos confabulamos» para hablar de una noche de desbordante alegría, fue, en realidad, de una alegría muy, muy contenida y de bastante temor al vacío, de vértigo para muchos alemanes del Este ante lo que les podía deparar el futuro. Percibí sensaciones y sentimientos que sabía que iban a marcar de forma decisiva la nueva Alemania. Y pensé que no se abría precisamente un camino de rosas.

¿Se podría haber hecho de otra forma? Probablemente, sí. ¿Había posibilidades reales de hacerlo de otra forma? Probablemente, no. No había tiempo. Moscú había dado el «sí» a la reunificación pero nadie sabía cuánto tiempo duraría Gorbachov en el poder y qué ocurriría después. Además, tanto la sociedad como los principales políticos del Este tenían interés en una rápida reunificación.

Hubo después un acelerado relevo de las élites del Este, que en su mayoría fueron apartadas y sustituidas por las del Oeste. Los encargados de elaborar el Tratado de Unificación y de preparar la reunificación lo consiguieron en un tiempo récord y con perfección alemana. Apenas en unos meses se logró lo que normalmente puede tardar años en ese país.

Son muchos los cambios experimentados por la República Federal desde la reunificación y son también muchos los retos y problemas todavía pendientes. En su proceso de desarrollo ha reformado su Ley de Nacionalidad y se ha colocado en la órbita de los países más modernos al sustituir el ius sanguinis («derecho de la sangre») por el ius soli («derecho del suelo»). Hace tiempo se rompió otro tabú con una nueva Ley de Inmigración, en la que Alemania se reconocía oficialmente como un país de inmigración.

Atravesó una grave crisis financiera, económica y social que obligó a hacer drásticas reformas en distintos ámbitos y que condujo a un adelgazamiento del generoso Estado de bienestar alemán. Empezó a ejercer de forma soberana su política exterior y reactivó la intervención del ejército alemán fuera de sus fronteras por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Aumentó el número de neonazis en el territorio de la antigua RDA. Y otras muchas cosas más. Los alemanes se reencontraron, pero creció un muro en sus corazones y en sus cabezas. No era ni es inexpugnable, pero es necesario acabar completamente con él para que al fin Alemania sea realmente una.

Quizá fue fruto de la casualidad, o quizá no, pero la llegada al poder de Angela Merkel, mujer, procedente del Este, pragmática, austera, con mentalidad científica y capacidad negociadora, fue también señal de que se iniciaba una nueva etapa. Casi al mismo tiempo, se vivía una especie de renovada autoestima y una cierta recuperación de la autoconfianza nacional.

Así pues, no todo es tan negativo como a veces parecen reflejar los medios de comunicación o incluso las manifestaciones de los propios alemanes. Hay retos y problemas, pero también se han hecho importantes cambios y avances. ¿Qué ocurre entonces con el tan cacareado muro psicológico, con la decepción y el descontento? Pues lo que siempre ocurre con ellos, y es que, aunque la mayoría de los alemanes consideran que la reunificación fue un acontecimiento afortunado para la historia de su país, no pueden estar satisfechos porque no se ha alcanzado la perfección que buscan.

No hay que olvidar que para los alemanes el deporte nacional es el fútbol —¡ya se sabe, ese deporte en el que juegan once contra once y que siempre gana Alemania!, aunque desde hace unos años con el permiso de, entre otros, España—, la salchicha es su comida favorita y jammern («quejarse, mostrarse descontentos»), su estado anímico natural. Aunque esto parezca un estereotipo, hay que tener en cuenta que ese pesimismo congénito contribuye, sin duda, a explicar la forma en que los alemanes se ven a sí mismos y ven el mundo.

Por otro lado, en el imaginario europeo, esa nueva Alemania significaba para muchos la vuelta de un monstruo, del temido país que desp

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