Gomorra

Roberto Saviano

Fragmento

Prólogo a la última edición

Prólogo a la última edición

Diez años, diez años, diez años, diez años, diez años, diez años, diez años, diez años...

He oído mi voz pronunciar estas dos palabras después de haberlas repetido mentalmente infinidad de veces. Y he empezado a escribir estas líneas casi como un juego, para imitar a Jack Torrance en El resplandor, con su «No por mucho madrugar amanece más temprano». Repito mis dos palabras para convencerme, para hacer balance de estos diez años transcurridos desde que el primer lector de Gomorra tuvo el libro entre las manos y comenzó a leerlo. Aquellos primeros meses fueron indescriptibles. Me llamaba cualquiera que me hubiese visto aunque solo fuera una vez en la vida, por la calle y por casualidad. Eran muchos los que sentían que debían decirme lo que les parecía el libro, los que sentían la necesidad de comunicarme la impresión que les había producido en la cabeza y en la carne. Me llamaban para decirme que lo habían leído y lo habían regalado. Me llamaban para decirme que apenas habían tenido tiempo de acabar de leer la última palabra cuando había ya un amigo dispuesto a recibir el testigo, a coger un ejemplar leído ya por otros para alargarle la vida. Así nació Gomorra. En Nápoles, en Caserta, en la Campania y luego en otros lugares. Antonio Iovine, jefe del clan de los Casalesi, dijo: «Con Gomorra, Saviano nos ha llevado a América», y yo todavía sigo preguntándome si de verdad un libro puede existir prescindiendo de quien lo ha escrito. Y si quien lo ha escrito puede prescindir de palabras que, antes de convertirse en negro sobre blanco, han sido pensamiento, estados de ánimo, vida. A veces me da por pensar (y por esperar) que es preciso conseguir separar la historia de un libro de la de su autor. Me gusta creer que son dos historias completamente distintas. Que el objeto adquiere vida propia y el hombre se convierte en su apéndice. Antes de que el libro exista —me refiero a que exista materialmente—, es el autor quien empuña el cetro. Antes de que el libro sea escrito, es el autor quien domina la materia, porque todavía está todo en su mente, en esa fase dificilísima y frenética que sirve para modelar palabras y contenido. Pero, una vez escrito, da la impresión de que es él, el libro, el que domina. Una vez publicado, puede ocurrir de todo: en la mejor de las hipótesis, libro y autor se despiden y continúan vidas separadas, cada uno por su propio camino. O puede ser que permanezcan indisolublemente unidos, padre e hijo, hermanos, amigos, amantes, enemigos declarados, verdugos el uno del otro. Gomorra y yo no nos hemos separado nunca. Y me doy cuenta de que lo detesto como un padre odia a un hijo que se le parece demasiado. Odio de él todas las características que identifico como mías. Es tortuoso, es real, es narrativo, es teatral, convulso, lírico. No tiene miedo y es poco perspicaz. Es inconsciente. Es un flujo de conciencia y una crónica. Es bravucón aun teniendo un miedo atroz de todo. Gomorra, como yo, es hijo. Un hijo odiado porque es odioso, pero que espera en silencio ser amado. Gomorra, como yo, se siente infeliz. Infeliz porque sigue siendo un chiquillo en el cuerpo de un adulto. Porque se ha convertido en un hombre demasiado deprisa, equivocándose de época y de generación.

Escribí Gomorra hace diez años. Lo escribí en los Barrios Españoles de Nápoles, en una casa de la piazza Sant’Anna di Palazzo. Lo escribí sobre todo con una intención literaria: narrar la vida en un estilo que aunase el rigor de la realidad y la sugerencia de la literatura, la fascinación de la novela; la concreción del dato y el arrebato de la poesía. Deseaba que plasmara una verdad bastante más compleja que la que podemos encontrar en un ensayo, un reportaje o artículos periodísticos. Me dominó una especie de demonio, el mismo que se adueña siempre del escritor y del que el escritor no puede sustraerse sino secundándolo: quería influir en la carne de la realidad, lo quería más que nada en el mundo. Y en verdad eso es un delirio de omnipotencia, porque no está al alcance del tiempo humano —menos aún en un puñado de años— observar, presenciar y comprender si un libro puede realmente influir en el mundo que lo ha producido, y en qué medida. Mirando a los maestros se puede calibrar la inconsciencia de los escritores hacia su propia obra. Tolstói no tuvo ninguna percepción de la auténtica grandeza de Guerra y paz, como evidentemente tampoco la tuvo Kafka de La metamorfosis, ni Balzac de hasta qué punto La comedia humana transformaría el mundo. Todo narrador vive con la ilusión de remodelar el mundo manipulando con sus propias palabras la arcilla del creador, pero al mismo tiempo vive siempre la desilusión del impacto con lo real: una chispa en comparación con el big bang soñado. Existen, desde luego, instrumentos para medir el éxito de un libro —el número de ejemplares vendidos, su influencia en el estilo de otros escritores, quizá incluso en las costumbres—, pero nada indica de manera efectiva, inmediatamente después de su publicación, el impacto que tendrá en las décadas venideras. Yo, en cambio, estaba dispuesto a hacer un pacto con cualquier diablo que se presentase ante mí para que mi época respondiera de inmediato a lo que estaba escribiendo. No me interesaban ni el éxito, ni el dinero, ni los reconocimientos; mi ambición era bastante mayor. Deseaba con todo mi ser cambiar la realidad que me rodeaba, una realidad que me daba asco. Derrocar el poder acerca del cual escribía y llamar a las armas, en sentido figurado, a quienes se oponían a él. Quería que mis palabras fuesen un puñetazo en el estómago, que quitasen el sueño. Quería que diesen miedo simplemente iluminando un rincón del mundo que había permanecido en la sombra demasiado tiempo. Y por eso siempre he considerado mías las palabras que escribí, por eso nunca he logrado separarme de ellas. Y también por eso siempre he considerado un deber defenderlas con mi cara y con mi cuerpo. Con mi compromiso diario, incluso después de que esas palabras se hubieran separado físicamente de mí. Me propusieron firmar el libro con un seudónimo y me negué a hacerlo porque quería que mi nombre significara responsabilidad y elección. Desafío, incluso. Nada sucede por casualidad. Y responsabilidad y elección son ellas mismas parte de mi proyecto de escritura. No tenía la menor idea de lo que iba a ocurrir; sin embargo, pensando ahora en ello, de haberlo sabido por anticipado, habría hecho exactamente lo mismo, sin cambiar ni una coma, y volvería a hacerlo. La obstinación es lo que me asusta, esa obstinación que te hace decir: «Puede que me equivoque, pero estoy actuando conscientemente».

Y luego caí en un abismo inesperado.

Después de diez años viviendo con escolta, todo el mundo está tan acostumbrado a asociar mi nombre con palabras como

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