El pueblo soy yo

Enrique Krauze

Fragmento

Título

Prólogo a esta edición

El pueblo soy yo apareció en marzo de 2018, pocos meses antes de que el pueblo mexicano eligiera a un hombre que ratificaba el título.

Llevaba muchos años de preguntarme por qué el populismo arraigaba de manera tan fácil y natural en los países latinoamericanos. Desde la aparición de Hugo Chávez en el horizonte, comprendí que la aurora de democracia y libertad que nuestros países habían vislumbrado en la última década del siglo XX comenzaba a palidecer ante la llegada de un fenómeno político y social que no podía ser pasajero: un militar carismático que invocaba a Bolívar, hablaba como Eva Perón, admiraba al Che Guevara, reverenciaba a Castro y soñaba con redimir a su país y al continente entero.

Volví a mis clásicos y me reencontré con las ideas de mi entrañable amigo y maestro, el historiador Richard M. Morse. Dick, como le decíamos, había muerto en 2001 en Haití. La última vez que lo vi me dijo: “Tú no te apartes de mis ideas y acertarás siempre”. Yo, por supuesto, me había apartado de sus ideas desde los años ochenta, porque ante su visión orgánica del poder en América Latina, expuesta en su clásico libro El espejo de Próspero, propuse un proyecto liberal radicalmente distinto: la democracia sin adjetivos.

Nunca discutimos nuestras diferencias. Él creía que la matriz hispana del poder, creada por la filosofía del neotomista jesuita Francisco Suárez, prevalecería en América Latina, acompañada del caudillismo del siglo XIX, encarnado en líderes carismáticos como Bolívar, José Antonio Páez o Porfirio Díaz. En esa matriz no había lugar para la exógena democracia liberal. Tratándose de México, yo no dejaba de reconocer que la cultura política del PRI era asombrosamente similar a la monarquía virreinal en sus diversas facetas y tiempos. Y tampoco negaba la importancia de los caudillos a los que dediqué más de un libro. Pero no me resignaba a considerar utópica a la democracia. Creía en el legado de los liberales de la Reforma, admiré siempre a Madero, quise continuar el ideario de Daniel Cosío Villegas: era posible la alternativa liberal en México.

El ascenso de López Obrador en el año 2000, coincidente con el de Chávez, me hizo pensar que tal vez Morse tenía razón. No creo que él celebrara la inmutabilidad del paradigma monárquico y carismático en nuestros países. Estudió y formuló ambos a la manera de Max Weber, como “tipos ideales” que explicaban la realidad, más allá de los valores que pudiera tener el científico social cuyo papel no es el de dictar el rumbo de su sociedad sino el de estudiarla tal como es. Y para Morse, sencillamente, el pacto místico entre el monarca y el pueblo (típico de la tradición hispana), aunado al irresistible dominio de los “hombres de horca y cuchillo” característicos de nuestra historia, era una herencia tan inamovible como nuestros ríos y montañas. Estarían ahí para la eternidad.

En 2005 releí a Morse y publiqué un “Decálogo del populismo” que reconoce su acertado diagnóstico, pero no se conforma con acatarlo como una ley histórica. Por el contrario: lo publiqué para alertar al lector mexicano e hispanoamericano sobre la hondura de esa tradición autoritaria. Sería difícil superarla, quizá tanto como mover montañas, pero si los demócratas de la región creíamos en la libertad, si honrábamos esa otra tradición que también nos pertenece, si recordábamos los nombres de insignes liberales latinoamericanos como Andrés Bello, Alberdi, Sarmiento, Montalvo y de sus homólogos mexicanos (Mora, Ocampo, Juárez, Madero, Cosío Villegas), entonces nuestro deber era desenmascarar al populismo como lo que es: una mutación de los totalitarismos del siglo XX que utiliza a la democracia para acabar con ella.

A partir de entonces escribí libros y ensayos sobre el populismo latinoamericano, ya sea el populismo en el poder (su versión venezolana) o rumbo al poder (su versión mexicana). Por petición de Robert Silvers, el legendario editor de The New York Review of Books, escribí un balance histórico de la Revolución cubana, mito fundacional no solo de la antigua guerrilla y la ideología académica en la región, sino de todos los populismos que cunden en ella, hasta la fecha. Y muerto Silvers, su heredero intelectual, el extraordinario escritor Ian Buruma, en su paso breve como editor de esa revista, me pidió un balance de Venezuela a casi dos décadas de haber entregado su destino a Chávez. Lo titulé “La destrucción de Venezuela”, y me quedé corto: debí agregar el adjetivo “permanente”.

Pero quizá la mayor sorpresa de estas décadas no ha sido la proliferación del populismo dentro de Latinoamérica sino fuera de ella. Explicar a Podemos, el partido marginal de algunos profesores españoles que llegó a tener resonancia, no parecía muy difícil: después de todo, varios de ellos cobraban en las generosas nóminas de Hugo Chávez. Lo extraño ha sido la irrupción del populismo europeo y, más aún, la ominosa carrera de Donald Trump. “El peronista del Potomac”, lo denominó piadosamente la revista The Economist. Para mí era algo distinto: un fascista americano. Y así lo describí.

El pueblo soy yo recoge mi querella con el populismo. Aquí el lector encontrará la teoría de Morse y mi diálogo imaginario con él. Aquel trabajo sobre la promesa liberadora (martiana) que representó Cuba en 1959 y la terrible realidad (estalinista) que resultó al final. El estudio/epitafio sobre Venezuela. Y el ensayo que provocó la ira de Andrés Manuel López Obrador: “El mesías tropical”. Resultó profético desde 2006, y lo ha resultado aún más desde 2018, cuando llegó al poder. Pero haber acertado en esa predicción no es motivo de orgullo sino de pesar. Hubiera preferido equivocarme.

Mientras preparaba los ensayos de El pueblo soy yo viajé a Grecia con Andrea Martínez, mi esposa. Ella había vivido su adolescencia en Atenas y solía pasar las tardes en el Ágora, ahí donde Sócrates discutía con sus discípulos. Un día me encaminó al hemiciclo donde los atenienses ejercían la democracia, y vi el estrado, el Pnyx, desde donde Pericles los arengaba. No pude resistir la vuelta a ese mundo clásico, a estudiarlo someramente, a asirme de él como tabla de salvación. Sí, las democracias –como todo– son mortales. Sí, la democracia ateniense se había extraviado por la palabra irresponsable de un demagogo. Sí, las otras, olvidadas, democracias griegas se habían perdido –como explica Aristóteles–, corroídas por el espíritu de la revolución y la tiranía. Todo ello es verdad. Pero a 2,500 años de Pericles, la democracia, esa creación griega, permanece como el mejor, el único, ideal de convivencia genuina, de posible concordia.

El pueblo soy yo fue escrito a lo largo de varios años para advertir la degradación que implica ceder el poder a una persona (llámese Trump, Chávez o López Obrador) cuya megalomanía, cuyo narcisismo, cuya insaciable sed de poder, cuya autodecretada superioridad moral, cuyo delirio mesiánico lo lleva a asumir como ciertas esas cuatro palabras.

Pero nadie puede decir “el pueblo soy yo”. Ninguna persona es “el pueblo”

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos