Los últimos españoles de Mauthausen

Carlos Hernández de Miguel

Fragmento

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Agradecimientos

Este libro ha sido posible gracias a la fuerza y al compromiso de los últimos supervivientes españoles que pasaron por los campos de concentración nazis. A pesar de su avanzada edad y del dolor que les ocasiona recordar tanto sufrimiento, no han dudado en abrirme de par en par las puertas de sus casas y de sus memorias. A ellos y a sus familias va dirigido mi primer y principal agradecimiento.

Gracias también a las esposas, hijos, hermanos, sobrinos, nietos y amigos de deportados ya fallecidos que han querido contribuir a mantener vivo su recuerdo. Quiero citar especialmente a Pierrette Sáez por su ayuda personal, por su trabajo en la Amicale de Mauthausen de Francia y por aquel maravilloso «domingo republicano» en su casa de París; a Jeannine Laborda por colaborar permanentemente conmigo, por permitirme «conocer» a su padre Mariano y por su tremenda hospitalidad; a Adelina Figueras por convertirse en mi cómplice y hacerme sentir parte de su maravillosa familia; a Isabel Terres por su dulzura y por contarme tantas cosas sobre la vida de «nuestros Antonios»; a Cristophe Lesquendieu por buscar debajo de las piedras para conseguirme los datos y los contactos que más necesitaba; a Pedro García por conservar durante tantos años las fotografías y las cartas de nuestro tío y compartirlas conmigo; y a Josefa Fontanet y su hija Loli por dejarme entrar en sus vidas. Agradezco la amabilidad y el tiempo que me han dedicado Annie Bousquets, Chelo Llana, María Ibarz, Jean Estivill y Nathalie Cañete.

Otros familiares y amigos me han hecho partícipe, además, de sus investigaciones y experiencias: Pedro Gallego, de la Asociación Cultural La Partida de Camuñas (Toledo), con sus aportaciones y salvando de la quema valiosos documentos; Mario García permitiéndome conocer las extraordinarias memorias inéditas de su tío Servídeo; Etxahun Galpasoro acercándome a la figura del gran Marcelino Bilbao; Gabriel Estañ facilitándome testimonios del gran luchador que fue su abuelo Luis; Juan Almarza desvelándome datos sobre la vida de Antonio Luján; Jordi Curell contándome la historia de su tío Romá, gaseado en el castillo de Hartheim; Bienvenido Maquedano orientándome sobre la mejor forma de investigar en Zagan y en los archivos franceses; Rosemarie Barbella trasladándome el testimonio de su padre desde el otro lado del Atlántico; Joaquín Prades, Pepita de Luis, Dominique Ortuño, Llibert Tarragó y Josepa Gardenyes, dedicándome su tiempo.

Tres historiadores han tenido la paciencia de soportar mi incesante bombardeo de preguntas. Gracias a Martha Gammer, Rudolf A. Haunschmied y Benito Bermejo por ayudarme a entender el complejo mundo de la deportación y demostrarme que se puede ganar la batalla de la memoria. En este punto, quiero citar también a: Joseph González y Jean Ortiz por introducirme en la historia del exilio español en Francia; Alfons Aragoneses, de la Universidad Pompeu Fabra, por permitirme acceder a una herramienta que ha resultado fundamental para poder realizar mi trabajo; Laura Fontcuberta, de la Amical de Mauthausen española, por su enorme ayuda, facilitándome datos de gran valor para mi investigación; y a Emilio Silva de la Agrupación para la Recuperación de la Memoria Histórica por estar siempre ahí.

En mi búsqueda documental quiero agradecer el esfuerzo de los profesionales que trabajan en los archivos que he consultado dentro y fuera de nuestras fronteras. En el caso de los centros documentales españoles, su tarea es especialmente meritoria debido a la vergonzosa ausencia de medios materiales y humanos que sufren. Debo citar, por su especial implicación, a Ralph Lechner y Christoph Vallant de Mauthausen Memorial Archives (MMA); Bruce Levy, Lindsay Zarwell y Thang Duong del United States Holocaust Memorial Museum (USHMM); Verena Neusüs del International Tracing Service (ITS); Mirek Walczak del Museo Memorial de Zagan; Eric Vanslander y Amy Schmidt de los National Archives and Records Administration (NARA); Mercedes de Pablos del Centro de Estudios Andaluces; Patricia González-Posada del Archivo histórico del PCE; Michèle Rault del Ayuntamiento de Ivry-sur-Seine; Silvia Dinhof-Cueto de la Gedenkverein der Republikanischen Spanier in Österreich (GRSÖ); Peppino Valota de la Associazione Nazionale ex Deportati Politici Nei Campi Nazisti (ANED); Margarida Sala i Albareda y Francesca Rosés del Museu d’Història de Catalunya; José Hernández del Centro Documental de la Memoria Histórica de España y Alfonso Dávila del Archivo General de la Administración.

Gracias por sus aportaciones a Judith Saxinger, del semanario alemán Wirtschafts Woche; Víctor Farradellas de la excepcional revista de Historia Sàpiens; François Martínez y Anne Laine de Ivry-sur-Seine; y Ramón Santamaría del PCE-Francia.

Quiero resaltar también la colaboración de: María del Mar Peña y Marta García Rodríguez con sus impagables traducciones; Ana Hidalgo y Steffi Obert con sus búsquedas en el Bundesarchiv; el historiador Carlos Engel y el periodista Javier Alfaya con su asesoramiento; Javier Rotaeche con su tenacidad para perseguir una pista que, a día de hoy, sigue abierta; y Kermy, que ha diseñado y programado el portal www.deportados.es en el que está volcada parte de mi investigación y el documental que he elaborado sobre la deportación española.

Dejo para el final a Miguel Ángel Liso y a Ernest Folch, que confiaron en mí desde el primer momento en que decidí acometer esta aventura; y a Yolanda Cespedosa, mi editora y mi guía por este mundo que me resultaba absolutamente desconocido. Sin vuestro respaldo, este sueño nunca se habría hecho realidad.

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Introducción

Mi tío de Francia, el libro que nunca escribiré

En marzo de 2014 pasé por una experiencia que jamás creí tener que afrontar: dar a una hija la noticia de que su padre había fallecido en uno de los campos de concentración de Hitler. No tuve que viajar en el tiempo para hacerlo, vivo en un país en el que la memoria permanece secuestrada, o mejor dicho enterrada en una cuneta desde 1939. Habían pasado 73 años desde el fallecimiento del madrileño José Fontanet entre las alambradas de Gusen, pero Josefa desconocía el destino de ese hombre que tuvo que abandonarla poco después de nacer y cuyo rostro solo conoce por una vieja fotografía. «Tengo la piel de gallina», me decía ella mientras yo le contaba, con toda la delicadeza de la que era capaz, los datos de que disponía sobre el cautiverio y la muerte de su padre. Después del dolor inicial y de un interminable silencio al otro lado del hilo telefónico, finalmente me confesó que se sentía liberada: «Siempre tuve la duda de si había muerto durante la guerra mundial o si había rehecho s

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