La economía española en tiempos de pandemia

Toni Roldán
Juan Francisco Jimeno
Ángel de la Fuente Moreno

Fragmento

cap-1

Introducción

La crisis de la COVID-19 supone una situación sin precedentes en la historia económica contemporánea. Si bien pandemias parecidas han tenido lugar en el pasado (algunas, como la «gripe española» de 1918, con mucha mayor virulencia en términos de contagiados y fallecidos), nunca antes nos habíamos enfrentado a la necesidad de paralizar temporalmente la actividad económica en ramas tan interrelacionadas y en economías tan interdependientes como ha sido el caso en las últimas semanas.

Han pasado poco más de seis meses desde que, el 11 de enero del 2020, se identificara la primera muerte asociada a la COVID-19 en China. En el momento en que escribimos esta introducción, a 16 de mayo del 2020, el total de contagios oficialmente confirmados por COVID-19 asciende a 4.629.407 repartidos entre 213 países, y el número de fallecidos supera los 300.000, cifras ambas que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), subestiman muy significativamente los efectos reales de la pandemia. El primer enfermo fuera de China se registró el 13 de enero en Tailandia, y el primer caso identificado en Europa se confirmó el 25 de enero en Francia. En España, el primer paciente que dio positivo por el virus se conoció el 31 de enero en la isla de la Gomera y no se detectó el primer caso en la Península hasta el 24 de febrero.

La expansión de la COVID19 ha sido muy rápida y ha tenido unos efectos devastadores por la propia naturaleza del virus, que está particularmente bien equipado para sobrevivir. Presenta un alto grado de contagio, pero, a diferencia de otros virus como el ébola, no tiene una elevada tasa de letalidad sobre periodos muy cortos y pasa por muchas personas sin síntomas aparentes. Eso juega a su favor, puesto que de esta manera puede seguir expandiéndose sin generar, en las primeras etapas, excesiva alarma. Se contagia más que la gripe común, con el añadido de que tiene una letalidad más alta, sobre todo en algunos sectores vulnerables de la población, por lo que resulta inviable para nuestras sociedades permitir que se expanda sin control.

En términos económicos la crisis a la que nos enfrentamos es diferente a todas las anteriores. Nunca antes nos habíamos visto en una situación en la que el Gobierno, por recomendación sanitaria, tuviera que forzar a las empresas a echar la persiana y a los trabajadores a quedarse en casa en todo el país. Aunque en un primer momento se pensó que podría tratarse de un confinamiento breve, transcurridas unas semanas, parece claro que la duración de la crisis puede extenderse en el tiempo, lo que supondrá un shock negativo muy intenso y duradero, especialmente para algunos sectores económicos como el turismo y la hostelería, que tienen un peso sustancial en la economía española. Los datos a los que hemos ido teniendo acceso desde la declaración del estado de alarma muestran que la crisis ha tenido desde el primer momento efectos considerables sobre el uso del tiempo, los patrones de consumo de la población y el mercado de trabajo, que apuntan a caídas casi sin precedentes de la producción durante varios trimestres.

Con matices, lo mismo sucede en muchos otros países. El Fondo Monetario Internacional en su último Informe de Perspectivas de la Economía Mundial (WEO, por sus siglas en inglés), publicado a principios de abril, prevé una contracción de la economía global del 3 por ciento del PIB para el 2020 (-7,5 por ciento para la zona euro), la mayor recesión mundial desde la Gran Depresión y mucho más profunda que la de la crisis de los años 2008 y 2009. También es la primera crisis, desde la Gran Depresión, que golpea al mismo tiempo y con similar virulencia a países avanzados y emergentes casi sin excepción.

Hasta el momento, la mayoría de los gobiernos han seguido una estrategia en dos planos para dar respuesta a la crisis. En primer lugar, se ha tratado de «aplanar la curva epidemiológica» con el objetivo de evitar el colapso de sus sistemas sanitarios. Para ello se han tomado medidas drásticas de distanciamiento social, incluido el confinamiento de países enteros durante muchas semanas. El segundo objetivo ha sido tratar de «aplanar la curva económica» con medidas sin precedentes para «hibernar» la economía mientras dure la pandemia.

Tanto los gobiernos como los bancos centrales han optado por hacer «todo lo que sea necesario» para minimizar la destrucción del tejido productivo y el sufrimiento social como consecuencia del parón súbito y fortuito de la actividad económica. Las economías modernas son completamente interdependientes; todos somos el empleado, el prestatario, el acreedor… de alguien. Si se rompe la cadena de pagos, se puede producir un efecto cascada de impagos y cierres de empresas —en muchos casos solventes—, que resulte en una recesión todavía mucho más profunda.

Para lograr ese objetivo los instrumentos de política monetaria y política fiscal se han llevado a límites desconocidos hasta ahora. Los bancos centrales han expandido masivamente sus balances y flexibilizado sus restricciones de compra de activos para tratar de ofrecer toda la liquidez necesaria. Para tener una idea del tamaño de la reacción, es útil compararla con la de la última crisis financiera: solamente en los dos meses que van desde el 24 de febrero al 27 de abril del 2020, el balance de la Reserva Federal de Estados Unidos ha crecido en dos billones y medio de dólares, más de lo que lo hizo entre el 2010 y el 2015. Por su parte, los gobiernos han puesto en marcha programas de apoyo masivos centrados en tres áreas: primero, ofreciendo avales y garantías para que el crédito fluya a la economía real y empresas viables no se vean obligadas a cerrar por falta de liquidez; segundo, han asumido gran parte de los costes salariales (y de otro tipo) de las empresas golpeadas por el virus, y tercero, se han puesto en marcha multitud de ayudas para tratar de proteger a los colectivos más vulnerables. Nunca en la historia económica reciente el gasto público había crecido a tanta velocidad.

España ya estaba en una situación de relativa vulnerabilidad económica antes de la pandemia. A principios de este año seguíamos arrastrando todavía fuertes desequilibrios como consecuencia de la anterior crisis y de nuestra «pereza fiscal» durante la fase de recuperación, con una elevada deuda pública —cercana al cien por ciento del PIB— y una tasa de paro próxima al 14 por ciento —el doble de la media de la eurozona—. Tampoco ha ayudado nuestra estructura económica, fuertemente sesgada hacia el sector servicios y el turismo y con un peso relativo alto de pequeñas y medianas empresas, generalmente peor preparadas para lidiar con crisis. A eso hay que sumarle otras características como una demografía envejecida, muy vulnerable al virus, o un mercado laboral profundamente dual, tendente a destruir empleo de forma masiva en periodos de crisis y con una incidencia muy desigual entre distintos grupos de población. Y, para acabar de arreglarlo, la crisis nos ha golpeado antes y con más virulencia que en otros lugares.

Para el análisis de las consecuencias económicas de la crisis y de las políticas económicas necesarias para afrontarla resulta conveniente dividirla en dos fases. La primera corresponde al periodo de paralización forzosa de buena parte de la economía mientras la población ha de permanecer confinada en sus casas, y la segunda, al proceso de reactivación que se inicia una vez controlada la emergencia sanitaria. Mientras que los datos ya nos permiten calibrar los efectos inmediatos de la pandemia sobre la producción y el empleo durante su fase inicial, existe un elevado grado de incertidumbre sobre la fase de transición hacia «la normalidad» que acaba de comenzar cuando escribimos estas líneas. En función de cómo evolucione la situación sanitaria, esta segunda fase podría ser muy distinta, pero lo más probable es que tengamos que enfrentarnos a un periodo largo de gradual recuperación, probablemente interrumpido por nuevas olas de contagio, con efectos desiguales sobre distintos territorios y sectores económicos. Dada la excepcionalidad de la situación, en cada una de estas fases se presentarán retos y dificultades ingentes. Para afrontarlos, es crucial que acertemos en el diseño e implementación de medidas que reduzcan la incidencia de la pandemia y mitiguen sus efectos económicos y sociales.

En este libro hemos incluido una selección de artículos publicados como informes, notas, documentos de trabajo o entradas en blogs durante los meses de marzo y abril que documentan diversos aspectos de la crisis y que creemos que ayudan a orientar correctamente las decisiones de política económica que han de tomarse en las próximas semanas y meses. Los capítulos están agrupados en torno a nueve preguntas sobre la naturaleza y los efectos de la crisis sanitaria, sus implicaciones económicas y las medidas que se han tomado y deberán tomarse para combatirla. Los textos que se recogen en el libro son en su mayoría resúmenes de las publicaciones originales, adaptados y actualizados por los propios autores de las publicaciones.

¿Qué sabemos (y no sabemos) de la COVID-19 y qué podemos aprender de epidemias pasadas?

Cada día que pasa conocemos un poco mejor las características del virus SARS-CoV-2, pero todavía existen muy pocas certezas. En el primer capítulo Jorge Galindo nos ofrece un resumen de la evidencia científica disponible sobre las características de la COVID-19, lo que sabemos y no sabemos sobre su letalidad, su afectación o su número reproductivo, así como de las diferentes herramientas epidemiológicas disponibles para combatirlo.

En los capítulos dos y tres volvemos la vista atrás para tratar de aprender algunas lecciones que nos ofrece la historia sobre pandemias anteriores. La mal llamada «gripe española» de 1918, que atacaba principalmente al aparato respiratorio, fue una de las epidemias más devastadores de las que tenemos constancia: se estima que el virus afectó a la tercera parte de la población mundial y que murieron más de cincuenta millones de personas. Francisco Beltrán extrae algunas lecciones importantes de esta experiencia. Quizá la más relevante es que aquellos lugares que implementaron medidas más agresivas para contener la propagación del virus no solamente lograron reducir la mortalidad causada por el mismo, sino que también fueron los que en el largo plazo salieron mejor parados económicamente de la crisis, ya que se recuperaron mucho más rápido. Por su parte, Miguel Laborda Pemán también explora, a través de ejemplos históricos, los efectos que han tenido otras epidemias y guerras y las respuestas de políticas públicas. Su principal conclusión es que la cooperación política es importante para la reconstrucción.

Por su parte, la que fuera la deputy chief economist del Banco Mundial, Ana Revenga, nos recuerda, junto con Jorge Galindo, algunas lecciones de la gestión de epidemias similares en países emergentes y de epidemias recientes como la del SARS del 2003 en Asia oriental o la de la gripe porcina J1N1 del 2009. Entre otras cosas, su capítulo ofrece una clasificación de los diferentes países del mundo en función de los riesgos sanitarios y económicos que corren y de su capacidad para hacerles frente. Su análisis sugiere que es necesario invertir en sistemas de preparación ante emergencias, centralizar la toma de decisiones en instituciones autorizadas y dotadas con los recursos adecuados (como el Centro de Control Central de la Epidemia de Taiwán), reforzar la inversión en sanidad pública e investigación y comunicar a tiempo y de forma transparente toda la información y conocimiento disponible sobre la pandemia a la opinión pública.

¿Cómo reacciona la psicología humana ante este tipo de shocks?

El control de una epidemia infecciosa depende de forma crucial de que cada uno de nosotros se comporte de una forma responsable. Por eso, la economía del comportamiento puede ser una herramienta muy útil para entender cómo funciona nuestra psicología ante una crisis de este tipo y qué podemos hacer para responder de forma efectiva, incorporando las lecciones que hemos aprendido sobre nuestros propios sesgos cognitivos. Pedro Rey-Biel nos da pistas sobre los problemas a los que nos enfrentamos, nos recuerda que a los humanos nos cuesta internalizar los beneficios de nuestro comportamiento sobre los demás o que tendemos a funcionar de forma «irracional» ante escenarios de alta incertidumbre. También nos ofrece algunas pistas interesantes sobre cómo debería ser la comunicación de los gobiernos en estas circunstancias o sobre cómo puede evolucionar el consumo en las próximas etapas de la pandemia.

¿Qué sabemos de la incidencia de la pandemia y de la efectividad del confinamiento en España?

Epidemiólogos, matemáticos, físicos y economistas han propuesto varios modelos para analizar y predecir la incidencia y la transmisión de la pandemia. En este e-book recogemos tres ejemplos de estudios realizados por economistas que nos parecen especialmente relevantes sobre el caso español.

Juan Prieto-Rodríguez y Rafael Salas estudian las características de los diferentes sistemas de monitorización de la mortalidad. Concluyen que los modelos de seguimiento de excesos de muertes no esperadas pueden ayudar a solventar algunos de los problemas que presentan los datos oficiales de defunciones. En general, los datos oficiales (en España y en todas partes) infravaloran el número de fallecimientos. En el caso de España, los autores estiman que la discrepancia entre los datos oficiales y sus estimaciones (en función de lo que sería «normal» para este periodo), podría estar por encima del 40 por ciento en los distintos periodos analizados. Recomiendan que, para comparaciones internacionales, especialmente si se refieren a tasas de mortalidad, se usen datos de exceso de fallecimientos.

Por su parte, Luis Orea e Inmaculada Álvarez estiman un modelo econométrico para tratar de cuantificar la efectividad del estado de alarma decretado el 14 de marzo. Concluyen que el confinamiento sí ha contribuido a contener la propagación del virus, tanto entre provincias como dentro de cada una, y estiman que, si el confinamiento se hubiera implementado el 7 de marzo, el número de casos observados el 4 de abril podría haberse reducido en cerca de ochenta mil personas, una cifra muy significativa que habría permitido evitar el colapso de algunos hospitales. En la misma línea, Catalina Amuedo-Dorantes, Cristina Borra, Noelia Rivera y Almudena Sevilla destacan la importancia de actuar pronto. Tras analizar la relación entre la incidencia de la pandemia en cada comunidad autónoma en el momento en el que se decretó el estado de alarma (que iba desde tres a noventa y cinco casos confirmados por cada cien mil habitantes) y su evolución posterior, concluyen que las regiones menos afectadas al inicio del confinamiento presentaron luego niveles menores de mortalidad.

Finalmente, Daniel Oto-Peralías mide las correlaciones a nivel provincial entre la incidencia de la COVID-19 y diversos factores meteorológicos, geográficos y socioeconómicos y encuentra una relación negativa entre la temperatura media y la incidencia del virus, aunque, como el propio autor indica, esta correlación no puede tomarse como evidencia concluyente de un efecto causal.

¿Cómo de pronunciada será la crisis económica?

Numerosas instituciones han elaborado proyecciones económicas relativas a la situación macroeconómica para los años 2020 y 2021. Todas ellas están condicionadas a previsiones sobre cómo, cuándo y con qué intensidad se producirá la transición hacia «la normalidad». Aun con esta incertidumbre, las proyecciones son útiles para informar sobre las necesidades presupuestarias y ayudar a orientar las políticas económicas.

José E. Boscá, Rafael Doménech y Javier Ferri estiman el impacto económico del coronavirus según un modelo de equilibrio general de la economía española en el que introducen perturbaciones asociadas con el brote de la enfermedad y el efecto estimado de las medidas de política tomadas para paliar sus efectos. A partir de las simulaciones del modelo, estiman que, con respecto al escenario sin COVID-19, la caída del PIB sería de 12 puntos en el acumulado del año, el déficit en términos de PIB aumentaría en 9,4 puntos y la deuda sobre PIB se incrementaría desde el 95,5 por ciento al cierre del 2019 al 119,2 por cien a finales del 2020.

Jorge Galindo, Antonio García-Pascual y Toni Roldán realizan una estimación del impacto económico por sectores de la COVID-19 basándose en supuestos sanitarios y en los datos disponibles de movilidad de Apple y Google. En un escenario central, asumen que no habrá vacuna hasta el 2021 y prevén resurgimientos puntuales del brote en momentos y áreas concretas del país que podrían llevar a cuarentenas parciales intermitentes y regionalizadas hasta final del 2020. Con los datos disponibles de movilidad en las pasadas semanas, estiman que esas cuarentenas parciales se traducirán en una reducción de la movilidad de entre el 40 y el 50 por ciento. Eso implicaría una caída del PIB cercana al 15 por ciento, y una tasa de paro que alcanzaría un pico del 22 por ciento (por encima del 30 por ciento si se incluyeran los trabajadores afectados por expedientes de regulación de empleo, ERTE).

¿Qué indican los primeros indicadores sobre el impacto de la pandemia sobre el mercado de trabajo?

El siguiente bloque de capítulos se centra en los efectos de la pandemia sobre el mercado de trabajo a corto y medio plazo. Antes de la llegada de los primeros indicadores post-COVID-19, Florentino Felgueroso, J. Ignacio García Pérez y Sergi Jiménez intentaron aproximar los efectos directos e indirectos de la crisis sanitaria sobre el empleo utilizando datos del año anterior. En un primer momento, el cierre de ciertas actividades decretado con la proclamación del estado de alarma afectó al grueso del comercio minorista, la hostelería y muchos servicios presenciales, que empleaban en total en torno a 3,3 millones de trabajadores. Poco después, la medida se extendió a otros sectores no esenciales, con lo que el número total de empleos potencialmente afectados llegó a alcanzar los 9,2 millones.

Los autores sostienen que la crisis sanitaria afectará también a los flujos de entrada y salida en el empleo, tendiendo a congelarlos en los sectores afectados por el parón. Por un lado, estos sectores dejarán de contratar nuevos trabajadores en un periodo del año en el que, en condiciones normales, el empleo crece con especial intensidad. Y por otro, también afectará a los flujos de salida del empleo, dificultando los despidos y obligando a la renovación de los contratos temporales. En conjunto, la crisis podría evitar casi 1,7 millones de ofertas y llevaría a posponer unos 1,3 millones de ceses, que podrían producirse de golpe una vez pasada la emergencia sanitaria y suprimidas las restricciones al despido. Todo esto tendrá efectos muy negativos sobre algunos colectivos, en particular los parados de larga duración, los nuevos entrantes en el mercado de trabajo y los nuevos parados de mayor edad. Para proteger a estos colectivos, los autores abogan, entre otras medidas, por la creación de una renta mínima de amplia cobertura pero de carácter transitorio.

Con la llegada de los primeros datos de empleo tras el inicio de la pandemia, comenzó a ser posible cuantificar los efectos reales del shock, así como identificar sus mecanismos de transmisión. J. Ignacio Conde-Ruiz, Manuel García, Luis Puch y Jesús Ruiz construyen algunas herramientas útiles para el seguimiento de la afiliación a la Seguridad Social durante la crisis. El análisis contrafactual sugiere que, en ausencia de la crisis sanitaria, el mes de marzo del 2020 habría acabado con nivel de afiliación a la Seguridad Social superior al observado en unas novecientas mil personas. Los autores concluyen, además, que la fuente principal de esa caída de la afiliación es el descenso de la nueva contratación más que el cambio en el patrón de despidos, lo que a su vez atribuyen en buena parte a la no renovación de los contratos temporales de corta duración que han ido venciendo durante el mes. Por otra parte, el análisis en tiempo real que se ofrecía para la primera mitad del mes de abril, según los datos disponibles de consumo eléctrico, sugería que la caída de la afiliación se habría ralentizado durante este periodo, como posteriormente se pudo comprobar.

Florentino Felgueroso constata el enorme número de afectados por ERTE (en torno a cuatro millones), de autónomos por ceses involuntarios de actividad (al menos el millón que solicitaron la prestación correspondiente), el significativo incremento del paro registrado (unas trescientas mil personas), en el que no se incluyen los afectados por ERTE, y el colapso de la contratación laboral. El autor destaca la importancia de los efectos indirectos identificados en el primer capítulo de este bloque, y especialmente del descenso en la creación de nuevos empleos que puedan absorber a los trabajadores temporales que terminan su contrato y a los procedentes del paro.

¿Cómo caracterizar el shock económico asociado a la crisis de la COVID-19 y sus mecanismos de transmisión?

En economía es habitual categorizar las fluctuaciones económicas (expansiones y recesiones) en función de los orígenes de las perturbaciones que las causan y de sus efectos sobre los distintos agentes económicos (consumidores, productores, etc.). Así, es frecuente referirse a «fluctuaciones de demanda» cuando las perturbaciones afectan fundamentalmente a las decisiones de gasto en consumo e inversión y a «fluctuaciones de oferta» cuando alteran las condiciones de producción. En el caso de la COVID-19 se trata de una perturbación tanto de oferta como de demanda. Por un lado, la pandemia ha modificado las condiciones de producción interfiriendo con las cadenas de intercambio de los insumos intermedios que se utilizan en la producción de bienes y servicios. También ha hecho que la producción de bienes y servicios sea más costosa en la medida en que la ubicación y la organización del trabajo han de adaptarse a las nuevas condiciones sanitarias. Se trata pues de una perturbación negativa de productividad (agregada, ya que afecta a todos los sectores) y transitoria, dado que se espera que desaparezca gradualmente a medida que se vaya controlando la situación sanitaria.

Por otra parte, se trata también de una perturbación negativa de demanda que tiene lugar en varias dimensiones. En primer lugar, durante los confinamientos necesarios para controlar la pandemia, el gasto en consumo e inversión necesariamente se ha visto muy restringido. En segundo lugar, en la etapa de transición hacia la «nueva normalidad», las pautas de consumo y de ahorro se verán del mismo modo alteradas en función de las expectativas de consumidores e inversores sobre la duración de dicha transición y las características de la nueva situación.

Las consecuencias de las perturbaciones de demanda y de oferta dependen también de sus efectos sobre otros agentes, en particular de las respuestas de política económica de gobiernos y bancos centrales. Todo ello, la naturaleza de la perturbación, sus mecanismos de transmisión a las decisiones de gasto y producción y la respuesta de las políticas económicas afectan a la extensión, incidencia y distribución del impacto económico de la COVID-19.

A este respecto, Antonia Díaz y Luis Puch explican «la economía de tiempos de pandemia» desde esta perspectiva. En primer lugar, describen las restricciones impuestas por la pandemia y el confinamiento sobre las decisiones de producción y gasto, y abordan sus implicaciones distinguiendo las consecuencias reales de las financieras. En segundo lugar, señalan por qué esta distinción es útil y explican cómo mitigar el impacto económico de la COVID-19 tratando de aislar la necesaria paralización de la actividad real de las transacciones financieras que tienen que seguir produciéndose. Para ello, abogan por la compartición de riesgos y por la ampliación de la protección social de los colectivos más afectados. Finalmente, proponen también diversas alternativas para financiar el gasto público necesario para llevar a cabo tales medidas de protección y conjeturan cómo puede tener lugar la recuperación de la actividad económica en función de las medidas adoptadas.

Francisco Alcalá aborda la caracterización y transmisión de las perturbaciones económicas causadas por la COVID-19 comparándolas con las que creó la Gran Recesión de los años 2008 y 2014. En aquella ocasión fueron desequilibrios financieros originados en una burbuja inmobiliaria y una posterior crisis de deuda pública los que provocaron una fuerte caída de la actividad amplificada por la mala situación financiera del sector bancario. Ahora las situaciones financieras de las familias, las empresas y los bancos están más saneadas, lo que les otorga, en principio, un mayor margen de respuesta y una resiliencia superior. No obstante, también en esta ocasión la salida de la crisis dependerá de las medidas económicas que se implementen en tres dimensiones diferentes: la actuación sobre las causas originarias de la crisis (el control sanitario de la pandemia); la neutralización de la propagación de las perturbaciones de oferta y demanda asociadas a la crisis sanitaria (la mitigación del impacto en el corto plazo), y las estrategias de medio y largo plazo que permitan la vuelta gradual a la normalidad y la financiación saneada de las medidas de política económica que se adopten en el corto plazo.

¿En qué medida la crisis de la COVID-19 y sus consecuencias afectan de forma diferente a distintos grupos de la población?

Todas las crisis tienen ganadores y perdedores. Por ejemplo, en España la Gran Recesión se cebó de forma especialmente grave en los trabajadores temporales, en los jóvenes y en las personas con baja formación, y tuvo particular incidencia en algunos sectores determinados, como la construcción, donde una inmensa mayoría de los trabajadores son varones. Aunque la crisis de la COVID-19 esté afectando de forma directa o indirecta a todo el mundo —casi nadie se ha salvado del confinamiento y los que lo han hecho ha sido para realizar «trabajos esenciales» en condiciones muy difíciles—, sus efectos económicos también van a variar mucho por tipos de trabajadores, por sectores, por género o por nivel de renta y nivel educativo. Ya hemos comentado algunos primeros efectos observados en el empleo, donde ciertos patrones se repiten respecto a la anterior crisis, por ejemplo, en el impacto desigual en los trabajadores temporales como consecuencia de la profunda dualidad de nuestro disfuncional mercado de trabajo. Sin embargo, en esta crisis emergen nuevas desigualdades. La más evidente, por la propia naturaleza de la crisis, es la desigualdad entre trabajadores que pueden realizar su trabajo a distancia y los que no. Por otra parte, a diferencia de la anterior crisis, el sector servicios (turismo, hostelería, etc.) se va a ver mucho más afectado que otros.

En cuanto a las desigualdades por género y nivel educativo, dos capítulos abordan los principales interrogantes y aportan algunos datos sobre las desigualdades entre hombres y mujeres en cuanto al impacto de la crisis. En el corto plazo, hay dos factores relevantes que indican que esta crisis podría estar golpeando más fuerte a las mujeres que la anterior. En primer lugar, debido el peso relativo alto de trabajadoras en el sector servicios, y en particular en algunos de los sectores más afectados por la crisis, como la hostelería (con un 53 por ciento de mujeres); en segundo lugar, por la vía del cuidado de los hijos y las tareas domésticas durante el periodo de confinamiento. En los datos que presenta Libertad González sobre una encuesta realizada por internet, se observa que las mujeres están asumiendo de forma desproporcionada la nueva carga en las tareas domésticas y el cuidado de los hijos, incluso en los hogares donde ambos progenitores siguen trabajando.

Por su parte Claudia Hupkau explota datos sobre teletrabajo por ocupaciones profesionales y observa la incidencia del confinamiento entre trabajadores «esenciales» y los afectados por los cierres ligados al confinamiento. Concluye que las mujeres tienen mayor probabilidad que los hombres de haber perdido su empleo desde el inicio de la crisis porque están sobrerrepresentadas en sectores obligados a cerrar por el estado de alarma (el 29 por ciento de las mujeres, frente al 21 por ciento de los hombres). También destaca el impacto desigual del confinamiento en la producción doméstica a través de varios factores. Uno de ellos, muy determinante, es la composición del hogar. En España, por ejemplo, el 12 por ciento de los padres con hijos a su cargo son madres solteras, mientras que los padres solteros representan tan solo el 2 por ciento. Ese problema puede ser particularmente grave para mujeres cuyos puestos de trabajo son «esenciales» (como doctoras o enfermeras); en España el 10 por ciento de las mujeres en esos trabajos no tienen pareja y el 44 por ciento tiene pareja que también desempeña un empleo esencial.

Sin embargo, ambas autoras destacan que, a largo plazo, es posible que esos efectos negativos en la brecha de género se vean compensados por otros positivos, como consecuencia de cambios en la organización del trabajo (mayor flexibilidad laboral y posibilidad de teletrabajo) y en las normas sociales (más implicación de los hombres en las tareas domésticas) que resulten más beneficiosas para las mujeres que para los hombres. Finalmente, recomiendan mejorar la cobertura de los hogares vulnerables, sobre todo los de las personas, en su mayoría mujeres, que no pueden trabajar como consecuencia del cuidado de los hijos. Hupkau destaca que mientras en otros países, como en Reino Unido o en Alemania, se han mantenido abiertas las guarderías y las escuelas para los trabajadores con empleos esenciales, en España actualmente no existe esta opción.

Entre el 11 y el 13 de marzo se cerraron todos los centros educativos del país, con el objetivo de frenar la rápida propagación de la COVID-19. Dos capítulos de este e-book analizan los efectos de tal decisión. Lucas Gortázar y Ainara Zubillaga toman como referencia estudios previos que analizan el impacto del verano en el aprendizaje y estiman que, a raíz del cierre de escuelas, se producirá un impacto negativo sobre el aprendizaje de todos los alumnos, pero que este impacto será muy superior para los alumnos de entornos desfavorecidos. Los autores apuntan a tres brechas que podrían abrirse como consecuencia de la repentina migración de la actividad docente del modelo presencial al online: la brecha de acceso (tener o no tener acceso a conexión a la red y a dispositivos tecnológicos); la brecha de uso (tiempo de uso y calidad del mismo), y la brecha escolar (habilidades del profesorado, disponibilidad de recursos y adecuación de plataformas online de apoyo a la enseñanza). En lo que se refiere al acceso, por ejemplo, su análisis por nivel socioeconómico muestra que un 14 por ciento de los alumnos de nivel socioeconómico bajo no tiene ordenador en casa, mientras que un 44 por ciento solo tiene uno. Los autores también analizan las desigualdades existentes por comunidades autónomas en relación a estas brechas. Por ejemplo, observan importantes diferencias en la proporción de alumnos cuyos centros disponen de una plataforma online eficaz de apoyo a la enseñanza: con País Vasco y Cataluña por encima del 60 por ciento, mientras que Asturias, Aragón y Extremadura apenas llegan al 40 por ciento. Los autores proponen diferentes líneas de actuación (centradas sobre todo en programas de digitalización y refuerzo educativo) para tratar de mitigar estas desigualdades en cinco escenarios posibles, dependiendo de la fecha de reapertura de las escuelas.

Jorge Sainz e Ismael Sanz ofrecen una amplia revisión de la evidencia empírica existente en la literatura académica para tratar de identificar los diferentes canales que pueden resultar relevantes para entender los efectos de esta crisis en la educación. Entre ellos, destaca la importancia que podrían tener la renta y la inseguridad laboral de los padres en el desempeño educativo de los hijos y en las tasas de repetición de curso académico y las diferencias que podrían darse por cohortes de edad. También observan algún potencial efecto positivo, por ejemplo, el esperable incremento en el desempleo reducirá el coste de oportunidad de continuar estudiando, al disminuir el atractivo de posibles alternativas laborales inmediatas. Concluyen con algunas recomendaciones de políticas públicas para tratar de mitigar los efectos negativos de la crisis en la educación como, por ejemplo, la implantación de un programa de refuerzo educativo similar al Plan PROA (Programas de Refuerzo, Orientación y Apoyo).

¿Qué medidas de política económica se han adoptado y cuáles se deberían adoptar para hacer frente a la crisis de la COVID-19?

Los gobiernos de todos los países (y también las instituciones económicas supranacionales) se han visto en la necesidad de adoptar medidas excepcionales para mitigar tanto el impacto sanitario como el económico de la crisis de la COVID-19. Las demandas de protección social, la necesidad de asegurar el funcionamiento del sistema de pagos y financiero durante el confinamiento de la población y la anticipación de las medidas para reactivar la recuperación económica en la fase de transición hacia la nueva normalidad han generado presión y urgencia en la toma de decisiones de política económica. A este respecto, cabe destacar dos enfoques diferentes. Por una parte, algunos países, entre ellos España, han introducido medidas dirigidas a proteger las rentas de los grupos más afectados en función de cómo se anticiparon los efectos de la pandemia y las condiciones particulares de empresas y trabajadores en cada caso (trabajadores autónomos, pymes, empresas afectadas por cierres asociados al confinamiento, etc.). Por el contrario, otros países (por ejemplo, Canadá, Estados Unidos o Dinamarca) han recurrido a transferencias de rentas a familias de carácter universal y (casi) sin condicionalidad. En el caso español, las dos medidas más destacadas en este campo han sido la aplicación de los ERTE y la prestación por cese de actividad para trabajadores autónomos. Además, el programa SURE (Support Unemployment Risk Emergency) aprobado por la Comisión Europea complementa la labor de los gobiernos de la Unión Europea en la protección de rentas de trabajadores afectados por la crisis de la COVID-19.

A este respecto, Juan F. Jimeno señala las prioridades y urgencias para guiar la política económica en el corto plazo y detalla cómo diseñar un paquete eficaz de medidas para abordarlas, teniendo también en cuenta medidas estructurales de más largo plazo para cambiar el «modelo económico y social». Entre las prioridades destaca la necesidad de preparar una vuelta segura a la normalidad para que pueda producirse la recuperación de la actividad económica, aunque solo sea de forma gradual. Para ello, es fundamental asegurar las rentas de trabajadores y empresas en la medida de lo posible, pero evitando el exceso de activismo, la generación de incertidumbre política y económica y la confusión de objetivos, adoptando medidas contraproducentes o colaterales a la lucha contra la pandemia.

Ángel de la Fuente describe y valora las primeras medidas del Gobierno español para paliar los efectos económicos y sociales de la epidemia y aporta algunas sugerencias para mejorarlas. En su opinión, el grueso de estas actuaciones ha ido en la dirección correcta, buscando ayudar a trabajadores y empresas a capear el temporal con los mínimos daños posibles para reducir los costes sociales y económicos de la crisis y acortar su duración. Sin embargo, también sostiene que las medidas tomadas hasta el momento presentan dos limitaciones importantes. La primera es que dejan algunos huecos preocupantes de cobertura que afectan a colectivos especialmente vulnerables, como los parados de larga duración. La segunda tiene que ver con su diseño y gestión, que no está resultando tan ágil como sería necesario y no incorpora la suficiente flexibilidad, especialmente de cara al proceso de reactivación. El autor avanza algunas propuestas para mitigar estos problemas y concluye con una llamada a la prudencia fiscal y a economizar los escasos recursos disponibles (incluyendo los que podamos tomar prestados), no desperdiciando munición en ayudas universales que recaerían en buena parte sobre colectivos que no las necesitan.

En el capítulo de Jesús Lahera y Ramón Mateo se recoge una revisión de las principales medidas en política laboral y social aprobadas por el Gobierno español para mitigar el coste social de la crisis, así como una propuesta de medidas adicionales para aumentar la flexibilidad, reforzar la protección del empleo y asegurar que llega a los trabajadores más vulnerables durante la fase de transición. Los autores proponen las bases jurídicas para una simplificación de los procedimientos del ERTE como alternativa a los despidos, que facilite su aplicación por las pymes, descargue de costes a las empresas y ofrezca una mayor seguridad jurídica mientras dure la pandemia. Asimismo, proponen medidas para mejorar el apoyo a diferentes colectivos. Para autónomos abogan por flexibilizar y simplificar al máximo los requisitos para el reconocimiento de la prestación por cese de actividad y la exoneración de cuotas. Para trabajadores temporales, plantean extender el subsidio excepcional aprobado. Finalmente, también ponen el foco en las personas desempleadas que no tienen acceso a ninguna prestación y apuntan hacia la idea de la puesta en marcha de una renta específica para ese colectivo de alta vulnerabilidad.

En este sentido, uno de los retos más importantes a los que se enfrentan los gobiernos en la pandemia es el de conseguir que las ayudas lleguen a tiempo a hogares y empresas. Claudia Hupkau, Toni Roldán y Carlos Victoria documentan los retrasos (en España, en muchos casos de más de dos meses hasta la percepción de las prestaciones) como consecuencia de la «tormenta perfecta» a la que se está enfrentando la administración española por el mal diseño de esas ayudas, la avalancha de solicitudes y las limitaciones de la propia administración, obligada a teletrabajar con unos sistemas digitales poco actualizados. Tomando como referencia un diseño propuesto por el macroeconomista americano Greg Mankiw, los autores proponen la articulación de una renta temporal para la pandemia para los treinta millones de personas en edad de trabajar en España, de mil euros y con una duración de tres meses. La idea consiste en «gastar primero y preguntar después», reduciendo al máximo posible la condicionalidad ex ante y sustituyéndola por un impuesto al año siguiente, que se pague de forma proporcional a la caída de ingresos durante la pandemia. De ese modo el coste para las arcas públicas sería, en el periodo de dos años, de menos de 1 por ciento del PIB, un coste perfectamente asumible para el Gobierno. Como señalan los autores, este tipo de ayudas temporales, universales y cuasiautomáticas se han puesto en marcha en varios países y pueden contribuir a aliviar sufrimiento social y a evitar una recesión más profunda como consecuencia de la ruptura en la cadena de pagos de la economía.

El sector más brutalmente golpeado por la pandemia es el turismo, un sector esencial para la economía española. El matemático Miquel Oliu-Barton y el economista Bary Pradelsky proponen una estrategia de desconfinamiento que ha tenido una gran repercusión internacional y que potencialmente podría salvar parte de la temporada turística en Europa (y millones de empleos) si se implementara de forma coordinada. Su propuesta consiste en crear un sistema de zonas verdes europeas que integre aquellas regiones que vayan avanzando más rápidamente en el control de la pandemia. La idea es sencilla: permitir la movilidad de personas entre esas «zonas verdes» (provincias, départements, länder) de diferentes países europeos a través de una red de regiones certificada por las instituciones comunitarias. Así, por ejemplo, las regiones de Canarias o Sicilia (o cualquier otra), en caso de que pudieran alcanzar la categoría de «zonas verdes europeas», podrían normalizar la movilidad con regiones en otros países como Salzburgo (Austria) o Turingia (Alemania) con «corredores seguros», sin tener que esperar a que cada uno de sus respectivos países avanzara a la misma velocidad. Este sistema, que está siendo considerado por varios países y por las instituciones europeas, generaría incentivos muy positivos para el control de la pandemia para las regiones. Además, las zonas verdes europeas serían, como argumentan los autores, una oportunidad muy buena para que la Unión Europea hiciera buen uso de su liderazgo a muy bajo coste, creando una situación win-win para todos los estados y con un impacto positivo directo muy significativo en la vida de millones de ciudadanos europeos.

La condición previa imprescindible para avanzar hacia la normalidad económica en cualquier ámbito o sector es disponer de un «plan de país» para poder funcionar en «una economía de bajo contacto». Esto se debe a que, como indica la evidencia epidemiológica disponible, en el momento en que se empiezan a rebajar las medidas agresivas de aislamiento social, la probabilidad de que se vuelva a reproducir una dinámica exponencial de contagios es elevada (hasta que se logre una vacuna). En este sentido, el reto operativo principal es la coordinación efectiva de las decisiones de orden epidemiológico, social y económico. Para ello, Jorge Galindo propone una metodología en cuatro fases simultáneas: medir, trazar, aislar y apoyar. Medir a través de un aumento en la capacidad de test, la realización de muestras aleatorias de testeo, el autorreporte de los usuarios y la estimación de infrarreporte mediante modelos matemáticos. Rastrear con el uso de aplicaciones móviles. Distanciar combinando medidas específicas con otras a mayor escala. Y apoyar material y logísticamente a la población sometida a medidas de aislamiento de forma que se minimice el coste asociado con las mismas. En la toma de decisiones será imprescindible en todo momento el mantenimiento de equipos mixtos, de epidemiólogos en combinación con expertos de cada área de las políticas públicas (economía, transporte, educación, etc.), de manera que se equilibre la necesidad de reducir el contagio con la maximización del bienestar de la ciudadanía.

Finalmente, José Luís Peydró recuerda que para evitar que la crisis de la COVID19 acabe generando problemas de solvencia financiera de familias y empresas el sector bancario debe jugar un papel importante en la provisión de liquidez. Para ello, el sector público debe incentivar la concesión de crédito por los bancos privados y, al mismo tiempo, dotar a la banca pública de un papel más activo. Más allá de esta recomendación general, destaca que hay que tener en cuenta muchos detalles en relación con las subvenciones a los créditos (qué tipos de préstamos, a qué tipos de interés, a qué familias y empresas) para conseguir que tales medidas sean eficaces.

¿Cómo abordar el reto del endeudamiento público y qué rol debe jugar la Unión Europea?

La economía española hace frente a la crisis de la COVID-19 desde una situación fiscal precaria. Con una ratio de endeudamiento y un déficit público elevados (alrededor del 95 por ciento y del 3 por ciento del PIB, respectivamente, a finales del 2019), con presiones crecientes sobre los gastos derivadas, sobre todo, de los efectos del envejecimiento de la población sobre el gasto en pensiones y con un sistema impositivo poco eficiente cuya recaudación (alrededor de un 35 por ciento del PIB) es inferior a la media de la Unión Europea en más de 7 puntos porcentuales, las medidas necesarias para mitigar el impacto sanitario y económico de la COVID-19 habrán de ser financiadas mediante un aumento sustancial y duradero de la deuda pública, que puede situar la ratio deuda pública/PIB por encima del 120 por ciento.

Esta situación es compartida con otros países de la Unión Económica y Monetaria (UEM) que, además, han sido de los más afectados por la COVID-19 (por ejemplo, Italia y, en menor medida, Francia). Como en la Gran Recesión, la diferente situación fiscal de los países de la UEM ha motivado un intenso debate sobre la necesidad de afrontar de forma mancomunada el coste económico de la pandemia. En esta ocasión, además, hay dos factores que avivan los argumentos a favor de la compartición de riesgos entre los países de la UEM. Por una parte, no se trata de una crisis originada por desequilibrios macroeconómicos o financieros en cada país, y, en segundo lugar, se trata de una crisis con impacto asimétrico entre sectores y, por tanto, entre países, siendo los más afectados los que se encontraban en peor situación fiscal de partida, como señalábamos anteriormente.

En principio, hay varias formas de adoptar una respuesta mancomunada de los países de la UEM a la crisis económica de la COVID-19. Y cada una de esas formas es más o menos eficaz en función de los objetivos que se pretenda alcanzar. A grandes rasgos, estos objetivos son dos: garantizar la sostenibilidad de la deuda pública haciendo partícipes de ella a todos los países de la UEM (mutualización) y facilitar más recursos a los estados más afectados por la crisis (compartición de riesgos mediante transferencias de recursos entre países). Para ello, hay instrumentos disponibles en varias instituciones europeas: en el Banco Central Europeo (BCE) a través de los programas de compras de deuda pública ya existentes con anterioridad a la crisis y ampliados bajo el denominado Programa de Compra de Emergencia Pandémica (PEPP), los préstamos del Mecanismo Europeo de Estabilización (MEDE) y los programas de gasto de la Comisión Europea ya aprobados (como el SURE, que proporciona recursos para proteger a los trabajadores afectados) y en vías de aprobación (fondo para la recuperación).

Aitor Erce, Antonio García-Pascual y Toni Roldán se centran en el papel que puede jugar el MEDE para financiar el coste económico de la crisis de la COVID-19. Muestran como la combinación de un préstamo adecuado del MEDE y el apoyo del BCE permitiría reducir significativamente el coste de financiación y reforzar la sostenibilidad de la deuda de los países de la UEM, aunque para ello creen necesarios cambios de diseño en las líneas de crédito del MEDE. En concreto los autores realizan un análisis de sostenibilidad de la deuda pública (DSA) y estiman que, con el diseño adecuado, estas líneas de crédito del MEDE podrían ayudar a España a ahorrarse cerca de ciento cincuenta mil millones de euros en pagos de intereses acumulados entre el 2020 y el 2030 (una suma equivalente a más del 12 por ciento del PIB). En cualquier caso, consideran que la utilización de estos créditos tiene ventajas sobre otras alternativas disponibles, entre ellas, que se trata de un instrumento que está operativo, tiene fondos disponibles, es escalable y su utilización puede ser inmediata. Sin embargo, los autores se muestran pesimistas respecto a los acuerdos alcanzados hasta el momento en cuanto a los créditos del MEDE. Concluyen que, con el diseño actual, es muy poco probable que ningún país esté interesado en recurrir a este mecanismo porque apenas añade a la ayuda que ya proporciona el BCE para rebajar los costes de financiación de la deuda.

Marcel Jansen y Juan F. Jimeno abordan las ventajas de la mutualización de la deuda pública, las formas alternativas de conseguirla y las razones por las que algunos países se resisten a ellas. Entre las ventajas están la mayor garantía de sostenibilidad de dicha deuda (al ser soportado su coste por todos los países de forma mancomunada) y la posibilidad de instrumentar transferencias de recursos entre países en función de cómo se diseñen las emisiones. Es precisamente la oposición a estas transferencias (ya fueran transitorias durante la crisis de la COVID-19 mediante la emisión de «coronabonos» o permanentes si se emitieran «eurobonos» con vocación de continuidad) lo que hace políticamente muy difícil que este instrumento esté finalmente operativo. Consideran más viable otra alternativa: la emisión de deuda pública por la Comisión Europea para financiar un programa de recuperación económica que facilite recursos a los países miembros de la Unión Europea en función de sus necesidades.

Finalmente, Luis Garicano detalla cómo debería constituirse un fondo de recuperación con estas características, explicando los principales aspectos legales y financieros de esta propuesta. El fondo se constituiría mediante la emisión de deuda perpetua, respaldada por el BCE, y con la contrapartida de nuevos recursos financieros comunitarios que se obtendrían de la imposición sobre emisiones de CO2, una tasa sobre el uso de plásticos, un impuesto digital y el impuesto sobre beneficios de las sociedades a partir de una base imponible consolidada común. Aunque existen cuestiones legales relativas a la incardinación del fondo en el presupuesto comunitario y a la posibilidad de respaldo de la deuda perpetua emitida por el BCE, se presentan argumentos a favor de la viabilidad legal de un fondo de recuperación de estas características.

cap-2

¿Qué sabemos (y no sabemos) de la COVID-19
y qué podemos aprender de epidemias pasadas?

cap-3

La gripe española de 1918[1]

Francisco J. Beltrán Tapia (Norwegian University of Science and Technology)

La pandemia de gripe de 1918-1919, que atacaba principalmente el aparato respiratorio, fue una de las epidemias más devastadoras de las que tenemos constancia. La cifra exacta es imposible de calcular, pero se estima que el virus infectó alrededor de la tercera parte de la población mundial y murieron más de cincuenta millones de personas (y algunas estimaciones llegan hasta los cien millones).[2] Aunque el tópico de que hay que aprender de la historia está muy manido, la situación de emergencia que la COVID-19 ha generado aconseja que no solo nos fijemos en lo que ha pasado o está pasando en otros países, sino que miremos también a otros episodios anteriores en los que ya hemos pasado por circunstancias similares. Nosotros hemos querido aportar nuestro modesto grano de arena sobre las lecciones que ofrecen estas crisis, pero, si quieren saber más, el artículo de Beatriz Echeverri Dávila publicado en la Revista de Demografía Histórica con motivo del centenario de la gripe española es de lectura obligada.[3] Por otro lado, la Economic History Association ha creado una bibliografía colectiva, Pandemics in History, donde se puede consultar literalmente todo lo que se sabe sobre este tema.[4]

Aunque no está muy claro todavía dónde se originó, la epidemia se expandió simultánea y rápidamente en tres olas sucesivas (aunque la cronología de cada embate varió dependiendo del lugar). La primera, más suave en términos de mortalidad, ocurrió en la primavera de 1918. Tras un verano más o menos tranquilo, la epidemia reapareció de forma muy virulenta en el otoño (el 75 por ciento de las muertes ocurrió en este periodo). La última ola se desarrolló durante 1919 y, aunque fue menos letal que su predecesora, no fue ni mucho menos negligible. A pesar de que los viajes aéreos comerciales no existían, la epidemia se difundió por todo el globo a gran velocidad. La Primera Guerra Mundial todavía no había acabado y la desmovilización posterior implicó que cientos de miles de soldados volvieran a sus lugares de origen con el virus a cuestas (los movimientos de población, incluidos los de aquellos que huían de la propia epidemia, fueron también un factor determinante en la difusión de la famosa peste negra, que a mediados del siglo XIV mató entre la mitad y las dos terceras partes de la población europea).[5] Además, debido a la guerra, muchos países decidieron limitar la información sobre la epidemia para que no se enterara el enemigo o no minar la moral del país (como España era un país neutral, la prensa cubrió ampliamente el avance de la epidemia; de ahí el propio nombre de gripe española).

El estudio del modo en que se propagó la pandemia de 1918 evidencia que, además de actuar con transparencia, es fundamental que los poderes públicos limiten la difusión de la enfermedad con todos los medios a su alcance como el cierre de escuelas y otros edificios, la cancelación de actos públicos o la aplicación de cuarentenas (algo que también estamos comprobando actualmente).[6] La importancia de las medidas públicas se ve claramente en las trayectorias que la epidemia tuvo en dos ciudades estadounidenses en concreto:[7] mientras en Filadelfia las autoridades minimizaron la importancia de la epidemia y permitieron la celebración de actos públicos, las autoridades en San Luis implementaron fuertes medidas para contener la expansión de la epidemia solo dos días después de que se detectaran los primeros casos (cierre de escuelas y otros edificios públicos, cancelación de actos públicos). El resultado de ambas políticas es claro: la evolución de la curva del número de muertos muestra que, aunque la epidemia duró más en San Luis, sus efectos fueron mucho menos letales que en Filadelfia). Otro ejemplo dramático se dio en Samoa: mientras una cuarentena estricta evitó la epidemia en la Samoa Americana, una actitud más laxa frente a la misma implicó que muriera un 20 por ciento de la población de la Samoa Neozelandesa.[8]

Se estima que alrededor del 2 y 3 por ciento de quienes se infectaron del virus murieron, sobre todo porque muchos cuadros clínicos se complicaron con neumonía. A diferencia de la COVID-19, que se ceba en los ancianos en particular, esta pandemia afectó a personas de todas las edades. Sorprendentemente, los adultos entre veinte y cuarenta años fueron uno de los grupos más afectados. No está claro cuál es el motivo de esta peculiaridad, pero se especula que este grupo de edad, en comparación con las personas más mayores, no estuvo expuesto a la gripe rusa de 1889-1890 (otra epidemia que asoló el mundo a finales del siglo XIX) y, por lo tanto, su sistema inmunológico no estaba preparado (aunque hay otras hipótesis que tratan de explicar esta circunstancia[9]). La mortalidad en las ciudades fue además más elevada, ya que la contaminación que las caracterizaba (derivada sobre todo del carbón) agravó los efectos de la enfermedad.[10] Otra singularidad de este epidemia es que la existencia de tres olas sugiere que el virus pudo mutar lo suficiente entre una y otra como para evitar la inmunidad que parte de la población habría desarrollado. Es cierto, sin embargo, que la intensidad de las distintas olas a nivel local suele mostrar una correlación negativa, lo que apunta a que la población que la sufría adquiría defensas inmunológicas que limitaban su impacto posterior.

Por supuesto, no todos los países o regiones se vieron afectados por igual.[11] Como puede verse en el mapa, el sur de Europa sufrió tasas de mortalidad mucho más elevadas que otros países de su entorno. Las diferencias dentro de este continente son, sin embargo, pequeñas si se compara con lo que sucedió en otras regiones: la tasa de mortalidad de India, por ejemplo, fue cuarenta veces mayor que la danesa. Esto obviamente está relacionado con la capacidad del sistema sanitario para hacer frente a la crisis y las propias condiciones de vida en los distintos lugares, así como con los patrones de contagio en esas sociedades o la inmunidad previa. Un peor estado nutricional, el vivir en espacios hacinados, la insalubridad de las viviendas o el propio desconocimiento de los mecanismos de la enfermedad debido a un menor nivel educativo contribuyeron claramente a la letalidad de la epidemia. Igualmente, el impacto dentro de los distintos países también fue mayor entre aquellos que tenían un menor estatus socioeconómico.[12]

MAPA: Exceso de mortalidad derivada de la gripe española en Europa, 1918-1920

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