La CIA y la guerra fría cultural

Frances Stonor Saunders

Fragmento

Prefacio

Hicieron falta cinco años para completar este libro, un período que recuerdo con emociones contradictorias. Por alguna razón inexplicable, hice la mayor parte de la investigación documental en los meses de primavera y verano, con lo que me condené a mí misma a un infierno de luz de neón y aire acondicionado permanentemente ajustado a temperatura de morgue. En Abilene, Kansas, solía regresar en coche a mi motel desde la Biblioteca Dwight D. Eisenhower justo cuando el sol se hundía en el horizonte, acompañada de una pila de documentos fotocopiados que se bamboleaban a mi lado en el asiento del pasajero: mi pesca del día, atrapada con la red de la curiosidad (¿o de la obsesión?) y con el sedal y el anzuelo de la suerte. En Austin, Texas, me convertí en la única persona a la hora del crepúsculo en el borde polvoriento de la concurrida calle que lleva del Centro de Investigación en Humanidades Harry Ransom al paso elevado que soportaba el peso de mi oscuro alojamiento en el centro. En este motel se habían quitado todos los enchufes de los baños para evitar que la gente se suicidara metiendo una tostadora u otro aparato eléctrico en el agua de la bañera. Yo nunca he tenido ganas de suicidarme, pero a veces la falta de todo contacto con el mundo natural parecía una especie de reproche cósmico a mi empresa.

También hubo euforia, momentos de descontrolada alegría ante algún tesoro inesperado arrojado por una hoja de papel a la que solo estaba prestando una atención superficial. Estos hallazgos accidentales constituyen un poderoso argumento en favor de la importancia de la investigación primaria por encima de la investigación on line. Si puedo atribuir alguna ventaja seria a estar atada a un escritorio en un archivo, mientras todo el mundo parece estar fuera tomando el sol, es esta: la emoción de las conexiones establecidas, de los hilos de la madeja que al tirar de ellos conducen no a cabos sueltos o a nudos gordianos, sino a «evidencias» y a líneas sólidas de investigación.

Luego solía venir la inquietud. Mientras envolvía paquetes de documentos para enviarlos a casa (simplemente había demasiados para llevármelos conmigo), me preocupaba que pudieran extraviarse. Iban por flete, ya que el correo aéreo era demasiado caro, y yo siempre llegaba a casa meses antes de que lo hicieran ellos. Pero todos los paquetes fueron puntualmente entregados. El archivo creció y creció, y estuvo almacenado en cajas bajo mi cama durante muchos años hasta que el profesor Scott Lucas, del Departamento de Estudios Estadounidenses y Canadienses de la Universidad de Birmingham, aceptó amablemente llevárselo. Allí puede consultarse con bastante más comodidad que en su anterior ubicación.

Hubo también miedo. No de la clase que experimentaba mi madre (estaba convencida de que me secuestraría la CIA, aunque a mí me daba la impresión de que tenían otras cosas que hacer). Era miedo a ser manipulada o utilizada. Algunos engaños tienen tanto hueso que no hay quién se los trague; otros seducen al paladar y resultan más fáciles de digerir. Muchas de las personas a las que entrevisté eran persuasores profesionales, entrenados en el arte de la mentira («necesaria», «noble», «patriótica» o lo que sea), de lo que se deduce que sus pretensiones de decir la verdad serían difíciles de evaluar. Junto al patriotismo fácil, los escrúpulos sobre juramentos de silencio y los códigos de honor, las traiciones también surgieron con facilidad: fulano no sabía distinguir su trasero de un agujero en el asfalto; mengano acababa siempre por bajarse los pantalones; la esposa de zutano tuvo una aventura con el presidente y luego fue asesinada... Chismorreos de oficina. Pero de vez en cuando había un lado más siniestro, una indiscreción que apuntaba, como un lanzallamas, a quemar la reputación.

Por el contrario, quienes se habían contagiado del engaño en contra de lo mejor de su naturaleza y sin ningún entrenamiento formal eran a menudo claramente malos mentirosos. ¿Es esto acaso demasiado fuerte? ¿Quién era yo para arrogarme el papel de inquisidor? ¿Cómo podría representar adecuadamente esa historia que yo no había vivido, o entender las realidades urgentes y temibles del mundo de la posguerra, los intrincados y conflictivos realineamientos en la cultura, la política, y la política de la cultura? Irving Kristol me escribió después de que se publicara el libro, rechazando mi «entera perspectiva político-ideológica» como «santurrona». Otro corresponsal informaba alegremente que «Walter Laqueur odiaba [el libro] y sospechaba que había sido escrito por un sacerdote católico».

No estoy dotada de ninguna de las certezas de ese papel. Mis simpatías están con Voltaire, que argumentaba que quien está seguro no está en sus cabales. Creo que la «sabiduría de la incertidumbre» de Milan Kundera es una piedra de toque de toda investigación intelectual. Este libro podría definirse como una polémica contra la convicción (que cabe distinguir de la fe o la creencia o los valores) y las estrategias utilizadas para movilizar una convicción contra otra. En el contexto extremadamente politizado de la guerra fría cultural, esta negativa a tomar partido se designó, peyorativamente, como relativismo o neutralismo. No era una postura o sensibilidad tolerada por ninguno de los dos bandos: tanto la Unión Soviética como Estados Unidos se dedicaron a socavar los argumentos del neutralismo, y en el teatro de operaciones que constituye el foco de este libro —Europa occidental— esa campaña evolucionó a partir de tácticas muy similares.

Esto no implica deducir una equivalencia moral entre los dos bandos. No acepto, como han argumentado algunos críticos, que este libro sea blando con el comunismo, que subestime la falta de libertad, la permanente amenaza, las sombrías sujeciones que atenazaban la cultura en la Unión Soviética y sus estados satélites. ¿Que Shostakóvich estaba deprimido? Tenía todos los motivos para estarlo. Pero cuando el Comité Soviético para las Artes encargó un busto suyo, su presidente decretó: «Lo que necesitamos es un Shostakóvich optimista» (en privado, el compositor se mostró encantado con el oxímoron). Mi interés reside en la libertad intelectual, y el Estado totalitario no puede aprobar al Shostakóvich que cavila sobre la muerte y se burla de las falsas esperanzas; exige una ortodoxia intelectual —de hecho, existencial— oficialmente regulada. La democracia no. Por su propia naturaleza está abierta a todas las ideas, y por esa misma razón se encontrará inevitablemente con que contiene también cierto grado de ideas totalitarias.

Pero hay una diferencia entre la infiltración en el debate democrático de una ideología rival y la usurpación del poder por un régimen totalitario. McCarthy y aquellos anticomunistas que dotaron a su cruzada de justificación intelectual eran ciegos a esta distinción. Como diría Hugh Trevor-Roper en 1994: «La afirmación de que quien no está con nosotros está contra nosotros, [que] debemos tomar como aliado a cualquiera que se oponga lo bastante al comunismo, y que la virtud política debe medirse por

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos