La mente naufragada

Mark Lilla

Fragmento

cap-1

Introducción

La mente naufragada

Para los ojos que han vivido en el pasado no existe una reparación completa.

 

GEORGE ELIOT, El molino del Floss

¿Qué es la reacción? Al consultar cualquier biblioteca universitaria decente, es fácil encontrar cientos de libros en las lenguas más importantes del mundo sobre la idea de la revolución. Acerca de la idea de la reacción costaría encontrar una docena. Tenemos teorías sobre por qué ocurre la revolución, qué hace que tenga éxito y por qué, finalmente, consume a sus hijos. No tenemos teorías similares sobre la reacción, solo la convicción autosatisfecha de que sus raíces son la ignorancia y la intransigencia, si no motivos más oscuros. Es algo asombroso. El espíritu revolucionario que inspiró movimientos políticos por todo el mundo durante dos siglos quizá se haya extinguido, pero el espíritu de la reacción que se alzó para confrontarlo ha sobrevivido y está demostrando ser una fuerza histórica igual de potente, desde Oriente Próximo hasta el Medio Oeste. La paradoja debería despertar nuestra curiosidad. En vez de eso, produce una especie de indignación engreída, que luego deja paso a la desesperación. El reaccionario es el último «otro» que queda desterrado a los márgenes de la investigación intelectual respetable. No lo conocemos.

El término «reacción» tiene una historia interesante. Apareció por primera vez en el vocabulario del pensamiento político europeo en el siglo XVIII, cuando fue tomado de los tratados científicos de Isaac Newton. En su muy influyente El espíritu de las leyes, Montesquieu retrataba la vida política de manera dinámica, como una serie infinita de acciones y reacciones. Si bien reconocía la revolución como un acto político, la consideraba un fenómeno infrecuente e impredecible. Una revolución podía transformar una monarquía en una democracia, y otra convertir una democracia en una oligarquía. No había manera de saber de antemano el resultado de las revoluciones, o el tipo de reacciones que provocarían.

La Revolución francesa cambió el significado de ambos términos. En cuanto la revuelta estalló en París, los observadores empezaron a desarrollar historias que convertirían la revolución en el eje de la historia mundial. Los jacobinos pusieron el calendario en el año 1 para señalar la ruptura y, por si acaso, cambiaron el nombre a todos los meses, para que ningún ciudadano confundiera el pasado y el presente. Se asumió que toda la historia anterior era una preparación para ese acontecimiento, y que todas las acciones futuras podrían orientarse hacia el final predeterminado de la historia, que era la emancipación humana. ¿Cómo sería entonces la vida política? Hegel pensaba que implicaría la creación de estados-nación burocráticos modernos; Marx imaginaba una entidad no estatal comunista poblada por hombres libres que pescarían por la mañana, cuidarían del ganado por la tarde y se dedicarían a la crítica después de cenar. Esas diferencias no eran tan relevantes como su confianza en la inevitabilidad de lo que estaba por llegar. El río del tiempo solo fluye en una dirección, pensaban; ir aguas arriba es imposible. Durante el periodo jacobino cualquiera que se resistiera al flujo del río o que no mostrase el suficiente entusiasmo por alcanzar el destino era etiquetado de «reaccionario». El término adquirió la connotación moral negativa que aún hoy conserva.

A lo largo del siglo XIX, sin embargo, resultó evidente que no todos los críticos de la Revolución eran reaccionarios en ese sentido concreto. Reformistas liberales como Benjamin Constant, Madame de Staël y Tocqueville consideraban que el colapso del Antiguo Régimen era inevitable, pero no el Terror que vino después, lo que significaba que la promesa de la Revolución todavía podía ser redimida. Conservadores como Edmund Burke rechazaban el radicalismo de la Revolución, sobre todo el mito histórico que después se había desarrollado a su alrededor. Burke consideraba que la idea de la historia como una fuerza impersonal que nos lleva a destinos fijos era falsa y peligrosa, porque podía utilizarse para justificar crímenes en nombre del futuro. (Los reformistas liberales y los socialistas tenían una preocupación adicional: que alentase la pasividad.) La historia, para Burke, se desarrolla lenta e inconscientemente a lo largo del tiempo, con resultados que nadie puede predecir. Si el tiempo es un río, es como el delta del Nilo, con cientos de afluentes en todas las direcciones imaginables. Los problemas empiezan cuando los gobernantes o los partidos en el Gobierno creen que pueden anticipar hacia dónde va la historia. Un ejemplo claro era la propia Revolución francesa, que en vez de terminar con el despotismo europeo tuvo la consecuencia inmediata e imprevista de colocar a un general corso en un trono imperial y engendrar el nacionalismo moderno; dos resultados que ningún jacobino había previsto.

Los reaccionarios no son conservadores. Eso es lo primero que debemos entender sobre ellos. Son, a su manera, tan radicales como los revolucionarios, y tienen el mismo control firme sobre la imaginación histórica. Expectativas milenarias de un nuevo orden social redentor y seres humanos rejuvenecidos inspiran a los revolucionarios; miedos apocalípticos a una nueva era oscura obsesionan a los reaccionarios. Para pensadores contrarrevolucionarios tempranos como Joseph de Maistre, 1789 señalaba el fin de un viaje glorioso, no el principio. Con una rapidez asombrosa, la sólida civilización que había sido la Europa católica quedó reducida a un grandioso naufragio. No podía ser un accidente. Para explicarlo, Maistre y su abundante progenie se hicieron expertos en contar una especie de relato de terror. Este narraba, a menudo con no poco melodrama, que siglos de evolución cultural e intelectual culminaron en la Ilustración, que pudrió el Antiguo Régimen desde dentro, de manera que se rompió en pedazos en cuanto se enfrentó a un desafío. Este relato se convirtió en la plantilla de la historiografía reaccionaria en Europa, y pronto en todo el mundo.

Post hoc, propter hoc es la profesión de fe del reaccionario. Su historia comienza con un Estado feliz y bien ordenado donde gente que sabe cuál es su lugar en el mundo vive en armonía y se somete a la tradición y a su Dios. Luego ideas extranjeras promovidas por intelectuales —escritores, periodistas, profesores— perturban esta armonía, y la voluntad de mantener el orden se debilita en la cúspide social. (La traición de las élites es el eje de todo relato reaccionario.) Una falsa conciencia desciende pronto sobre la sociedad en su conjunto, mientras esta se encamina con voluntad propia, y a veces hasta con alegría, a la destrucción. Solo aquellos que han conservado el recuerdo de las viejas costumbres ven lo que ocurre. Que la sociedad cambie de dirección o se apresure a su perdición depende por completo de su resistencia. Hoy en día, los islamistas políticos, los nacionalistas europeos y la derecha estadounidense cuentan, en esencia, la misma historia a sus hijos ideológicos.

La reaccionaria es una mente naufragada. Donde otros ven que el río del tiempo fluye igual que siempre, el reaccionario ve las ruinas del paraíso pasar frente a él. Es un exili

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