África

Alberto Rojas

Fragmento

cap-3

ZINDER (NÍGER, PRIMAVERA DE 2012)

Hay un código no escrito sobre cómo debe comportarse un reportero. Pero ningún apartado te previene contra los efectos secundarios de la profesión, sobre todo si eres un novato. Vas en el Land Cruiser, aire acondicionado, bien desayunado, con tu cámara preparada, tarjeta, micrófono para el vídeo. Haciendo bromas con el conductor y la jefa de este proyecto de Save the Children. Protegido, aún dentro de tu burbuja algodonosa. Por la ventanilla ves el Sahel ocre, algunos baobabs solitarios como árboles invertidos, hombres y mujeres sin sombra, camino a ninguna parte, como una película con filtro naranja a través del cristal. Atravesamos grandes plantaciones de sorgo tan secas que parecen queso gratinado en el horno de Dios. El hecho de que el coche lleve cristales tintados para evitar que nos identifiquen los yihadistas de Boko Haram, muy presentes en la región, aumenta la sensación de irrealidad. Hora y media después el coche se detiene en una aldea mísera. Un puñado de chozas de adobe y pasto seco como techumbre, una bomba de agua en un pozo sin agua y un centro de niños desnutridos pintado del mismo color terroso que el paisaje. Una fila de madres te mira. Por su expresión, esperan a alguien que constituya algún tipo de salvación para sus hijos, no a un tipo que va a hacer fotos y preguntas. Ellas quieren comida.

Entras en el dispensario, con la camiseta pegada al cuerpo por el sudor, y entonces lo ves: ahí están, en sus camas, casi sin moverse, decenas de niños que ya no son niños porque solo tienen piel y huesos. El ombligo les sobresale de la tripa; están tan débiles que la cabeza, como una calabaza seca, se les cae a los lados porque no tienen con qué sujetarla. Un niño alarga el brazo y te toca. «Por qué me haces esto», pienso. Ahora llevaré el recuerdo de su rostro suplicante toda mi vida. El médico responsable del lugar te habla. Oyes también, como si fueran las aspas de un helicóptero, los ventiladores del techo moviendo el aire que arde y las moscas que zumban por todas partes. Pero en realidad ni oyes nada ni ves nada, porque te has quedado helado ante una imagen que has visto miles de veces en fotos y en la pantalla del televisor, y que creías no te dolería ver en persona. Y no es que te duela, no es eso, es que la imagen te está dejando, en esos momentos, una cicatriz profunda, aunque aún no lo sabes. Solo intuyes que cuando regreses a tu realidad gracias al billete de vuelta, una parte de ti ya nunca se irá de ese lugar. Ya estás marcado y algo en tu interior ha cambiado: has visto a niños morir de hambre, la más humillante de las muertes, provocada por un enemigo que no hace prisioneros. Luego podrás montarte el rollo que quieras: decir que te sientes bien, que aquello no te afectó, que te hizo mejor persona o te convirtió en un cínico. Que lo que pasó, pasó. En psicología se llama «impacto residual», o sea, que el impacto deja un residuo en la memoria, aunque en ese momento aún no sepas ni que existe. Residuo a residuo, vas llenando el vaso hasta que rebosa.

Fue en Zinder, en la frontera entre Níger y Nigeria, durante el Tercer Jinete, la alerta alimentaria que se repite cada año y que acude puntual en forma de sequía. Sobre el terreno coincidí con un fotoperiodista inglés, Jonathan Hyams, un buen tipo. Yo elegí para ilustrar aquel desastre humano a una niña llamada Zakia que acababa de llegar atada a la espalda de su madre, Zauliba, de cuarenta y cinco años. Habían recorrido juntas, bajo la emboscada incandescente del sol, los dieciocho kilómetros que las separaban de aquella aldea. No fue la única madre que habló conmigo. Para mi sorpresa, cuando nuestro contacto dijo que éramos periodistas, ellas dejaron la cola del pesaje de los niños para hacer otra delante de nosotros y contarnos su vida. Cada mujer tiene aquí una media de siete hijos. Muchas de estas madres ya ha perdido a alguno, pero el luto es fluorescente en el Sahel y no da tiempo a llorar a los pequeños que se van, porque hay que intentar salvar a los que se quedan. Entonces sentí cierta responsabilidad: las historias de esta gente no se convertirán nunca en grandes titulares, pero son las suyas. Muchas comunidades necesitarían un reportero y nunca lo tendrán.

La madre no tuvo ningún problema en contarme su historia. Zakia, la pequeña de seis hijos, ya había estado a punto de morir otras dos veces y eso me sirvió para escribir un relato sobre la resistencia. La primera vez fue por dificultades en el parto derivadas de la mutilación genital de su madre, que tiene sus partes cosidas. La segunda, por hambre un año anterior, cuando murió el 60 por ciento del ganado en estas aldeas. Esta tercera vez iba a volver a sobrevivir gracias a unos sobres mágicos de crema de cacahuete, muy caloríficos y con un sabor dulzón que a los niños les encanta. Dos semanas de tratamiento son suficientes siempre que no sea demasiado tarde. Aun así, el tratamiento es caro. Traer alimentos hasta aquí, en grandes camiones que recorren el Sahel como locomotoras, encarece unos precios que llegan al nivel de un menú en París. El brazalete que mide el perímetro de su brazo indicó que sufría una desnutrición severa. Zakia tenía el pelo escaso y anaranjado, dos síntomas típicos de una salud al límite, y sus costillas parecían el esqueleto de un barco de madera. Sus arrugas eran las de un anciano. Cuando la pesaron en un barreño celeste amarrado a una báscula, rompió a llorar. Una buena señal. Los que van a morir ya no lloran.

Mientras, Jonathan entraba en el hospital para buscar a otros niños. Había una sala general, donde los niños se morían de hambre, y otra de cuidados intensivos, donde no había cuidados de ninguna clase y donde los niños también se morían de hambre. Dentro de aquella habitación había seis o siete niños. Casi todos padecían desnutrición agravada por la malaria. Uno de ellos era un recién nacido del tamaño de un botellín de cerveza. Puse mi mano sobre su pecho desnudo: el latido de su corazón estremecía todo el cuerpo, como si recibiera una descarga eléctrica. Miré al doctor. Me devolvió un gesto negativo. «Tiene mucha fiebre. Cuestión de horas», dijo. En aquel momento agradecí no tener hijos. No me imagino lo que podrían sentir padres con pequeños en un sitio así, el lugar con mayor mortalidad infantil del mundo, la versión extrema de algo que todos padecemos en algún momento del día: el hambre.

Cuatro años después puedo revivir en mi memoria el tacto de su piel de cuero negro en mi mano, el olor a suelo fregado con agua sucia, sus ojos sin expresión, su pelo rizado, el sonido del ventilador (tac, tac, tac) moviendo aquella atmósfera de fuego de un lado a otro. No me acuerdo de detalles como el nombre del médico, ni el del conductor, pero ya dicen los psicólogos que lo que mejor recuerdas es aquello que sientes.

Entonces Jonathan encontró a Issia. Era un niño desnutrido y deshidratado que luchaba por sobrevivir, con una piel agrietada que se caía como la pintura de un muro de cal. Intentaron alimentarlo con leche enriquecida mientras Johnny disparaba su cámara. Issia murió aquel 18 de abril sin saber lo que era la moda, las redes sociales ni los videojuegos. Solo la vida desnuda.

Mientras Zakia se zampaba su primer sobre de crema de cacahuete fuera del centro, lo que a la larga supuso su recuperación, las enfermeras cubrían a Issia con la tela más lujosa que jamás llevó en vida y que le sirvió de mortaja. En el Sahel hay pocos árboles

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