Súmate

Albert Sánchez Piñol
Núria Clotet
Jordi Fexas

Fragmento

Prólogo de Albert Sánchez Piñol

REFLEJOS EN LA CALLE

De mi pandilla callejera en el Guinardó, cuando era un crío, recuerdo a un chaval que se llamaba «Turdi». Aunque parezca extraño, su nombre original era Jordi. Sus padres, emigrantes de Castellón, castellanoparlantes, lo habían bautizado así. Pero pronunciaban la jota catalana fatal, de modo que el «Jordi» muy pronto devino Chordi, de Chordi pasó a Churdi, y de Churdi a «Turdi». Yo lo conocí en la preadolescencia y ya era un pájaro de cuidado. No se le resistía farola alguna, ni siquiera las protegidas con rejillas metálicas. Cuando fumaba, podía sacar el humo por la oreja derecha. Él juraba que tenía un hueso del cráneo perforado. Nunca descubrí el truco.

Como es habitual entre los críos, nos hicimos «hermanos de sangre» y todo eso. Un día me propuso que cada uno enterrara una caja de latón con sus tesoros. De ese modo, si uno de los dos se moría, el otro podría heredarlos. Un pacto entre hermanos de sangre es sagrado: recuerdo que llené mi caja con un madelman, un billete de cien pesetas, cosas así, y las enterramos solemnemente en el Parc de les Aigües. La mía al pie de un árbol; la suya en otro rincón del parque. El problema es que unos días después me sentí tentado: ¿qué habría puesto un tipo como el Turdi en su caja? No pude resistirlo y una tarde, furtivo, desenterré su caja. He dicho que el Turdi era un pájaro de cuidado. ¡Y tanto que sí! Su caja solo contenía una nota. «Pero mira que eres burro». Fui corriendo hasta mi hoyo. La caja aún estaba allí, pero en su interior, por supuesto, no estaban ni el madelman ni las cien pesetas ni nada. Solo otra nota: «¡Jojojo! ¡Burro y so burro!». Pero dejemos a Turdi y el Guinardó.

* * *

Si la catalanidad tiene algo de fascinante es, sin duda alguna, su capacidad de supervivencia. La pregunta más oportuna sería: ¿por qué existe? En efecto, ¿cómo es posible que algo parecido a la catalanidad haya sobrevivido a sus derrotas y desastres, a sus múltiples hecatombes? Nos estamos refiriendo a una comunidad de tamaño mediano, situada geográficamente entre dos Estados poderosos, antiguas potencias imperiales, y lo que es peor: dos Estados que durante los últimos tres siglos no han cesado de dirigirle una hostilidad estructural, agresiva, que en no pocas ocasiones incluso ha adoptado la forma del terrorismo militar. Así pues, la pregunta anterior se revela de lo más pertinente: ¿cómo ha conseguido la catalanidad sobrevivir a una Historia tan damnificadora?

Todo grupo humano que se ve sometido a una gran presión externa tiene ante sí dos grandes estrategias adaptativas. La primera, muy simple, devenir objeto pasivo, hacer dejación de sí mismos. Diluirse. Es, de hecho, la opción preferida por el género humano: en los últimos siglos, el número de identidades culturales finiquitadas iguala o supera al de especies animales extinguidas. La segunda estrategia, la resistencialista, consiste en intentar pervivir blindando la identidad propia, en crear compartimentos estancos a los que el recién llegado jamás podrá acceder.

Cataluña nunca fue un reducto; siempre ha sido un concurrido pasillo mediterráneo por el que históricamente han circulado gentes de todos los orígenes y procedencias. La emigración de los años sesenta, de hecho, no es más que la penúltima oleada humana que abordó sus latitudes. Y digámoslo de una vez: la emigración forzada es una de las violencias estructurales más graves que puede sufrir un ser humano. Nadie abandona el sitio que le vio nacer, y crecer, de buen grado. Al que emigra se le aparece ante sí un viaje impuesto y quizás traumático, por desenraizante. Y con un añadido perverso: que el desplazamiento mismo de multitudes puede generar desavenencias y conflictos entre los que están y los que llegan. El encuentro fácilmente puede acabar en desencuentro.

Y aquí es donde se revela la especifidad catalana. Ante la disyuntiva de desvanecerse o fortificarse, la catalanidad opta por una vía sociológica imprevista, originalísima, generosa y genial: transmutar al presunto enemigo en amigo efectivo; abrirle los goznes culturales para que se incorpore a sus filas, y así nutra y vigorice la catalanidad. Históricamente ha habido grupos humanos que se han definido por los ancestros, la raza, las leyes. Los catalanes no. ¿Quién puede ser catalán? Quien quiera serlo. ¿Puede imaginarse un requisito menos exigente? Nos referimos a un proceso socializador horizontal, recíproco y silencioso, que se ha llevado a cabo a través de millones de relaciones personales anónimas. Un fenómeno, desde luego, eminentemente popular, democrático en la medida que los individuos se relacionan entre ellos como iguales, y no ponen límites a esa relación. Se casan. Tienen descendencia. El listín telefónico es inimpugnable: este país está lleno de Sánchez Piñol.

Tampoco es necesario que idealicemos: no hay procesos inmaculados, y menos una mezcla de tal magnitud. De un modo u otro son inevitables las fricciones, las desconfianzas, la renegociación continua de la concordia. Y sin embargo, la pregunta más lúcida sería: ¿nos hallamos ante una sociedad compacta y en paz? La respuesta, sin duda alguna, es que vivimos un éxito colectivo del que podemos estar legítimamente orgullosos. Quisiera recordar que Cataluña no es el único pasillo geográfico del Mediterráneo. En la orilla oriental hay otro, paralelo al nuestro, también históricamente concurrido, también circuito y depósito de mil migraciones. Llámenlo Palestina, llámenlo Israel. Tanto da. En definitiva es un sitio donde shalom y shalam no han fiado sus relaciones a la mezcolanza, sino a los bombardeos. ¿Y quién querría vivir en un sitio así? A Cataluña no la han creado las esencias, sino los estratos.

* * *

He aquí la sociedad que vio nacer a Súmate. Una asociación a la que, como proclama en su declaración de principios, le interesa «mucho menos el origen de la gente que su destino». Permítanme que me autohalague: desde el primer día vaticiné que Súmate haría historia, que sería una pieza indispensable en el proceso catalán. Había un indicio que así lo indicaba, y muy nítidamente: la magnitud de los insultos con que fue recibida por la prensa española. ¡Incluso la de izquierdas! Lo más amable que han tenido que oír los socios de Súmate es que se los califique de «charnegos agradecidos». ¡Qué paradoja! Lo que obvia el vilipendiador, lo que no quiere o no puede entender, es que en Cataluña todos, o casi todos, somos charnegos.

Pero volvamos con Turdi. Le perdí la pista, y no nos reencontramos hasta muchos años después. Fue en un concurso de castellers. Yo como espectador, él como participante. Me contó que vivía en pareja, con una chica portuguesa, y que tenían una niña de tres años. Llevaba gafas. Yo también. Ya no parecía un gamberro. Yo tampoco. (Después de todo, ¿quién en el Guinardó no ha tenido un pasado un poco gamberro?). Pero lo auténticamente significativo de nuestro reencuentro fue el sentimiento que experime

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos