Trabajo

James Suzman

Fragmento

cap-0

Introducción

El problema económico

La primera revolución industrial salió expulsada de las chimeneas ennegrecidas por el hollín de las máquinas de vapor que funcionaban a carbón; la segunda surgió de los enchufes eléctricos de la pared; y la tercera adoptó la forma de microprocesador electrónico. Ahora estamos en medio de una cuarta revolución industrial, nacida de la unión de varias nuevas tecnologías digitales, biológicas y físicas, y nos dicen que será exponencialmente más transformativa que sus predecesoras. Aun así, nadie está demasiado seguro de cómo evolucionará, más allá del hecho de que en nuestras fábricas, negocios y hogares, los sistemas ciberfísicos automatizados, animados por algoritmos de aprendizaje automático, asumirán cada vez más tareas.

Para algunas personas, la perspectiva de un futuro automatizado anuncia una época de ventajas robóticas. Para otras, supone otro fatídico paso en el camino hacia una distopía cibernética. Pero para muchas, la perspectiva de un futuro automatizado solo plantea una pregunta inmediata: ¿qué ocurrirá si un robot me quita el trabajo?

En el caso de quienes tienen profesiones que hasta ahora han sido inmunes al despido tecnológico, el aumento del tipo de robots que hacen desaparecer el trabajo se manifiesta en lo mundano: los coros de saludos y avisos robóticos que surgen de las hileras de cajas automáticas en los supermercados o los torpes algoritmos que guían y frustran nuestras aventuras en el universo digital.

Para los cientos de millones de personas desempleadas que apenas consiguen sobrevivir en los márgenes bajo tejados de uralita en los países en desarrollo, donde el crecimiento económico está motivado aún en mayor medida por el matrimonio entre la tecnología puntera y el capital, y por lo tanto se generan menos puestos de trabajo nuevos, la automatización es una preocupación más inmediata. También es una preocupación inmediata entre los trabajadores semicualificados de las economías industrializadas, para quienes hacer huelga es la única opción de salvar su empleo de un autómata cuya principal virtud es que nunca hace huelga. Y, aunque todavía no lo parezca, ya hay indicios de la desaparición de profesiones muy cualificadas. Ahora que la inteligencia artificial diseña una inteligencia artificial mejor que la que puede crear la gente, parece como si nos hubiéramos dejado engañar por nuestro propio ingenio al convertir las fábricas, las oficinas y los lugares de trabajo en talleres del diablo que dejarán nuestras manos desocupadas y nos robarán nuestra vida y su propósito.

Si es así, entonces hacemos bien en preocuparnos. A fin de cuentas, trabajamos para vivir y vivimos para trabajar, y somos capaces de encontrar sentido, satisfacción y orgullo en casi cualquier tarea: de la monotonía rítmica de fregar suelos a aprovechar vacíos legales. El trabajo que hacemos también define quiénes somos; determina nuestras perspectivas de futuro, dicta dónde y con quién pasamos la mayor parte de nuestro tiempo; influye en nuestra autoestima; conforma muchos de nuestros valores y orienta nuestras lealtades políticas. Tanto es así, que alabamos las virtudes de quienes se esfuerzan, censuramos la pereza de los gandules, y el objetivo del empleo universal sigue siendo un mantra para los políticos de cualquier tendencia.

Tras esto se encuentra la convicción de que estamos genéticamente programados para trabajar y que el destino de nuestra especie ha estado determinado por una convergencia única de resolución, inteligencia y laboriosidad que nos ha permitido construir sociedades que son mucho más que la suma de sus partes.

Nuestras preocupaciones sobre un futuro automatizado contrastan con el optimismo de muchos pensadores y visionarios que, ya desde los inicios de la Revolución Industrial, creyeron que la automatización era la llave que liberaría la utopía económica: gente como Adam Smith, el padre fundador de la economía, quien en 1776 alabó las virtudes de las «máquinas muy útiles»[*] que creía que con el tiempo «facilitarían y acortarían las tareas»,[1] u Oscar Wilde, quien un siglo después fantasearía con un futuro «en el que las máquinas harán el trabajo necesario y desagradable».[2] Pero nadie lo defendió de manera tan exhaustiva como el economista más influyente del siglo XX, John Maynard Keynes. En 1930 predijo que, a principios del siglo XXI, el crecimiento del capital, la mejora de la productividad y los avances tecnológicos deberían habernos llevado a las estribaciones de una «tierra prometida» económica en la que las necesidades básicas de todo el mundo se satisficieran fácilmente y donde, en consecuencia, nadie trabajara más de quince horas a la semana.

Hace varias décadas que superamos los umbrales de crecimiento de la productividad y del capital que Keynes calculó que sería necesario alcanzar para conseguirlo. La mayoría de nosotros seguimos trabajando tanto como nuestros abuelos y bisabuelos, y nuestros gobiernos continúan tan obsesionados con el crecimiento económico y la creación de empleo como en cualquier otro momento de la historia reciente. Es más, ahora que los fondos de pensiones públicos y privados languidecen bajo el peso de sus obligaciones con una población cada vez más envejecida, se espera que muchos trabajemos casi una década más de lo que se hacía hace medio siglo. Y, a pesar de avances sin precedentes en la tecnología y la productividad, ahora en algunas de las economías más avanzadas del mundo, como Japón y Corea del Sur, cada año se atribuyen oficialmente cientos de muertes evitables a personas que registran unos niveles de horas extras descomunales.

Parece que la humanidad todavía no está preparada para reclamar su pensión colectiva. Entender el porqué exige reconocer que nuestra relación con el trabajo es mucho más interesante y compleja de lo que la mayoría de los economistas tradicionales nos harían creer.

Keynes pensaba que alcanzar su tierra prometida económica sería el logro más singular de nuestra especie, porque habríamos conseguido nada menos que solucionar lo que él describió como «el problema más acuciante de la raza humana… desde el principio de la vida en su forma más primitiva».

El «problema acuciante» que Keynes tenía en mente era lo que los economistas clásicos llaman el «problema económico» y a veces el «problema de la escasez». Este sostiene que somos criaturas racionales maldecidas con apetitos insaciables y que, debido a que no hay recursos suficientes para satisfacer los deseos de todo el mundo, todo escasea. La idea de que tenemos deseos infinitos, pero los recursos son limitados forma parte esencial de la definición de la economía como el estudio sobre la manera en que la gente asigna recursos escasos para satisfacer sus necesidades y deseos. También determina nuestros mercados y nuestros sistemas financiero, laboral y monetario. Para los economistas, por lo tanto, la escasez es lo que nos impulsa a trabajar, porque solo mediante el trabajo —haciendo, produciendo e intercambiando recursos escasos— podemos empezar a salvar la brecha existente entre nuestros deseos aparentemente infinitos y los medios limitados.

Pero el problema de la escasez ofrece una imagen desoladora de nuestra especie. Insiste en que la evolución nos ha convertido en criaturas egoístas, condenadas a estar siempre abrumadas por deseos que nunca podemos satisfacer. Y aunque a m

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