La casa del ahorcado

Juan Soto Ivars

Fragmento

Introducción. No digas palabrotas

INTRODUCCIÓN

No digas palabrotas

Eran los noventa y unos cuantos niños uniformados de chándal de hipermercado nos íbamos a un solar anejo a la estación de tren abandonada del pueblo, un páramo de cristales rotos y jeringuillas de yonqui, y las decíamos: cabrón, puta, chocho, zorra, maricón, joder, mongólico, follar, subnormal, coño, polla, lisiado, porculo, cojones, sidoso, mierda, te reviento, me cago en tus muertos, me cago en tu madre, me cago en tu alma. Tenía ocho o nueve años y experimentaba un placer singular con las palabrotas.

Por una parte, estaba el sabor del taco, que era el de la libertad, pero no solo eso. Poner porquería léxica en nuestras bocas nos provocaba también un goce onanista. El viejo «caca-pedo-culo-pis», en órbita desde que el mundo es mundo. Estallábamos en carcajadas cantando canciones tan monstruosas que hubieran hecho llorar a las funcionarias del Ministerio de Igualdad. No tengo ni idea de dónde las sacábamos; dudo que fueran de cosecha propia. Supongo que corrían de boca en boca como material de estraperlo o aquel rumor sobre Ricky Martin, el perro y la mermelada que inauguró lo que hoy llaman posverdad.

Decíamos tacos y cantábamos canciones de follar y cagar, de cojones y chochos, de irse de putas. Ninguno se convirtió en proxeneta que yo sepa. El contenido educativo de nuestra diversión nos traía al pairo, como es lógico. Todos los niños detestan la moralina, como supo ver Roald Dahl y como olvidan los actuales pedagogos y censores de libros infantiles. Nos deleitaba la sonoridad de las palabrotas, la violencia del lenguaje y la velocidad con que la coprolalia nos llenaba de éxtasis y alegría. El goce estaba en decir lo que habría acarreado castigos de llegar a oídos de los adultos. Nuestro gusto era atávico: romper un tabú.

El universo de los niños se parece al de algunas tribus en que los tabúes ocupan un lugar predominante. Al niño se le dice que no toque eso, que no diga aquello, que no se hurgue ahí, que no haga ese ruido tan molesto; se le exige que se acueste a una hora temprana mientras los adultos siguen despiertos, que no vea esa película que ellos sí ven, que no toque ese libro que parece tan interesante, que no haga ascos a la comida asquerosa que a veces le dan. Sus afanes y caprichos están cercados por límites que para él son antiguos y arbitrarios.

¿De dónde vienen? ¿Por qué se impusieron? Y sobre todo: ¿qué los hace tan importantes? ¿Por qué reaccionan los mayores como si la vida entera fuera a torcerse irremediablemente si el niño pisa la estúpida línea roja? Su deseo de cruzarla es intenso y nadie ofrece explicaciones convincentes para el veto. Eso es caca, eso está mal, eso hace daño. No es no, porque lo digo yo. Pero los niños ven a los mayores transgredir esos límites todo el tiempo. Son testigos de los tacos que sueltan, del vino que beben, del tabaco que fuman, y ellos quieren hacer las mismas cosas porque interpretan que en esos actos prohibidos se esconde la libertad.

Cuando el niño oye reír a los adultos en una complicidad que lo excluye, cuando no capta el doble sentido ni la turbia insinuación que hace que sus padres se carcajeen hasta ponerse colorados, lo que él desea es crecer a toda prisa, entender, participar, ser admitido en el club de los mayores. Parapetado en la frontera de la edad parece un refugiado en busca de asilo en un país cuyos trámites de admisión son demasiado lentos. De ahí que todos los niños jueguen a lo mismo, a ser mayores: mecánicos, enfermeros, aventureros, policías, vulgares.

Pienso que el taco es el primer trago del licor que el niño bebe a escondidas, la primera señal de peligro que burla para aventurarse en una suerte de allanamiento de morada, como cuando registra de arriba abajo los cajones de la cómoda de la abuela o espía lo que ven sus padres en la tele después de la hora de dormir. Si has tratado con niños sabrás que parecen ajenos a vuestra conversación, pero en realidad están sumamente atentos a las palabrotas que se os escapan. Cuando te oyen decir una levantan las orejas, te señalan con el dedo y tal vez quieran cobrarte una multa: ¡me debes un euro por decir esa palabra!

Esa palabra que no repite es una cosa impresionante para el niño, incluso para el que no la dice y se escandaliza cuando otros sí. Su existencia separada del resto del idioma, como si el vocablo fuera leproso o radiactivo, le explica algo de gran importancia: que el lenguaje no es un territorio homogéneo sino que tiene riscos, desfiladeros y grutas infectadas. Además, el niño sabe que basta pronunciar esa palabra (no las otras) para que papá y mamá se enfaden, y la reacción le está enseñando que hay palabras como conjuros, atrayentes y repulsivas a un tiempo, cargadas de poder. Sobre este poder, el tabú, tratan los cuatro primeros capítulos de este libro.

Si te has interesado en leer esto, quizá hayas pensado que hoy las malas palabras no solo se les reprochan a los niños. En esta época los adultos también estamos bajo vigilancia, y proliferan los curitas laicos dedicados al monólogo moralista, las seños rígidas y castigadoras, en palabras de Michi Panero: «los coñazos». ¿Por qué? Por una parte, nuestra sociedad ha perdido la grandiosa estructura con forma de escalera que servía como yincana a los chicos para dejar de serlo, y las etapas del antiguo ceremonial que ha acompañado a los humanos hacia la vida adulta en todas las culturas y a lo largo de la historia de la humanidad se ha desdibujado; por otra parte, el mundo adulto se ha hecho patéticamente infantil.

La televisión emite programas de cocina donde menores de edad trabajan bajo una presión de tiburones de finanzas y muchos de sus espectadores son gente adulta sin hipoteca, sin ataduras ni seguridad, que siguen compartiendo piso en el parque temático de la vida precaria. El éxito de las sagas interminables de los superhéroes de Marvel o los productos recocinados de Star Wars son la cara amable de una moneda que tiene en el reverso la pasión por el maximalismo, la obsesión maniquea y la polarización en una sociedad dividida y subdividida de forma simplista en buenos y malos, en héroes y villanos, donde la vida política es pura esclerosis.

En esta parálisis del crecimiento, donde la vida adulta tarda demasiado en desplegarse y lo hace al fin de forma frágil e insegura, adolescentes como Greta Thunberg o los activistas universitarios tienen una popularidad increíble. Son señales de una extraña inversión moral en la que generaciones deslavazadas intercambian sus papeles tradicionales: los jóvenes castigan y aleccionan a los mayores mientras estos tratan de parecer jóvenes, siempre a la última, sin asumir la más mínima responsabilidad o compromiso más allá de las soflamas tuiteras.

En las redes sociales, a las que dediqué mi anterior ensayo, los individuos se prestan al placer sadomasoquista de vigilar mientras son vigilados. Expuestos al mismo acoso de patio de colegio que los niños, a las mismas camarillas, a la misma ansia de validación por parte de los líderes del grupo, adaptan su discurso y quizá ta

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