PREFACIO
Mientras escribo este libro estamos viviendo la pandemia de la COVID-19, que plantea enormes desafíos para cualquier miembro de la sociedad en todo el mundo. Vencer a la pandemia requiere grandes inversiones en bienes y servicios tanto físicos como sociales: de la carrera para desarrollar la vacuna o terapias efectivas, pasando por la producción de equipos de protección individual (EPI) y métodos adecuados de aprendizaje online para los niños que no van a la escuela, a nuevas formas de pensar en las redes de seguridad social. Requiere, además, un grado de colaboración entre naciones, ciudadanos, Gobierno y sector privado sin precedentes, a una escala que no habíamos visto nunca en nuestra vida. En esencia, es una prueba de fuego para la capacidad del Estado y la gobernanza eficaz tanto dentro de los países como entre ellos.
Los gobiernos de todo el mundo se están adaptando a este desafío de maneras diferentes y con diversos grados de éxito. La gobernanza es clave para que la adaptación sea exitosa.[1] Las respuestas de los países han diferido tanto en la cantidad como en la calidad de las medidas adoptadas. Muchos gobiernos han comprometido sumas colosales con una mentalidad de «lo que sea necesario». Pero si hay algo que aprendimos de la crisis financiera del 2008 es que inyectar billones en la economía apenas tendrá efecto si las estructuras en las que se gastan son débiles. No podemos arriesgarnos a que eso vuelva a pasar.
¿Podemos producir suficientes EPI para los trabajadores que están en primera línea? ¿Respiradores suficientes para los pacientes en las unidades de cuidados intensivos? ¿Una vacuna que ayude a crear inmunidad? ¿Podemos proteger a la gente que ha perdido su trabajo, de modo que tenga el derecho básico a un ingreso mínimo, comida, alojamiento y educación?
Las respuestas a todas estas preguntas dependen de la organización de nuestra economía más que de la cantidad de dinero que se dedique a los problemas. Depende de estructuras concretas, de las capacidades y del tipo de asociaciones entre los sectores público y privado. También requiere cierta clarividencia para imaginar un mundo diferente. Una visión de qué tipo de crecimiento queremos, más las herramientas correspondientes para conseguirlo son las que crearán una nueva dirección para la economía. Y lo que se necesita es una nueva dirección.
La exitosa respuesta de Vietnam ante la COVID-19 es un ejemplo interesante. Aunque se trata de un país «emergente» en cuanto a su nivel de desarrollo, su Gobierno fue capaz de estimular con mucha rapidez el desarrollo de kits de prueba de bajo coste. Esto fue posible porque tenía la capacidad de movilizar a diferentes sectores de la sociedad (la academia, el ejército, el sector privado, la sociedad civil) en torno a un objetivo común y de usar estratégicamente la contratación de investigación y desarrollo (I+D) en materia de salud para «acumular» soluciones innovadoras; es decir, utilizar el gasto gubernamental para aumentar la inversión público-privada.[2] Una colaboración público-privada efectiva permitió la rápida comercialización de los kits, que luego se exportaron a Europa y otros lugares, además de ser usados en el propio Vietnam. Además, el Gobierno fue capaz de motivar a los cartelistas, de aprovecharse creativamente de las redes sociales e incluso de fabricar sellos para promover un cambio en la conducta.[3] En India, la historia de éxito del estado de Kerala también es (al contrario que la desigual respuesta nacional) el resultado de inversiones a largo plazo en sanidad (entre ellas, los protocolos establecidos después del brote del virus de Nipah en los años 2018-2019 que, como el coronavirus, es un virus zoonótico) y un modelo eficaz de asociación público-privada entre los servicios médicos estatales y proveedores privados.[4] Respaldada por un alto nivel de confianza ciudadana ganada a lo largo de los años, la maquinaria del Gobierno, complementada por grupos de ayuda mutua, enseguida puso en marcha medidas muy restrictivas, al mismo tiempo que atendía a los más vulnerables, incluidos los trabajadores migrantes.[5]
Sin embargo, en gran parte del mundo la imagen ha sido mucho menos optimista. Mientras este libro se imprime, los problemas a los que se enfrentan Estados Unidos y Reino Unido son el resultado de haber debilitado durante cuarenta años la capacidad de gobernar y gestionar, con base en una ideología según la cual el Gobierno debe mantenerse en un segundo plano e involucrarse únicamente para solucionar problemas cuando estos surgen. Un credo de la gestión pública que menosprecia la habilidad gubernamental para actuar con eficacia y promueve la privatización ha fomentado en gran medida la externalización de la capacidad del Gobierno al sector privado y una insistencia constante, pero errónea, en medidas estáticas de eficiencia,[6] dejando a los gobiernos con menos opciones, aferrándose incluso a panaceas tecnológicas irrealistas como la inteligencia artificial o las «ciudades inteligentes». También ha provocado que se invierta menos en competencias públicas, una pérdida de la memoria institucional y una mayor dependencia de las empresas de consultoría, que se han beneficiado de miles de millones en contratos gubernamentales.
En Reino Unido, solo en el año 2018 el Gobierno externalizó contratos sanitarios por valor de 9.200 millones de libras.[7] Más del 84 por ciento de las camas en residencias están en centros privados, y 50.000 de ellas están en residencias gestionadas por empresas de capital de inversión cuyo fin último es obtener un beneficio, no proporcionar cuidados. Y a esa externalización se han sumado los recortes en la inversión pública. En Reino Unido, el valor total de la asignación a la sanidad pública —que permite a las autoridades locales proporcionar atención sanitaria vital y servicios preventivos— ha ido disminuyendo en términos reales, de 4.000 libras en el periodo 2015-2016 a 3.200 libras en el periodo 2020-2021, una reducción cercana a 900 millones de libras.[8] Los recortes que año a año se han ido haciendo a la asignación solo terminaron en el 2020 cuando la COVID-19 ya causaba estragos, pero en términos reales per cápita esta siguió siendo un 22 por ciento menor a la del periodo 2015-2016.[9] Para entonces, su descenso ya había ocasionado un daño sustancial a la capacidad de la sanidad pública local y puesto en peligro la eficacia de su respuesta ante la COVID-19.[10]
El mantra sobre que su eficiencia es mayor es solo eso, un mantra. En Reino Unido, cuando se pagó a la consultora internacional Deloitte para que gestionara los test de la COVID-19, esta perdió las pruebas. Lo cual fue un recordatorio del enorme fracaso de G4S, otra empresa privada dedicada a conseguir contratos públicos, a la hora de proporcionar la seguridad de las Olimpiadas de Londres del 2012, lo que provocó que hubiera que llamar a las fuerzas armadas para solucionar el problema. De igual manera, Serco, una empresa privada que consigue sistemáticamente contratos de externalización, fue multada por el uso fraudulento de dispositivos electrónicos de monitorización para presos.[11] Y sin embargo, obtuvo un contrato para hacer pruebas y trazados por 45,8 millones de libras justo un año después de ser multada con más de un millón de libras por fallos que incluían el incumplimiento de las normas de protección de datos (por error, reveló el correo electrónico de los trabajadores en prácticas).
El Gobierno federal de Estados Unidos corrió una suerte similar. En el año 2007 ideó un plan para incentivar el desarrollo de respiradores portátiles de bajo coste para utilizarlos en casos de emergencia. A principios del 2020, trece años después, no se había entregado respirador alguno, básicamente debido a su dependencia de la externalización. La crisis de la COVID-19 ha hecho que las consecuencias de esta falta de capacidad fueran aún más dramáticas. De hecho, la Administración del presidente Barack Obama ya se encontró en el 2010 con problemas relacionados con las tecnologías de la información (TI) que provocaron una situación bochornosa cuando trataba de introducir las reformas de su seguro de atención sanitaria, la Ley del Cuidado de Salud a Bajo Precio, conocida coloquialmente como «Obamacare». Mucha gente no podía acceder al sitio HealthCare.gov o completar la solicitud del seguro. Se desató una oleada de publicidad negativa, que aprovecharon quienes se oponían a Obamacare. Si dentro del Gobierno de Estados Unidos la capacidad tecnológica hubiera sido mayor, es probable que la Administración se hubiera enfrentado a menos dificultades y críticas políticas. Y aun así, no resulta sorprendente que, tanto en el 2013 como en el 2018, Serco —avergonzada en Reino Unido por sus constantes fallos— consiguiera contratos con el Gobierno de Estados Unidos para realizar la tramitación del seguro sanitario de Obamacare: 1.200 millones de dólares en el 2013 y otros 900 millones en el 2018.[12]
La externalización no es un problema en sí mismo, siempre y cuando los gobiernos sigan siendo capaces, estén preparados para asumir riesgos y sean previsores; y siempre y cuando las «asociaciones» fundamentales con el sector privado estén de verdad concebidas en aras del interés público. La ironía es que tanta externalización ha dañado la aptitud de las administraciones para articular contratos. En marzo del 2020, el Gobierno de Reino Unido no consiguió garantizar el número de respiradores que creía necesitar, una situación que recordó a las dificultades del Gobierno de Estados Unidos.[13]
Una lección clave es que, en las crisis, la intervención gubernamental solo es efectiva si el Estado tiene la competencia correspondiente para actuar. Lejos de limitarse al papel de ser, en el mejor de los casos, el que corrige los fallos de mercado y, en el peor, el que externaliza servicios, los gobiernos deberían invertir en crear áreas cruciales que sean poderosas, como la capacidad productiva, las competencias de contratación, las colaboraciones público-privadas que sirvan genuinamente al interés público y el conocimiento digital y de datos (al mismo tiempo que se protegen la privacidad y la seguridad). Sin esto, ni siquiera pueden concebir unos pliegos sólidos para las empresas que incorporan, que entonces pueden hacerse con la agenda.[14]
Este libro sostiene que nos hemos desviado del rumbo y no podemos seguir cometiendo los mismos errores. El mundo se enfrenta a una gran cantidad de retos diferentes; de los relacionados con la salud a los relativos a la crisis climática, pasando por los que tienen que ver con regular la tecnología digital para proteger la privacidad. De hecho, en el año 2015, ciento noventa y tres países firmaron un compromiso para abordar diecisiete ambiciosos objetivos de desarrollo sostenible de Naciones Unidas (ODS) para el 2030, que abarcan problemas que van de la pobreza a la contaminación de los océanos. Para encararlos, necesitamos un planteamiento muy diferente al de las asociaciones público-privadas que tenemos ahora, lo cual requiere repensar por completo para qué sirve un Gobierno y las competencias y capacidades que necesita. Pero, más importante aún, depende de qué clase de capitalismo queremos construir, de cómo regular las relaciones entre los sectores público y privado y de cómo articular reglas, relaciones e inversiones de modo que todo el mundo pueda prosperar y se respeten los límites del planeta. Se trata, como se sostendrá, de crear una economía basada en soluciones, centrada en los objetivos más ambiciosos, los que de verdad son importantes para la gente y el planeta. No me refiero a invocar el concepto de moonshot como un proyecto predilecto aislado, sino a transformar el Gobierno desde dentro y fortalecer sus sistemas —de sanidad, educación, transporte o medioambiente— al mismo tiempo que se redirige la economía.
Para regresar al camino correcto tenemos que preguntarnos de nuevo por el papel que el Gobierno debería desempeñar en la economía y, en consecuencia, por los instrumentos, las estructuras y las competencias que necesita —dentro de las organizaciones públicas, pero también para fomentar la colaboración entre organizaciones públicas y privadas que trabajan juntas de manera simbiótica— para, compartiendo riesgos y recompensas, solucionar los problemas más apremiantes de nuestro tiempo. En este sentido, se trata de repensar el capitalismo.
Los desafíos son urgentes. La vida de las personas y la salud del planeta dependen de que los afrontemos.
PRIMERA PARTE
Una misión en tierra
Qué obstaculiza el próximo «moonshot»
1
LA MISIÓN Y EL PROPÓSITO
En septiembre de 1962, en un famoso discurso pronunciado en la Universidad Rice, el presidente John F. Kennedy anunció que el Gobierno de Estados Unidos pondría en marcha «la aventura más arriesgada, peligrosa y grandiosa en la que se ha embarcado la humanidad»: llevar a un hombre a la Luna y traerlo de vuelta sano y salvo. Declaró la ambición de hacerlo «antes de que acabe esta década».[1] Siete años después, Estados Unidos envió a la Luna a dos hombres (sí, al principio solo eran hombres) que aterrizaron en ella el 20 de julio de 1969.
Cuando Kennedy pronunció su discurso, Estados Unidos todavía estaba por detrás de la Unión Soviética en tecnología espacial. En 1957, la Unión Soviética había dejado pasmado al mundo al lanzar el Sputnik, el primer satélite artificial, a la órbita de la Tierra. En abril de 1961, Yuri Gagarin se había convertido en el primer humano en orbitar el planeta en su cápsula, el Vostok 1. La Guerra Fría era intensa y existía una profunda preocupación por que la Unión Soviética hubiera robado a Estados Unidos y a Occidente un avance tecnológico y militar que podía suponer una amenaza. Kennedy había afirmado en su campaña electoral de 1960 que había una «brecha de misiles» entre Estados Unidos y la Unión Soviética.[2] La afirmación se basaba en estimaciones de la CIA y el Pentágono de que la Unión Soviética tenía más misiles balísticos intercontinentales que Estados Unidos, pero una vez Kennedy se convirtió en presidente, se descubrió que en realidad Estados Unidos tenía más. El deseo de vencer a los rusos, por lo tanto, impulsó una de las proezas más innovadoras de la historia de la humanidad.
Lo que se conocería como «programa Apolo» costó al Gobierno de Estados Unidos 28.000 millones de dólares, 283.000 millones en dólares del 2020.[3] Supuso el 4 por ciento del presupuesto estadounidense e implicó a más de cuatrocientos mil trabajadores de la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA, por sus siglas en inglés), universidades y contratistas. Pero el coste no fue un problema: lo importante era lograr el objetivo. Es más, Kennedy no tenía reparo alguno en hablar del desembolso, cuando en su discurso dijo de manera explícita: «Todo esto nos cuesta mucho dinero». De hecho, sostuvo, el presupuesto espacial aumentaba cada año y en 1962 era de unos 5.400 millones de dólares anuales: «Una suma impactante, aunque algo menos de lo que pagamos cada año por cigarrillos y puros». ¿Tendría necesariamente éxito? No, el presidente dejó claro que la relación entre el dinero invertido y el resultado era por completo incierta: «Me doy cuenta de que en cierta medida esto es un acto de fe e imaginación, porque no sabemos los beneficios que nos esperan».
Qué contraste con cómo, hoy en día, oímos hablar del «coste» de nuestros servicios públicos —y de su repercusión en el déficit y la deuda anuales— y no sobre los ambiciosos objetivos o los importantes resultados que se intentan lograr. Se asume que si gastamos más en un ámbito, tenemos que gastar menos en otro. Lo cual no podría estar más alejado del planteamiento de la exploración espacial, en el que la energía y la atención de todo el mundo se dedicaban al resultado —aterrizar en la Luna con éxito— y a la inversión e innovación que este exigiera.
Kennedy anticipó la manera en que la ambiciosa misión daría lugar a «resultados indirectos» que influirían en la vida en la Tierra; innovaciones tecnológicas y organizativas que en ningún caso podían haberse previsto al inicio. De hecho, la tecnología necesaria para procesar datos en tiempo real y albergar ese procesamiento en el pequeño ordenador del módulo lunar es lo que impulsó gran parte de la innovación que hay detrás de lo que hoy llamamos «software».[4] Y también surgieron nuevos métodos de gestión, que descomponían problemas grandes y complejos en paquetes más pequeños. Más tarde, Boeing copió este modelo para construir el 747, el primer jumbo del mundo.
Este libro nos anima a aplicar el mismo grado de audacia y experimentación a los problemas más importantes de nuestro tiempo; de desafíos sanitarios como las pandemias a retos medioambientales como el calentamiento global, o desafíos educativos como la brecha de oportunidades y rendimiento entre estudiantes debida, en parte, a un acceso desigual a la tecnología digital. Estos problemas «perversos» no solo requieren innovaciones tecnológicas, sino sociales, organizativas y políticas. Son enormes, complejos e inmunes a las soluciones simples. Debemos resolverlos —no solo adaptarlos— centrando la formulación de políticas en los resultados. Y esto significa conseguir que los sectores público y privado colaboren de verdad invirtiendo en soluciones, adoptando una visión a largo plazo y dirigiendo el proceso de modo que garantice que se hace por el interés público.
Llegar a la Luna fue un descomunal ejercicio de resolución de problemas, en el que el sector público tenía el mando y trabajaba de cerca con empresas —pequeñas, medianas y grandes— en cientos de cuestiones independientes. Requirió la colaboración entre el Gobierno y muchos sectores diferentes, de la informática y los equipos eléctricos a la nutrición y los materiales. El Gobierno utilizó su poder adquisitivo para desarrollar contratos breves, claros y muy ambiciosos. Cuando, en ocasiones, el sector privado no cumplía lo estipulado, la NASA le devolvía el problema y no pagaba hasta que la solución fuera la correcta. Si tenían éxito, esas empresas podían crecer, al atender a los nuevos mercados que les abrían las compras del Gobierno, y ampliar sus operaciones mediante una estrategia basada en objetivos.
Lo que integró todos esos esfuerzos y les dio un sentido fue que formaban parte de una misión; una misión liderada por el Gobierno y llevada a cabo por muchos actores. Hoy en día, se necesita con urgencia un enfoque «orientado por misiones»: asociaciones entre los sectores público y privado cuyo objetivo sea resolver los principales problemas de la sociedad. Pensemos, por ejemplo, en usar la política de contrataciones del sector público para estimular la innovación —social, organizativa y tecnológica— cuanto sea posible, con el fin de resolver problemas tan diversos como los delitos cometidos con arma blanca en las ciudades o la soledad de los ancianos en casa.
Por supuesto, las lecciones del aterrizaje en la Luna no se pueden trasladar directamente a cualquier otro desafío, pero ponen de relieve la necesidad de revivir la