El precio del racismo

Eduardo Porter

Fragmento

El precio del racismo

1

Veneno racial

A principios del verano de 2015 no habría podido imaginar que el tema migratorio tuviera el poder de llevar a alguien a la Casa Blanca. Según la encuestadora Gallup, sólo 7% de los estadounidenses creía que la inmigración era el desafío más crítico del país, tres de cada cuatro la veían como algo bueno, y sólo un tercio opinaba que deberíamos admitir menos migrantes. Ésta era la menor proporción con esa opinión desde los años sesenta y la mitad de lo que fue a mediados de los noventa, cuando el gobernador de California, Pete Wilson, basó su campaña de reelección en el miedo a una supuesta invasión de indocumentados.

A fin de cuentas, la inmigración ilegal estaba bastante contenida. En 2015 había 1.2 millones de inmigrantes sin autorización menos de los que había en 2007, cuando la implosión de la burbuja inmobiliaria aniquiló los trabajos en construcción de los que muchos dependían. La economía crecía rápidamente tras haber sudado sangre para salir de la gran recesión, el desempleo caía en picada y reducía la posible competencia laboral entre trabajadores inmigrantes y nacionales.

Y entonces Donald Trump decide lanzarse como candidato a la presidencia. Jura proteger a la patria de los “violadores y matones” que entran a raudales desde México. Promete construir un muro que selle de una vez por todas la porosa frontera sur. De pronto, el miedo a los inmigrantes en el subconsciente estadounidense lo catapultó a la presidencia. Tal vez cambie al país para siempre.

Hay un parque público a unas cuadras de donde mi hijo Mateo iba a la escuela. Como buen parque de Brooklyn, lleva el nombre de uno de los Beastie Boys: Adam Yauch. Ahí, unos días después de las elecciones aparecieron pintas en los juegos: esvásticas y la porra “Vamos, Trump”.

Soy hijo de madre mexicana y padre blanco nacido en Chicago. Me formé principalmente en México y me considero tan mexicano como estadounidense. En casa procuro hablar español, con la esperanza de que Mateo se identifique también con su parte mexicana. Al día siguiente de las elecciones, estábamos en el metro cuando me dijo en susurros: “Papá, a lo mejor ya no deberíamos hablar español en público”.

Este momento en la historia de Estados Unidos se podría leer como una aberración provocada por un empresario y aventurero político particularmente racista, o explicarse como el producto de unas circunstancias económicas específicas. Ya conocen el argumento: los votantes de clase obrera, frustrados por décadas de estancamiento salarial, se volvieron contra la clase cosmopolita que ignoró sus problemas demasiado tiempo.

Hay algo de verdad en eso. Muchos de los votantes de Trump acabaron perdiendo con las transformaciones económicas que ha vivido el país. Trump ganó entre los votantes blancos sin licenciatura por un margen de 39 puntos porcentuales sobre Hillary Clinton. Los 2,584 condados que el hoy presidente ganó en 2016 generaban tan sólo 36% del producto interno bruto (PIB), según la investigación de Mark Muro y Sifan Liu, del Programa de Políticas Metropolitanas del Brookings Institution. Esos condados conforman la mayoría del Estados Unidos rural: son pueblos chicos, despoblados, envejecidos y en aparente estado terminal. En cambio, los 472 condados que votaron por Hillary Clinton representaban 64% de la producción económica nacional. Este patrón asimétrico cuadra con la idea de que ese “nosotros” a quien abandonó el progreso votó para sacar del poder a los beneficiarios arrogantes de la prosperidad del país.

Pero ésa no es, ni de lejos, toda la verdad. Sería un error histórico pasar por alto el papel crítico y definitorio de la xenofobia en la elección de los estadounidenses. No fue nada raro ni una falla en el sistema. La mezcla de desdén y resentimiento manifiesto a través de las fronteras religiosas, raciales, étnicas y de ciudadanía que permitieron a Trump seducir a 63 millones de votantes ha distorsionado la política de este país desde su nacimiento. Y hoy define lo que somos.

Podemos llamarlo hostilidad racial o simplemente racismo. Desde nuestro pasado esclavista hasta la Guerra Civil y lo que vino después, como la segregación de jure de Jim Crow1 del sur y la segregación de facto en el norte urbano, el impuesto al sufragio para evitar el voto de los negros, las campañas contra el supuesto fraude de estos votantes diseñadas para excluirlos del padrón, las “fronteras étnicas” —para usar un eufemismo— han condicionado los giros en el desarrollo del Estado. Se han interpuesto en la confianza social, han bloqueado la solidaridad y definitivamente nos han empobrecido. Sobre esas injusticias hemos construido un país excepcional, en el que la riqueza extrema coexiste cómodamente con carencias que no caben en el mundo industrializado.

La elección de Trump puso las barreras étnicas de Estados Unidos bajo el fulgor implacable de los reflectores, pero las preguntas incómodas planteadas por un presidente que compara a los migrantes con violadores que vienen por nuestras mujeres, que prohíbe a los musulmanes entrar al país, que respalda a los supremacistas blancos que marchan con antorchas, prestos para el saludo nazi, han estado largo tiempo al acecho en el profundo entramado de la política estadounidense.

La imagen misma de Estados Unidos como crisol —forjada por intelectuales como Ralph Waldo Emerson y Henry James para evocar una cultura excepcional construida sobre la multiplicidad de experiencias de inmigrantes amalgamadas en una identidad estadounidense nacional— fue, en última instancia, un concepto muy estrecho. Tal vez Emerson soñara con un Estados Unidos “asilo de todas las naciones”, en el que africanos, polinesios y gente de origen diverso contribuyeran a crear una nueva raza, una nueva religión y una nueva literatura que reemplazara el viejo paradigma eurocéntrico. En los hechos, sin embargo, el crisol sólo acogió a los estadounidenses de origen europeo.

La expresión “crisol de culturas” entró al habla vernácula del país por una obra de Israel Zangwill, El crisol, estrenada el 5 de octubre de 1908 en el teatro Columbia de Washington, D. C. Es una versión de Romeo y Julieta en la que, al llegar a Nueva York, dos inmigrantes rusos, él judío y ella cristiana, superan el abismo histórico y cultural entre ellos. “Alemanes y franceses, irlandeses e ingleses, judíos y rusos, ¡todos al crisol! —proclama el personaje principal, David Quixano—. Dios está creando al estadounidense.” Se dice que en la premier el presidente Theodore Roosevelt, a quien Zangwill dedicó la pieza, la ovacionó gritando: “¡Qué gran obra!”.

Las comunidades nativas de lo que era Estados Unidos antes de que llegaran los europeos no fueron invitadas al crisol. Tampoco los descendientes de los esclavos africanos ni los mexicanos católicos y morenos, a quienes, 70 años antes de la obra de Zangwill, Estados Unidos les había quitado lo que hoy es un tercio de su territorio. En esta aleación ciertamente tampoco había cabida para los inmigran

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