Amanece. El mercado huele a cilantro y a cebolla, a carne fresca y a pescado seco, a pollo frito y flores, al maíz de las tortillas sobre todo, y resuenan las palmas de mujeres que las hacen a golpes. Los gritos, también, por todas partes:
—Le cura sus dolores, seño, dolor de su cabeza, su rodilla, cura nervios, le cura los nervios…
Grita un muchacho de camisa blanca muy lavada mientras agita una pomada y otro al lado grita que la suya cura callos, uña gruesa, uña encarnada, las cataratas de la vista. Hay otro más allá:
—… le crece el pelo, mama, le quita la caspa, le crece el pelo, vaya, caspa seca, caspa húmeda, caspa voladora…
Grita y después regrita todo en una lengua donde solo entiendo la palabra «caspa». Los muchachos son bajos y cobrizos y ofrecen soluciones, mujeres se las compran. Las mujeres —miles de mujeres— fueron llegando con el alba en esas camionetas desvencijadas donde caben —aunque no caben— quince o veinte. Son mujeres sólidas y bajas; según bajaban, se cargaban en la espalda esas bolsas de lanas de colores —si no tenían un bebé que cargar en la espalda—; también llevaban en las manos otras bolsas, blancas de arpillera, donde traían lo que traían para vender. Y se fueron desparramando por las calles de Chichi hasta que encontraron sus lugares, se sentaron en el suelo, desplegaron sus frutas o sus flores, esperaron.
—Yo quisiera ser rubia.
Me dice Manola y me sonríe, como para que apruebe. Manola tiene la piel oscura y el pelo oscuro y la sonrisa luminosa y un telefonito y me dice que querría tener el pelo claro. A menos que ser rubia no sea eso. Entonces su madre la regaña en quiché; a mí me habla en castellano:
—No le haga caso, señor. A nosotros nos gusta ser así como somos.
Yo le pregunto cómo son y ella calla y se señala con las manos y se encoge de hombros, como quien dice así como me ve. La señora debe tener 30 años, la cara seria de una madre; Manola tiene 14, chispitas en los ojos, y esta mañana las dos venden manzanas. Antes, Manola me dijo que se iba a casar pronto y no me contestó cuando le pregunté si estaba contenta.
—Claro que nos gusta ser así, señor, no me haga caso, era una broma lo de rubia.
Dice Manola y que su mama dice la verdad y que ella es chica y que por eso, que igual los rubios son gente muy rara. Las dos llevan sus blusas mayas bordadas coloridas y sus faldas a juego; las dos están sentadas en el suelo de piedras desparejas detrás de sus manzanas desparejas en su cesta de mimbre. Alrededor, miles de mujeres con vestidos parecidos venden cosas; alrededor, el mercado de Chichi explota de olores y colores; alrededor, me dicen, debe estar el espíritu.
Chichicastenango es una ciudad colonial entre montañas verdes, volcanes en silencio; es la más poblada del Quiché, la región más maya de Guatemala, y su fama viene de que, hace tres siglos, allí se transcribió por primera vez el Popol-Vuh —y, hoy, de su mercado.
Su mercado es el más tradicional y se forma dos veces por semana, jueves y domingos: entonces, tantos llegan. Hoy, jueves bien temprano, rebosa de personas. Son miles y miles comprándose y vendiéndose, cruzándose, relacionándose con la relación más habitual de los dos o tres mil últimos años —yo te doy algo, vos me das algo—, como en tantos lugares del planeta ahorita mismo. Solo que aquí lo que se vende se ha producido cerca y lo venden, en general, los que lo hicieron y, además, las vendedoras se visten diferente. El mercado de Chichicastenango es un refugio, un resto: de los mercados de antes de la unificación del made in China; de una cultura que el mundo se va tragando poco a poco.
Todo se estrecha y se retuerce: no es fácil andar por estas calles llenas de vendedores y vendedoras, puestos, perros, inundación de cuerpos.
—La que se pone en el suelo, si está sola, después no puede levantarse hasta el final. Se hace largo el final para la que está sola.
Me dice desde el suelo, detrás de una canasta con dos docenas de limones, una señora muy mayor. En el mercado hay clases, por supuesto: esas mujeres que llegaron y se buscaron un rincón vacío y pasarán el día mirando todo desde abajo y, más arriba, los que tienen sus puestos desplegados, con su lugar, su techo, sus montones de mercadería, sus banquitos. Pero también hay más abajo: hombres de carga. Aquí no hay espacio para carros, no hay carretillas, no hay carritos. Los hombres son sólidos y bajos: cuando los apalabran, se echan a la espalda un bulto que los dobla y se doblan para soportarlo y transportarlo. No precisan agarrarlo con las manos; lo sostienen con una cuerda que se pasan alrededor de la cabeza y aguantan con la frente, un trapo entre la cuerda y la piel para que no les hunda la cabeza y, así, las manos libres para llevar más carga.
(En Chichi y sus alrededores viven unas doscientas mil personas, casi todas quichés. El castellano se habla poco, raro.
—No, yo lo aprendí en la escuela y en la televisión, pero más en la tele…
Me dice Manola, y se sonríe. Lo habla muy bien, se lo digo, se sonríe de nuevo:
—Es un idioma muy difícil. Tantas palabras tiene, vaya a saber de dónde salen.
En la zona, me dicen, hay muy poca violencia, poquísimos asesinatos: la «justicia maya», que mata asesinos en linchamientos populares, ha ayudado mucho, me dicen, a terminar con ellos.)
Casi todas las mujeres llevan sus vestidos tradicionales, distintivos, torrentes de colores que llevaron sus abuelas, las abuelas de sus abuelas, más abuelas: rojos, negros, dorados, la elegancia. Los hombres, en cambio, van de pobres globales: un bluyín, una camiseta con dibujo o leyenda, zapatillas, su cachucha o capucha. La tradición, parece, reside en las mujeres: ellas son las que siguen portando su pasado sobre el cuerpo; o, dicho de otro modo: ellas son las que siguen atadas al pasado, distinguidas. Los hombres, que pueden decidir, deciden el presente, confundirse.
El espíritu se esconde
pero está.
Los pasillos entre puestos son oscuros y angostos; el suelo, piedras desparejas; de las viejas iglesias encaladas en las dos puntas del mercado bajan cantos, el olor a incienso. Pasa un hombre de carga con dos bolsas de granos de maíz: cien kilos de maíz sobre la espalda, la cuerda hundiéndole la frente; camina con los pasitos cortos y apretados de quien no sabe si va a llegar pero prefiere que sea rápido.
—¿Y usted, señor, de dónde es?
—No sé. Yo nací en la Argentina pero vivo en España.
—Ah, qué bueno, entonces puede hablar los dos idiomas.
Yo estoy feliz de ser, de pronto, tan políglota.
En esta esquina en cambio docenas de mujeres tienen un gallo en brazos: lo venden por 50 o 60 quetzales, menos de 10 dólares, y el comercio funciona. Las discusiones en quiché; los números en castellano. A cada rato una señora se va con un gallo bajo el brazo y otra, la que se lo vendió, ya desplumada, se despide y se vuelve a alguna parte. Entre ellos se venden cosas del campo o para el campo: tomates, aguacates, hongos, lichas, ocotes, hierbas, frijoles, flores, chiles, carnes, animales varios, granos para esos animales, abonos y semillas de esas plantas. Y venden, también, tejidos —que buscan los turistas. Esos tejidos son su firma, su marca; probablemente nada los identifica más; probablemente, para el resto del mundo, nada más los identifica. Y, por supuesto, está la artesanía.
—A ver, amigo, qué le vendo, amigo. Artesanías, amigo, qué le vendo.
El sistema es así: en el mercado existe —subsiste— un núcleo duro de mujeres que venden, como siempre vendieron, sus flores y pollos y frutas y verduras y tejidos, sus hechuras, y se visten como siempre se vistieron y hablan como siempre hablaron. Entonces hay personas de otros sitios que, atraídas por ese fenómeno en vías de desaparición, vienen para verlo. Entonces hay personas que, atraídas por la presencia y el dinero de esas personas de otros sitios, vienen para venderles otras cosas, sobre todo esos productos que, hechos cada vez más en serie, se venden porque se ven hechos a mano —y solemos llamar artesanías.
La artesanía y el turismo: quedarse con algo que te recuerde que estuviste en otra parte, que no siempre fuiste este en este escritorio, en este banco.
Ana Mariana, veintipocos, vendedora en la panadería, me sirve mi café y se ríe nerviosa cuando le cuento mi charla con Manola, la muchacha que quería ser rubia:
—¿Será que le da vergüenza ser indígena?
Pregunta, más que dice. Y que ella al contrario, está orgullosa, y le gusta tanto usar el vestido quiché aunque para venir a trabajar deba ponerse pantalones.
—Ladina, querrá ser.
Dice, casi con desprecio. Yo le pregunto lo evidente y me dice que sí, que ladinos vendrían a ser las personas que no son indígenas.
—¿Yo, digamos?
—Claro, usted.
—Me gusta ser ladino.
—Bueno, si no sabía lo que era, ahora lo sabe.
En el mercado de Chichicastenango pululan esas personas de otros sitios, los turistas. Ellos sí que saben: vienen porque les dicen cómo son las cosas. Lo leí en una de sus guías: «Si quiere conocer el verdadero espíritu de América Latina vaya al mercado de Chichicastenango». En esos días yo buscaba, por supuesto, el espíritu de América Latina, y decidí venir a verlo. La idea de un espíritu de jueves y domingo era inquietante, pero estaba dispuesto a soportarla. Más me inquietó, en realidad, que fuera este: un mercado marcadamente indígena en el país con mayor proporción de indígenas de América, con mayor proporción de campesinos de América, con mayor proporción de desnutrición y mortalidad infantil de la América hispana, con la violencia desatada. La decisión tan clara de pensar América Latina como el cliché de siempre.
Esto, claro, debe ser lo latinoamericano: tenemos un espíritu.
(Así se percibe: como un espacio silvestre peligroso o, en el mejor de los casos, uno donde deberían preservarse ciertas cosas que el resto del mundo occidental está perdiendo. Un espacio donde lo importante es conservar.)
Y me inquieta, siempre, en general, esa tendencia a suponer que lo auténtico es lo que hacíamos «antes» —antes de algún cambio, antes de alguna mezcla— y que lo que hacemos ahora es impuro y bastardo y que se debe buscar lo que quede de aquello allí donde se encuentre. Sobre todo, claro, en esas sociedades más o menos «primitivas».
Si alguien quiere saber cómo es «Europa» no piensa en ir a ver pastores de renos en Laponia o chicas traficadas en Moldavia o desocupados napolitanos en sus bloques de viviendas sociales pero a muchos se les ocurre venir a Chichi o ir al Cuzco para saber de «América Latina». El reparto de roles en la película global está bastante claro: los que van a París van a la torre Eiffel, gran momento de la máquina moderna, y en Nueva York se amontonan ante las pantallas de Times Square, técnica de punta, o en los malls de brillitos; los que vienen aquí buscan restos del pasado folkie. Y no es solo el turismo; en general, para muchos millones, a lo lejos, aquí lo auténtico es lo que ya no es; en otros sitios no cargan ese lastre.
Pero los de aquí también tienen una idea de América Latina: a mí, que soy un poco blanco, un poco alto, me hablan en inglés; se ve que el español es cosa de otra gente. Un hombre bajo viejo me mira tomar notas y me pregunta en castellano que en qué idioma escribo. Le digo castellano y me dice que no, que es otro idioma. Me deja con la duda. La muchacha cobriza quiere verse rubia, los rubios quieren vernos cobrizos campesinos: el mundo, por suerte, es un sinfín de incomprensiones. Por eso hacemos libros todavía: por la ilusión —siempre fallida— de alguna vez entender algo.
(A media tarde en el mercado cae bruto chaparrón y todos corren; el espíritu sudaca se disuelve en el agua.)
Otra causa perdida: querría saber qué es Ñamérica más allá de folclores, artesanías y demás nostalgias. Tratar de saber qué y cómo es ahora, después de tanto cambio, más allá de los lugares más comunes, más allá de supuestos espíritus. Tratar de saberlo mirando más lo común, menos lo extraordinario. Huir de los clichés telúricos, marca fuerte de lo «latinoamericano», para espiar las vidas, las relaciones, las ideas. Mirar, oír, pensar, recordar, contar: ojalá sorprenderme, imaginar que entendí algo.
Es, insisto, una búsqueda: tratar de saber qué significa Ñamérica, si existe, qué la constituye. Cuáles son los rasgos comunes que permiten hablar de una región —y las diferencias que la confunden y complican y completan. De eso van estas páginas. Llevo décadas recorriéndola, mirándola, tratando de contarla; ahora, por fin, querría saber.
Esto no es una pipa, escribió Magritte —y pasaron cien años.
EL CONTINENTE
Deberíamos serlo y no termina
de sucedernos: somos
nuestro fracaso de nosotros.
A menudo parece que ser latinoamericano es un deber ser que no termina de ser: defrauda, no sucede.
Y lo deploramos —muchas veces lo deploramos— como si fuera un error de alguien o de algo. Creemos en ese deber ser integrado y nos sorprendemos ante el ser real desintegrado. Pensamos que somos un fracaso permanente porque no somos lo que deberíamos, en lugar de pensar que esto es lo que somos.
No pensamos por ejemplo, que llevamos dos siglos empeñados en un persistente, testarudo trabajo de desintegración, del que estamos absolutamente orgullosos. Durante esos dos siglos la tarea más denodada de nuestros estados, de nuestros letrados, de nuestras poblaciones y de nuestros verdugos consistió en buscar y/o crear las diferencias entre territorios y personas que no las tenían bien claras: deshacer América, dividirla en patrias.
Inventar patrias es, antes que nada, establecer diferencias entre tierras que eran una y la misma. Convencernos de que un argentino correntino que habla en guaraní es algo radicalmente distinto de un paraguayo que habla en guaraní y vive del otro lado del río, y debía incluso ir a la guerra contra él, cuando había guerras, o recordarlas y cantarlas cuando no. Y que un peruano que habla quechua en una orilla del lago Titicaca es enemigo de un boliviano que habla quechua en la otra. Y que un colombiano que habla el mejor castellano en Cúcuta debe pelearse y rechazar a un venezolano que habla tan parecido cruzando el puente en San Antonio —y así de seguido en todo el continente. Las naciones: el gran mito moderno. Sus fronteras.
(Hubo tiempos, tantos, en que no existían las fronteras porque no existían los países. Los límites se borroneaban, los espacios se confundían, los territorios se mezclaban. La frontera es otra de esas cosas que nos vendieron como eternas, naturales: como si no pudiera haber un mundo sin fronteras. Es falso: así fue la mayor parte de la Tierra durante la mayor parte de la historia.
Lo mismo —algo muy parecido— pasa con los países. El sentido común pretende que son entidades inmutables —la patria es, antes que nada, después de todo, «eterna»— y sin embargo las nuestras hace dos siglos no existían y no hay ninguna garantía, absolutamente ninguna garantía, afortunadamente ninguna garantía, de que existan dentro de otros dos. Los países son unos pactos muy complejos, muy frágiles, que suelen hacerse y deshacerse y que, para existir mientras existen, necesitan convencerte de que siempre existieron, de que no están sino que son: que unos dioses o el destino o vaya a saber qué ente todopoderoso les ha insuflado una esencia inmortal.)
En América Latina durante tres siglos no hubo patrias, porque un par de patrias lejanas la ocuparon. Y antes que eso no existía América. Mal o bien que nos pese, América como concepto es un invento de esa invasión: la invención de América.
Para sus habitantes anteriores a la invasión europea, América no existía. Eran tiempos en que la mayoría de las personas del mundo conocía del mundo solo lo más inmediato: veinte o treinta kilómetros alrededor de sus casas, cien o doscientos como mucho. Poquísimos habían viajado más allá; los que sabían que había mundo más allá lo sabían porque alguien se lo había contado —y existían sociedades enteras en las que nadie lo contaba: no lo sabían o no les importaba.
Aquí era así. Cada quien conocía su entorno más cercano y unos pocos podían suponer su región: los Andes peruanos, la meseta mexicana o los valles colombianos, las selvas panameñas o amazónicas. La idea de que todo eso formaba una unidad empezó con esos iberos que se lo apoderaron todo junto. Es raro pero es cierto: lo que hoy llamamos América fue su invento. Un continente poblado por una mezcla de indios, blancos y negros donde se hablan sobre todo dos idiomas y se adora a un mismo dios en versiones levemente distintas.
España se eligió lo mejor. Solo tuvo que resignar una parte ante Portugal, pero ciertamente no ante Francia e Inglaterra: les dejó lo que no le interesaba. La América hispana es la mejor parte de América —o, por lo menos, la que lo parecía a principios del siglo XVI. España se quedó con las zonas donde había suficiente mano de obra y suficiente trabajo previo y suficiente oro o plata o piedras. Portugal tuvo que compensar lo agreste de su zona asegurándose el suministro de esclavos africanos —que los demás retomaron. Pero a los españoles no se les ocurrió ocupar las costas del Norte como no se les ocurrió ocupar las del Sur: ni Patagonia ni Manhattan. Por encima o por debajo de los 35 grados de latitud —norte o sur— no parecía haber nada que valiera la pena.
Lo cierto es que durante trescientos años la América Hispana fue parte del mismo estado, la misma religión, la misma cultura. Su territorio pasó más tiempo en aquella unidad que en esta dispersión de veinte países. Algo debe quedar de eso. Nos acostumbraron a pensar esa unidad como un corsé que nos aplicaron hasta que pudimos sacárnoslo de encima gracias a las independencias nacionales: es una construcción mítica como cualquier otra.
Para completarla, algunos estados hispanoamericanos usan los imperios indígenas previos: su historia les permite apuntar que los países actuales existían antes de los españoles. Pero no hay ninguna razón para pensar que el imperio maya y el imperio azteca y los totonacas y los chioles y los yaquis y los purépechas y los cientos de otros se sintieran, todos juntos, «mexicanos». Entre otras cosas, porque «mexicanos» no existía.
Y después vinieron las «independencias» y ahora las leemos como el principio de un proceso irreversible; entonces, para los dueños españoles, aquellas insurrecciones eran unos exabruptos pasajeros que se habían aprovechado de circunstancias externas —la invasión francesa— que, ya superadas, serían aplastadas y todo volvería a la normalidad de los tres siglos anteriores.
No sucedió. Con toda lógica, aquellos señores revolucionarios se rebelaron contra la tradición hispana. Y cada cual buscó la suya, digamos —o no buscó ninguna. Las independencias se hicieron contra ese principio unificador —el único que había— y así dieron inicio a la construcción de las diferencias.
Por antiespañolas las revoluciones americanas crearon tantos países. Lo español era la concentración de poder a manos de una burocracia centralizada; lo americano sería lo contrario. Quizá sin ese precedente, sin ese rencor, América se habría armado distinto. Y si mi abuela tuviera ruedas sin dudas sería una bicicleta de carrera.
(La construcción de las diferencias: no había países per se, ni reinos per se, ni nada per se. No había legitimidades previas, porque la independencia consistía en cargárselas; todo estaba por construirse. Por eso era tan importante crear países: crear diferencias con el resto del territorio, argumentos que justificaran el hecho de que hasta aquí somos nosotros, desde aquí ellos. Es un proceso tan original: la invención de las patrias en un lugar donde no tenían razones claras, donde la lengua era la misma, la religión era la misma, el gobierno no era.)
Sin entrar, por ahora, a discutir cómo se fueron armando esos países: la intervención, por ejemplo, de los imperialismos de su tiempo —inglés, americano— que favorecían las divisiones que, sin duda, les facilitarían la tarea.
A algunos les gusta que haya patrias. A otros nos gusta menos, pero ese no es el punto por ahora. Más allá de que nos guste o no, lo cierto es que existen. Y que cualquier idea de lo latinoamericano debe tomar en cuenta esa partición, las diferencias tan laboriosamente construidas. Nuestro mayor éxito consistió en convencernos de que son en sí, naturales, reales —cuando son, como casi todo, un hecho de discurso. Llevamos doscientos años intentando muy patrióticamente que no exista esa unidad latinoamericana, pero después deploramos que no existe.
Aunque precisamente este pasado común y la juventud de nuestros países autorizan a pensar lo latinoamericano como si existiera. No hay continente que siga viviendo como este los efectos de un pasado común: que tenga, todavía, tantos rasgos en común. Las regiones en que solemos dividir el mundo suelen armarse por proximidad física. Pensamos en Europa y juntamos en un mismo concepto Italia y Noruega, Rumania y Alemania, Rusia y Portugal. Los une el hecho de estar limitados por los mismos mares y, si acaso, variadas formas de la cruz; tanto más los separa. Pensamos en África negra y reunimos a Nigeria y Etiopía, Sudán y Sudáfrica. Los une, cuando los une, la geografía y el color de muchas pieles. Aquí, en cambio, hablamos de unidades que antes de armarse se formaron en la misma lengua, la misma religión, misma cultura, la misma población, historias semejantes.
Eso crea la ilusión de una unidad posible y, de tanto en tanto, la urgencia de entender qué somos si se nos piensa como uno. Lo cual no significa que Latinoamérica sea un deber ser para el futuro, en el estilo «el año 2000 nos encontrará unidos o dominados». Latinoamérica no es una consigna; es una realidad histórica que vale la pena desentrañar, entender.
(Pensemos la metáfora del coro: un coro es un conjunto de distintas voces que terminan por formar una voz.)
O sea, la pregunta: qué es Latinoamérica, qué es ser latinoamericano.
Parece una pregunta tonta, pero yo aprendí a respetar antes que nada las preguntas tontas. Creo que cuando uno llega a la pregunta tonta es que está empezando a abordar realmente la cuestión, está acercándose a algún núcleo. Y entonces esa pregunta, aparentemente tonta, resulta central.
Todo consiste, entonces, en saber qué sería ser latinoamericano, o sea: qué, más allá de las patrias —esas diferencias tan laboriosamente construidas—, nos asemeja, nos une, nos reúne.
Dicho sin vueltas: qué carajo tenemos en común.
* * *
Hay un espacio. O, mejor, una discusión sobre un espacio: qué es, cómo es, cómo se dice. La discusión, para empezar, es siempre una querella por el nombre. Sabemos, desde antes, que quien nombra define. Y sabemos que vivimos en un espacio que no sabe bien cómo se llama. O, mejor: que cambia al ritmo de sus nombres. Que sí se llama, en cualquier caso, en todos los casos, América —y algo más.
Puede ser Latinoamérica, Hispanoamérica, Iberoamérica —pero cada uno de esos nombres tiene unas peculiaridades complicadas y una suma de errores.
Si en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo; si, como el griego afirma en el Cratilo, el nombre es arquetipo de la cosa, pensemos en el nombre, esa palabra. Creamos, por un momento, que la palabra importa. Primero, por una suma de equivocaciones, nos llamaron indios o indianos; después, por otra, americanos; después, por más, latinoamericanos.
Americanos, ya se sabe, fue una atribución falsa: el nombre de un pequeño buscavidas florentino atribuido por pereza a ese continente que un gran buscavidas genovés había encontrado por error. Américo Vespucio se quedó, sin más razones que un librito tramposo, con toda la gloria de la nominación: contar, vendría a decir Vespucio, siempre fue más rentable que hacer. Así, estas Indias fueron América y después fueron Américas y hubo peleas por el nombre y hubo que buscar las particularidades. Americanos, entonces, ya no; ahora, dicen, latinoamericanos.
Se cuenta que el primero que escribió América Latina fue un colombiano —más o menos— exiliado en París, José María Torres Caicedo, uno de esos abogados, poetas, diplomáticos, buscavidas que pululaban entonces por la supuesta capital de la cultura. En 1857 Torres cometió un poema que tituló Las dos Américas y decía, entre otras cosas, que «la raza de la América latina, / al frente tiene la sajona raza, / enemiga mortal que ya amenaza / su libertad destruir y su pendón». Son versos torpes que solo resuenan porque allí aparece por primera vez el nombre —y aparece por oposición a la otra América. «Existe una América española, una América francesa y una América portuguesa, y a este grupo se le aplica el adecuado nombre científico de “latina”», explicó después Torres Caicedo.
(Latinoamérica, entonces, se define contra la América triunfante, la sajona raza. Y fue un modo de diferenciarnos pero fue, también, aceptar la derrota: reconocer que la palabra América ya no nos alcanzaba, no era nuestra.
Y que los americanos del norte intentaban llevarla demasiado lejos: en esos años Estados Unidos ocupó por la fuerza un tercio del territorio mexicano y se quedó con él; en esos años un aventurero de Estados Unidos invadió Nicaragua con el apoyo de su gobierno y trató de quedarse con ella; en esos años el gobierno de Estados Unidos se compró Alaska como antes se había comprado la Florida y la Luisiana.)
El nuevo nombre funcionó: América Latina, l’Amérique Latine, Latin America, Latinoamérica. Lo enarboló el imperio francés de Napoleón III porque le permitía incluir sus territorios americanos en una entidad mayor que le diera cierta protección contra los Estados Unidos —el origen latino, civilizado, contra el origen bárbaro, teutón, anglosajón— y sostener sus pretensiones sobre ciertas zonas del continente. Lo adoptaron intelectuales hispanoamericanos porque acercaba su cultura a la francesa, tan dominante en esos tiempos entre los diversos progres. Y también porque, a algunos de ellos —Sarmiento, Alberdi, por ejemplo— les servía para dejar atrás esos nombres —América Hispana, Hispanoamérica, Iberoamérica— que recordaban demasiado al invasor derrotado, el origen desdeñado, la persistencia todavía de una cultura que les sonaba oscura: dioses, reyes, señores, todo lo peor.
Es curioso que hayan elegido llamarse latinos, y que así nos hayan llamado. Para subrayar lo que tienen en común, cuatro o cinco países europeos orgullosos de su soberanía reivindican con nostalgia y reverencia los tiempos en que una ciudad los dominaba. De la región donde yacía esa ciudad, el Lazio, sale el adjetivo latino: cuando nos tratan de latinos nos están ligando con el mayor imperio que en el mundo fue —esclavos y conquistas y poder absoluto. Y con su resultado más persistente, por supuesto: la iglesia que sigue mandando desde Roma.
Así, en la huella de esos europeos, América se empezó a llamar latina en una época en que, todavía, el latín era el idioma de la misa, la lengua de la cristiandad: en que todo sudamericano más o menos educado había oído hablarlo más de un domingo, más de un bautismo, más de una boda o un entierro. El idioma que establecía las diferencias entre unos y otros, los que lo conocían y los que no: desigualdad hecha palabras. Eran esos sudamericanos educados los que podían decidir cómo llamar al continente: llamarlo Latinoamérica era una forma de reafirmar su poder, su posesión.
Ese nombre borraba de un plumazo tantas presencias que no venían de Roma. Indios, negros, mestizos y mulatos desaparecidos en un golpe de palabra: era un buen golpe. Pero las palabras patinan. Irónico que, pasado el tiempo, ahora la palabra latino nos suene más a estos bastardos pura mezcla, esquina de barrio bajo neoyorquino, sus navajas y sus dientes de oro, que a los retoños de los bravos legionarios afincados en Sevilla, en Palermo, en Toulouse, sus águilas, sus leyes, sus cruces, sus latines.
* * *
Latinoamérica se volvió una palabra poderosa. Resume los dos tercios de un continente tan variado: toda la América del Sur, casi toda la Central, buena parte del Caribe y el sur de la América del Norte. Latinoamérica ocupa más de 20 millones de kilómetros cuadrados, un séptimo de las tierras de la Tierra. La habitan unos 640 millones de personas, una de cada doce habitantes del planeta. Dos de cada tres —unos 420 millones— hablan español, uno de cada tres —más de 210— habla portugués, unos pocos francés; la gran mayoría de los 40 millones que hablan un idioma vernáculo también usa una lengua latina.
Podríamos quedarnos en esta unidad de sentido —ya establecida, ya consagrada— y trabajar sobre ella, pero Brasil es tan distinto.
Brasil es un gigante: 8,5 millones de kilómetros cuadrados, 210 millones de personas. El país latinoamericano que lo sigue en extensión —Argentina— es tres veces menor y tiene un quinto de sus habitantes. El que lo sigue en población —México— tiene casi la mitad de personas y un cuarto de su superficie. Brasil está fuera de escala: un gigante entre medianos y chiquitos. Brasil no solo habla una lengua diferente; tiene, sobre todo, una historia muy distinta.
Brasil fue, hasta 1888, un reino esclavista portugués, algo radicalmente diverso de todos sus vecinos. Brasil no pasó por el proceso compartido de constitución de esos países, su rebelión, sus búsquedas, sus influencias, sus dificultades. Y es un gigante porque su fracaso fue su éxito: su fracaso histórico, su éxito actual.
Brasil, colonia portuguesa, fue, durante los tres siglos en que lo fue, un territorio inmenso salvaje, inútil y amenazador, que nadie se atrevió o se interesó por ocupar. Los colonos se quedaron cerca de la costa: allí fundaron sus ciudades, explotaron sus esclavos, recogieron su caña y su café, sus oros. El resto era un agujero negro, una terra incognita, un espacio demasiado difícil para su poder. No intentaron, entonces, establecer ciudades y dividir en unidades administrativas ese territorio selvático o desierto que no querían administrar porque tampoco sabían utilizar. Así que, cuando llegó su tardía independencia, el territorio no quedó partido —como el resto de la región— en esa docena y media de republiquetas que correspondían más o menos a las antiguas unidades administrativas, las áreas de influencia de las ciudades consolidadas. Brasil fue un solo país porque estaba casi todo sin usar. Eso lo hizo el gigante que es: prácticamente igual —en superficie y habitantes— a todo el resto de América del Sur.
Eso lo hizo un lugar tan diferente.
(Un mundo en sí mismo —un subcontinente como la India—, cuyas relaciones con el resto de la región pasan por la economía y la geopolítica pero no comparte cultura, lengua, historia; un mundo que se interesa poco por lo que pasa en el resto de la región, por el que la región no se interesa mucho: un mundo en sí.)
Brasil quedó tan fuera de escala que no entra en la misma línea de análisis. Según el FMI, el Producto Interno Bruto de toda América Latina son unos 5.300 millones de dólares; el de Brasil es 1.900 millones: bastante más que un tercio. Por eso, si Latinoamérica existiera serían dos: una hecha de un solo país, otra de veinte; una con cierto peso en el mundo, la otra menos; una que habla un portugués, la otra castellano.
Brasil, además, es tan desigual que es incluso más desigual que el resto de Latinoamérica, el continente más desigual. Allí, el famoso uno por ciento más rico concentra casi un tercio de su riqueza, lo que lo deja como subcampeón del mundo, solo superado por Qatar y por muy poco. Es solo un ejemplo. Más en general: sus números son tan grandes que terminan influyendo demasiado en los números generales de la región. Digo: los parámetros de ese agregado que solemos llamar Latinoamérica están demasiado marcados por los parámetros brasileños.
Brasil es decisiva para la región —como lo son los Estados Unidos. Pero, igual que Estados Unidos, no forma parte en un pie de igualdad. Creo que hay que tenerlos en cuenta como polos de gravedad que influyen, desde las dos puntas, con fuerzas obviamente desparejas, en todo lo que sucede allí.
Por eso no me sirve, ahora, América Latina como concepto. Podría decir Hispanoamérica: el nombre presta a España un lugar que ya no ocupa —en la práctica política, económica, social, cultural del continente. Sí ocupa un gran lugar: el de la cuna del idioma, tan determinante. Muerto Colón, sus reyes, sus rituales, sus fallidas multinacionales de servicios, Nebrija sobrevive. Si hay algo que hace que esta región sea distinta de todas las demás es el hecho de compartir —con sus diferencias regionales, por supuesto— un idioma. En Europa, con una superficie mucho menor, hay 23 idiomas nacionales —y otros 200 que intentan mantenerse. En la India, con una superficie semejante, la Constitución reconoce 22 idiomas —y hay casi 800 más. Aquí hay más de 400 millones de personas que hablan la misma lengua, y esa es la diferencia: lo que nos permite tratar de pensarnos como algo más o menos homogéneo o, por lo menos, muy relacionado.
Ya no somos hispanos. Pero sí somos —si algo somos— los que hablamos castellano.
Y el castellano se distingue, más que nada, por esa letra rara.
La eñe se iza, se saluda, se flamea: la eñe es grito y es bandera. La decimos, la escribimos, la enarbolamos como escudo de nobleza inesperada. Parece un chiste —debe ser un chiste— pero es cierto que la eñe se ha transformado en estandarte del idioma castellano: a nadie más se le ocurrió inventarse semejante letra.
La eñe es una extravagancia. El castellano tiene veintidós consonantes; veintiuna existen en las demás lenguas romances; solo una no está en ninguna otra. Veintidós consonantes: solo una exhibe un trazo brusco por encima; solo una es ese invento un poco torpe que consistió en dibujar un firulete sobre una letra ya existente para volverla otra, para advertir que debe pronunciarse de otro modo. Y todo por un sonido tan común.
El sonido eñe es habitual. Todas las lenguas romances, sin ir más lejos, lo dicen, pero el italiano y el francés lo escriben gn —como en gnocchi y champagne—, el portugués y el gallego nh —como en bolinha y en morrinha—, el catalán ny —como en Catalunya. Solo una lengua, esa que algunos llamamos castellano y ciertos españoles español, creyó que tenía que inventar una letra para representar ese sonido: solo a ella le importó tanto. La eñe es una extravagancia y es un gesto de orgullo: la letra que nadie más tiene, la que, solo con mostrarse, ya dice castellano.
Por eso quiero decir Ñamérica: la América que habla con esa letra, que con ella se escribe. Por eso quiero ser ñamericano: somos los que tenemos esa letra en nuestras vidas.
Ñamericanas, digo, ñamericanos, digo,
señoras y señores, niñas, niños:
la gente de Ñamérica.
ÑAMÉRICA
Y entonces definirla: llámase, quizá, Ñamérica a un arco de 12.000 kilómetros de largo que se extiende de sur a norte o norte a sur, desde Ushuaia hasta Tijuana y viceversa, con un ancho máximo de 2.000 kilómetros desde Valparaíso en Chile hasta el Chuy en Uruguay, y un mínimo de 60 en Panamá —más algunas islas del Caribe.
Así que si Ñamérica existiera —o incluso existiese— tendría 12 millones de kilómetros cuadrados y 420 millones de habitantes: poco más que el cinco por ciento de la población del mundo. Sus 19 países irían desde los 2.780.000 kilómetros de Argentina hasta los 21.000 de El Salvador, desde los 127 millones de personas de México hasta los 3,5 millones de Uruguay: las diferencias son enormes.
Si Ñamérica existiera o existiese tendría o habría tenido en 2019 un producto bruto interno común —prepandemia y según el Banco Mundial— de unos 3.800.000 millones de dólares. Es más o menos lo mismo que Alemania. Solo que Alemania tiene 83 millones de habitantes y Ñamérica unos 420 millones: cada alemán es, en promedio, cinco veces más rico que cada ñamericano.
Para empezar a verla se pueden armar zonas —caprichosas, opinables— donde, por supuesto, cada país tendrá sus características propias pero habrá, entre ellos, ciertos rasgos comunes:
—el Cono Sur —Chile, Uruguay y Argentina— es, como su nombre lo indica, el extremo meridional de la región. Son, en general, los países más ricos, con más salud y educación y menos religión; son, también, los que tienen mayor proporción de inmigrantes europeos recientes y menos densidad de población. Entre los tres tienen 3,7 millones de kilómetros cuadrados, 66 millones de habitantes y un PBI de 840.000 millones de dólares: casi 13.000 por cabeza.
—los andinos —Bolivia, Perú, Ecuador y medio Colombia— fueron, antes de la conquista, el imperio Inca; la población indígena es mayor que en otras zonas. Son más tradicionales, más conservadores y solían ser más pobres; en los últimos años sus economías se desarrollaron mucho. Sus 86 millones de habitantes ocupan unos 3,2 millones de kilómetros y su PBI llega a los 580.000 millones de dólares: unos 6.700 por persona.
—los caribeños —medio Colombia, Venezuela, Cuba, República Dominicana, digamos Puerto Rico— tienen la mayor cantidad de negros y todos los rasgos de la vida tropical. En ellos el monocultivo —la banana, la caña, el petróleo— es todavía más predominante. Tienen 1,7 millones de kilómetros cuadrados, 80 millones de habitantes y un PBI de 430 millones de dólares: alrededor de 5.400 per cápita.
—Centroamérica —Panamá, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Guatemala— es el producto de una división tardía: entre los seis países no tienen sino 520.000 kilómetros —la mitad que Colombia— y 50 millones de habitantes que se reparten un PBI de 320.000 millones de dólares: unos 6.400 para cada uno —pero panameños y costarricenses tienen tres veces más, de media, que sus vecinos más al norte. Con una población muy mezclada, ciudades chicas, pobreza persistente y su tradición de gobiernos inestables, su triángulo superior es, ahora, una de las zonas más violentas del mundo.
—México es México: el país más potente de la región, mezcla de docenas de etnias locales y la ciudad más grande de la lengua, una historia riquísima y la zozobra de 3.000 kilómetros de frontera con Estados Unidos. Tiene 1,9 millones de kilómetros, 127 millones de habitantes, 1.200 millones anuales de PBI: casi 10.000 por persona.
—y Paraguay es Paraguay: una anomalía en medio del sur, distinto de los otros, sin costas ni grandes riquezas minerales, se mantuvo siglos en una autarquía rara. En Paraguay el guaraní es lengua oficial y casi toda la población lo habla: son unos 7 millones en 400.000 kilómetros; su PBI es de 42.000 millones —6.000 por cabeza—: está entre los más pobres.
Las diferencias son extremas, pero están también las semejanzas; me gustaría encontrar qué los une. No en el sentido politiquero de qué «debería unirlos»; quiero saber qué tienen en común, qué realidades, qué mecanismos, qué problemas, qué deseos.
Te dicen que es la región más fugitiva: que en ninguna las migraciones determinaron tanto y en ninguna hubo, en los últimos años, tantos millones de migrantes.
Te dicen que es la región más silvestre: un auténtico revuelo de selvas y praderas y colores que produce más carne y soja y minerales.
Te dicen que es la región más desigual: que en ninguna los más ricos tienen tanto más que los más pobres.
Te dicen que es la región más violenta: que en ninguna las personas matan más.
Te dicen que es la región más católica: que en ninguna la cruz tiene tanta fuerza y tanto peso.
Te dicen que es la región más mágica: un auténtico revuelto de culturas, una mezcla como no se ha dado en ningún otro lugar.
Te dicen que es la región más agitada: la que siempre está a punto de empezar, de ser lo que debía; que se agita para ser lo que debía.
Te dicen y te dices y te decís y nos decimos.
Es el momento de escuchar un poco más allá.
Es raro, es difícil tratar de pensar una región, un agregado de países y trayectorias y situaciones diferentes como si fueran uno. El desafío es encontrar lo que los relaciona: qué rasgos comunes nos permiten pensar a Ñamérica como un conjunto que se puede pensar.
De eso se trata.
* * *
Como escribió hace tanto don Antonio y tantos adoptaron, desde entonces, para justificar sus coplas y copias y latrocinios leves:
«Ya todo está dicho pero
cuando habla un hombre sincero
dirá lo que otros dijeron
como si fuese el primero.
Como si el primero fuera:
como si por vez primera
esas cosas se dijeran
previas, preclaras, señeras…»
Y así de seguido.
Ñamérica siempre fue tierra de mitos. Lo fue, por lo menos, desde el principio de la llegada de la lengua, cuando Colón pensó que estaba en el Paraíso o en las Indias, y Ponce de León buscaba la fuente de la Eterna Juventud y Orellana veía amazonas entre los árboles del río y tantos marcharon y marcharon hacia los brillos de Eldorado. Después, en estos quinientos años que le conocemos, fue más mitos, tantos: desde las tierras donde la naturaleza seguía siendo lo que había sido en el principio hasta las sierras donde los hombres serían al fin libres. Mitos y más mitos; a veces parece que lo decisivo fuera saber cuál es el mito actual. Pero, también, las realidades.
Hace exactamente medio siglo se publicó un libro que intentó una síntesis del continente. Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, fue leído por millones de personas. Funcionaba —funcionaba muy bien— como un memorial de los agravios que habían sufrido Latinoamérica y los latinoamericanos desde la invasión de los españoles y el desembarco de los ingleses y el imperio de los norteamericanos. «La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta», decía en su prólogo, para mostrar cómo los grandes poderes extranjeros se aprovecharon de las riquezas autóctonas para construir sus sociedades y debilitaron, así, la construcción de las nuestras. Para mostrar, también, que teníamos un destino manifiesto o algo así: especializados en perder.
De las venas abiertas de América Latina caía almíbar: ese almíbar amargo que te endulza la desgracia con el relato de injusticias que siempre fueron culpa de otros, ese almíbar amargo de sentirse víctimas.
En aquel libro, muy de acuerdo con la época, había malos macizamente malos y los buenos: los autóctonos que intentaban resistirse. La tentación de ese armado es grande: el expolio, en efecto, lo fue y lo sigue siendo. Pero esas visiones reductoras de la historia solo producen frases hechas y titanes de cartón y arrebatos sin futuro. Había, para empezar, algo injusto en pretender que todos los males del continente empezaron con la conquista, en obviar las calamidades de los regímenes anteriores: si es nativo, te decían, es bueno. Por supuesto que el poder español fue una catástrofe, como todos los poderes, cada cual con sus rasgos; no se puede decir que los aztecas con sus sacrificios humanos y sus guerras para hacer esclavos fueran mucho mejores. Ni los incas con sus monarcas medio dioses, sus castas absolutas, la explotación implacable de sus pobres.
A diferencia de los imperios autoritarios precolombinos, los expolios coloniales y neocoloniales servían para legitimar ciertas reacciones. En esos años Las venas abiertas funcionaba —funcionaba muy bien— como la justificación histórica de las reacciones que miles y miles de americanos intentaban: tras la Revolución Cubana había, en cada país del continente, grupos que, con métodos diversos y fuerzas diferentes, intentaban una sociedad más justa, más igual, digamos: socialista.
El silogismo era eficaz: si las patrias latinoamericanas se habían construido en la guerra contra el invasor español, era lícito intentar reconstruirlas en la guerra contra el invasor americano —y sus oligarquías dependientes. Alcanzaba con poder homologar aquella situación a la dictadura colonial: entonces, el recurso contemporáneo a la lucha —más o menos— armada estaba justificado por el recurso inicial a esas formas de lucha, las que habían sentado las bases de la patria, las que aprendíamos a reverenciar en las escuelas. Si para fundar nuestros países nuestros próceres habían peleado con las armas en la mano, era lógico que lo mismo se precisara para refundarlos: todo consistía en saber quiénes serían los nuevos San Martín, los Bolívar actuales. «Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En su mayoría eran paisanos pobres, gauchos montaraces, indios que recuperaban en la lucha el sentido de la dignidad, esclavos que ganaban la libertad incorporándose al ejército de la independencia. La revolución de los jinetes pastores incendiaba la pradera…» Aquellos héroes justificaban a los contemporáneos y todos juntos armaban una imagen sólida, compacta, llena de certezas. Todo era, de algún modo, más fácil.
Desde entonces —ya lo veremos con detalles— la situación política cambió de cabo a rabo. Pero también cambió Ñamérica: hoy el continente es otro.
Está claro que somos otros.
Es obvio: nunca nadie es como lo ven, nunca nadie es como era. Pero hay grados, y es muy notorio que Ñamérica y sus habitantes hemos cambiado mucho en las últimas décadas, y ya no somos los que éramos: lo que muchos, distraídos, suponen que seguimos siendo.
Somos otros.
Para empezar, lo más central: las personas. En 1970 había unos 180 millones de ñamericanos: bastante menos de la mitad que ahora. De nuevo: por cada persona que vivía entonces en Ñamérica ahora hay más de dos.
(El crecimiento demográfico es nuestra mayor victoria como especie, el triunfo de la parte animal. Lo es en el mundo en general, lo es en América en particular: somos cada vez más —y no hay mayor cambio que ese.)
«América arboleda,
zarza salvaje entre los mares,
de polo a polo balanceabas,
tesoro verde, tu espesura…»
cantaba Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (a) Pablo Neruda entre los 15.000 versos de su Canto general: fue el mayor propagandista, prosopopéyico y pomposo, de esa región pensada como portento de la naturaleza, esa tierra omnipotente que no correspondía modificar ni hollar, esa América que pasó y no ha sido.
«Piedra en la piedra, el hombre, ¿dónde estuvo?
Aire en el aire, el hombre, ¿dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre, ¿dónde estuvo?»
El hombre estaba y cada vez está más. Ahora, queda dicho, la región es tanto más populosa que lo que nunca fue pero, sobre todo, sus ciudades lo son. Se suele pensar a Ñamérica como el reino de una naturaleza lujuriosa, avasallante, cuyos caprichos condicionan las vidas de sus habitantes y los sumen en una incertidumbre tururú. Y es cierto que allí siguen las selvas despiadadas, los picos sin final, el río más largo y caudaloso, los desiertos y costas, los salitres, mesetas, terremotos, volcanes, huracanes, las llanuras tan fértiles. Comparadas con continentes más serenos, las tierras ñamericanas pueden resultar avasallantes.
Pero pocas regiones han cambiado tanto en estos años. Ese mundo que siempre se supuso rural, campesino, silvestre, se ha vuelto un entramado de ciudades. En 1960 la mitad de los ñamericanos vivían en ciudades; ahora son más del 80 por ciento, cuatro de cada cinco.
En 1960 solo siete ciudades ñamericanas tenían más de un millón de habitantes: Buenos Aires, México, Santiago, Lima, La Habana, Montevideo y Caracas; en 2020 eran 53. En 1960 había unos 115 millones de urbanitas en Ñamérica; ahora hay unos 320 millones, casi tres veces más.
Para darse una idea: el 75 por ciento de los europeos vive en ciudades, suburbios o pueblos; menos que en Ñamérica. Y, en el mundo, es el 56 por ciento: mucho menos. Ñamérica, insisto, se ha vuelto una región particularmente urbanizada.
Aunque está claro que hay ciudades y ciudades.
Los países que tienen más urbanitas que la media son Uruguay, Argentina, Venezuela, Chile, México y Colombia: a mayor desarrollo, más gente en las ciudades. Nicaragua, Honduras, Guatemala tienen mucho menos que la media; aquí también, las diferencias son profundas.
(Urbanitas de ciudades desbordadas, sobrepasadas, fracasadas. Ciudades donde la palabra clave debe ser colapso: servicios colapsados, tráfico colapsado, infraestructuras colapsadas —vidas que tratan de esquivarlo.)
Que haya tantos urbanitas supone, también, que millones han llegado desde el campo y la montaña y la selva en estas décadas. Entonces, más que jactarse de la modernidad, importa recordar cómo y por qué se fueron y se van. La violencia en Colombia, por ejemplo, llevó a varios millones de personas a la periferia de sus ciudades grandes, donde se sentían más seguros; la maquila en México y Centroamérica también las llevó a la búsqueda de trabajos supuestamente más seguros; en Argentina los escasos campesinos que quedan se siguen yendo porque les sacaron las tierras y las máquinas hacen su trabajo; en todos los países la ciudad ofrece un espejismo de modernidad y —si acaso— de justicia, de una vida que no será tan dependiente de los caprichos de la naturaleza y de un patrón, de la ilusión de mejorar.
El campo se vació, entre otras cosas, porque cambió de sentido. Pasó de ser un espacio para vivir, el lugar de personas y culturas, a ser un espacio para la producción que sus dueños intentan adaptar al máximo a su nueva función, que precisa cada vez menos gente, donde la gente molesta más y más.
La empresa que arma una gran explotación de soja, de cobre, de palma, de petróleo, necesita cada vez menos personas trabajando y, así, los hombres y mujeres que estaban en la zona se convierten en desocupados conflictivos o, peor, en pedruscos que pueden, al tratar de mantener sus tierras, trabar el funcionamiento de la máquina. Deshacerse de ellos es, para los patrones, una forma de mejorar el rendimiento de esas tierras. Su migración es un beneficio económico para ellos.
Pero, para que esos pobladores migren, los patrones precisan, por supuesto, convencerlos de que les conviene: que en las ciudades vivirán mejor. Y los convencen con discursos de prosperidad o anuncios en la tele o amenazas o simplemente la violencia.
De ahí una de sus paradojas más notorias: los ñamericanos viven en las ciudades pero, en general, buena parte de las riquezas de las que viven —animales, vegetales, minerales— vienen de tierra adentro, de la naturaleza. Ñamérica vive de ella, y hay quienes pueden, por eso, pensar en nuestras ciudades como parásitos de esos dones naturales; la realidad, como siempre, es más compleja.
Pero sigue siendo cierto que vivimos de lo que crece o creció en la tierra, arriba, abajo.
«Para el Mahatma Gandhi el pueblo era el espacio puro, libre de los vicios que corrompen la ciudad. “La India no se encuentra en sus escasas ciudades sino en sus setecientos mil pueblos —decía a menudo—. Considero el crecimiento de las ciudades algo maligno, una desgracia para la humanidad y para el mundo…”», cita Suketu Mehta. En esa India que el Mahatma extrañaba, cientos de millones se morían de hambre.
Y hay variados mahatmas en Ñamérica: gente que, de un modo u otro, añora esos tiempos supuestamente idílicos bucólicos campestres, aquel mundo más o menos inmóvil donde nada cambiaba, donde los pobres eran muy pobres y se morían de enfermedades pobres, donde no había educación ni justicia ni cosas de esas.
Irse a las ciudades puede ser, por distintas razones, un fracaso, pero es un intento. Muchos se van porque no pueden quedarse y seguir viviendo como sus padres, sus abuelos —aunque quisieran, aunque querrían. Muchos se van porque realmente no querrían. En todo caso han armado —están armando— un continente nuevo, uno que no se encuentra pero se busca de una forma distinta. Y ahora las ciudades son la forma: el espacio donde se inventa, donde se cruza, donde se encuentran formas nuevas.
Ñamérica ya no es esa región rural, casi bucólica, austera y lujuriosa, que aprendimos. Ahora está hecha sobre todo de ciudades mal hechas, tan improvisadas, incapaces de seguir el ritmo de su propio crecimiento, insuficientes para albergar a los millones que se vuelcan en ellas —porque en esas zonas rurales productoras de riquezas no sobrevivían, no producían suficiente o, peor todavía, los mataban.
Ciudades, entonces, donde cinco millones de personas —cinco millones de personas, toda la población del Perú o de la Argentina en 1900— ni siquiera parecen tantas: Buenos Aires, Lima, Bogotá, Santiago, Caracas, Guadalajara, Guatemala, Monterrey, Medellín y, sobre todo México, la madre de todos los monstruos, tienen muchas más. Solo en la Ciudad de México viven unos 25 millones de personas: más que lo que había en toda Ñamérica en tiempos de la Independencia. No se puede entender esta región sin empezar por pensar esa explosión brutal: que donde había, hace dos siglos, una persona ahora hay treinta y donde había, hace cien años, una, ahora hay siete. Que sus ciudades se han convertido en estos monstruos inasibles, tan inquietos.
Y hay una que es, con mucho,
la madre de todas las ciudades.
MÉXICO
La ciudad desbocada
Intento entrar, no lo consigo. Es mediodía, el sol reluce, y en Tlatelolco, un corazón de México, cientos de personas salen en estampida por las puertas de vidrio de la torre. La torre es imponente, sus cien metros de alto: fue el Ministerio de Relaciones Exteriores y ahora es un centro cultural de la Universidad Nacional; aquí, a veces, los centros culturales tienen ese porte. Trato de preguntar qué pasa pero nadie se para; les han pateado el hormiguero, corren.
—¡Sexto piso, aquí a mi izquierda, por favor!
Grita un hombre en un megáfono, y poco a poco le hacen caso.
—¡Consejo de Médicos de Urgencia, cuarto piso, de este lado!
Grita más, y más corren, y por fin una mujer me explica que hubo un temblor y que por eso.
—¿Un temblor?
Digo, con ídem.
—Sí, pero nada, una cosa de nada. Lo que pasa es que la torre bailó un poco.
Dice, pero su cara no me tranquiliza. El del megáfono intenta calmarnos con información:
—No se preocupen, amigos, no fue nada. El epicentro del temblor estuvo lejos. No se preocupen, no va a pasar nada.
Es raro el miedo cuando llega tarde, demorado, cuando llega por algo que no fue: cuando es conciencia de lo que habría pasado.
—Hubiera visto cómo se movía. Yo rezaba, rezaba.
Me dice una mujer embarazada.
—¿Usted es extranjero, cierto? Usted no sabe lo que es vivir en una tierra que se mueve.
He estado veinte, treinta veces en la Ciudad de México; he trabajado aquí, he publicado aquí, he imaginado la posibilidad de vivir aquí, aquí viven algunos de mis mejores amigos; no conozco la Ciudad de México.
Conozco trocitos, algunos barrios, algunas sensaciones —y a veces me pregunto si hay otra forma de conocerlo. (¿O conocerla? ¿México es femenino o masculino? ¿Digo: México la ciudad es femenino o masculino?)
No la conozco ni lo conozco —ni creo que sea posible conocerlos. Pero lo intento, una y otra vez.
México es la ciudad más grande del hemisferio occidental. México es la ciudad más antigua de América. México es una de las diez ciudades más ricas del mundo. México tiene más habitantes que la mayoría de los países.
En México viven unos 23 millones de personas. O quizá 25 o quizá 21. Hay pocas cosas más difíciles, en estos tiempos de todo computado, que saber cuántos habitantes tiene una ciudad. El problema no son los habitantes, es la ciudad: hay tantas versiones sobre dónde empieza y termina cada una; sus límites administrativos no suelen coincidir con sus límites reales. Pero, aún en esa confusión, está claro que hay pocas más grandes.
México no es una ciudad. Es, quizá más que ninguna, lo que ahora son las ciudades desmedidas: una federación de pueblos grandes unidos por esas cosas que unen a esas federaciones. Antes era un dios, un rey, un límite geográfico; ahora es una bandera, un equipo de fútbol, una moneda, una ilusión —y siempre las variaciones de una alimentación y de un idioma. México es tan diversa, tan inabarcable. Sus barrios riquísimos, sus barrios pobres, sus barrios peligrosos; sus autopistas superpuestas intrincadas infinitas, sus calles arboladas, sus calles destrozadas, sus malls y sus mercados; sus monumentos, sus agujeros, sus rincones; su poder, su impotencia. El centro de México está construido sobre el fango de un lago; el sur, sobre la lava de un volcán; el oeste, sobre los gases de un basural gigante. En México todo cambia y nada cambia. Lo único seguro es que nada está seguro: aquí todo puede temblar, todo puede caer.
Todo es promesa, todo es amenaza.
Todo es sorpresa todo el tiempo.
* * *
Quiero, sé que no se puede, se me ocurren cositas. Mi compinche mexicano es el autobiógrafo oficial de la Ciudad de México, así que le propongo un juego: que me mande a los sitios que debo conocer de su ciudad para empezar a conocerla pero que no me diga por qué ni para qué, que me obligue a descubrirlo. Yo, a mi vez, ocultaré su identidad bajo un apodo inverosímil: Juanvilloro.
(Entonces Juanvilloro me manda a la estación de metro Chabacano y yo supongo que será por el nombre; de nuevo me equivoco.
La frase es cursi pero cierta: el metro de México es un mundo. Cada día lo usan cinco millones de personas, quizá siete. El metro es un mundo mal iluminado, mal oliente, pasablemente sucio, pasablemente vigilado, peligroso, rebosante de vendedores y mendigos, donde siempre sobra gente.
Gente y más gente, bajo su forma de personas. Un chingo de personas —que en Bogotá sería un jurgo de personas y en Buenos Aires una bocha de personas y en Madrid la hostia de personas, por ejemplo. Es fuerte tener que ver que existen tantas. Vivimos entre tantos, somos tan poco, nos pasamos la vida negando esa certeza. Pero hay momentos en que la multitud se hace evidente, y es brutal. El efecto masa, que las ciudades inventaron —miles de personas haciendo lo mismo al mismo tiempo— nunca es tan visible, nunca tan obsceno como en México. Una estación de metro mexicana en hora pico es un recuerdo de que somos una mota. Aquí caminar es moverse al compás, dejarse llevar por los pasos ajenos; aquí somos un flujo poderoso, constante: individuos confundidos, miles y miles, cuerpos que toca acomodar para llevarlos lejos. Y subir al vagón es catarata, una avalancha, cuerpos que se abalanzan a ver si ocupan un espacio donde no cabe un cuerpo.
Con diferencias, por supuesto. En la estación Chabacano, esta tarde, hora punta, la ciudad se bifurca en sus clases: unos pocos toman la dirección Tacubaya, hacia zonas burguesas; multitudes van hacia Pantitlán y sus barrios populares. Aquellos vagones van cómodos; estos explotan de personas apiñadas; creo que Juanvilloro me mandó aquí para que viera que incluso entre los más pobres, los que toman el metro, hay clases: que México es, como todas, como pocas tanto, una ciudad de clases.)
El hombre tenía unos 30 años, era alto, grueso, moreno, su diamante en la oreja, ropa nueva. Estaba por pasar el molinete de salida de la estación de Merced cuando dos policías se le echaron encima. El hombre se debatía, se agitaba, gritaba qué pasa qué pasa oficial no sea prepotente; tenía un parlante moderno en una mano y parecía que lo acusaban de robarlo pero él gritaba que no estaba haciendo nada, oficial, no estoy haciendo nada, dejenmé, por favor, por favor, no sea prepotente. Otros dos policías se sumaron, entre los cuatro lo fueron reduciendo: le tenían las manos a la espalda, la cabeza vencida, trataban de esposarlo. El hombre gritaba, pedía ayuda: gente, por favor, ayúdenme, gente, por favor, yo no hice nada, me quieren llevar y no hice nada. Los policías al fin lo esposaron, se lo fueron llevando; alrededor muchos mirábamos sin saber qué hacer. Yo tampoco supe; después, como un idiota, lo escribí.
Se lo llevaron. Quizá fuera un ladrón, o quizá no.
En el metro de México todos los carteles incluyen, junto al nombre de cada estación, un dibujito que la identifica. Transporte para analfabetos. Y la historia que cambia pero quedan los nombres: hay estaciones que se llaman Insurgentes, Revolución, Patriotismo, La Raza, Niños Héroes. México fue gobernada casi un siglo por un partido que se llamaba Revolucionario Institucional; los nombres, restos de las cosas.
(Pero hay una, también, que se llama Misterios.)
La ciudad de México es enorme: moverse en ella es desafío siempre listo. Pero hay, por supuesto, diferencias; hay, grosso modo, tres maneras. Millones y millones que viven en los barrios alejados y no tienen coche salen de sus casas cada mañana antes del alba para caminar hasta un bus que los acerque al metro y ese viaje amasados y después a veces otro bus; no suelen ser menos de dos horas de ida, dos de vuelta, o tres. Millones que viven en barrios más o menos alejados y tienen coche salen al alba para atravesar carreteras y trancones; suelen ser una o dos horas de ida, otras de vuelta, sentaditos, solos. Miles que viven en barrios elegantes y tienen coche y tienen un chofer salen cuando sea y despachan sus asuntos en sus coches, leen, hablan, resuelven en sus coches; el tiempo es largo pero pueden usarlo.
En la ciudad de México ya no hay trancones —o atascos o tacos o colas o embotellamientos. La noción de trancón es optimista: supone que se detiene algo que fluía. Aquí hace mucho que nadie espera que los coches / carros fluyan: se sabe que son tantos —más de diez millones—, que no caben; que, a las horas señaladas, se moverán a marcha de peatón. No hay acuerdo en los efectos de ese sistema sobre mentes y cuerpos. Está claro que durante todo ese tiempo —durante, digamos, un cuarto de su tiempo despierto— la mayoría de los chilangos, atrancada, piensa. O, mejor: no puede hacer mucho más que pensar, recordar, amodorrarse, escuchar distraído una radio o una música, temer que los asalten. Eso está claro; lo que se ignora son los efectos de tanta introspección sobre la vida de una comunidad. No hay demasiados ejemplos previos; estamos en territorio incógnito. Y hay quienes temen lo peor —aunque tampoco terminan de explicarte qué sería.
Queda dicho: días y días de trayectos en metro y no he visto ni uno de esos seres que aquí llaman, con más aprecio, con más desprecio, güeros —para no llamar blancos.
Pero la división en clases no es la única. En los metros y los metrobuses de México hay vagones o espacios reservados para las mujeres. Se instituyeron en 2000 y se presentan como la única forma de evitar tocamientos, acosos, los abusos; el sexo como guerra.
* * *
(Juanvilloro me manda a esos suburbios que rodean la ciudad como un recordatorio, una memoria triste del futuro, y yo obedezco: voy a Ecatepec.
Ecatepec es uno de tantos municipios que no forman parte administrativa de la Ciudad de México pero sí de su continuo urbano. Ecatepec se pobló en los ochentas, con las grandes migraciones internas. En sus calles hay pobreza pero no miseria: las casas son de material, suelen tener revoque, puertas y ventanas, alguna forma de agua y electricidad, y en una plaza sin árboles está varado un gran avión marchito; es un chiste y una biblioteca.
Ecatepec es el mayor de estos poblados suburbanos. Son casi dos millones de habitantes pobres: los que tienen trabajo suelen tenerlo en la ciudad, horas de viaje. En los supermercados del centro de México un kilo de mandarinas está entre 15 y 20 pesos, casi un euro; aquí, en el mercado populoso, colorido, cuesta cinco. En Ecatepec muchas casas están pintadas de colores: hay quienes dicen que el gobierno, en lugar de regalar pintura, podría cuidar más las vidas de sus ocupantes. En Ecatepec hay un teleférico que no trepa lomas ni salta cañadas, no salva obstáculos geográficos sino humanos: es la manera de avanzar a través del laberinto de casas y calles retorcidas. O fortificadas: en muchas calzadas hay topes altos, agresivos, que agregan los vecinos para parar los coches. La pelea es de todos contra todos y sobre todo contra las mujeres: Ecatepec es el distrito con más feminicidios del país. Quizás eso quería mostrarme Juanvilloro. O no, cómo saberlo.)
Todo empezó como empiezan esas cosas: con una extrañeza. Aquel día Lupita se extrañó de que su hija Arlet, tan cuidadosa, se hubiera dejado a su hijo en el kinder. Se preguntó si estaría mala, si se habría dormido, y fue a buscarla: en su pieza alquilada solo encontró a sus hijas de uno y tres años. Arlet vivía con sus chicos en un barrio de Ecatepec; semanas antes su marido había conseguido pasar la frontera de Estados Unidos. Le había dicho que era por un tiempo: lo que tardara en juntar la plata para comprarle por fin una casa, cosa de no vivir así toda la vida. Mientras, Arlet trabajaba en una estética. Pero ese día de abril no aparecía, y su madre la buscó por todas partes. La policía no le hacía caso; le decían que esperara.
—Dos meses después seguían sin decirme nada. No sabe la impotencia.
Lupita no descansaba: se juntó con otras madres, buscaron rastros, pruebas, empezaron a sospechar de un vecino. Ya desesperando, convencieron a un comisario de que lo indagara; meses después, cuando lo detuvieron, el fulano llevaba en un carrito de bebé unos trozos de mujer que iba a tirar a un basural. En un rato confesó más de veinte asesinatos.
Ahora lo llaman el Monstruo de Ecatepec. Juan Carlos tiene 33 años y operaba con la ayuda de Patricia, 38, madre de sus tres hijos; entre ambos violaban, mataban y se comían a sus víctimas. Pero la barbarie de sus acciones es la punta de un iceberg. Hace tres años Ecatepec declaró una «emergencia de género» por la cantidad de feminicidios registrados. El año pasado fueron unos cuarenta —las cuentas son confusas. Y se denunciaron más de 500 violaciones pero también más de 300 homicidios, más de 12.000 robos.
—¿Tantos meses después, usted todavía esperaba encontrarla viva?
—Sí. Yo pensaba que se la habían llevado para trata.
Me dice Lupita, voz muy baja. A muchas mujeres no las matan: las secuestran, las llevan a provincias, las obligan a prostituirse. Algunas aparecen años más tarde; muchas, nunca. Lupita, la sonrisa tan triste, dice que su esperanza era que su hija hubiera sufrido ese destino.
—Pero no, la mató, dice que la mató ese mismo día. Y dice que se comió partes, de todas ellas, y huesos de ellas los ha vendido a los santeros.
Lupita tiene cuarenta y tantos, la cara bellamente dibujada llena de granos y erupciones: el médico le dijo que era el stress. Hasta la desaparición de su hija trabajaba en una barbería pero tuvo que dejarlo para ocuparse de la búsqueda; espera volver pronto, porque la ayuda que le dan no le alcanza.
—Me robaron hasta las ganas de vivir, de sonreír pero tengo que seguir por los niños. A mí me preocupa su educación. Nunca sabemos en qué momento nos vamos a retirar de esta vida, y quiero dejarlos más asegurados, pobrecitos.
Lupita está dolida porque hace unos días fue con otras víctimas a la puerta del Palacio Nacional a pedirle justicia al presidente y el presidente no las atendió; cuando pasó, me dice, les echó el carro encima.
—El otro día me preguntaron por el MeToo, si aquí también estaba funcionando, y casi me río. Aquí nadie habla de eso porque en Ecatepec denunciar las agresiones significa exponerte de nuevo a la violencia, que te ataquen, que te maten. No se puede hablar porque hay violencia, impunidad, olvido.
Dice Manuel, un profesor de secundaria, sociólogo, agitador contra las injusticias de su zona.
—Aquí matar es muy fácil. ¿Y sabes cuál es la razón principal por la cual lo hacen?
No, le digo, para que lo diga.
—Porque pueden. Menos del diez por ciento de los homicidios se resuelven. Así, en la justicia no hay quien crea.
Aquí cerca, hace unos días, un hombre secuestró a una niña de 11, Giselle, la mató, lo detuvieron. La madre de la víctima dijo que esperaba que un juez lo encerrara para siempre aunque «el castigo más justo», dijo, «sería que lo quemaran vivo». El mes pasado los pasajeros de una buseta atraparon y mataron a golpes a un muchacho que trató de asaltarlos; pasa cada vez más, cada vez más suponen que está bien que pase.
—Y lo más horrible es que diario siguen desapareciendo las mujeres.
Lupita tiene tres hijos más; la más chica está acabando la escuela, quiere ir a la universidad, y su madre no la deja salir a la calle.
—Pobre, ella no tiene la culpa, pero yo no puedo dejarla que vaya por ahí. Ni yo ando por la calle, me da pavor. Y ya tampoco puedes estar afuera de tu casa, porque ahí mismo pasan y te asaltan. Mucha bandita se formó en este barrio. Ya es horrible vivir aquí. Y las autoridades ven que ese delito crece y crece y no hacen nada. Ya no somos libres, no podemos andar como antes. Ya no tenemos libertad.
Este sábado le entregan los restos de su hija: Lupita dice que su agonía es que no sabe qué serán, qué habrá quedado de ella, me dice, y nos callamos.
—Quiero saber pero no quiero.
Dice, como si no dijera.
* * *
(Juanvilloro me manda al Zócalo, y yo obedezco, porque el Zócalo es para obedecer.
El Zócalo es la vieja plaza mayor colonial, el espacio todavía de los viejos poderes, a su escala: enorme. Alrededor del Zócalo hay una catedral en vías de hundimiento, un Palacio —del gobierno— Nacional, lleno de estatuas y patios y salones y frescos y brocados, y un Palacio —del gobierno— del Ayuntamiento, ídem de ídem pero más pequeño y aún enorme; también hay hoteles y comercios y la dureza de la piedra, la tristeza de las ventanas ciegas. En el medio hay 50.000 metros cuadrados —o, para decirlo en lengua actual, unos siete campos de fútbol— de vacío que intenta rellenar la bandera más grande de un mundo lleno de banderas. La bandera, cada tanto, se despierta y ondea: es mexicana. Y la plaza, cada tanto, se despierta y se llena por algún sobresalto cívico o político o recreativo —un grito nacional, una huelga salvaje, una pista de patinaje sobre hielo— pero dicen que nunca hubo tanta gente como en aquel concierto de Juan Gabriel el primer día del siglo XXI. Todo alrededor se despliega el centro histórico de la ciudad, un barrio módicamente feo, mezcla de edificios de los tres últimos siglos, realzado por algunas construcciones majestuosas, viejos palacios, colegios, iglesias y conventos con esa austeridad y autoridad que España quiso imponer en estas tierras desalmadas. El centro fue durante décadas territorio comanche hasta que uno de los hombres más ricos decidió repararlo en su beneficio; ahora es un paseo de negocios para turistas y clase media, donde los más ricos solo vienen para citas oficiales en sus camionetas blindadas custodiadas. Y a un costado del Zócalo yacen las ruinas del Templo Mayor donde los mexicanos de hace seis siglos arrancaban corazones de personas y tiraban el resto escaleras abajo para dar gusto a dioses —y que los mexicanos de hace cinco enterraron con sus propios templos y sus propios dioses, y que los mexicanos de hace dos cubrieron con himnos y proclamas, y que los mexicanos de ahora van desenterrando poco a poco, como si no quisieran. Así que sospecho que Juanvilloro me mandó para que viera que los poderes pueden cambiar de palabras pero siguen siendo lo que son, y me sorprende que no supiera que yo ya lo sabía.)
—Sí, cada mañana, a las 7, sin falta.
Yo tenía mis reparos. Me parecía injusto caer en el lugar común de pensar a México como un lugar sobre todo violento, sobre todo mortal. Pero después descubrí que sus autoridades tenían la misma idea.
—Sí, aquí nos reunimos cada mañana. Yo empiezo antes, a las 6, recibiendo vecinos, escuchándolos. Pero después nos reunimos aquí con el gabinete de seguridad.
Me dice Claudia Sheinbaum; es domingo, ya son más de las ocho en el Palacio y el gabinete acaba su reunión alrededor de una gran mesa, en un salón pomposo que el anterior jefe de gobierno volvió su biblioteca. Sobre la mesa hay papeles y pocillos, alrededor siete hombres y mujeres; en la cabecera, con un termo de té, la doctora Sheinbaum lleva pocos meses como la primera jefa de gobierno electa de la Ciudad de México: es física, investigadora ambientalista, política con años en las huestes de López Obrador. Le digo que me impresiona que consideren la seguridad una cuestión tan decisiva como para merecer la primera reunión del día todos los días, y la doctora me dice que así responden a la demanda popular:
—En las encuestas el 75 por ciento de la gente dice que el mayor problema de la ciudad es la seguridad. Y además es cierto que en los últimos tres años ha aumentado mucho la violencia…
Dice, y que la culpa es sobre todo del gobierno anterior, «el más corrupto de la historia», y que recién ahora están descubriendo la catarata de gastos inflados injustificados, permisos y empleos vendidos al mejor postor, extorsiones de todos los colores. Y que entre su corrupción y su incapacidad todo se fue arruinando.
—No se ocupaban de la seguridad pública; abandonaron la gobernabilidad de la ciudad y lo sustituyeron por… pues por hacer negocios.
Dice la doctora, y me cuenta que están haciendo esfuerzos para recuperar la policía, que tiene menos efectivos y más corruptelas. La doctora anda por los 50: flaca, sus pantalones grises, su camisa azul, saquito gris, zapatos bajos, pelo atado, un maquillaje que si está no se nota. Discreción, sería la palabra, por ahora.
—Los mismos policías están hartos. Los ponían a sacar dinero en la calle pero no era para ellos, era para sus jefes…
Dice Jesús Orta, secretario de Seguridad de la ciudad, y la doctora asiente y me dice que por eso ella se fue a los 70 cuarteles de policía a visitarlos uno por uno y a escucharlos. Y que sí, que cada mañana aquí analizan lo que pasó el día anterior caso por caso, muerto por muerto, para afinar las estrategias, y que ayer hubo más homicidios que otros días y necesitan ver por qué, si son riñas, ejecuciones, crímenes pasionales. Una mujer entra con cara preocupada.
—¿Qué pasó?
Le pregunta la doctora, casi ansiosa.
—No, fue un accidente.
Le contesta la señora: anoche murió alguien conocido y temían que fuera un crimen pero no; es un alivio. La reunión sigue; se discuten tendencias, mecanismos, los casos, los puntos más calientes. Pregunto por los linchamientos, el apoyo que suele tener la «justicia por mano propia» y la doctora me dice que es por la impunidad, la corrupción de las fiscalías, las esperas infinitas para cualquier denuncia, que generan una gran desesperación ciudadana.
—La gente no denuncia, siente que no hay justicia, se siente abandonada, y eso provoca esta respuesta: que lo quemen vivo, que lo maten. Yo creo que cuando empiecen a atenderse esos problemas esa respuesta va a bajar.
Dice, y que la seguridad no se obtiene solo con policías y que, con lo que ahorrarán de la corrupción están armando programas de becas para que jóvenes empiecen a trabajar y un programa de construcción, en dos años, de 300 espacios comunitarios en las zonas más difíciles, que los llaman Pilares —Punto de Innovación, Libertad, Arte, Educación y Saberes— y que esta mañana va a inaugurar uno, que si voy. Yo voy, claro, y antes de levantarnos les pregunto si no los deprime empezar así cada día de sus vidas y todos dicen no no no, hasta que el secretario Orta dice sí:
—Mi esposa dice que estoy perdiendo la sensibilidad, que ya hablo de estas cosas como si fueran lo normal…
Si sigue así, le digo, se va a volver un periodista.
* * *
Sería bueno si tuviera un nombre. Si no te insistieran en que ahora se llama CDMX después de haberse llamado durante décadas DF o Distrito Federal y no te explicaran que CDMX significa Ciudad de México como si no pudiese llamarse México a secas, como si hubiera alguna duda de que es una ciudad —la mayor del idioma—, como si el peso y la osadía y el orgullo de haberle dado su nombre al millón de kilómetros que tiene alrededor, a los cien millones de personas que tiene alrededor, al país que tiene alrededor, la hubieran dejado sin su nombre: como si lo hubiera malgastado. México no tiene nombre, y es una pena y un incordio.
Sus habitantes, en cambio, sí tienen. Nadie sabe de dónde viene la palabra «chilango», el gentilicio que ahora aceptan. Sí sabemos que primero fue despectivo —como lo fue sudaca, como bostero, como tantos— y después, poco a poco, los despreciados se lo fueron apropiando, lo convirtieron en su nombre. Y también podría ser el de ella: Chilangópolis, la llama su autobiógrafo.
Las ciudades son el gran invento de la civilización: formas de conseguir que unos miles de personas vivan juntas, se ayuden, interactúen, consigan en esa comunión mucho más que lo que cada una podría conseguir por separado. Tanto, que conseguimos pensar que la ciudad era la «escala humana». Hasta que se dispararon y ahora superan cualquier espacio que pudiera abarcar una persona. Les sucede a todas las grandes; a ninguna tanto como a esta.
Y el azar: las ciudades no son entes pensados. Son la suma de millones de acasos y el esfuerzo porque no se note: los intentos de ordenar el desorden creado por millones de iniciativas autónomas. Aquí se nota: se ve que es amontonamiento.
Aunque hay un orden que la envuelve. México es lo que suele pensarse cuando se piensa en América Latina: un lugar donde las diferencias de clase son tajantes y se ven en las pieles, en las caras. O, dicho sin tanto miedo: una sociedad donde los blancos, los colonos, todavía son, en general, los ricos, y los indios y los negros, colonizados y esclavizados, los más pobres. No es teoría.
—Maaande.
Te dicen aquí cuando no entienden lo que dices: que los mandes.
Pero México es, también, una ciudad que siempre tuvo gobiernos y habitantes más «progresistas» que el resto del país: fue la primera en legalizar el aborto o el matrimonio gay, el uso medicinal de la marihuana o la muerte digna, entre otras de esas cosas que ahora marcan diferencias. Es, en estos tiempos, lo propio de las ciudades ser más abiertas y más tolerantes que los territorios más allá, más atrás.
Al otro día fui a mirar a su jefe al palacio de al lado. Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, esperanza de muchos, irritación de tantos, es un señor más o menos bajo, traje gris, corbata roja, el pelo gris, la cara común donde solo destaca un gesto raro, como si sonriera cuando no corresponde, que está diciendo que los mexicanos no son, «como ahora dicen algunos, un pueblo violento»; que son los efectos del neoliberalismo.
—La inseguridad y la violencia son problemas que surgieron por el modelo neoliberal que se aplicó en beneficio de una minoría rapaz…
Todas las mañanas a las siete el señor presidente da una conferencia de prensa —televisada en directo— de una o dos horas en esta sala de 50 metros de largo, diez de alto, donde lo escuchan más de cien periodistas, docenas de cámaras, millones de personas. El señor presidente está subido a una tarima, fondo rojo rabioso, y ahora dice que nunca va a usar la violencia para resolver los problemas sociales y presenta a su subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, que explica cómo el estado intentará encontrar a los 40.000 desaparecidos que, calculan, hubo en los últimos años.
—Todo México es una fosa común.
Dice, entre otras cosas. Después vuelve el presidente: va soltando las palabras de a una, despacito, como si fuera haciéndolas a mano. Parece banal, anodino; me pregunto si la falta de carisma clásico puede ser una forma de carisma en tiempos en que los políticos clásicamente carismáticos se han vuelto sospechosos.
El poder y sus formas: aquí, si miras a un empleado —a un «inferior»— el tiempo suficiente, te saludará con deferencia y voz domada:
—Buenas días, doctor, ¿cómo está usté?
Y ni siquiera esperará que le contestes.
Una ardilla de cola gorda y reluciente roba un papel plateado de un cubo de basura; alrededor un bosque viejo, mayoría de eucaliptos. La ardilla pega un salto: la asusta una voz de altavoz que dice que hay que darse prisa, que Los Pinos cierra en una hora. Los Pinos era la residencia presidencial mexicana; el señor presidente decidió convertirla en un museo y mudarse a otra parte. En el jardín, las estatuas de bronce de todos los inquilinos anteriores tamaño natural flanquean el camino; está hasta Enrique Peña Nieto, que hace unos meses todavía la ocupaba.
La casa principal es mármol y boato, salones, saloncitos, sillones y sillones, más sillones, mucha madera, arañas de docenas de luces, cortinados de docenas de lises; así, perdido el brillo del poder, todo parece la sala de un vendedor de muebles cursis o un burdel de lujo. Los quichicientos tomos del Espasa Calpe aparecen varias veces, en varias bibliotecas; son los mejores para tapar esos huecos que se solían llamar estantes. El comedor tiene una mesa larga para treinta personas, sus arañas. Si el nuevo presidente quiso poner en ridículo la casta de sus antecesores lo consiguió con creces. No se ve ninguna razón para que un hombre deba vivir en esto.
—Bueno, si esta casa es así, imagínate cómo será la de Slim.
Dice un señor muy corpulento; son los problemas de mostrar las cosas. En el piso alto, el cuarto presidencial no es mucho más grande que una casa grande; todo es enorme, todo tiene enchufes. De las partes más íntimas se han llevado los muebles; así, sin muebles, una casa no es una casa sino un mal recuerdo.
—Y pensar que por estar acá se pelearon tanto.
Dice una señora mayor, las trenzas canas. Es martes por la tarde y somos muchos. En los meses que lleva abierto, Los Pinos ha tenido más visitas que cualquiera de los ciento cincuenta museos de la ciudad.
—Bueno, sí que es raro estar aquí, que nos muestren todo esto, ¿no crees?
—Sí, yo no sé si será bueno o será malo.
«Abrir al pueblo» la casa de gobierno parece un gesto fuerte; como casi todo en la política últimamente, ya había sucedido. Lo hizo el presidente Lázaro Cárdenas en 1934, cuando decidió dejar el castillo de Chapultepec, aquí a la vuelta, que había levantado 80 años antes el emperador Maximiliano y habían ocupado todos los presidentes mexicanos desde entonces. Tras aquel gesto, Cárdenas decretó la nacionalización del petróleo y la reforma agraria —que sí cambiaron la vida mexicana.
* * *
(Pero ahora Juanvilloro quiere que mire el poder en serio y me manda a Santa Fe, y yo obedezco.
Hace diez años Santa Fe no existía: es el espacio más nuevo, más ajeno de una ciudad que se rehace todo el tiempo. Por Santa Fe no pasa nadie: está al final del camino y solo vas si trabajas ahí, vives ahí, tienes millones. Santa Fe es un barrio brilloso construido sobre un enorme basural: docenas de edificios novísimos carísimos y calles para coches, donde solo caminan los que limpian. En el medio hay un parque; en el parque, Paulina, 19, abrillanta un cartel con un trapo y se acalora. Paulina viene de un pueblo de Veracruz que se llama Triunfo, pero nunca nadie pudo saber por qué.
—Pobres, ahí somos muy pobres, en mis ranchos. No tenemos nada de lo que queremos. Sufrimos del agua, del hambre, las cositas.
En su pueblo, me dice, hay muy poca agua y los comerciantes se la cobran muy cara, pero su familia tiene un tanquecito que les dio el gobierno y juntan, y cuando alguien necesita le dan, porque entonces diosito los ayuda. Así que Paulina se vino para acá y trabaja por 1.100 pesos —50 euros— por quincena y se gasta mucho en el viaje desde el cuarto que alquila con su hermana. Paulina también tiene un hermano que está acá y otro que se fue al norte, dice, para d