CT o la cultura de la transición

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Fragmento

La CT: un cambio de paradigma

Por Ignacio Echevarría

Dado que mis ideas sobre el asunto se han movido muy poco, no me queda más remedio que servirles un refrito de lo que ya escribí hace la tira de años en dos artículos publicados en los números 1 y 2 de la difunta revista Lateral —tristemente lobotomizada por la CT— correspondientes a los meses de noviembre y diciembre de 1994. Me preguntaba yo, al frente del primero de esos dos artículos, hasta qué punto cabía hablar de una «Cultura de la Transición», y si no había llegado el momento, transcurridas ya dos décadas desde la muerte de Franco, de ir haciendo el balance de lo que, desde el punto de vista cultural, había supuesto el período que por entonces parecía estar agonizando, al compás del prolongado y a esas alturas ya muy decadente mandarinato de Felipe González.

A comienzos de los noventa, empezaban a aflorar el hartazgo, la fatiga y hasta el enojo ante los usos y maneras que se habían impuesto en la cultura española durante los ochenta. Proliferaban las voces que denunciaban el modo en que habían transcurrido las cosas, los resultados de toda una década de desmemoria y despilfarro, presidida por un irritante adanismo, por un narcisismo y una fatuidad a menudo ridículos, por un desinhibido mercantilismo que se ofrecía como marca de una nueva sociabilidad, reacia a toda muestra de crispación.

Empezaba yo el primero de mis artículos recordando unas sonadas declaraciones que José Ángel Valente hiciera al diario El País en el mes de julio de aquel mismo año de

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1994.En ellas, Valente arremetía contra los entonces «nuevos poetas» españoles, a los que maliciosamente motejaba como la «Generación Loewe». Aun dejando bien claro que no creía en las generaciones, afirmaba Valente que, anteriormente, «detrás de cada una había un hecho histórico significativo». El desastre de 1898, la dictadura de Primo de Rivera, la Guerra Civil, la dictadura de Franco…: alrededor de cada uno de estos hitos históricos se articulaba, según Valente, una determinada conciencia generacional. «Pero la historia de este país —concluía en la mencionada entrevista— se va desflecando hacia la disolución absoluta. Y así hemos llegado a la Generación Loewe, con gente que no tiene nada detrás, nada que decir.»

Las declaraciones de Valente movían a preguntarse, con cierta perplejidad, si acaso la tan cacareada transición democrática no constituía un hecho histórico lo suficiente significativo. Para quienes, como yo mismo, habían vivido con más o menos conciencia histórica la muerte de Franco, la disolución de la Platajunta, el retorno de la Pasionaria, el Tejerazo, el ascenso al poder de los socialistas, el ingreso de España en la OTAN, el veraneo de Felipe González a bordo del Azor o la irresistible ascensión y caída de Mario Conde, las palabras de Valente resultaban chocantes. Más de quince años después, resultan sencillamente inauditas, pues entretanto la Transición (vamos a ponerle la mayúscula, como se le pone a la Ascensión de Jesucristo a los Cielos, o al dogma de la Inmaculada Concepción) no ha hecho más que destacarse no ya como hecho histórico significativo, sino como el hecho histórico decisivo para todos los españoles nacidos durante el último medio siglo.

Es cierto, sin embargo, que la Transición tardó lo suyo en perfilarse como «hecho histórico» diferenciado de los largos años que la precedieron. En un balance sobre la cultura española del decenio 1975-1985, prolongado luego hasta 1990 y recogido en una colección de artículos provocativamente ti

1. http://www.elpais.com/solotexto/articulo.html?xref=19940724 elpepicul_1&type=Tes&ed=diario tulada De postguerra: 1951-1990 (1994), José-Carlos Mainer se preguntaba si el decenio comprendido entre la muerte de Franco y «el penúltimo año de primer mandato socialdemócrata de nuestra historia» (1985) pasaría «a los anales del tiempo» con alguna etiqueta del estilo de «decenio de la Transición», «decenio del desencanto» o «decenio de la afirmación democrática, según la intención del hablante sea la mera asepsia descriptiva, la irritación militante o el optimismo inveterado».

En opinión de Mainer, «desde la ladera del análisis sociológico más elemental» no cabe sostener que la fecha de 1975 en que se produjo la muerte de Franco tuviera «demasiada significación propia». Mucho antes de esa fecha se habría abierto el período que él bautiza algo estentóreamente «de posguerra» y que abarcaría esos años de 1951 a 1990 que cubre su libro, un período que absorbería, como se ve, los años de la Transición.

Y aclara Mainer: «En algún otro lugar [se refiere a su libro La corona hecha trizas: 1930-1960, de 1989] he negado que la contienda de 1936 sea mojón de un nuevo período cultural: tras el final de las batallas y hasta 1950, más o menos, he creído ver que se extiende un período soterradamente epigonal cuyas claves se asientan en los años republicanos. Luego viene un período de voluntario adanismo cultural, pero también de refundación de la convivencia que, muy a menudo, combate con los fantasmas del pasado próximo, continuándolo así a su pesar o sin saberlo».

La misma idea de que la muerte de Franco no supuso un cambio de rasante en el desarrollo de un proceso cultural abierto mucho antes la sostuvo también, aunque menos radicalmente, Manuel Vázquez Montalbán en su importante ensayo sobre La literatura y la construcción de la sociedad democrática (de 1992, pero reelaborado en 1998). Según él, fue el boom económico de los años sesenta el que creó las condiciones materiales en que se fraguaron las actitudes culturales características tanto de los años setenta como de los ochenta.

El modo en que Mainer caracteriza ese período «de posguerra» justifica hasta cierto punto que lo prolongue hasta

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Probablemente fuera esta cancelación del pasado lo que movía a José Ángel Valente a decir que «la historia de este país se va desflecando hacia la disolución absoluta». A mediados de la década de los noventa, este sentimiento —el de un «hurto» del pasado, de la historia— parecía dar lugar a una especie de clamor colectivo. El mismo año de 1994 en que yo escribía mis dos artículos de Lateral, el ex ministro de Cultura Jorge Semprún declaraba que la Transición «fue en sí muy positiva, pero trajo la amnistía y la amnesia», lo que le movía a profetizar que «España pagará algún día el precio de este proceso». En una conversación entre Eugenio Trías y Rafael Argullol publicada en La Vanguardia también ese mismo año, ambos denunciaban el estado del pensamiento español y «la trivialización» de la cultura. Trías responsabilizaba de la situación al «poder y sus compromisos», a los efectos de una «cultura del pelotazo», que se resolvió en «una especie de asunción cínica del desierto del pensamiento». A lo que apostillaba Argullol que «la raíz de eso quizá se halle en la forma en que se hizo la Transición», la cual «desde el punto de vista intelectual significó un trauma castrador impresionante».

«Se asumió colectivamente —añadía Argullol— una identidad falseada que obvió cualquier tipo de análisis en profundidad, incluso sobre nuestro pasado histórico más inmediato. Y se asumió porque se puso en primer lugar el elemento político que requirió esta especie de pacto de complicidad del silencio.»

Cabe sostener que, en cuanto proceso histórico, la Transición se caracterizó por esta primacía de la política sobre la historia, por la decisión política de cancelar la historia en aras d

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