Esta España nuestra

Inocencio F. Arias

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Algo antes del inicio de la pandemia tuvo lugar el descubrimiento de una placa en el edificio en que había vivido, un piso debajo de mí, la cantante y poeta Cecilia, hija de mi jefe en Argelia, el embajador Sobredo. En el acto, alguien comentó que el ayuntamiento había presentado a la familia una dedicatoria en la que se mencionaban varias canciones de Cecilia y se omitía «Mi querida España», la creación, quizá con «Ramito de violetas», más recordada de la autora. Un malvado comentó que el ayuntamiento de Manuela Carmena había excluido «Mi querida España» porque algunos miembros de la Corporación, entre los que había concejales del grupo activista Arderéis como en el 36, pensaban que incluir algo con el nombre claro de España tenía un tufillo carca y franquista. Ese comentario sobre las intenciones aviesas de los ediles podía ser sesgado toda vez que accedieron pronto, a petición de la familia, a mencionar la inmortal «Mi querida España».

Título y estrofas, amén de la convulsa y para algunos desnortada España de nuestra década, han influido para que hayamos titulado así este libro.

Cecilia, por insistente instrucción del sello discográfico que temía problemas en la radio con la censura, hubo de alterar la letra de la canción. El estribillo «esta España mía, esta España nuestra» se mantuvo lógicamente, pero en las estrofas originales, que no grabó pero cantó a veces, había interesantes variaciones que reflejaban las inquietudes de la joven Cecilia en el momento (1975), que apostaba por la llegada de una España democrática y libre. En la primera estrofa cantaba «esta España viva, esta España muerta» y en la tercera contestaba rotundamente a sus deseos insertando «esta España en dudas, esta España cierta».

Me pregunto si esa certeza buscada por Evangelina Sobredo (Cecilia), una joven que había vivido unos quince años en el extranjero y quería encontrar en su tierra una Arcadia democrática y feliz, la hallaría hoy confirmada y vigente.

Aunque preocupada por el progreso de la mujer, me pregunto si encontraría aceptable que, habiendo sido advertido por instancias internacionales de la existencia de la pandemia, el gobierno español montase, con el virus ya circulando, una gran e imprudente manifestación feminista.

Me pregunto si encontraría paradójico que en una tierra española se penalice el menor comentario elogioso sobre la remota era de Franco y las autoridades miren para otra parte cuando se organiza un homenaje a alguien que, ya en democracia, ha asesinado a 39 personas. Posiblemente deduciría que algo así no lo había visto en ninguna de las naciones en que había vivido.

Me pregunto lo que pensaría al percibir, con un país aturdido por la pandemia, que las cifras de muertos eran falseadas y que en otro territorio de esta España suya y nuestra los guardias civiles y los policías, peor que si fueran apestados, no eran vacunados por las autoridades locales.

Me pregunto si despertaría, tranquila, desasosegada o perpleja, cuando pasadas estas décadas percibiese que personas que han dado un golpe separatista eran perdonadas el mismo día en que manifestaban que lo volverán a hacer y el gobierno del impoluto Partido Socialista Obrero Español de su época se sentaba a hablar con ellos de tú a tú de la unidad de España.

Me pregunto las consideraciones que haría si, transcurridos 45 años de su muerte, leyera y palpara que su España tenía bastante más paro que al final del régimen anterior —el desempleo juvenil más alto de Europa—, y la corrupción pululaba en todas las esferas.

Eva Sobredo rumiaría todas estas y otras preguntas y no hay que descartar que en 2021, contemplando una España malsanamente dividida, le aflorasen más dudas que certezas.

Este libro tenía como finalidad inicial tratar de las consecuencias de la pandemia y, por mi querencia diplomática, la nueva situación internacional con una larvada pero obvia nueva Guerra Fría que no augura excesiva tranquilidad y en la que el inicialmente añorado presidente americano Biden produce serias inquietudes en sus aliados. Les he dedicado amplio espacio a ambos temas pero la realidad española me ha impuesto otros. Aunque no lo desees, nuestros políticos te dan con sus comentarios amplio pasto que digerir y glosar. El primero, nuestro inquilino de Moncloa, que es capaz de alardear de que vamos a salir más fuertes en momentos negros del virus, eslogan triunfalista donde los haya, como ha demostrado la realidad, o de afirmar con rotundidad que no pactará con los herederos de los etarras o que su gobierno ha vacunado a los españoles «sin preguntarles qué votan». Un curioso desliz que haría las delicias de Freud.

No han faltado, en otros, estulticias inconstitucionales como la de que la mujer hay que creerla sí o sí y expresiones supremacistas de algunos líderes catalanes que, a veces, entran con su hispanofobia en el racismo puro y duro.

Me extraña además que se fomenten relatos como el de que la muerte de García Lorca fue un asesinato atroz fríamente premeditado y la de Muñoz Seca un accidente lamentable realizado por elementos incontrolados. Ambos fueron idénticamente deleznables y cainitas. Fabulo, en un capítulo, sobre lo que podría haber ocurrido si la república hubiese ganado la Guerra Civil.

He escrito algún capítulo que pretende ser humorístico —varias ilustraciones de Ana A. Winogradow van en ese sentido—, pero las conclusiones son menos rosadas que las anheladas por Cecilia. Dudo que España pueda «ahora ser despertada con versos de poeta». Me gustaría equivocarme.

INOCENCIO F. ARIAS

1. La imagen de España y la quinta columna

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La imagen de España y la quinta columna

El verano de 1866 fue una época quejumbrosa para Giuseppe Verdi. El compositor más célebre del momento, que ganaba y gastaba una fortuna, se encontraba en su apogeo. Rigoletto, Il trovatore y La traviata eran aplaudidas en todos los teatros del mundo y las casas de ópera mejor dotadas trataban de seducir al maestro para que estrenara una obra en sus coliseos. Se le ofrecía amplia libertad para la elección de temas y, con frecuencia, se respetaban sus sugerencias a la hora de contratar a los cantantes que encabezaban el cartel. El Teatro Imperial de San Peter

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