PRÓLOGO
LA HABANA PERDIDA
De los seis meses que pasé en Cuba como profesora de danza moderna, hace ya más de tres décadas, sólo conservo mis fragmentados recuerdos y unos cuantos recuerdos físicos. Éstos me ayudan a probar, cuando dudo, que realmente hice aquel viaje que trastornó mi vida por completo.
Los fragmentos son cuatro. En primer lugar, una cajita de madera tropical con incrustación de hilo de plata: la palabra «Vuelve» está grabada a rayonazos torpes con un clavo o cuchillo en el anverso de la tapa. Luego, un cuaderno de espiral; en las pocas hojas que le quedan, encuentro apuntes de alguna reunión de maestros, unas cuantas reflexiones mías y el original de las cartas que les escribí a cada uno de mis alumnos al terminar el curso. Estas cartas no han sido útiles a la hora de reconstruir mi estancia cubana; no logro compaginar a los alumnos de mis recuerdos con los nombres que aparecen en el cuaderno, ni tampoco, por bochorno, logro leer de principio a fin ninguna de las cartas escritas por esa joven inepta que alguna vez fui yo.
Para asegurarme de que mi paso por la escuela de danza de las Escuelas Nacionales de Arte no fue tan desastroso para estos muchachos como acabó siendo para mí, debo remitirme a la cajita de madera. Me la entregó el personal administrativo el último día de clases. Me remito también a una cajita de cartón blanco –como para guardar un rosario, digamos– que me entregaron los alumnos. El día anterior yo les había dado en despedida dos cajas de bombones de chocolate, lujo extraordinario que sólo podíamos adquirir los extranjeros, gracias al carnet que nos autorizaba a hacer compras exóticas en una tienda especial. Al ver los chocolates, una de las alumnas lanzó la consigna de no comerlos jamás, sino guardarlos en eterno recuerdo mío. Veinticuatro horas después me alivió extraordinariamente ver que había desaparecido hasta el último bombón. En su lugar los alumnos me entregaban ahora la cajita blanca: guardaba una especie de burdo títere fabricado con hilo y el papel metálico que envolvía los bombones. Hace unos años descubrí que, aunque la cajita aún estaba en su lugar, junto con otro de los lujos de aquella época –el algodón que envolvía al títere– había perdido un componente esencial del regalo: la tapa, sobre la cual, en letras minúsculas los alumnos habían escrito sus nombres.
Con semejante puñado de jirones sería absurdo afirmar que estas páginas son un relato histórico y fidedigno de mi vida en esos seis meses. Pero esto tampoco es una novela. Es la transcripción fiel de mis recuerdos, algunos borrosos, otros agujereados en la memoria al paso de los años, otros remendados por el tiempo y por los filtros que van interponiendo la experiencia y la distancia, y aun otros, no lo dudo, completamente inventados por ese tenaz narrador que todos llevamos dentro, que quiere que las cosas sean como nos suenan mejor y no como fueron.
Debo suponer que todos los diálogos son inventados, aunque me parezcan dictados desde un rincón intacto de la memoria. Las cartas son reconstrucciones. En la medida de lo posible he tratado de proteger a las potenciales víctimas de mi recuerdo, armando personajes compuestos y cambiando nombres, pero en el caso de los profesores y directores de la escuela, esto producía resultados absurdos. Elfriede Mahler, Lorna Burdsall, Teresa González y Mario Hidalgo (y también Roque Dalton, Oscar Lewis y el legendario y ya fallecido Manuel Piñeiro) son quienes son. Lamento profundamente que Elfriede ya no esté viva para defenderse de lo que, con toda seguridad, son las muchas injusticias que sigue cometiendo mi rencor en contra suya.
1
NUEVA YORK
Un día de otoño de 1969, antes de que comenzara la clase de nivel avanzado en el estudio del coreógrafo Merce Cunningham, se acercó Merce y me dijo que había dos oportunidades para dar clases de danza moderna, que él pensaba que me podrían interesar. Una era en Caracas, con un grupo de bailarines que apenas estaban formando su propia compañía, y la otra era en La Habana, donde existía una escuela del gobierno dedicada a la danza moderna.
Mi vida en la danza había sido predecible y rutinaria, aunque no muy normal. En México, mi país natal, me había integrado a una compañía de danza moderna a mis doce años; cuando llegué a Nueva York a mis dieciséis para reunirme con mi madre, seguí bailando. En un principio, tomé clases en el estudio de Martha Graham. Temperamental y brillante, Martha era la coreógrafa de danza más reconocida en todo el mundo, pues desde los años treinta había revolucionado no sólo la danza sino el teatro: su uso de la escenografía y el vestuario pusieron de cabeza todas las ideas sobre lo que era posible hacer, y transmitir, en un foro. Su búsqueda de un lenguaje corporal que reflejara los conflictos más profundos del ser humano, y la forma en que usó esos gestos y movimientos para escenificar grandes mitos, centrándolos en el universo interno de una mujer –Medea, Juana de Arco, Eva, pero a fin de cuentas, ella misma, en todos los casos–, le trajo admiradores y discípulos llegados de todas las ramas del arte. Fue, además, la primera creadora de danza moderna que armó una técnica verdaderamente universal con los movimientos que gestaba para sus coreografías: la técnica Graham. En esa disciplina me había formado en México, y me pareció natural buscar la raíz de la técnica que ya había aprendido, acudiendo al estudio de Martha en la calle Sesenta y tres.
Aclaro que un estudio de danza no es una escuela, sino algo mucho más parecido a un taller –de grabado, o, mejor, de alfarería– donde los artistas van a trabajar con el material de su preferencia. En el caso de la danza, el material es el propio cuerpo, y sin la clase o las clases que toma a diario para forjar y perfeccionar ese material o instrumento, un bailarín no existe. Toma clases para iniciarse en la danza y para crecer en ella. Si tiene la suerte de ingresar a una compañía establecida, como la de Martha, toma la clase diaria de la compañía, y ahí va moldeando su cuerpo según las exigencias del coreógrafo. Cuando se retira del escenario, sigue tomando clases –si sus lesiones y achaques se lo permiten hasta el último día de su vida. Para todos los que viven en la danza –coreógrafos, bailarines, administradores del estudio–, las clases son la materia prima del oficio: fuente de ingresos, punto de reunión, semillero de bailarines, taller de experimentación para un coreógrafo cuando da la clase, alimento creativo y ritual.
Para esos años, a mediados de los sesenta, Martha estaba ya muy vieja y alcoholizada. Aparecía sólo de vez en cuando en su propio estudio: interrumpía las clases que daban sus mejores bailarines para lanzarnos comentarios hirientes y exhortaciones filosóficas, y se burlaba de nuestra falta de pasión y nuestra flacidez muscular. Recuerdo como una de las experiencias más terroríficas de mi vida la espera muda en una clase, congelada en alguna pose que Martha nos había pedido, mientras ella se paseaba por el salón, pellizcando con rabia aquí, regañando con saña allá. Para bailar es necesario el dolor, repetía siempre, y creo que en esa etapa de su vida quería contribuir a nuestra formación garantizándonos el sufrimiento. Después de un par de años, y en busca de un ambiente menos ortodoxo y opresivo, me trasladé al estudio de Merce Cunningham, en parte porque admiraba su obra de todo corazón, y en parte porque, después del de Martha, el estudio de Merce era el más reconocido.
Elegante, alerta, de una cortesía sin mácula, Merce Cunningham era uno de los artistas preeminentes de la vanguardia neoyorquina. La danza moderna siempre ha sido un arte de minorías, y son muy pocos los coreógrafos que, como Merce, se pueden dar el lujo de tener una compañía de planta, y menos aún los que tienen un estudio en el que ellos y los demás integrantes puedan aumentar sus ingresos y crear un semillero de futuros bailarines, ofreciendo clases diarias. Con todo, el estudio y las clases apenas permitían sobrevivir a Merce y a los integrantes de su compañía. Tenían un público devoto pero reducido: en sus conciertos no era raro que se escucharan abucheos y chiflidos, proferidos por aquellos despistados que no se habían imaginado al comprar su boleto que los bailarines no danzaban de puntas ni se hacían acompañar de música bonita sino de sonidos producidos las más de las veces al azar, con instrumentos tradicionales, como el encantador «piano preparado» de John Cage, o con aparatos electrónicos –como por ejemplo, en «Winterbranch»–, durante largo tiempo, durante el cual un sintetizador gestaba en su interior un chirrido metálico y a todo volumen, difícil de soportar hasta para los mismos bailarines.
Amigo, colaborador y fuente de inspiración de artistas como Jasper Johns y Robert Rauschenberg, compañero de vida y socio creativo del compositor John Cage, innovador y mutable siempre, el coreógrafo era respetado hasta por sus detractores en la danza por la limpia armonía de sus obras, la lógica sencilla y clara de la técnica que se impartía en su estudio, y por la modesta indiferencia con la que un día se había alejado de la compañía de Martha, en la cual era bailarín principal. Sin proclamar revoluciones ni redactar manifiestos, se alejó también de la obsesión narrativa y pasional de Martha y sus seguidores; se alejó de la dramaturgia como hilo conductor de la coreografía, de la música ritmada que normalmente dirige los movimientos del bailarín como el pandero al oso en el circo, y se fue buscando por los meandros de la abstracción, el azar y la filosofía zen. Sus preocupaciones vanguardistas nunca interfirieron con la factura perfecta y el extraordinario refinamiento de su coreografía. A su manera, era un clasicista.
Los que dejábamos el estudio de Martha para buscar el de Merce nos sentíamos atraídos por ese temperamento apolíneo que exigía concentración e intensidad, pero descartaba el drama. Éramos en gran mayoría mujeres las que llegábamos a su pequeño estudio de la Tercera avenida a tomar las clases de nivel principiante, intermedio y avanzado, y no éramos pocas las que veníamos huyendo del estudio de Martha. La distancia que guardaba Merce nos caía como agua fresca en una quemadura, aunque también tuviera un precio. Con cierta frecuencia Merce se encargaba de dar la clase de nivel principiante, que empezaba a las seis de la tarde. Hablaba poco, pero corregía con mucha paciencia, y había entre las bailarinas más avanzadas, incluyendo a alguna que formaba parte de la compañía, quien se presentaba a la clase de las seis, con la esperanza de que allí Merce le dirigiera al menos la mirada. Para todas, Merce era una llama en una capilla a oscuras. Pronunciábamos su nombre siempre en mayúsculas, lo asediábamos con la mirada y, a cambio, él prácticamente no nos dirigía la palabra.
Era apenas la víspera del breve auge popular que conoció la danza en Estados Unidos, y a la mayoría de las que frecuentábamos los estudios de danza moderna durante esos años, con quién sabe qué inmenso ovillo de sueños secretos enredado cada una, nos tocaba trabajar como oficinistas o, como en mi caso, de meseras, para pagar las clases y nuestros gastos espartanos. Esto quería decir que cuando llegábamos a clase ya íbamos cansadas. El pequeño salón de Merce era una descascarada cueva impregnada del olor a sudor, en donde en los peores días de invierno llegaba a faltar la calefacción. Las varias y variadas capas de suéteres y pantalones de jogging que nos colocábamos no lograban protegernos del frío. Un linóleo roído y negro cubría el piso de cemento, y antes de clase nos enrollábamos varias vueltas de cinta adhesiva en los pies, en un esfuerzo por cerrar las alarmantes cuarteaduras que se nos abrían en las plantas descalzas cuando girábamos sobre aquella superficie agarrosa. Al terminar la clase nos enjuagábamos el sudor en el lavabo de un baño diminuto y nos íbamos a casa en el metro, despatarradas en los asientos para darle alivio a nuestros músculos rebeldes. Vivíamos con el cuerpo resentido, pues no teníamos dinero para masajes ni terapias. David Vaughan, un actor y bailarín inglés de modos cortantes y corazón de caramelo que era en aquel entonces –como es hasta la fecha– el historiador oficial de la compañía, era quien nos vendía los boletos para la clase. Las más de las veces nos lanzaba una mirada reprobatoria para luego fiarnos la clase. Hacíamos dietas absurdas: una amiga me preguntó una tarde, sonrojada y a solas, si pensaba que el estreñimiento hacía que uno pesara más, porque llevaba una semana a dieta de lechuga y brócoli y cinco días estreñida, y se había pesado en cinco básculas diferentes y en ninguna de ellas bajaba. A los treinta y cinco años, en promedio, a los bailarines ya no les quedan pies ni rodillas sanos, ni mucha elasticidad en los tendones, ligamentos y coyunturas. Nosotras teníamos dieciocho, veinte, veinticinco años y éramos las jóvenes más viejas del mundo, porque ya se nos estaba acabando el tiempo.
Los hombres eran tan escasos en el mundo de la danza que aunque tuvieran los pies más planos que cuchara de albañil, y hombros como si hubieran nacido colgados de un gancho, todos los coreógrafos se los disputaban. Entraban siempre al estudio con aires de suficiencia; en cambio, nosotras éramos suplicantes, fervorosas y eternas esperanzadas en contra de toda esperanza, apostadoras suicidas que comprobábamos a diario frente al espejo que teníamos el empeine demasiado bajo, las caderas demasiado anchas, las piernas demasiado cortas, los brazos demasiado largos, la espalda demasiado tiesa, y sin embargo acudíamos siempre a clase en espera del milagro que obraría nuestro deseo. «Mírame, di que soy bella, di que soy para ti. Escógeme. Déjame bailar en tu compañía.»
Cuando Merce no daba la clase de principiantes, lo sustituía alguno de los integrantes más jóvenes de la compañía. Los más consolidados se turnaban la clase de nivel intermedio, y cuando ellos andaban de gira, la daban bailarines que en su mayoría habían danzado con Merce en algún momento. De camino al pequeño apartamento que tenía arriba del salón de clases, solía quedarse parado algunos minutos en el umbral del estudio, el hombro apoyado apenas contra el marco de la puerta, los largos brazos unidos disciplinadamente frente al torso, las largas piernas juntas, y la ensortijada cabezota –pesada, canina– mirándonos, ladeada y atenta. De reojo, yo lo veía también, y me gustaba pensar que él me hacía alguna corrección con la mirada que yo captaba al vuelo y obedecía. Me gustaba todavía más pensar que él se daba cuenta.
Fue después de una de esas clases que se me acercó por primera vez. A los cincuenta años que tenía por aquel entonces, Merce contaba con algunos recursos teatrales que no por manidos eran menos efectivos: uno consistía en desplegar su inmensa cortesía para dar la impresión de que era uno quien le estaba haciendo el favor de escucharlo; otro era hablar tan quedo que obligaba a concentrarse completamente en sus palabras. Así, se inclinó hacia mí para decir que, si me parecía, ya era hora de que me integrara a la clase de nivel avanzado (que casi siempre daba él). Este encuentro, que habrá durado menos de treinta segundos, fue de los momentos arrebatadores de mi vida.
No se me hubiera ocurrido pensar que pudiera existir algo mejor en la vida que la danza. Yo sufría, porque en la vida me había tocado sufrir: sufría, entre otras cosas, de una timidez paralizante, de una sensación de estar de más en el mundo, de sentir que mi cuerpo y mi cara eran inaceptables; sufría de insomnio, soledad y ataques de angustia que con frecuencia me impedían hasta ir a clase, pero, en cambio, no tenía queja alguna de mi vida, que, vista a esta distancia, realmente era maravillosa.
Con mis compañeras de embelesamiento hicimos cola tres noches enteras para comprar lugar barato en la sección de los parados en el Metropolitan Opera House (en la cola había quien traía café y galletas para todos, y el espíritu de solidaridad era total). Tres noches enteras pudimos ver a Rudolf Nureyev y a Margot Fonteyn bailar el Romeo y Julieta de Kenneth MacMillan. Vimos las tres funciones de pie, pero desde la luneta, y todavía me quita el aire el recuerdo de Nureyev, arrobado, intoxicado, loco de amor, cayendo de rodillas para cubrir de besos la falda de Fonteyn. La compañía de Martha Graham estaba en su esplendor en esos años, y en la temporada de 1965, todas las noches, también de pie desde la luneta, sus discípulas pudimos recorrer todo el repertorio de este genio monstruoso. Durante dos semanas nuestro estado de exaltación fue tal que no alcanzamos muy bien a hablar ni a comer.
Al año siguiente inicié mi romance con Merce. Fuimos varias a una función en el pequeño auditorio de Hunter College, y al ver una danza tan pura, tan limpia, tan libre de cualquier atadura sentimentalista, como si la estuviera ejecutando una bandada de aves sutiles y coloridas, supe que estaba frente a un verdadero revolucionario, y al poco tiempo abandoné el estudio de Martha.
La ciudad nos ofrecía mucho más que danza: veíamos cine japonés e italiano en el Thalia, y cine alternativo a la medianoche, en el Waverly o en el Bleeker Street Cinema. Aprendimos que si llegábamos al State Theater de Nueva York después del primer intermedio, los acomodadores nos dejaban entrar gratis al resto de la presentación del New York City Ballet, y así pudimos conocer una buena parte del repertorio de George Balanchine. En el teatro Apollo veíamos a Wilson Pickett y a James Brown y en el Fillmore East a Jefferson Airplane y a Janis Joplin. Teníamos un amigo acomodador que nos ayudaba a colarnos a Carnegie Hall, y sabíamos hacer las deliciosas colas con picnic en Central Park para el hoy famoso festival de Shakespeare en el Parque, que por ese entonces apenas comenzaba.
Un día nos enteramos de que la revolución estaba en Brooklyn, y fuimos hasta el Academy of Music a hacer cola toda la tarde en busca de boletos a mitad de precio para el legendario Living Theater, que estaba de vuelta a Nueva York después de un largo autoexilio en Europa. En la función todos los actores se quitaron la ropa y se metieron encuerados entre el público, cosa que nos pareció emocionantísima. Fue la época en que se comenzaron a borrar las divisiones tradicionales entre danza clásica y moderna, danza moderna y artes marciales, danza y teatro, improvisación y función. Joe Chaikin y Jean Claude Van Itallie, Robert Wilson y los actores del Performing Garage inventaban formas revolucionarias de hacer teatro, y nosotros inventábamos la nueva forma de hacer danza.
Digo «nosotros» porque aunque yo no fuera coreógrafa, ni bailarina famosa, ni destacada, ni prometedora, también formaba parte de esa vanguardia, bailando aquí y allá al lado de coreógrafos incipientes. Estaba, por ejemplo, Margaret Jenkins, una bailarina que daba las clases de nivel intermedio de Merce cuando la compañía andaba de gira y que comenzaba a crear sus propias danzas; la contrataban para una función en un teatrito en Queens o un gimnasio en Staten Island y entonces nos llamaba a ensayar a varias de las que tomábamos su clase. Creo que nos pagaba cinco dólares por semana por los ensayos y treinta por la presentación. Pero yo hubiera pagado por la oportunidad de bailar, sobre todo tratándose de los experimentos que armaba una de mis mejores amigas, Elaine Shipman, que muy evidentemente estaba destinada a lo contrario del estrellato.
Elaine se ganaba la vida como modelo de artista, y era tan hermosa que sólo mirarla me llenaba de alegría. Tenía pómulos esculpidos, y piel del mismo tinte que el café oscuro. También tenía los pies más planos e inflexibles que he visto, y una barriguita como de tres meses de embarazo que nunca le disminuía. No se alaciaba el pelo africano, lo usaba casi al rape, porque el artificio simplemente no se le daba. Todos los demás bailarines que ha habido en el mundo aprendimos a bailar imitando: cuando vimos a nuestro primer maestro de danza caminar con los pies punteados como lápices, con los talones volteados hacia fuera y las piernas muy estiradas, entendimos enseguida que ésa era una forma superior de locomoción, y tratamos de hacerlo idéntico. El temperamento de Elaine se resistía a esta sumisión, al grado de tener que luchar para aprenderse las secuencias de movimiento de coreografías que no fueran las suyas. Año tras año, ha permanecido idéntica sólo a sí misma, incapaz de intentar algo que parezca un artificio, o de traicionarse. En la niñez había estudiado danza con uno de los últimos aprendices de Isadora Duncan, y conservó de él su visión arcadiana, lírica, espontánea y orgánica de la danza. Era mi compañera de clase y a la hora de hacer la cola para ver a Martha, y con quien más me gustaba jugar a ser soignée. Nos vestíamos con terciopelos y plumas adquiridos en las pulgas del Lower East Side y así, devastadoramente elegantes según nosotras, nos instalábamos en el bar del Russian Tea Room a pedir un «medias de seda» cada una, que tomábamos con sorbos de mililitro para que no se nos fuera a subir, y para que nos durara el paseo. En la cartera llevábamos el cambio exacto para el trago, la propina y el pasaje en metro de regreso.
Tímida e indefensa como era, Elaine se las arreglaba para conseguir un patrocinador en Baltimore, otro en Newport, para sus events (la palabra happening era absolutamente vulgar). Nuestra «compañía» –éramos cuatro u ocho según el día de la semana– se presentó en una galería de vanguardia en las fauces de lo que todavía no era Soho sino un lóbrego barrio postindustrial. Bailamos también sobre los oxidados rieles de la antigua zona ferrocarrilera de Baltimore, ante un público de tal vez veinte personas. Con el querido amigo de Elaine, Harry Sheppard, que fue su socio artístico hasta que murió de sida, hicimos una película. No recuerdo bien mi papel, salvo que Elaine me vistió con un hermoso batón blanco y me tocó aparecer y desaparecer de un árbol. Las obras de Elaine eran y son como ella, me parece; tan sin artificio que no pueden sino resultar encantadoras, y con momentos de un sorprendente poder de evocación.
Una tarde en el vestidor de Merce, otra amiga, Graciela Figueroa, comentó que había empezado a ensayar con una mujer rara que tenía un nombre chistoso, Twyla Tharp, y que estaba considerando seriamente llegar a la conclusión de que se trataba de un genio. Graciela hablaba así: era la única entre mis amigas que leía a Sören Kierkegaard y a Teodoro Adorno, y durante años y en contra de toda lógica estuve convencida de que Julio Cortázar se había inspirado en ella para crear el personaje de la Maga en Rayuela. Venía del Uruguay. Vivía sin un peso y con problemas eternos de visa: aunque el estudio de Merce estaba acreditado ante el servicio de migración para otorgar visas temporales de estudiante, éstas sólo se podían renovar tres o cuatro veces. Y a menos que se tratara de algún tránsfuga del Kirov o del Bolshoi, a ningún bailarín del mundo se le otorgaba visa permanente de trabajo. Yo tenía visa de residente y vivía sin problemas con el gobierno únicamente gracias a mi madre, que había nacido en Guatemala pero tenía ciudadanía estadounidense.
El acento de Graciela en inglés era como los pies de Elaine, refractario a la civilización. Chesss, decía, para decir que sí, y la palabra unbelievable, que usaba mucho, le salía como en diecisiete sílabas. Tenía en común con Elaine también la cualidad de indomable –una especie de hermosa torpeza en sus movimientos pero en su caso iba aunada a una gran fuerza, una velocidad asombrosa y una inmensa audacia. Es posible que ninguna otra mujer haya saltado tan alto en un escenario como ella. Yo, por lo menos, nunca vi a nadie lograrlo.
Sí, decía Graciela, este personaje Twyla era algo raro, nuevo. Medio sargento, pero con un trabajo muy interesante: no usaba música en sus obras, ni tampoco acompañamientos electrónicos tipo Merce, sino el silencio total. En los ensayos las bailarinas usaban zapatos tenis en vez de ir descalzas o con zapatillas, y se peleaban con movimientos que parecían improvisados y completely casual –Graciela remachó las consonantes de completely con martillo, y le acomodó unas cuatro sílabas a casual– pero que en realidad eran endemoniadamente difíciles. A ella Twyla le había recomendado –aquí Graciela la Fiera relinchó como un potroque tomara clases de ballet.
Nunca me tocó ver desde el público un evento de Twyla Tharp. Al poco tiempo de que Graciela empezó a trabajar con ella, me dijo que Twyla estaba preparando la reposición de un espectáculo muy grande al aire libre, Medley, con sesenta bailarinas, todas mujeres (¡sesenta bailarinas!: inmediatamente tuve la medida de sus ambiciones y su locura), y que no estaría mal que yo me presentara a la audición. Dos semanas más tarde, comencé a ensayar con ella.
A las ocho de la mañana en los cálidos días de verano en el Great Lawn –el gran prado– de Central Park, se levanta una exhalación de neblina que flota suspendida por unos breves minutos sobre el pasto. No es más que la vaporización del rocío de la noche anterior, apenas un velo transparente que se desbarata con la primera brisa, pero sirve, si uno tiene la suerte de estar bailando en ese prado a esa hora, para aumentar la sensación de estar flotando. Tal vez compartían la misma sensación los caballos de la policía montada que sacaban a correr a esa hora, y también los integrantes de un equipo de fútbol americano que a lo lejos parecían nadar en agua invisible mientras hacían sus complicadas prácticas. Para mí, los ensayos de Medley durante aquellas claras mañanas fueron la primera comprobación inapelable de que valía la pena estar viva.
Ensayábamos tres veces por semana. Yo emergía tempranito del metro y en la entrada al parque esperaba a las demás bailarinas. Ya en bola nos dirigíamos al corazón de Central Park: la inmensa pradera verde cuyo límite está marcado por un lago de juguete y la torre de un pequeño castillo pseudomedieval. En un modesto anfiteatro al pie del castillo se presentaría dentro de pocas semanas una obra de Shakespeare, en el festival que Joseph Papp ya había logrado convertir en un bienamado ritual de cada verano.
Twyla no tenía el menor interés en ocupar ese foro, ni en sus camerinos ni su foso de orquesta, ni en la gradería de madera donde se sentaban los espectadores, ni en recibir los mismos aplausos noche tras noche. Ella quería que sus bailarinas se desplazaran por el prado como otro elemento más de la naturaleza; soñaba con que los espectadores se sintieran impulsados a caminar entre ellas como quien pasea en un huerto. Buscaba que los movimientos también fueran naturales, y aunque aquí había cierta contradicción aparente entre el planteamiento y sus exigencias técnicas, quería decir que andaba a la busca de un lenguaje de movimiento antiformal, y, siguiendo por la brecha abierta por Merce, que fuera impredecible en su secuencia y desprovisto de toda estructura «teatral». Había decidido que la larga obra empezaría al final de la tarde y culminaría en el demorado anochecer del verano, con una sección de movimientos hechos no a la velocidad de una cámara lenta sino tan despacio como se desenrolla la hoja en la rama, o como se pone el sol, de manera que nuestros cuerpos se fueran aquietando imperceptiblemente al tiempo que brillaban las primeras estrellas de la noche.
En el primer sol, con el perfume verde de la mañana, rodeada de una muralla verde de árboles, aislada de la barahúnda de Central Park West y la Quinta Avenida, cuyos edificios enmarcaban nuestra bucólica pradera, parecía que la respiración me saliera en estrofas, versos de un largo himno de agradecimiento a Twyla, al parque, al sol. De reojo veía pasar a los jinetes cabalgando en sus monturas y a los jugadores de fútbol lanzarse por los aires, y me gustaba también pensar que a todos –caballosjinetes, atletas, danzantes– nos maravillaba el hecho de estar compartiendo, inverosímil y neoyorquinamente, ese momento y ese lugar.
«Eso estuvo verdaderamente espantoso», decía Twyla, sin un guiño cómplice para nosotras pero también sin impaciencia o rabia. «Probemos de nuevo.» La eficiencia de Twyla rayaba en la parodia. Llegaba a tiempo a los ensayos, tenía una lista de tareas para cada sesión, y nunca perdía tiempo improvisando secuencias en la sesión de trabajo, sino que todos los días traía minutos enteros de movimiento ya elaborados y aprendidos de memoria. Repartía tareas inmediatamente: «Sara, tú te encargas del adagio; Sheila, repasa la sección tres», y antes de terminar le daba a todo el mundo sus instrucciones para el ensayo del día siguiente. Tal como Graciela había notado, tenía un no-sé-qué de militar, pero su talento para el movimiento era tan prodigioso y ella era tan inteligente, tan intensa y tan extraña, que quedé pasmada y seducida en los primeros cinco minutos del primer ensayo.
Twyla tenía el cuerpo compacto de una gimnasta olímpica, y como ellas, era capaz de cambiar de dirección a la mitad de un salto y rebotar enseguida hacia el rincón contrario sin ningún impulso evidente. Bailaba con la misma aterradora eficiencia con que ensayaba, y con la competitividad de una atleta. No alargaba movimientos para buscar en sus recovecos la sensualidad o el significado oculto, pero sí prolongaba al máximo el final de un arabesque fuera de centro para ver cuánto tiempo era capaz de sostenerse en esa posición imposible. Tenía una manera perversa de alardear sus proezas técnicas. Hacía, por ejemplo, una pirueta doble en dehors aventando al mismo tiempo los brazos hacia atrás como rehiletes, y enseguida, sin la menor pausa en donde cupiera un aplauso o un suspiro de admiración, se deslizaba a otro movimiento igualmente difícil; un gran salto del cual descendía rodando al piso, digamos, y de ahí a otro giro, como para dar a entender que ella andaba tras de algo mucho más exaltado que nuestra pobre admiración. Su estilo al bailar era el deadpan Buster Keaton –me resbalo en una cáscara de plátano sin que se me arquee una ceja–, pero es que ése era su estilo también cuando no se estaba moviendo. En su rostro redondo, de ojos negros y también redondos, enmarcado por pelo corto, negro y reluciente, la boca era una franja delgada que, para significar una sonrisa se fruncía en las comisuras muy ligeramente hacia arriba. Su risa era un breve ladrido, como el estornudo de un perro chihuahua. Cuando terminaba el ensayo nos despedía con un «thanks, everyone…», pronunciado mientras buscaba en su agenda la siguiente tarea. No era simpática, pero era irresistible.
Tal vez sea cierto que los grandes logros de Twyla no se dieron hasta varios años después, cuando se volvió la coreógrafa consentida del American Ballet Theater y creó los legendarios solos para Mikhail Baryshnikov, y los duetos que bailó con él. Para entonces yo ya no estaba en Nueva York, pero nunca he oído a nadie hablar de las obras de la etapa consolidada de Twyla con la misma mezcla de respeto, asombro y agradecimiento que creó en los espectadores y las participantes de Medley. En todo caso fue en las obras de esa época que se dio su ruptura revolucionaria con todo lo que había de estancado en la danza teatral. En el ambiente íntimo y devoto de aquella primera compañía Twyla forjó un lenguaje dancístico propio –esa mezcla insólita de Fred Astaire, George Balanchine y la gestualidad cool– que hoy nos parece espontáneo y natural, tanto cuando lo vemos en el baile de los raperos como en el nuevo repertorio del ballet clásico.
Ni siquiera tomando en cuenta su obsesiva eficiencia es fácil entender cómo Twyla lograba montar su ininterrumpida producción coreográfica. Tenía que imaginar, crear, pulir y memorizar los movimientos de la obra que nos iba enseñando día con día. Tenía que ensayar sus propios movimientos, trabajando por separado con cada integrante de lo que había empezado a llamar la «compañía núcleo», y con nosotras, las demás. Debía tomar clase todos los días. Además, había que conseguir financiamiento para el proyecto, los permisos correspondientes de la ciudad y el Departamento de Parques para presentar el evento, diseñar un programa y hacer algo de publicidad. Sobre todo, Twyla andaba constantemente a la caza de salones de ensayo o espacios amplios y baratos, en donde pudiéramos ensayar por las tardes. Errantes, íbamos de salón en salón, a veces uno diferente cada semana y todos tan pobres que, por comparación, el estudio de Merce parecía lujoso.
Con los mismos tenis que usábamos por las mañanas para ensayar en el parque, y vistiendo el abigarrado surtido de camisetas rasgadas, mallas rotas y calcetines impares que por entonces se pusieron de moda, nos sentíamos divinas. Fue en la década de los sesenta que la decencia y el recato perdieron toda connotación de elegancia, y se erotizaron lo estrambótico, la autorrevelación y la sinceridad a ultranza: «Soy pobre, y qué», decía nuestra vestimenta, y así ataviadas nos disponíamos a aprender a bailar en Twylense.
El adagio lo aprendimos de la misma manera en que ella lo compuso: primero la sección de piernas, que era una larga serie de figuras –enlazadas, desbaratadas y anudadas– que se dibujaban con los pies. A continuación trabajamos la segunda parte, para torso y brazos. Ambas partes eran igualmente complicadas y difíciles, porque no les encontrábamos apoyos rítmicos ni continuidades lógicas. Una obra de ballet clásico es relativamente fácil de memorizar porque todos los pasos tienen nombre y los ritmos son conocidos; ocho por cuatro, dos por cuatro, dos por tres, lento, rápido, o valseado. Merce todavía acostumbraba dividir una frase de movimiento en cuentas: «… cinco-dos-tres, vuelta-dos-tres, siete-dos-tres, desliza-dos-tres, ¡y de nuevo! dos-tres…». Pero en esta etapa de su evolución como coreógrafa, Twyla había decidido abolir el ritmo. Y los movimientos que teníamos que aprender, su secuencia aparentemente arbitraria, llena de rupturas dinámicas, interpretados en el estilo demótico, borroso e insolente que su mismo diseño exigía, nunca se habían visto. Memorizar una de sus obras resultaba como aprender el monólogo de un loco, palabras sueltas a las que había que ir encontrando las claves secretas. En la fase de memorización de esos primeros ensayos se nos podía escuchar a todas susurrando bajito: «… Aquí me hago a un lado y paso la pierna rapidito por debajo (¡uno-dos!). ¡Brinco! Date la vuelta y un caderazo y… ¡Upa…! De cabeza y soutenu… ¿Y el brazo dónde quedó?».
Tardamos como dos semanas en aprender muy apenas las dos frases del adagio, que a ritmo natural duraría, cuando mucho, dos minutos. Cuando estuvo listo, Twyla nos dijo, sin parpadear, que ahora podíamos ensamblar las dos cosas. Es decir, hacer el adagio de piernas al mismo tiempo que el de brazos. Era como recitar La amada inmóvil y jugar al ping-pong al mismo tiempo. Y hubo quien nunca pudo.
Para ganar tiempo, Twyla les enseñaba la coreografía del día a las de la «compañía núcleo», quienes luego la ensayaban con las demás. Aparte de Graciela, las demás integrantes eran Rose Marie Wright, Sheila Raj y Sara Rudner.
Rose Marie, la más joven del grupo, era grandota y tan fresca y rozagante como su nombre. De todas, era la única que se había formado exclusivamente dentro de la tradición del ballet clásico. Sheila, más joven aún que Twyla, de enormes ojos líquidos y piel aceitunada, era perfecta. Tenía la nariz perfecta, los dedos de los pies perfectos, los omóplatos perfectos. Su porte de brazos, su developpé, su relevé, eran perfectos. Finita, ágil, veloz y sinuosa, se aprendía las imposibles frases de Twyla a la primera, y al finalizar el ensayo ya las había hecho suyas. Un día se cortó de un tajo la pesada trenza negro-azabache que le colgaba hasta la cintura. Creo que fue un intento de afearse, porque tanta belleza ya nos iba pareciendo a todas medio de mal gusto, pero lo único que logró fue dejar al descubierto su perfecta nuca, y empeorar su efecto sobre los hombres, quienes en donde se parara la siguieron mirando con ojos llenos de tristeza y anhelo. Vivía, como Graciela, con el fantasma de la migra encima, porque los agentes del Servicio de Migración insistían que por el bien de Estados Unidos tenían que deportar a la India a una de las bailarinas más prometedoras del país.
Cuando Twyla repartía las tareas del ensayo entre sus bailarinas, yo rogaba que me tocara trabajar con Sara Rudner. La compañía núcleo era perfectamente igualitaria, en la medida en que todas eran solistas y a cada una le tocaba enfrentar los mismos retos técnicos, pero todo el mundo sabía que, aunque el término no existiera, Sara era la bailarina principal. No sólo por la línea impecable con que su cuerpo dibujaba cada movimiento, como si ella misma fuera un lápiz, ni por su belleza de virgen rusa, ni por la intensidad espiritual con que bailaba (sin los alardes de Twyla, ni el énfasis dramático de Graciela, sino con pasión total por el movimiento). Sara era de alguna manera el centro emocional del grupo; tranquila, cálida y risueña. Aunque contaba los mismos veinticinco años que las demás integrantes de la compañía era más adulta que ellas: en parte, supongo, porque ya vivía con un novio. Nunca se me ocurrió tratar de bailar como ella, pero si me hubiera sido posible cambiar de vida, habría querido nacer de nuevo como Sara Rudner.
Como mujer casada que de hecho era, Sara hacía vida aparte, pero a veces se unía a nuestras salidas. Un día, Graciela llegó anunciando que había descubierto una cafetería en el barrio chino que por noventa y nueve centavos de dólar servía un gigantesco plato de fideos guisados con toda suerte de verduras y pedacitos de carne. «I swear it to you! A lot of chicken. And meat! It is unbelievable!» («¡Te lo juro! Un montón de pollo. ¡Y carne! ¡Es increíble!»), exclamó Graciela con su acostumbrada multiplicación de sílabas. Siempre teníamos hambre, y la abundancia en Nueva York de antros que ofrecían comida étnica a precio de ganga era causa de que no nos sintiéramos miserables sino privilegiadas dentro de nuestra pobreza. El descubrimiento de Graciela nos pareció tan excepcional que todas tuvimos la necesidad de ir, y hasta Sara nos acompañó a conocerlo.
Era una época rara: solamente Sara tenía novio. Yo seguía compartiendo un apartamento con mi madre, porque con lo que ganaba como mesera no hubiera podido aspirar más que a un pequeño lugar sórdido como el que compartían Sheila y Graciela en el East Village. Y nunca había tenido novio, sino unos pocos –y tristes– acostones.
Elaine pasaba de un pequeño desastre a otro, con largas recuperaciones intermedias. Graciela vivía una serie de agitadas experiencias que, tratándose de Graciela, rebasaban por mucho el simple problema de la relación de pareja y se volvían cuestionamientos filosóficos, replanteamientos de la naturaleza misma del amor que la dejaban azorada y exhausta.
Nuestros mejores amigos eran homosexuales, y era frustrante comprobar que, sin excepción, resultaban más leales, divertidos, libres e imaginativos que los contados heterosexuales que habitaban nuestro mundo. Con ellos hacíamos fiestas, bailábamos y nos íbamos de paseo. A veces Sheila hacía un curry. A veces yo preparaba un mole. Elaine, a quien siempre le gustaba jugar al haz-de-cuenta, organizaba tea parties para Harry Sheppard y para mí. Ponía la mesa con servilletitas bordadas que no hacían juego, y tazas desportilladas de porcelana floreada. Luego nos presentaba un platón con mazorcas de maíz muy tierno, rostizado apenas, acompañado de una batea de mantequilla derretida. Y comíamos como trogloditas.
Nunca nadie me lo preguntó, y no sé si hubiera entendido en aquel entonces que yo tenía no sólo una vida extraordinaria sino una vida de verdad, de las que no ocurren por casualidad, sino que se van armando con esfuerzo y con tiempo.
Después de Medley, Twyla continuó trabajando con la compañía núcleo, y yo también seguí bailando con ella, porque siempre le hacía falta más gente: seis o doce mujeres que usaba como una especie de conjunto de fondo. Recuerdo en particular una presentación en el Wadsworth Atheneum, en Hartford. Mientras la compañía núcleo presentaba el event original comisionada por el museo, las demás presentamos una retrospectiva de las primeras coreografías de Twyla, en el auditorio del museo. La función me permitió reconstruir en cuerpo propio las raíces de su trabajo, que había comenzado cinco o seis años atrás (y que incluía danzas tan inescrutables como Tank Dive, en la que la bailarina, sola en el foro, sostenía durante dos minutos la pose preparatoria a un clavado de escuadra). Hubo otro event, esta vez en el Metropolitan de Nueva York, titulado Dancing in the Streets of Paris and London, Continued in Stockholm and Sometimes Madrid, que tuvo más resonancia en la prensa que Medley. Participamos unas quince bailarinas. La obra no me pareció tan original en sus movimientos ni de atmósfera tan evocadora como la presentación del Central Park, pero recuerdo con agradecimiento y asombro los ensayos que tuvimos en el museo después de la hora de clausura. Era un placer deliciosamente clandestino repasar los movimientos (o tasks o activities, como decíamos los representantes de la danza vanguardista) en el espacio vacío del Patio Español, y en la gran escalinata de la entrada. Una noche no pude resistir la tentación y le pasé la mano, muy rápido y rozando apenas el tejido, a un tapiz medieval.
Fue en esos días de ensayo en el Metropolitan que Merce, parado con los pies muy juntos y la cabeza ladeada, me comentó una tarde al terminar la clase de avanzados que existía la posibilidad de un contrato como profesora de danza en Cuba.
A otra persona le hubiera parecido que le acababan de obsequiar un ramo de flores: ¡Merce se había fijado en mí! Yo sentí que me habían vaciado un balde de agua hirviente y helada a la vez. Merce no se había acercado para decir «Quiero que bailes conmigo», sino «Hay una chamba a mil kilómetros de aquí que te puede interesar». Repasando mis logros desde que llegué a bailar a Nueva York, la propuesta de Merce era evidencia de mi propio fracaso. Acababa de cumplir diecinueve años. Cuando me invitó a la clase avanzada pensé que se abría una puerta al mejor futuro que hubiera podido soñar. Ahora tenía veinte, que en los tiempos de la danza tienen otro peso, y nadie me había dicho jamás «Verte en movimiento me rapta el alma, baila siempre». Como cualquier muchacha que se mete a bailar, no tenía el menor interés en ser mediocre. Mi aspiración era ser usada de la mejor manera posible, y estaba convencida de que tenía grandes cosas que expresar en un escenario; de que había dentro de mí una presencia dramática de enorme fuerza y proyección. Sin embargo, iba acumulando más impedimentos que logros en mi camino. Me parecía que después de tantos años en la danza ya era hora de dejar de ser simplemente una bailarina competente, pero estaba dolorosamente consciente de mis limitaciones físicas –los pies planos, la insuficiente rotación del fémur en la cuenca de la pelvis que impedía que mis piernas giraran completamente hacia fuera, como las de l