La casa de la contradicción

Jesús Silva-Herzog Márquez

Fragmento

La casa de la contradicción

EL RÉGIMEN DE LA CONTRADICCIÓN

La democracia no es un paraíso. Es algo más modesto: el único inconveniente político compatible con la dignidad. No es que llegáramos tarde al problema, es que entramos mal. Sin entender las cargas que suponía el pluralismo, sin reconocer la complejidad de la competencia, sin prever el impacto de la dispersión, sin hacernos cargo de las carencias ancestrales. No guardábamos recuerdos útiles. No podíamos recurrir a esa memoria de antigua estabilidad democrática para reavivar costumbres y reglas. Hemos sido incapaces de sostener una conversación. La trampa es hábito: las reglas, hechas para ser torcidas y el Estado, una tabla apolillada. Las instituciones que reformamos obsesivamente construyeron una nueva escalera. Cambió, sin duda, la forma de acceder al poder. Apareció la competencia y, con ella, la alternancia. Pero ahí estaba la ilusión: al abrir la contienda de las ambiciones, imaginábamos que se desplegaría mágicamente una nueva residencia o, más bien, una nueva convivencia. Poco a poco, iríamos resolviéndolo todo. Era la fantasía de la elección como reinventora del mundo. La fuente que terminaría por limpiarlo todo, rehacerlo todo. El voto convertido en talismán.

* * *

“El señor Godot me manda decirles que no vendrá esta noche, pero que mañana seguramente lo hará.” El absurdo de Samuel Beckett sirvió a Lorenzo Meyer para ilustrar la larga espera de la democracia.1 El historiador adoptaba en 1986 la alegoría de esa obra clásica de la dramaturgia del siglo XX para ilustrar la espera del personaje que siempre se anuncia y no llega nunca. Interpretaba los siglos de México como un ir y venir de la ilusión a la postergación democrática. Una promesa que se asomaba para alejarse.

“Mañana todo irá mejor. Godot llegará mañana.” El tiempo en la obra de Beckett se detiene o se repite; de pronto se acelera, retorna, se estanca y nada sucede. El tal Godot no se aparece. Nadie lo conoce ni es claro por qué se desea su llegada, pero es evidente que en su aparición depositan los personajes todas sus esperanzas. Godot terminará las insoportables rutinas, dará sentido a la vida. ¿Es Dios, como sugerirían sus tres primeras letras? ¿Será la muerte? En el árbol que aparece como único elemento del escenario avanzan las estaciones. Los parlamentos son eco de líneas que ya escuchamos. Los personajes están detenidos y pasan frío. Nada sucede. El tiempo transcurre y Godot no aparece. Los personajes van de la esperanza a la amargura, del autoengaño al desaliento, de la solidaridad a la desolación: el columpio del absurdo. Porque son fieles a su espera, los protagonistas no pueden desplazarse a ningún lado. Atados a su propia expectación. El diálogo es repetitivo, se interrumpe, deja preguntas sin respuesta. “Silencio” es la indicación más frecuente del dramaturgo en el libreto.

Las palabras de Vladimir y Estragón se entrecruzan.

Todas las voces muertas.

Hacen ruido de alas.

De hojas.

De arena.

De hojas.

(Silencio)

Hablan por todas partes.

Cada cual para sí.

El mensajero reaparece: el señor Godot no vendrá esta noche, será mañana. La obra regresa, entonces, a su principio. Los protagonistas acuerdan marcharse, pero no se mueven. Esperando a Godot es la inspección del anhelo y de la frustración: las tensiones de la inmovilidad, el foso del sinsentido. Una obra sobre el tiempo vacío, sobre el tiempo perdido, el tiempo desperdiciado. Ayer no hicimos nada, dice Estragón. Hablamos de tonterías. “Hace medio siglo que hacemos lo mismo.” Medio siglo de nada. Matar el tiempo, decir bobadas. Distracciones mientras el reloj avanza.

Como bien advertía Meyer a mediados de los años ochenta, la gran promesa se relegaba una y otra vez. México esperaba a Godot y Godot posponía su llegada. Hoy no. Será para mañana. Así, los mexicanos de finales del siglo XX se dedicaban a esperar a ese desconocido. La democracia mexicana se cimentó en la voluntad de desconocer el significado de su deseo. En el centro de la imaginación democrática, una vaga imagen, una ilusión confusa. Alan Schneider, el primer director de Esperando a Godot en Estados Unidos, preguntó al dramaturgo irlandés quién era Godot. Si lo supiera, le respondió Beckett, lo habría dicho en la obra. Si hubiéramos sabido qué exigía la democracia, tal vez la hubiéramos podido echar a andar.

Hace medio siglo que hacemos lo mismo. Nada. La frase de Estragón es clave. La obra no se titula Preparándose para Godot. No es una búsqueda activa, una anticipación laboriosa, sino una pasividad que se prolonga. Ni a tejer y destejer, como Penélope, se dedican los protagonistas. Ésa habría sido ya una tarea. Quienes esperan no se adentran en lo desconocido para ir a la búsqueda, no cocinan el guisado de bienvenida, no limpian el campo para la llegada de Godot. El sueño de la llegada sustituye a la acción. La esperanza niega, en ese sentido, cualquier sentido de responsabilidad. Una antiaventura: la tediosa quietud de quien aguarda.

El Godot al que aludía Lorenzo Meyer llegó finalmente. Es cierto que no cayó del cielo, pero nos tomó desprevenidos. La democracia fue resultado de protestas, negociaciones, reformas y votos. Pero no nos preparamos para ella. La ilusión de sus constructores fue que, tras la instauración de la competencia electoral, se harían presentes todas sus bondades. Reformar la ley electoral y esperar las mieles del régimen benefactor. La transición fue, por eso, labor de expectantes.

No llegó con la gran fiesta de la alternancia presidencial. Llegó unos años antes, en 1997, cuando el presidente dejó de ser dueño de la máquina de hacer la ley, cuando el poder dejó de ser herencia, cuando la incertidumbre se adueñó de la política. Al finalizar el siglo, el país tenía los componentes esenciales de una democracia: pluralismo alojado en las instituciones, competencia abierta por el poder, crítica intensa, incertidumbres. Un largo y tortuoso proceso de enconos y fraudes, de movilizaciones y atropellos, de negociaciones y reformas legales fue dando paso, poco a poco, a un régimen propiamente pluralista. Muchos negaron su llegada. ¡No es el verdadero Godot! Es un impostor, dijeron algunos. Es sólo el disfraz del Godot auténtico. Es una máscara que se han puesto los mismos de siempre para prolongar su abuso. Un engaño.

El argumento de quienes niegan el cambio de régimen a finales del siglo XX me parece poco convincente. Negar la transición es desconocer que la mecánica del autoritarismo posrevolucionario se desmontó a golpe de pactos, leyes y votos. Fueron diluyéndose el presidencialismo omnipotente y el centralismo asfixiante. El Congreso asumió un papel que no había tenido en décadas, el Poder Judicial se estrenó como instancia de los límites. La crítica se multiplicó en los medios, las organizaciones nacientes

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