La censura horizontal

Javier Horacio Contreras Orozco

Fragmento

Título

PRÓLOGO.
UNA NUEVA INQUISICIÓN

Javier Contreras, periodista y analista de larga trayectoria, ha escrito un libro excepcional y necesario en estos tiempos de tecnologización de la vida pública: La censura horizontal. El nuevo tribunal digital. Muy probablemente de aquí deriven y se inspiren nuevos estudios, quizá alguna crítica (nunca faltan), pero no podrá pasar inadvertido, tanto por los expertos en la materia como por el público en general, que de alguna manera vive, sufre y aprovecha las redes sociales.

La flecha que lanza Contreras da en el corazón de sus lectores certeramente —y esto es una de sus principales virtudes—, por la claridad con que está escrito.

Si bien es un estudio a fondo —aunque habría que decir, marítimamente, a la más honda profundidad—, para este prólogo mi lectura se ha centrado en algunas de las ideas fundamentales que están detrás del libro, como una pantalla trasera, las que se refieren a la censura, la mentira y la agresividad humana que se despliegan bajo las máscaras del anonimato y ocultan, muchas veces, perversas intenciones y una agresividad que se intensifica por su carácter gregario. El tema me interpela y asombra particularmente, como con toda seguridad les sucederá a quienes participen de mi condición de haber nacido y crecido en “otro” mundo, un mundo analógico en el que las reglas del juego eran distintas y, por lo pronto, más abiertas.

Nosotros los de otra generación, que a duras penas navegamos por los tormentosos mares digitales.

El tema que toca el libro de Javier Contreras adquiere una particular relevancia hoy que escribo estas líneas, en pleno 2020, en medio del confinamiento al que nos obliga un virus todavía en proceso de ser conocido. Los tiempos no son normales: hoy que nos hemos visto profundamente desarraigados de nuestra cotidianidad y sumergidos en un entramado digital que nos ha sido necesario para mantener la comunicación básica con el exterior.

Pero la verdad es que la inmersión del ser humano en el mundo digital lo enfrenta a ser visto, inspeccionado, marcado y vigilado como nunca antes. Nuestra huella digital se convierte en un rastro reptante que nos persigue inevitablemente y afecta de modo directo no sólo nuestra intimidad, sino que ha significado un duro golpe a la vanidad humana que se creía con el derecho de poder decir, escribir, actuar y ver lo que quisiera. Hoy, como un ojo invisible, orwelliano, todo se filtra a internet y desde ahí se nos observa.

Leyendo a Contreras, recordé que Freud decía que él le había dado el tercer golpe mortal a la vanidad humana con el descubrimiento del inconsciente, que nos obliga a reconocer que estamos gobernados por fuerzas oscuras y que mientras no las llevemos al consciente, vivimos sin ser dueños de nosotros mismos.

El primer golpe a la vanidad humana se lo dio Copérnico al demostrar que nuestro planeta no es el centro del universo, sino que formamos parte de una galaxia, y no especialmente grande, sino una entre millones y millones de otras más. Somos apenas una mota de polvo en el universo.

El segundo es el golpe que le dio Darwin al demostrar que el hombre no es eje y flecha de la creación; que no lo creó Dios como ser único, en un jardín edénico, sino que es producto de una evolución animal. El rastro del desarrollo del hombre puede seguirse hasta los más elementales invertebrados para encontrar que tenemos más en común con el mono de lo que a veces estamos dispuestos a reconocer.

Frente a este escenario me brincan las palabras que escribe Javier Contreras que suenan lapidarias y nos hacen pensar en nuestra pequeñez y cómo se avizora el cuarto golpe a nuestra ya muy disminuida vanidad: “Es indiscutible el papel de las redes sociales. Definitivamente son un referente de un antes y un después. Nuestra modernidad reposa en estas herramientas, pero se debe precisar que no han abolido la mentira, la ignorancia ni la esclavitud, sino como ha señalado un crítico: han abolido la realidad”.

En efecto, podríamos aventurar que es el cuarto golpe a la vanidad humana, al demostrarnos que, como decíamos, no somos dueños ya ni de decir, ni de escribir, ni siquiera de ver, en plena libertad; estamos condicionados por el entorno, que ahora es en buena medida digital. Hemos tenido que hacer nuestras, integrar a nuestra vida, herramientas tecnológicas y situaciones que parecen dominarnos y condicionarnos al tiempo que nos sirven. Ahora sabemos que se espían nuestras computadoras, nuestras cuentas bancarias, lo que decimos o hacemos.

En las redes sociales, que ahora son parte fundamental de nuestro entorno, aparecen actitudes y fuerzas que no conocíamos o que permanecían soterradas. Todo esto, muchas veces, con una gran agresividad, fomentada por el anonimato y la cómoda actitud, muy humana, de identificarse y agregarse al rebaño social.

Esa agresividad me recordó un experimento de los años setenta en la Universidad de Yale. El autor fue Stanley Milgram y se llamó “Aprendizaje programado de la memoria y la obediencia”.

Los participantes eran veinte hombres y veinte mujeres, aunque en realidad participaban ochenta sujetos, ya se verá por qué. La mayoría vivía en New Haven y comunidades vecinas. La edad oscilaba entre los veinticinco y los cincuenta años. Se consiguieron a través de anuncios en el periódico y a través de solicitudes directas por el correo. Los que respondieron creían, en efecto, que iban a participar en un estudio muy serio de memoria y aprendizaje de la Universidad de Yale, con todo el “glamour” que ello implicaba, y que además no se prolongaría más de unas cuantas horas. La selección fue rigurosa. En la muestra había una amplia gama de ocupaciones: vendedores de seguros, empleados y empleadas, profesores y profesoras, amas de casa… Se les pagaron 100 dólares por adelantado, pero una importante condición era que no se conocieran entre sí. Se hicieron largas entrevistas con cada uno de ellos. En el experimento la mitad de los participantes fungían como supuestos torturadores (los cuales desconocían su papel como tales), que en realidad se llamarían maestros, y la otra mitad eran supuestas víctimas (que eran cómplices del experimentador), que se llamarían alumnos. Se ideó un pretexto para justificar la administración de un electroshock a cargo del ingenuo torturador-maestro (podía ser hombre o mujer), que se explicaba más o menos así: se trataba de saber cuánto contribuye un cierto grado de dolor para el aprendizaje y desarrollo de la memoria… Se argumentaba que casi no se habían realizado experimentos en este sentido y para la universidad eran trascendentales. Era, decían, un experimento ciento por ciento científico, y el prestigio de la universidad lo avalaba.

Hay que insistir en que el doctor Stanley Milgram era una eminencia en su especialidad y para los participantes, aparentemente, no había ningún riesgo. El famoso Erich Fromm era muy amigo de él, asistió a una de las sesiones y luego la incluyó en un libro.

Se sacaron papeletas de un sombrero para averiguar quiénes serían maestros y quiénes alumnos. Pero hab

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