La muerte contada por un sapiens a un neandertal (De un sapiens a un neandertal)

Juan José Millás
Juan Luis Arsuaga

Fragmento

libro-1

Cero. Carpe diem

Habíamos empezado Juan Luis Arsuaga y yo a disfrutar del segundo plato de la cena cuando me preguntó si me gustaría saber los años que me quedaban de vida.

—Dime tú primero cuánto vino nos queda —le dije, pues la cubitera en la que se enfriaba el blanco caía de su lado.

El paleontólogo levantó la botella.

—Poco —dijo—. Habrá que pedir otra.

—Adelante entonces —concedí yo envalentonado por la ingesta alcohólica.

Discurrían los primeros días de octubre, aún cálidos. Nos encontrábamos en Sevilla, adonde habíamos acudido para promocionar nuestro libro anterior, La vida contada por un sapiens a un neandertal, y la editorial nos había alojado en un hotel muy céntrico desde cuya terraza, en la que ahora cenábamos, se apreciaban los volúmenes extraordinarios de la catedral y la Giralda, profusamente iluminadas. La brisa, un tanto húmeda, completaba con su arquitectura invisible el decorado.

El paleontólogo sacó el móvil y buscó una aplicación en la que, tras introducir cuatro o cinco datos de mi existencia, leyó que me quedaban doce años y tres meses de vida.

—Redondeando —añadió con una sonrisa irónica.

—Redondeando —repetí yo con expresión de cálculo—. Dispongo, pues, del tiempo justo para escribir un par de novelas, además del libro que quizá acabamos de empezar en este instante. Te agradezco mucho la información.

—De nada. Pueden ser unos años arriba o unos años abajo. Es la media para los varones españoles de tu edad.

—Es posible entonces que ni siquiera terminemos este libro.

—Es posible. Debemos darnos prisa —dijo él mientras se llevaba a la boca una porción de carne blanca de la lubina que compartíamos.

Luego, tras quejarse de los excesos lumínicos perpetrados en los monumentos de la ciudad, atribuibles, según él, al horror vacui del temperamento español, añadió:

—Ya que tengo la aplicación abierta, ¿te gustaría saber también de qué vas a morir?

—No estoy seguro —dije—, la lubina está en su punto.

—Bueno —continuó sin hacer caso de mi duda—, en primer lugar, están los accidentes cardiovasculares; después, el cáncer. Las enfermedades cardiovasculares y los tumores están muy igualados como causa de muerte hasta los setenta años, pero más tarde las cardiovasculares se disparan.

—¿Y luego?

—En tercer lugar, las complicaciones respiratorias, agrupadas bajo el paraguas EPOC, acrónimo que seguramente has oído ya y que significa «enfermedades pulmonares obstructivas crónicas». Las demás causas quedan lejos. En resumen, a tu edad uno se muere de viejo.

—Bueno —dije yo solicitando con un gesto que me rellenara la copa—. Doce años y tres meses, bien aprovechados, pueden cundir.

—Hay una mala noticia para los que lleguen o lleguemos a los ochenta y cinco.

—¿Cuál?

—La mitad de ellos, o de nosotros, sufrirá algún tipo de demencia, o ya la está sufriendo. Carpe diem, amigo.

—¿Desde cuándo somos amigos?

—Es un modo de hablar.

—Por si acaso, que quede esto claro: no somos amigos. ¿Te apetece un postre?

—Quizá algo de dulce acompañado de un vino oloroso. A ver qué tienen.

Observé los arbotantes de la catedral, los remates de la Giralda. Entre los dos monumentos sumaban dieciséis o diecisiete siglos de existencia: una mota de polvo en el devenir del universo. Lo mío, en consecuencia, no llegaba ni a un parpadeo en la historia del mundo ni en la de los hombres y sus obras. Dentro de dos novelas, quizá una si la muerte o la demencia así lo decidieran, sería un kilo de cenizas en el interior de una urna de mármol (doy por descontada la incineración, aunque no la he dispuesto).

El paleontólogo debió de interpretar mi gesto de nostalgia como una añoranza de la eternidad y atacó el postre —un bizcocho plano y exquisito, de nombre «mostachón»— con la expresión golosa de un crío.

—Cuando volvamos a Madrid —sentenció blandiendo la cucharilla en el aire— te enseñaré la eternidad, y creo que no te va a gustar.

libro-2

Uno. Inmortales

Llevaba razón: no me gustó.

La eternidad se llamaba «rata topo desnuda» y se trataba, en efecto, de una especie de rata delgada, de unos doce centímetros, que vivía en galerías subterráneas y cuya carencia absoluta de pelo parecía el resultado de una quimioterapia agresiva, aunque supe enseguida que el animal era inmune al cáncer, además de a otras enfermedades. Su piel, muy delicada en apariencia, oscilaba entre el rosáceo de un hámster recién nacido y el pardo oscuro de una bellota. Disponía de dos incisivos desmedidos y móviles, dos auténticas palas que ocupaban la mitad de su cara y que le proporcionaban una expresión, si no de idiota consumada, sí de pánfila.

Como decimos, se movía en el interior de unas galerías subterráneas, semejantes por su configuración a las de los hormigueros, y a cuya vista teníamos acceso gracias al corte longitudinal efectuado en la tierra y protegido por una plancha transparente (de metacrilato o de cristal, no sé) que proporcionaba al hábitat el aspecto de un escaparate por el que los animales iban y venían con los movimientos nerviosos de quien no halla su lugar en el mundo. Advertí que tenían ojos, aunque los llevaban cerrados. Pregunté si eran vestigiales porque me gusta mucho utilizar esa palabra, vestigial.

—Son capaces de ver, pero como viven en la oscuridad se fían más del tacto y del olfato —me respondió Arsuaga.

Lo extraordinario es que nosotros, los visitantes, también estábamos dentro de un túnel angosto, lóbrego y de suelo irregular, semejante a aquel que era objeto de nuestra curiosidad. Este túnel se encuentra en la zona de un zoológico de Madrid, Faunia, conocida como «Misterios bajo tierra», dedicada al universo del subsuelo. Nuestro comportamiento desde el punto de vista de las ratas, si hubieran podido vernos, que quizá sí, no parecía muy distinto al de ellas, pues los niños corrían y tropezaban por la oscura galería como los roedores por la suya.

—¿Y dices que este bicho es inmortal? —pregunté a Arsuaga.

—Es lo más aproximado a la inmortalidad que te puedo mostrar. Un ratón casero vive unos tres años. La rata topo desnuda vive en torno a treinta. Diez veces más, lo que constituye una barbaridad para su tamaño.

—¿Hay relación entre longevidad y tamaño?

—Claro. Una mosca vive unos treinta días y un elefante puede alcanzar los noventa años.

—¡De todos modos, no es inmortal! —exclamé decepcionado.

—Imagínate que a ti te garantizaran mil años de vida, unas diez veces más que al resto de los de tu especie. ¿No te considerarían un inmortal tus semejantes? ¿No te sentirías tú mismo un poco inmortal?

Lo pensé: mil años, qué bárbaro, más que Matusalén, un mito bíblico. Pues sí.

—¿Y en qué estado llegaría yo a esa edad? —pregunté.

—Esa es la cuestión. Este animal no envejece, no desarrolla cáncer ni ninguna otra enfermedad —respondió él.

—¿Solo muere por accidente?

—Lo cierto es que, si le quitas todas las causas externas de muerte, podríamos casi casi decir que es, literalmente hablando, inmortal.

—Pero es feísimo —apunté.

En esto apareció en la galería una rata más alargada que las demás, con una especie de joroba.

—¿Esa tiene escoliosis? —pregunté.

—No, no, esa es la reina —rio Agustín López, el conservador general y director biológico del parque, que nos acompañaba en la visita—. La joroba es una deslomación de las vértebras, que se les amplían y ensanchan, de forma que aumentan su cavidad abdominal y de ese modo pueden tener más crías.

—¿Y se reproducen con la frecuencia de un ratón? —seguí indagando.

—Pueden tener tres camadas abundantes al año. La hembra dispone de doce pezones.

—Pues os tendréis que deshacer continuamente de las crías —deduje—. ¿O en cautividad se reprimen?

—No lo llames «cautividad», llámalo «entorno controlado».

Pensé en las residencias de ancianos, en las que nuestros mayores viven en cautividad, e imaginé que a su entrada colgara un cartel con ese eufemismo: «Entorno controlado», pero no dije nada. En su lugar pregunté:

—¿Y qué ocurre en los entornos controlados?

—Que se autolimitan a sí mismas.

—¿Cómo?

—Comiéndose a parte de las crías.

—Ahora viene lo mejor —intervino rápidamente Arsuaga, quizá para amortiguar la mala impresión que empezaba a hacerme de las ratas topo desnudas—: Son eusociales.

—¿Como las abejas? —me sorprendí.

—Exacto. Los eusociales por excelencia son insectos como las abejas o las termitas. Están divididos en castas, cada una de las cuales desarrolla una actividad. Hay una reina, hay obreras estériles y hay machos reproductores. La reina es la única hembra que se reproduce.

—¿Cómo evita que lo hagan las demás?

—Estos animales —aclaró Agustín— se revuelcan en sus excrementos y en su orina a fin de reconocerse entre sí a través del olfato. Pues bien, resulta que la reina emite, con la orina, una hormona que inhibe la capacidad reproductora del resto de la colonia. Cuando muere la reina, hay una lucha por ver quién ocupa su lugar.

De modo que nos hallábamos ante un mamífero con una organización social similar, si no idéntica, a la de las hormigas o las abejas, lo que resultaba extremadamente chocante. Pensé que la biología pertenecía al género literario del terror como la teología, según Borges, pertenece al género fantástico. Por cierto, que al evocar a Borges me vino a la memoria su cuento El inmortal y recordé aquella escena en la que su protagonista recorre un laberinto subterráneo, parecido al de las ratas desnudas, que conduce a la Ciudad de los Inmortales, donde descubre que la inmortalidad es una condena porque lo que da sentido a la vida es la muerte.

Dos niños que venían corriendo desde el fondo del oscuro túnel se detuvieron de repente para observar a dos ratas desnudas que caminaban en direcciones opuestas por la misma galería, lo que obligó a la de la derecha a comprimirse asombrosamente para pasar por encima de la de la izquierda.

—La de encima es la de mayor jerarquía —informó Agustín.

Los niños se miraron un segundo, sin decir nada, aunque con expresión de extrañeza (ver para creer, parecían decir), y siguieron corriendo por nuestro túnel con la agilidad de las ratas por el suyo.

—Lo que está ocurriendo ahí dentro —dijo Arsuaga, que también se había fijado en los críos— ocurre igual aquí fuera.

—Túnel y metatúnel —añadí yo pensando en esos relatos que se encuentran dentro de otros relatos idénticos a los primeros.

—¿Cómo dices? —preguntó Arsuaga.

—El juego de las matrioskas rusas.

La idea me produjo un poco de claustrofobia y noté que, pese al frío, un par de gotas de sudor, provocadas por la ansiedad, descendían por la nuca hacia el cuello de la camisa.

—Aquí —intervino Agustín entonces— tenemos dos tipos de ratas desnudas. Estas proceden de Somalia. Las otras, de Sudáfrica, pero son muy parecidas. En su estado natural, una colonia de trescientos individuos puede ocupar el espacio de varios campos de fútbol. Y disponen de distintas cámaras para sus actividades: duermen en unas, almacenan el alimento en otras, reservan espacios para la basura… Como en los hormigueros.

—¿Y decíais que no desarrollan cáncer?

—¡Qué va! —dijo Agustín—. Ni infartos, ni colesterol. Hasta la fecha, nadie ha descubierto una causa interna de su muerte. Además, no envejecen. No tienen enfermedades, en fin, y resisten hipoxias de dieciocho minutos. Date cuenta de que en esas galerías escasea el oxígeno. Podrían vivir en una atmósfera semejante a la del Himalaya sin ningún problema.

—Ya —asentí mientras intentaba calcular por el griterío de los niños que iban como topos de acá para allá si nos encontrábamos más cerca de la salida que de la entrada. ¿Hacia dónde debería correr si la angustia aumentaba: hacia delante o hacia atrás?

—Y tampoco tienen noción del dolor —dijo en ese instante el paleontólogo.

—En efecto —corroboró Agustín—, se aplastan, para adaptarse a las ranuras, hasta extremos increíbles y si les cortas una pata no sienten nada.

—Las tienen muy cortas —apunté, no sé si para justificar esa ausencia de sufrimiento.

—Sí —coincidió Agustín—, han evolucionado para moverse con agilidad por los túneles. Caminan hacia delante y hacia atrás con la misma facilidad. Eso les da mucha ventaja frente a los depredadores. Son una rareza biológica total.

—Un mamífero hormiga —se me ocurrió.

—No olvides que los humanos del mundo feliz de Huxley son directamente hormigas —añadió Arsuaga.

—Donde tienen mucha sensibilidad —apuntó Agustín— es en esos dos incisivos exagerados, esas palas que pueden mover de manera independiente para excavar. Son verdaderas tuneladoras y detectan antes que nadie los primeros movimientos de un terremoto.

El cuento de terror no tenía fin.

—Salgamos ya —dije.

—Espera —me detuvo Arsuaga—. ¿Qué nombre le darías tú a esa organización de la colonia en la que hay una clara división del trabajo? ¿Altruismo, cooperación, intercambio?

—Me gustaría pensar que es una forma de altruismo —dije.

—No te pregunto qué te gustaría pensar, sino qué es. Podría gustarte ser ovíparo, pero eres mamífero con placenta. En biología las cosas son lo que son, a ver si lo pillas.

—Vale, pues yo diría que es altruismo.

—Mira, de momento te voy a dar unas pinceladas que desarrollaremos otro día. Estas ratas, por ejemplo, cuando duermen, se agrupan y apelotonan para reducir su superficie corporal y mantener la temperatura. Esa es una forma de cooperación fácil de entender, porque se benefician todas y a la vez. Hay otro tipo de intercambio de favores que se da a lo largo del espacio-tiempo: te hago un favor, pero me lo debes. No nos hacemos el favor mutuamente y a la vez. Te lo digo porque hay actitudes que pueden pasar a primera vista por altruismo y que son otra cosa. Como ocurre en la teoría de los juegos, el altruismo se da cuando un individuo obtiene un beneficio idéntico al coste que le supone a otro: cuando ese otro gana lo que tú pierdes, ese es el altruismo verdadero. Si el otro te debe el favor, no es altruismo, es intercambio. ¿Me sigues?

—Te sigo, pero a ciegas, como por este túnel, porque no sé adónde me llevas.

—Ten paciencia.

—Vale, pero ¿podemos salir ya a la luz?

—Vamos un poco más allá, que te quiero enseñar otra forma de eternidad, a ver si esta te gusta más.

Aunque nuestros ojos se habían acostumbrado a la penumbra reinante, caminábamos despacio, en silencio, un tanto sobrecogidos todavía por la rareza del espectáculo biológico al que acabábamos de asistir. Nos cruzamos con un matrimonio joven que nos obligó a pegarnos a la pared para dejarles sitio, pues el padre empujaba un carrito, que casi era más ancho que el túnel, en el que se agitaba un crío de dos años. En el rostro sonrosado del niño destacaban, por su brillo, las palas de los incisivos, lo que le proporcionaba una apariencia de ratón. Pensé que tanto los que nos hallábamos en el túnel como los que se encontraban en el metatúnel estábamos hechos de carne y hueso. Todos estábamos hechos de ese extraño material llamado carne afianzado sobre un bastidor de hueso.

Carne. La carne. El hueso. Comprendí de súbito a los vegetarianos.

Por fortuna, nosotros, los humanos, habíamos inventado, para compensar, la metafísica.

Pasados unos metros, el paleontólogo y Agustín se detuvieron frente a otro de los pequeños escaparates que jalonaban nuestro recorrido. Me asomé y vi que se trataba de un tanque de agua en cuyo fondo, completamente quieto, reposaba un extraño ser vivo con los ojos vueltos hacia la galería, hacia nosotros. De unos doce o quince centímetros de largo y de patas muy cortas, todo él de un blanco lechoso y dotado de una especie de cola de renacuajo, daba la impresión de haberse quedado a medio hacer.

—Parece una larva —dije.

—Es un ajolote —dijo Arsuaga.

¡Por Dios, un ajolote, claro! Me vino a la memoria un cuento de terror de Cortázar en el que un tipo acude todos los días al acuario para contemplar y ser contemplado por este anfibio cuya mirada le hipnotiza. Pasa las horas frente al acuario, tratando de entender lo que ocurre entre el animal y él, y un día, cuando se da la vuelta para abandonar las instalaciones, se ve salir desde los ojos del anfibio.

—Pero ¿es o no es una larva? —pregunté.

—Es una larva, pero lo increíble es que, sexualmente hablando, puede convertirse en adulto sin perder por eso su condición de larva.

—Como un bebé —añadí yo, intentando aclararme— que fuera capaz de follar y de reproducirse sin dejar de ser un lactante.

—Un bebé follador, sí —dijo el paleontólogo—. ¿Te lo imaginas? La eterna juventud, otra variante de la eternidad. Mejor que la de la eterna vejez, ¿no? Fíjate en sus patitas, son las de un feto. Vive, aunque en peligro de extinción, en la cuenca de México, que en su día era una laguna que se fue desecando, pero de la que quedan numerosos restos.

Observé atentamente al ajolote, cuyos ojos, negrísimos, destacaban como dos puntas de alfiler en medio de aquella carne blancuzca, y sentí un vértigo semejante al del personaje de Cortázar. El bicho parecía aspirar mi identidad, absorberla. Contemplarlo era como asomarse al abismo. Daba miedo.

—Ya hemos visto bastante —dije apartando los ojos.

—Si completase su desarrollo —añadió Arsuaga—, se convertiría en una salamandra.

El animal permanecía estático, observándonos. Su bocaza era una mala imitación de una sonrisa.

—Y si le cortaras una pata —siguió el paleontólogo—, se le regeneraría, con esos deditos sin uñas. La regeneración es otra forma de inmortalidad. ¿Por qué no se nos regenera a nosotros una pierna amputada? En cambio, nos hacemos una herida y se nos cura. Tenemos mecanismos de regeneración, pero nada que ver con los de este animal.

—Bueno, el hígado también se regenera a partir de un trozo —dije yo.

—Y los huesos: te partes un hueso y se suelda. Pero te cortas una oreja y la has perdido para siempre. Si a este animal le quitas las amenazas externas, es inmortal en su escala, pues llega a vivir más de quince años, lo que en un anfibio es una barbaridad.

—Ya.

—Quiz

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