El fundamentalismo democrático

Juan Luis Cebrián

Fragmento

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ENTRE RELIGIÓN Y POLÍTICA

 

 

 

 

El 20 de marzo de 2003, un ejército constituido por fuerzas de Estados Unidos, Reino Unido y Australia comenzó una guerra de ocupación en territorio iraquí, al margen de la legalidad internacional y de los mandatos de las Naciones Unidas. La decisión de invadir Irak fue, en parte, una represalia por el ataque terrorista de Al Qaeda contra las Torres Gemelas, aunque sus motivos reales residían en el interés geoestratégico de las grandes potencias por el control de las fuentes del petróleo. También hay que tener en cuenta la desconfianza creciente de Washington respecto a su principal aliado en el mundo musulmán, Arabia Saudí, y los deseos de la Casa Blanca de establecer un nuevo orden mundial dirigido por ella, en el que sólo China se dibuja como eventual potencia alternativa a la norteamericana. Desde el punto de vista formal, la decisión bélica se tomó en las islas Azores, durante una reunión tripartita en la que el presidente estadounidense y los primeros ministros británico y español lanzaron un ultimátum a Sadam Husein para que destruyera el arsenal de armas de destrucción masiva que supuestamente obraba en su poder. A la opinión pública mundial se le explicó que esta segunda guerra del Golfo tenía como objeto primordial la aniquilación no sólo de ese armamento, sino también del régimen tiránico del dictador iraquí (al que se describía como el Hitler del siglo XXI e importante aliado del terrorismo integrista islámico), la construcción de un régimen democrático en el país y, en definitiva, la liberación de su pueblo, que habría de recibir en triunfo a las tropas ocupantes. Ya que la Carta de las Naciones Unidas prohíbe expresamente una acción armada para provocar un cambio de régimen, fue la eventual amenaza de que Sadam utilizara armas nucleares o químicas lo que los gobiernos estadounidense, británico y español blandieron como justificación inmediata del ataque. Conocemos la evolución de los acontecimientos desde entonces, aunque todavía sea una incógnita el corolario final: las tropas invasoras no encontraron ningún tipo de armamento que explicara el nerviosismo de la Casa Blanca, pero el Estado iraquí fue destruido y las dificultades para edificar un nuevo régimen son patentes, mientras aumenta la sangría de soldados y civiles en la zona.

El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adoptó, en octubre de 2003, una resolución tendente a normalizar la situación en el área y a procurar un esfuerzo multinacional para la reconstrucción del país, poseedor de una gran reserva de petróleo y productos energéticos pero incapaz de generar, en la actual situación, una mínima renta que pueda financiar su propio futuro. La resolución de la ONU trataba únicamente de ayudar a la comunidad internacional a salir del atolladero en que el aventurerismo de los gobiernos reunidos en Azores la había sumido, pero no suponía —no podía hacerlo— una legalización a posteriori de la invasión. Como telón de fondo de la caótica situación creada, permanece aún hoy la insidiosa doctrina de la guerra preventiva y la incógnita de si es lícito, y posible, exportar la democracia a cualquier país mediante el uso de la fuerza.

La ocupación de Irak es el hecho más paradigmático de cuantos definen el actual marco de las relaciones internacionales y la construcción de ese nuevo orden que los líderes del mundo vienen procurando desde la caída del Muro de Berlín, y que se vio gravemente amenazado por los sucesos de Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001. Se inscribe en una lógica en la que, en nombre de la lucha contra el terrorismo y de la defensa de los derechos humanos o de la democracia, conviven embarulladamente convicciones éticas y actuaciones execrables, esfuerzos dignos de encomio, como la creación de un Tribunal Penal Internacional, y espectáculos tan indignos y vergonzosos como el campo de concentración para sospechosos que Estados Unidos mantiene en Guantánamo; o la brutal represión contra los ocupantes del teatro Dubrovka de Moscú, donde el Gobierno ruso decidió solventar una toma de rehenes mediante el empleo de la fuerza ciega, acabando con la vida de todos los secuestradores y de muchos de los secuestrados.

Ninguno de estos hechos —ni otros que no se citan ahora— se debe a la mera casualidad, ni a la torpeza o acierto coyunturales de determinados gobernantes, sino a la dificultad creciente de las sociedades libres para acoplar sus estándares y sistemas de vida al nuevo marco de la globalización, y a la ausencia de una reflexión teórica capaz de dar respuesta cierta a las cuestiones de la democracia en el siglo XXI. Los países democráticos manifiestan una progresiva tendencia a limitar el ejercicio y funcionamiento de las libertades apelando a la seguridad, sea de los estados, sea de los propios ciudadanos. La globalización ha puesto de relieve las paradojas y contradicciones que los sistemas del capitalismo avanzado padecen en un mundo regido todavía por instituciones que emanan de las convenciones sociales del siglo XIX y que, en la práctica, desconocen las enormes transformaciones generadas por los avances tecnológicos, el carácter transversal de la sociedad de la información y la universalización de la norma de la eficacia económica, cada vez más reacia a someterse a reglas y menos sometida a la autonomía de la política. El desconcierto generado ha sido caldo de cultivo para oportunistas y rufianes, cómodamente instalados en la dirección de las nuevas mafias emergentes en aquellos países que se abren, por vez primera, al sistema democrático, pero también ha servido para potenciar la mediocridad política y el papel de la religión y la magia en la moderna conducción de los pueblos.

Llama la atención que, en un tiempo en que los descubrimientos científicos han progresado sobremanera, muchos de sus frutos se pongan, de forma inconsecuente, al servicio de esas fuerzas intangibles que tratan de gobernar el mundo, no desde las convicciones morales plasmadas en las leyes, sino desde su particular y parcial concepción de la verdad. Una verdad, por lo demás, revelada al hombre, y sobre la que éste tiene, por lo tanto, muy poco que opinar, pues le trasciende, le condiciona y, de alguna manera, le determina. El culto a esa verdad alienante constituye una especie de historia oculta de la Humanidad, que es sagrada en las religiones del Libro y mitológica en el politeísmo de los clásicos. La religión y el mito han tenido, desde el comienzo de los tiempos, una gran importancia en la organización política de los pueblos, que resultó decisiva en el caso de las culturas del Libro, en las que éste se ha considerado siempre como palabra de Dios y es, a un tiempo, manual de espiritualidad y código de conducta.

Las modas al uso y la influencia de los medios de comunicación anglosajones han terminado por conferir el término fundamentalismo a la descripción del movimiento radical islámic

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