El clavo en el sillón

Esteban Valenti

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Nuestra tarea es acomodar a los incómodos e incomodar a los cómodos.

El Talmud

Me desperté prolijamente a la misma hora, como todas las mañanas, cinco días por semana —con algunas excepciones que me obligan a trabajar algún sábado y domingo—, y me dispuse a leer la prensa que, desde temprano, me había traído el chofer. Me gusta leer la prensa impresa; me da una idea más precisa del impacto, de las proporciones entre las noticias y los editoriales. No encontré nada preocupante. Luego repasé algunos portales en Internet que también hay que tener en cuenta y pueden ser muy molestos. Desayuné frugalmente, estoy a dieta.

Con mi puntualidad de siempre, a la hora exacta me senté en la parte delantera del coche, saludé al chofer por su nombre —es una manera más de mostrar las diferencias con el pasado— y nos dirigimos hacia la sede, el edificio, la mole, el palacio. Como quieran llamarlo.

Saludé a los porteros y a todos los funcionarios con los que me crucé en mi ascenso al último piso —a veces pienso que son muchos funcionarios, debe haber muchas tareas—. Me senté en el sillón giratorio, ergonómico, mullido, donde en los últimos años he aposentado mi trasero y desde donde gobierno, dirijo y gestiono. Sentí una leve molestia.

Comencé mi batalla, mi aventura, mi rutina diaria. Primero le pedí a una de mis secretarias ver la agenda. Estaba bastante cargadita e incluso debía hacer una visita fuera de la oficina. Era una jornada fría y gris, pero el deber manda.

La segunda etapa obligatoria era revisar los expedientes, abundantes, apilados, ordenados por temas. Era imposible leerlos a todos, por eso elegí solo algunos asuntos que estaban en el tope de mis preocupaciones y del gobierno, y allí concentré mi atención. Luego firmé, firmé y firmé.

A las 11 horas en punto comenzaron las entrevistas y las reuniones. Por suerte tengo un buen equipo de técnicos y de asesores competentes. Todo se hace más fácil con esa ayuda; es más, necesito reforzar mi equipo de comunicación, tenemos algunas debilidades en las apariciones en la prensa, en nuestra respuesta a las críticas recibidas en los medios y sobre todo en promover en forma correcta lo mucho que hemos estado haciendo.

Y allí estaba nuevamente esa leve molestia, la incomodidad en mis asentaderas; pero era perfectamente soportable.

Al mediodía pedí un almuerzo liviano. ¿Hasta cuándo tendré que aguantar la dieta dictatorial impuesta por mi cardiólogo y mi esposa? Tengo apenas una hora, pero me sobra para comerme ese pastel de zapallitos con ensalada y una manzana. Así que aquí estoy de nuevo en mi despacho, en mi sillón y con un nuevo interlocutor frente a mí. Paso unas cuantas horas, cambiando los rostros que se sientan en el silloncito frente a mí, hasta que una de mis secretarias me anuncia que debo partir hacia mi compromiso externo. Qué lástima, había pedido un café.

Antes de irme y mientras me pongo el sobretodo y la bufanda, miro por la ventana. En realidad, intento mirar por una de las ventanas del palacio; todas tiene doble vidrio, el externo está espejado hacia afuera y el vidrio interno nos refleja a nosotros, a mi oficina, los cuadros, los adornos, y hace foco en mi sillón y la bandera en su mástil. Creo que es por seguridad. No la seguridad contra los atentados —aquí estamos alejados de todo eso—, es por otra seguridad. Lo cierto es que los ruidos molestos de la calle casi ni se sienten, ni los motores ni las voces ni los bocinazos, y eso me permite concentrarme en lo mío y además me hace mirar mejor la parte interna del palacio y recordar siempre mis principales obligaciones, prioridades, y controlarme.

Lo transcripto es la descripción de un día cualquiera de muchas personas —algunas muy trabajadoras, empeñosas, esforzadas, incluso imaginativas, creativas, y que cumplen a cabalidad sus responsabilidades como servidores públicos de cierta jerarquía—, y también describe la jornada de otro tipo de funcionarios, en todos sus matices. Algunos que hace varios años, muchos años que ocupan sillones, no en uno, sino en varios y diversos palacios, y que se han alejado casi irremediablemente de la difícil perspectiva de volver a las “ocho horas”, es decir, al trabajo en el sector privado o público, pero fuera del poder.

La rutina, la costumbre no es obligatoria, pero está siempre agazapada en cada recodo del poder a sus diversos niveles. Demonizar el poder y su símbolo, el sillón, es resignarse a la imposibilidad de cambiar, de actuar en política disputando el principal trofeo, precisamente el poder y todas sus posibilidades.

No hay política auténtica sin poder, sin aspirar a gobernar. La política es la única actividad humana donde la lucha por el poder es explícita y abierta. Me refiero obviamente a la política en democracia.

El poder está lleno de tentaciones, de trampas, de oportunidades buenas, malas y terribles, porque influye sobre la vida concreta de la gente, de nuestros vecinos, parientes, conciudadanos, compañeros, y porque la historia de la humanidad desde que salimos de las cavernas tiene una línea ininterrumpida: el poder en sus más variadas formas. Encima de todas esas variaciones del poder está el poder político.

Hacer la crónica mínima, descriptiva, del poder a lo largo de la historia nos llevaría varios tomos y no es ese el motivo de este libro; al contrario, no queremos hablar principalmente del sillón, sino del clavo.

Hay un objeto puntiagudo a veces clavado en el asiento del sillón, que lo atraviesa con diversas dimensiones, y que debería ser fundamental para los que ejercen el poder. En muchos casos ese clavo, el de la incomodidad, el de la crítica, incluso el de la autoexigencia, el del clima político, intelectual y sobre todo moral y ético puede ser aborrecido por el poder, es machacado con los martillos de la autocomplacencia, de la exclusión total de la crítica, con el aplauso de los fieles, de los deudores de diversos favores, de los funcionarios incondicionales o de los cultores de la ideología del poder por encima de todo y de todos.

El poder utiliza dos enormes herramientas para ejercer toda su fuerza: el dinero, los recursos, los fondos en todas sus variantes, y el tiempo, el manejo del tiempo propio y ajeno, que a la larga se transforma en dos resultados: en plata y en energías ganadas o perdidas. Pero hay algo todavía más potente en manos del poder: es el mensaje que transmite en sus actos, en sus leyes, en sus decretos, en sus discursos y relatos.

Yo he pasado cuarenta años de mi militancia política peleando por el poder desde la oposición, es decir, miraba la fiambrera desde abajo como los gatos de antaño. Casi diez años después pasé a defender, a capa y sobre todo a espada, la gestión del poder por parte del Frente Amplio a nivel nacional, y durante dos décadas de gobierno departamental de Montevideo. Y ahora, desde hace unos cuantos años he cambiado de postura; no de ideas, no de principios, no de valores. Ahora, en lugar de ensalzar el sillón —que valga la aclaración, nunca lo ocupé ni lo quiero

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