El triunfo de las ciudades

Edward Glaeser

Fragmento

cap-1

adorno

INTRODUCCIÓN

NUESTRA ESPECIE URBANA

Doscientos cuarenta y tres millones de estadounidenses se concentran en el 3 por ciento urbano del país[1]. En Tokio y sus alrededores, el área metropolitana más productiva del mundo, viven treinta y seis millones de personas[2]. En el centro de Bombay residen doce millones de personas, y el tamaño de Shanghái es aproximadamente el mismo[3]. En un planeta que dispone de enormes cantidades de espacio (toda la humanidad cabría en Texas, cada uno de nosotros con su propia vivienda unifamiliar[4]) preferimos las ciudades. Pese a que en la actualidad sea más barato recorrer grandes distancias o trasladarse de las montañas de Ozark a Azerbaiyán, cada vez más gente vive en las grandes áreas metropolitanas. Cada mes acuden a las ciudades de los países en vías de desarrollo cinco millones de personas más, y en 2011 más de la mitad de la población del mundo es urbana[5].

Las ciudades, esas densas aglomeraciones que salpican el planeta, han sido motores de innovación desde los tiempos en que Platón y Sócrates discutían en los mercados atenienses. En las calles de Florencia surgió el Renacimiento, y en las de Birmingham la Revolución Industrial. La gran prosperidad del Londres contemporáneo, de Bangalore y de Tokio se debe a su capacidad de generar nuevas ideas. Recorrer estas ciudades, sea por aceras adoquinadas o por una maraña de callejuelas, alrededor de rotondas o debajo de las autopistas, equivale a estudiar el progreso humano.

En los países más ricos de Occidente, las ciudades han sobrevivido al tumultuoso fin de la era industrial y ahora son más prósperas, más saludables y más atractivas que nunca. En las áreas más pobres del mundo, las ciudades están creciendo a un ritmo enorme porque la densidad urbana ofrece el camino más corto para pasar de la miseria a la prosperidad. A pesar de los avances tecnológicos que han suprimido las distancias, resulta que el mundo no es plano, sino que está pavimentado.

La ciudad ha triunfado. Sin embargo, como muchos sabemos por experiencia, a veces las vías urbanas, pese a estar pavimentadas, parecen conducir al infierno. Puede que la ciudad gane, pero muy a menudo sus ciudadanos pierden. Toda infancia urbana está conformada por una avalancha extraordinaria de personas y de experiencias; algunas, como la sensación de poder que le confiere a un preadolescente viajar solo en metro por primera vez, son deliciosas; otras lo son menos, como presenciar un tiroteo en un entorno urbano por primera vez (una parte inolvidable de mi propia infancia en Nueva York hace treinta y cinco años). Por cada Quinta Avenida, hay un suburbio de Bombay; por cada Sorbona, hay un instituto de Washington D. C., custodiado por detectores de metales.

Es más, para muchos estadounidenses, la segunda mitad del siglo XX —el final de la era industrial— no fue una época de esplendor urbano sino de miseria urbana. De lo bien que asimilemos las lecciones que nos enseñen nuestras ciudades dependerá que nuestra especie prospere en lo que podría llegar a ser una nueva era urbana.

Mi pasión por el mundo urbano comenzó en el Nueva York de Ed Koch, Thurman Munson y Leonard Bernstein. Inspirado por mi infancia metropolitana, me he pasado la vida tratando de entender las ciudades. Esa pasión ha tenido una base en teorías y datos económicos, pero también me ha llevado a recorrer las calles de Moscú, São Paulo y Bombay, así como a investigar la historia de bulliciosas metrópolis y la historia cotidiana de quienes viven y trabajan en ellas.

Me apasiona tanto el estudio de las ciudades porque plantea interrogantes fascinantes, importantes y muchas veces perturbadores. ¿Por qué las personas más ricas y las más pobres del mundo viven tantas veces los unos al lado de los otros? ¿Cómo se deterioran ciudades antes florecientes? ¿Por qué algunas de ellas vuelven dramáticamente al primer plano? ¿Por qué surgen tan rápidamente tantos movimientos artísticos en determinadas ciudades en momentos concretos? ¿Por qué tanta gente inteligente pone en práctica unas políticas municipales tan necias?

No hay mejor lugar para cavilar sobre estas preguntas que la ciudad que muchos consideran como la urbe por antonomasia: Nueva York. Puede que los neoyorquinos tengamos a veces una visión un tanto exagerada de la importancia de nuestra ciudad, pero Nueva York sigue siendo un paradigma urbano y, por tanto, es un lugar apropiado para iniciar nuestro viaje por ciudades de todo el mundo. Su historia recapitula el pasado, el presente y el futuro de nuestros centros urbanos, y proporciona además un trampolín para muchos de los temas que surgirán de las páginas y los lugares que nos aguardan.

Si uno sale a la Calle 47 y la Quinta Avenida un miércoles por la tarde, se verá rodeado por un torrente humano. Algunos se apresuran hacia el norte para acudir a una reunión o se dirigen al sur a tomar una copa. Otros caminan hacia el este para entrar en las grandes cavernas subterráneas de Grand Central Terminal, que tiene más andenes que ninguna otra estación de tren del mundo[6]. Puede que alguna gente esté intentando comprar un anillo de compromiso: al fin y al cabo, la Calle 47 es el principal mercado de piedras preciosas del país[7]. Habrá visitantes que estén mirando hacia arriba (cosa que los neoyorquinos no hacen jamás) mientras van de camino entre un edificio histórico y otro. Si uno imita a los turistas y levanta la vista, verá dos grandes hileras de rascacielos enmarcando ese valle resplandeciente que es la Quinta Avenida.

Hace treinta años, el futuro de la ciudad de Nueva York parecía mucho menos halagüeño. Como casi todas las ciudades más antiguas y más frías, Gotham parecía un dinosaurio. En un mundo que estaba siendo reconstruido en torno al coche, su metro y sus autobuses constituían un arcaísmo. El puerto, otrora gloria de la costa este, estaba inmerso en la irrelevancia. Bajo el gobierno de John Lindsay y Abe Beame, y pese a que los impuestos se contaban entre los más elevados de todo el país, el municipio llegó a estar al borde de la suspensión de pagos[8]. No solo Jerry Ford, sino la historia misma parecía estar diciéndole a Nueva York: «¡Muérete!».

Nueva York (o, dicho con mayor propiedad, Nueva Ámsterdam) fue fundada durante una fase anterior de la globalización, como una lejana avanzadilla de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Era una aldea comercial donde un batiburrillo de aventureros acudía a hacer fortuna cambiando abalorios por pieles. Aquellos colonizadores mercantiles holandeses hicieron piña porque la proximidad facilitaba el intercambio de bienes e ideas y porque tras las murallas protectoras de la ciudad (lo que en la actualidad llamamos Wall Street[9]) estaban a salvo.

En el siglo XVIII, Nueva York superó a Boston y se convirtió en el puerto más importante de las colonias inglesas; su especialidad era el tráfico de trigo y harina con destino al sur para surtir a las colonias azucareras y tabaqueras[10]. Durante la primera mitad del siglo XIX, gracias al auge de los negocios, la población de Nueva York pasó de las 60.000 a las 800.000 personas, y la ciudad se convirtió en el coloso urbano de Estados Unidos[11].

En parte, esa explosión demográfica se debió a cambios en la tecnología de los transporte

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