Revuelta

Nadav Eyal

Fragmento

Introducción. La muerte de una época

Introducción

La muerte de una época

El edificio parece la típica torre de oficinas que puede encontrarse en cualquier centro urbano próspero, como Manhattan, Londres o Tel Aviv. Los invitados, todos ellos importantes, son conducidos por un pasillo trasero hasta un pequeño ascensor de servicio, totalmente inapropiado para la ocasión, lo que aumenta la sensación de misterio. El ascensor baja y la puerta se abre, revelando el lugar en el que se celebrará el evento de la noche: una bodega familiar, secreta, dice nuestro anfitrión. En un extremo de la sala, un reconocido chef prepara la cena. A lo largo de las paredes, detrás del cristal, reposan botellas de vino procedentes de viñedos de todo el mundo. Los invitados —emprendedores tecnológicos, un ex primer ministro, un antiguo alto oficial del ejército que ahora es emprendedor social, consejeros delegados de importantes corporaciones— están impresionados, y no son fáciles de impresionar. Todos los que están ahí —de hecho, casi cualquiera en cualquier lugar— conocen el nombre del generoso anfitrión.

Mientras nos sentamos en torno a una mesa, miro alrededor y cuento a los ultrarricos. Estoy bastante seguro de que soy el único que ha conducido hasta aquí en un Toyota Corolla con el parachoques suelto.

He sido invitado para hablar sobre la situación internacional, la globalización y la revuelta contra ella. En la bodega, hábilmente iluminada, los demás asistentes escuchan con atención mis explicaciones sobre poblaciones a las que la prosperidad generada por el actual orden mundial ha ignorado, y sobre cómo las gigantescas empresas tecnológicas han rehuido la responsabilidad de los males de un mundo conectado que han creado ellas. Sostengo que el resurgimiento de los enemigos del progreso está cuestionando los valores liberales y sugiero que ahora la gente joven está menos dispuesta a luchar por la democracia y, en su lugar, demanda soluciones radicales. Las cifras, señalo, muestran que en general a la humanidad le va bien. ¿Por qué, entonces, hay tanta gente que se siente atrapada?

Debería haber sabido cuál sería la reacción. Quienes pertenecen a ese 1 por ciento más rico de la población piensan que la crisis del 2008 fue, en gran medida, una nube pasajera; que la elección de Donald Trump fue un accidente histórico único, y que el progreso —es decir, la versión aristocrática del progreso que ellos suscriben— es imparable. Nuestro munificente anfitrión y uno o dos de los invitados entienden el sentido del análisis, aunque no estén de acuerdo. Los demás son reacios. «Es un pesimismo exagerado», dice uno de repente, y los demás empiezan a corear «pe-si-mis-mo». Enseguida me contestan con una idea manida: se trata de una «oleada de populismo», una breve reacción que pasará sin causar un daño significativo. La conversación se degrada, convirtiéndose en la clase de discurso anacrónico que caracteriza a los nacidos en las décadas de 1950 y 1960, que incluye clichés como «la confianza engendra éxito», «la suerte favorece a los audaces», «los jóvenes se harán adultos» y «no podemos regresar a la Edad Media». La mayoría no están interesados en lo que digo. En cambio, quieren enseñarme —y a través de mí, a mi generación— que todo saldrá bien si, simplemente, pensamos de manera positiva. Se sirve el postre, que acaba con elegancia con el debate. Es fácil discrepar con educación cuando el futuro de tus hijos está asegurado por bonos de bajo riesgo.

La cena, de algún modo, me recordó un evento mucho más dramático al que había asistido como periodista dos años antes. En ambas reuniones la ansiedad era generalizada. Solo que, cuando los ultrarricos están preocupados, se envuelven en papel de celofán y crepitan de optimismo. La clase media adopta una táctica mucho más sencilla: la indignación.

La tarde del 8 de noviembre del 2016 era fresca y festiva en Manhattan. A través del techo de vidrio del Centro de Convenciones Javits podía verse el cielo despejado, preparado para la coronación de la nueva líder del mundo libre. Fuera, los vendedores ambulantes hacían su agosto: camisetas con la imagen de la presidenta Hillary vestida con el traje de Superwoman; camisetas con el primer caballero Bill Clinton; chapas de la campaña de todos los colores, recuerdos del histórico día. Cientos de policías y personal de seguridad se habían desplegado en el exterior, junto con una caravana de unidades móviles y un campo de antenas parabólicas para retransmitir el evento. La presencia de los medios de comunicación era muy superior a la que se encontraba frente a la sede de la campaña de Trump, más sobria y situada a menos de un kilómetro en línea recta. «Ella quiere levantarse», escribió la poeta Maya Angelou sobre Clinton en el 2008; ahora estaba a punto de liberarse de esas cadenas oxidadas y convertirse en la persona más poderosa del mundo.

Representantes de Estados Unidos, de todos los colores del arco iris, se encontraban en el escenario. Entre ellos había hispanos, heteros y gais, negros y blancos, mujeres y niños. Estaban allí para servir como modelo de la nueva época que anunciaba la elección de Clinton. Con infinita paciencia, permanecieron sentados durante largas horas, esperando los pocos segundos que sus hijos verían en la televisión y conservarían para siempre, su imagen con la primera mujer elegida presidenta de Estados Unidos de América. No se movieron de sus asientos ni siquiera cuando el cielo se oscureció sobre el Centro Javits.

Evidentemente, Clinton nunca apareció. No vio la celebración que le habían preparado. Cayó la noche y con ella el fin de aquel evento.

Hay algo brutal en la mirada del periodista. Ve la imagen a medida que se forma, desde una distancia que le da perspectiva. Observa la decepción mientras se propaga entre la multitud, los gritos ahogados de conmoción, las lágrimas y la angustia, la banalidad de la reacción humana: la negación, la desilusión, la esperanza desesperada que sigue filtrándose entre los partidarios.

Cuando los resultados empezaron a llegar, los ojos de los seguidores de Clinton se pegaron a sus móviles. Murmuraban con incredulidad. Era exactamente eso. No podían creerlo, no podían entender cómo podía estar pasando aquello. Muchos lloraron. Uno me dijo que era judío y homosexual, y que temía un nuevo holocausto.

Le pregunté si hablaba de manera retórica.

«No —sollozó—, estoy asustado de verdad».

A primera vista no parece que exista conexión alguna entre los afligidos y aterrados partidarios de Clinton de aquella noche de otoño y los ricos seguros de sí mismos que conocí en la bodega. Estos últimos eran decididamente optimistas y estaban empeñados en explicar que el orden mundial que tan bueno es para ellos es igual de estupendo para los demás. Los partidarios de Clinton sentían que la democracia estaba en peligro y que les habían robado el futuro. Pero la cuestión es que ambos compartían un miedo profundo y tácito. Los miembros del 1 por ciento lo encararon escondiendo con euforia la cabeza en la arena; los simpatizantes de Clinton lo sobrelleva

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos