Mamá, quiero ser feminista

Carmen G. de la Cueva
Malota

Fragmento

cap

 

Nota de la autora

En Un cuarto propio, Virginia Woolf confiesa que cuando le propusieron hablar sobre las mujeres y la novela, se sentó en la orilla de un río a pensar qué significaban esas dos palabras. El tema le parecía tan difícil de abordar que el peso de la responsabilidad por llegar a alguna conclusión certera hizo que su cabeza se inclinara hacia el suelo. Allí, sentada sobre unas malezas coloradas que brillaban como el fuego, decidió que, dijera lo que dijese, nunca podría cumplir el primer deber de un conferenciante: ofrecer una pepita de verdad pura que el público pudiera envolver en las hojas de sus cuadernos y conservarla eternamente sobre el mármol de la chimenea. Lo único que tenía era una opinión: para escribir, una mujer debía tener dinero y un cuarto propio, y eso no resolvía de ninguna manera el problema de las mujeres y la novela.

Cuando me propusieron escribir este libro, lo primero que hice fue salir de casa y caminar hasta el río siguiendo el ejemplo de Virginia. En una tarde de un febrero insólitamente cálido, apoyada en la barandilla que se asomaba al Guadalquivir, pensé que contar cómo me hice feminista tampoco era tarea sencilla. Decidí empezar por el principio, y desde el principio estuvieron muy presente dos cosas: los libros y las mujeres de mi familia. En estas páginas solo puedo ofrecerte mi pepita de verdad pura —las veces que me caí, las veces que supe sobreponerme— y que tiene que ver con aquello que decía Virginia: para escribir, para construirte una vida propia, debes leer mucho, observar, escuchar y hablar con otras mujeres que vinieron antes que tú, y procurarte una habitación propia. Lo del dinero casi que lo doy por perdido, a fin de cuentas, pocas de nosotras tenemos una renta familiar con la que poder mantenernos y la mayoría de nuestros trabajos seguirán siendo precarios mucho tiempo. Aun así, no te desanimes, a mí me costó años conseguir la habitación propia, pero siempre hubo cerca mujeres a las que preguntar y una biblioteca pública esperándome.

La niña no salía de su asombro: mesa y silla para ella sola; ahora sí que podría escribir cuando tuviera las palabras que perseguía con tanto ardor.

CARMEN CONDE

No hay prisa. No hay necesidad de brillar. No es necesario ser nadie salvo uno mismo.

VIRGINIA WOOLF

El feminismo es una aventura colectiva.

VIRGINIE DESPENTES

LOUISA MAY ALCOTT

Pensilvania, 1832-Boston, 1888.

Escribió Mujercitas, Hombrecitos, Escenas de la vida de un hospital y Estados de ánimo, entre otras novelas.

Estuvo vinculada al movimiento por el sufragio femenino.

«Las chicas piden que la mujercita se case, como si casarse fuera la única finalidad de la vida de una mujer. No casaré a Jo con Laurie para complacer a nadie.»

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Prefacio

El momento decisivo

Jo: Si recogerme el cabello me obliga a ser una dama usaré trenzas hasta los veinte años.

LOUISA MAY ALCOTT

Nunca olvidaré el día en que me regalaron un pequeño libro que me acompañará siempre: Mujercitas, de Louisa May Alcott. Era una primera edición rústica con ilustraciones publicada el mismo año de mi nacimiento, 1986. Yo tendría unos seis años cuando mi madre me lo trajo y todavía lo conservo lleno de marcas de lápiz vagamente borradas por el tiempo. La historia parecía bien sencilla: la vida de cuatro hermanas en un pueblecito muy parecido al mío. Pero encontrarme con Jo, la segunda de las hermanas March, fue todo un descubrimiento. Entonces era hija única y todas las mujeres que tenía cerca eran mucho mayores que yo.

A medida que iba conociendo a Jo, sentía que era parte de mi familia, una más, una versión de mi yo futuro más rebelde, y que no se sometía tanto al juicio del resto de las mujeres de su entorno. Lo que más llamó mi atención fue que Jo quisiera ser escritora. Yo quería ser escritora pero por entonces solo sabía leer. A mi corta edad, había intentado fallidamente la escritura de algunos poemitas o cuentos, siempre en mi mente, casi nunca llevaba aquellos intentos al papel. De pronto Jo entró cual torbellino en mi cabeza y, como si de una hermana mayor se tratase, comencé a imitarla en todo. Y cuando digo en todo, quiero decir que, en mi cabecita infantil, quise entregarme a la escritura en cuerpo y alma; como ella, quise escribir algunas obritas de teatro para interpretarlas con mis amigas y, sobre todo, quise vestirme de escritora. Parecía lo más sensato. Tomar prestado un delantal del cajón de la cocina de mi casa, uno especialmente bonito, a cuadritos blancos y rojos, y un gorro de lana acabado en una borla que en invierno no soportaba, pero que aquellos días me proporcionaba la seguridad que necesitaba para sentarme a escribir. O, al menos, jugar a hacerlo.

No recuerdo que saliera nada de aquellas tardes en las que me quedaba quieta durante horas en una silla frente a un cuaderno de dos rayas y con Mujercitas lo más cerca posible de mi mano por si la inspiración de Jo para contar historias se me contagiaba. Entonces pensé que quizá no era suficiente con el traje de escritora, que tenía que dar un paso más, un paso definitivo en mi carrera: cortarme la melena. Había leído que Jo, en un acto heroico por ayudar a su madre, vendió sus preciosas trenzas. Y aunque la noche que le cortaron el pelo lloró desconsoladamente porque lo extrañaba, creo que desde ese momento fue mucho más ella misma. Estaba más cerca de lo que siempre quiso: salir a vivir aventuras y no quedarse nunca más en la casa tejiendo como una vieja; hacer las cosas que hacían los chicos.

Una mañana de sábado bien temprano, justo antes de que mi madre se despertara, me levanté de la cama y encaminé mis pasos hacia la peinadora de mi habitación. Me situé frente al espejo y saqué las tijeras de un cajón. Ni poniéndome de puntillas conseguía verme de cuerpo entero. Había llegado el momento decisivo de entregarme de lleno a mi oficio. Me vi allí, en pijama, con las tijeras de plástico en la mano a punto de dar el paso. Y no pude. Corté poco más que un par de mechones y los escondí dentro del libro. Pensé que algún día tendría el valor de mi hermana Jo para cortarme la melena. Sin embargo, tendrían que pasar veinte años para verme así, con el pelo como un chico, como siempre me había imaginado desde que conocí a Jo.

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