Índice
Cubierta
Introducción
1. Crisis financiera 2008-2009
Cuando se pierde... se pierde
La tormenta perfecta
Los músicos del Titanic
Entidades de patrocinio público
Crsis (1): ¿qué ha pasado?
Crisis (2): 1929
Crisis (3): neointervencionismo
Crisis (4): más tranquilos
Crisis (5): eliminar el IVA
Crisis (6): España
Crisis (7): gasto inútil
Crisis (8): minar la confianza
Crisis (9): el pánico seguirá
Crisis (10): menos libertad
Crisis (11): peligroso regalo
Crisis (12): no tiene solución
Crisis (14): lo que no se ve
Crisis (15): los nuevos desequilibrios
2. Freakonomics
Monopolios aquí y allí
Los augures de César
La privatización del gobierno
Lo repugnante tiene su atractivo
Una idea disparatada
Su caballo de Troya
El show será transparente
Cómo encontrar la flauta mágica
Legalizando la prostitución
Limitar nuestra libertad
Creadores de «infodemias»
El oráculo de Delfos
Varios fundamentalismos
Introducir discriminación
La maldición de los recursos naturales
La ley de la oferta y la demanda
Después de la Navidad
Pospongan el sexo hasta abril
La suerte de los Rothschild
Dinero y felicidad
Mercados matrimoniales
«Outsourcing» sexual
La tragedia del bien comunal
3. África
El Mussolini africano
La esperanza de África
... no podemos fracasar
www.umbele.org
Un salario para estudiar
Plan Marshall para África (I)
Plan Marshall para África (y II)
Barreras en el océano
«1 euro = 2 euros»
Soplan vientos de esperanza
4. Ecología y cambio climático
Marketing climático
Cambio climático (I): una verdad incómoda
Cambio climático (II): mezclar ciencia y política
Cambio climático (III): a la vuelta de la esquina
Cambio climático (IV): el tipo de interés
Cambio climático (V): entre unos y otros
Cambio climático (y VI): no es nuestra prioridad
El premio Nobel de la Paz
La separación de la basura
5. Estado del bienestar
Catástrofes imaginarias
Ronald Reagan
«Michaelmooreísmo»
Babas de moralina barata
Si el Katrina pasara por Barcelona
Antes muerta que sencilla
Universalidad + Igualdad = Mediocridad
Funcionarios doctrinales
6. Internacional
Tasa Tobin, pero sin Tobin
Gente interesada
Infausto anticapitalismo populista
¡Que se vashan todos!
Más globalización... y menos ONU y Banco Mundial
El «fin» del milagro chino
Suecia: ¿espejo o espejismo?
No tienen otro remedio
El problema es la intervención
Obama es el más atractivo
Venezuela está sola
Agradecimientos
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Notas


A la XVII Ursula Sala-Illa, con amor
Introducción
Roma. 27 de mayo de 2009, 22.49 h. Termina el partido en que el Futbol Club Barcelona gana la final de la liga de campeones, batiendo por dos a cero al todopoderoso Manchester United. Samuel Eto’o y Lionel Messi han marcado los goles. Tras ganar la Copa del Rey y Liga Española, la consecución de la Champions League permite al Barça ser el único equipo de la historia que ha conseguido el ansiado triplete. Afortunadamente, no han sido necesarios ni la prórroga ni los penaltis.
Londres. 6 de mayo de 2009, 23.45 h. Hace una hora que ha acabado la semifinal Chelsea-Barça. El gol de Andrés Iniesta en el minuto 93 ha clasificado al Barça para la final. En mi Blackberry aparece un correo electrónico de Ignacio Palacios-Huerta, profesor de economía de la London School of Economics. Tras felicitarme por el paso del Barça a la final, el profesor Palacios me envía un detallado estudio estadístico de cómo se comportan los jugadores del Manchester ante los lanzamientos desde el punto de penalti: Van der Sar se lanza a su derecha el 70 % de las veces cuando el lanzador del penalti es diestro y se lanza a su izquierda el 87,5 % de las veces cuando el lanzador es zurdo. Nunca ha parado un penalti tirado raso cerca del palo o alto. Todos los que ha parado en su vida han sido lanzados a media altura. Cristiano Ronaldo, por su parte, lanza el 72 % de las veces a la derecha del portero; el 20 %, a la izquierda y el 8 %, por el centro. Es curioso que se prodigue tan poco por el centro porque por ese lado nunca ha fallado un penalti. Cuando hace paradiña, el porcentaje de lanzamientos a la derecha aumenta hasta el 85 %, aunque hace dos años que no hace ninguna.* El estudio del profesor Palacios-Huerta se completa con análisis similares de los demás delanteros del Manchester: Rooney, Giggs, Tévez, Berbatov, etc.
Inmediatamente después de recibir este mensaje, recuerdo que un año antes, el Manchester ganó la final de la Champions al Chelsea desde el punto de penalti, con el famoso tropiezo del capitán del Chelsea, John Terry, en el último lanzamiento. Ese pensamiento me inquieta. Inmediatamente reenvío el mensaje de Palacios-Huerta a Txiki Beguiristain quien me comunica que se lo pasa a Pep Guardiola y a Juan Carlos Unzué, el entrenador de porteros del Barça.
Han pasado ya unos meses desde la final de Roma. Desconozco si Guardiola llegó a utilizar las estadísticas en los entrenamientos. Pero, afortunadamente para nuestra salud cardíaca, el Barça no tuvo que acudir a la tanda de penaltis para ganar la final. Ganamos en el tiempo reglamentario.
Llegados a este punto, muchos de ustedes se preguntarán: ¿por qué un profesor de economía como Ignacio Palacios-Huerta tenía los datos de los lanzamientos de penaltis de los jugadores del Manchester? ¿Es Palacios-Huerta un fanático del fútbol que se dedica a mirar partidos en lugar de hacer investigación económica? La verdad es que Ignacio, un vasco simpatizante del Barça pero acérrimo seguidor del Athletic, colecciona datos de lanzamientos desde el punto de penalti porque es especialista en estrategia empresarial y teoría de juegos. ¿Cómo? ¿Un especialista en estrategia empresarial interesado en lanzamientos de penaltis? ¡Estos economistas están locos!, pensarán ustedes. Pues no. Resulta que el angustioso momento que enfrenta a portero contra delantero, con el balón parado a once metros de la portería, es uno de los mejores laboratorios donde examinar el comportamiento estratégico de dos personas que se juegan mucho en la acción. Un experimento perfecto para comprobar si los seres humanos se comportan tal como predice la teoría de juegos que enseñamos en las facultades de economía y se utiliza en las empresas.
Veamos. Todos los jugadores tienen un lado preferido al cual chutar la pelota cuando lanzan un penalti. Normalmente, a los jugadores zurdos les gusta lanzar a la izquierda del portero y a los diestros, a la derecha. Si no hubiera portero, la mejor estrategia para marcar sería chutar a ese lado. El problema es que hay porteros, y si éstos supieran que el jugador zurdo siempre chuta a su izquierda, ellos se lanzarían a ese lado y le pararían todos los penaltis. Ahora bien, sabiendo el jugador que el portero sabe que su lado favorito es el izquierdo, lo mejor que puede hacer es engañarlo y lanzar de vez en cuando a la derecha. Y claro, el porte ro sabe que, de vez en cuando, el jugador se lanzará a la derecha por lo que su mejor estrategia es tirarse él, de vez en cuando, a ese lado aunque el lado favorito del lanzador sea el izquierdo. Estamos, pues, ante un complicado juego de estrategia que enfrenta a portero y jugador. ¿Qué hacer? La teoría económica dice que la conducta más inteligente que pueden llevar a cabo los jugadores es lanzar mayoritariamente a su lado bueno y, de vez en cuando, cambiar de lado. Es importante que el cambio de lado no sea sistemático porque si un jugador sigue una regla específica (por ejemplo, tirar tres veces seguidas a la izquierda y la siguiente a la derecha), los porteros acabarán descubriendo esa regla y sabrán exactamente adónde se tienen que tirar. La mejor estrategia es, pues, chutar mayoritariamente —cerca de un 70 % de las veces— a su lado bueno pero, de manera totalmente aleatoria (y por lo tanto impredecible), chutar al otro lado.
Para ver si los jugadores y los porteros se comportan de manera racional y como predice la teoría, investigadores como Ignacio Palacios-Huerta se han pasado años analizando miles de lanzamientos desde el punto de penalti. Ya ven. A veces, pues, los investigadores económicos nos dedicamos a examinar cosas que la mayoría de los mortales no relacionan con la economía.
Y es que el trabajo de un economista no sólo consiste en analizar situaciones de crisis como las vividas durante el 2008 y el 2009. ¡Que también! El trabajo del economista consiste en estudiar el comportamiento humano en situaciones que poco tienen que ver con el dinero, las crisis económicas o el precio de las acciones empresariales. La lección más importante que se enseña en las facultades de economía es que el hombre (y la mujer) reaccionan a los incentivos. Y la tarea principal de los economistas es entender cómo una política, una ley, una regla, una situación de recesión, un impuesto o un subsidio cambian los incentivos de los individuos a trabajar, invertir, comprar, ahorrar o a quedarse en casa. El hacer el diagnóstico correcto nos lleva a explicar por qué esa política, esa regulación o ese subsidio puede acabar teniendo consecuencias inesperadas que acaben sorprendiendo al político que las introduce. Un político puede creer que la introducción de un impuesto le va a llevar a recaudar más dinero. Pero un economista puede descubrir que puede desincentivar la inversión, cosa que puede reducir el trabajo y el ingreso de los trabajadores y, por lo tanto, puede acabar reduciendo (y no aumentando) la recaudación fiscal. ¡Paradojas de la economía!
En este sentido, el presente libro se divide en cinco capítulos. Algunos de ellos analizan problemas económicos en el sentido tradicional y otros hablan de economía en el sentido más amplio de la palabra. El primer capítulo es quizá el de más actualidad ya que analiza la crisis económica que el mundo entero ha vivido recientemente. Sin llegar a ser la gran depresión de 1929, la crisis de 2008-2009 ha sido una de las más importantes de los últimos cien años.
Todo empezó con los graves errores de política económica por parte del banco central norteamericano (la Reserva Federal): el entonces glorificado Allan Greenspan mantuvo los tipos de interés demasiado bajos durante demasiado tiempo a principios de la década. El objetivo de Greenspan era evitar que el colapso de las empresas «puntocom» se contagiara al resto de la economía y provocara una crisis en el año 2000. Los azares de la vida hicieron que, justo cuando se salía de aquel episodio, tuvieran lugar los ataques terroristas del 11 de setiembre de 2001 que amenazaron a la economía con una nueva crisis. Greenspan optó por seguir manteniendo los tipos de interés reducidos. El comienzo de las guerras de Afganistán e Irak introdujo incertidumbres adicionales que llevaron a Greenspan a seguir manteniendo la política de bajos tipos de interés.
Y claro, cuando los tipos de interés son tan bajos durante tanto tiempo pasan cosas extrañas. Y la primera mitad de la década no fue una excepción: por un lado, las familias aprovecharon para pedir prestado y comprar viviendas. Esa demanda de viviendas hizo subir sus precios. Al subir los precios, la gente vio que la adquisición de una vivienda podía ser una buena inversión (sobre todo porque las alternativas, como son las bolsas, no daban el rendimiento esperado). Eso atrajo a inversores que también compraron y eso hizo subir los precios todavía más. La economía entera se vio envuelta en una espiral de subidas de precios, adquisiciones y más subidas de precios, una espiral conocida con el fastuoso nombre de «burbuja inmobiliaria».
Por otro lado, al ver esos tipos tan bajos, los bancos, que viven de prestar dinero a cambio de un interés, buscaron rentabilidad en familias con pocos ingresos y con una alta probabilidad de no poder devolver la hipoteca, familias llamadas subprime. Al tener un riesgo superior, esas familias pagaban un interés más alto con una prima de riesgo aunque los bancos (que también se dejaron llevar por la mentalidad de burbuja inmobiliaria) pensaron que el peligro quedaba mitigado por el hecho de que el precio de sus viviendas estaba subiendo: si algún día tienen problemas, pensaron, las familias podrán vender la casa a un precio superior al de la hipoteca, cosa que les permitirá devolver el dinero. Amparándose en este razonamiento, los bancos se dedicaron a prestar dinero a gente con mucho riesgo de morosidad y eso dejaba una pequeña rentabilidad. No muy grande. Pero una rentabilidad. Y para poder hacer un gran negocio con una rentabilidad pequeña, tenían que multiplicar el volumen. El problema es que el número de hipotecas que podían dar estaba limitado por la regulación financiera. Es la famosa regulación de Basilea que impide que los créditos concedidos por un banco sobrepasen una determinada proporción de su propio capital. Es decir, si un banco tiene un capital de 1.000 y la regulación dice que sólo puede prestar el 30 % de su capital, el banco sólo puede dar hipotecas por valor de 300. Pero los bancos vieron una manera de hacer negocio sin dejar de respetar la normativa: la regulación permitía que los propios bancos crearan unos fondos de inversión paralelos (llamados conduits) que compraran las hipotecas a las familias subprime. Es decir, la regulación permitía que el banco creara un conduit, que éste pidiera un crédito de 300 en el mercado interbancario, y que utilizara los 300 para comprar las hipotecas del banco. De ese modo, el banco ya no tenía ninguna hipoteca en su balance sino que tenía 300 en efectivo, por lo que podía coger ese dinero y volver a prestarlo. Curiosamente, a pesar de que el fondo conduit era propiedad del banco, la regulación de Basilea permitía que la contabilidad fuese separada, por lo que no tenía en cuenta que, en realidad, el banco seguía teniendo 300 en hipotecas ya que era el propietario de un fondo que tenía esas hipotecas. Basilea permitía que el banco no contara las hipotecas de los conduits, por lo que podía repetir el proceso una y otra vez.
¿Qué hacían los conduits con las hipotecas? ¿Se las quedaban en un cajón? No. De hecho, las juntaban con otras hipotecas y las vendían a otras entidades financieras. Utilizando lenguaje sofisticado, a ese proceso se le llama «titularizar» las hipotecas. Esas entidades financieras, por su parte, juntaban esos paquetes de hipotecas con otros paquetes de hipotecas y las volvían a vender. Los compradores de los compradores hacían lo mismo y el proceso se repetía una y otra vez. Casualmente, todo esto pasaba cuando los departamentos de finanzas de todos los bancos estaban siendo invadidos por matemáticos cuyos modelos explicaban cómo se tenían que hacer esas complicadas combinaciones y reempaquetamientos de productos financieros para eliminar el riesgo. Sí, sí. Eliminar el riesgo. Si no lo entienden no se preocupen. Yo tampoco lo entiendo. De hecho, nadie entendía exactamente cómo lo hacían. Pero se suponía que los matemáticos eran tan listos (tanto o más listos que los economistas) que nadie se atrevía a decir que no lo entendía. Nadie quería quedar como el tonto de la película, de manera que todo el mundo decía que, efectivamente, esos activos reempaquetados eran una grandísima idea que había eliminado el riesgo. De hecho, los matemáticos engañaron incluso a las empresas de «rating» encargadas de evaluar el riesgo de los activos que uno quiere vender. Y es que en Estados Unidos (y, de hecho, en casi todo el mundo occidental) antes de vender un activo financiero, uno tiene que ir a una empresa independiente especializada y pedirle que evalúe el grado de riesgo. El sistema es parecido al que se utiliza en el mercado de diamantes: antes de comprar una piedra preciosa, el cliente va a un evaluador independiente y le pide que le diga la calidad del color, la talla, la luminosidad, etc. Pues bien, si esa empresa evaluadora de riesgo piensa que el activo es seguro en el sentido de que existe una elevada probabilidad de que recupere el dinero con un retorno elevado, se le otorga la categoría de AAA. Si existen posibilidades de que no sea devuelto, se le ponen sólo dos As, o una A, o una A-, o triple B, y así, hasta la D, que es la categoría que se da a los bonos basura. Una vez la empresa independiente de rating evalúa el producto financiero y le pone un rating en forma de letras, el banco puede pasar a vender ese activo y el comprador sabe qué tipo de riesgo está asumiendo.
El problema del sistema de evaluación independiente es que, tal como está diseñado, quien decide qué empresa de rating evalúa el producto (y por tanto, cobra los honorarios por hacerlo) es el banco emisor. Y claro, si el banco puede decidir si le da el negocio de evaluación a Moody’s, a S&P o a Fitch (que son las tres grandes empresas que se dedican a ello), seguramente escogerá la que sea más generosa concediendo As. La razón es que el precio al que el banco va a poder vender el activo será más alto cuanto menos arriesgado parezca (es decir, cuantas más As le conceda la evaluadora independiente), por lo que va a pedir evaluación a la empresa que le conceda más As. Total, que el sistema vigente antes de la crisis hacía que las empresas independientes tuvieran incentivos a conceder más As de la cuenta porque ésa era la manera de conseguir clientes. Resultado: los peligrosos bonos tóxicos aparecían ante los compradores como unos activos completamente seguros.
Por si todo eso no fuera suficiente, aparecieron empresas aseguradoras que se dedicaban a asegurar el pago de los intereses de esos activos: usted me da 7.000 dólares ahora y si la familia subprime que ha pedido un crédito de 250.000 dólares no devuelve el crédito, tranquilos que se lo devuelvo yo. Esos seguros tenían nombres pomposos y que ahora son malditos: credit default swaps. Es más, el gobierno también garantizaba los pagos de los intereses de las hipotecas subprime a través de dos grandes empresas patrocinadas por el Estado llamadas Freddie Mac y Fannie Mae. ¿Por qué hacía eso el gobierno? Pues por razones políticas: los políticos querían poder decir que ellos habían conseguido que las familias más pobres del país también tenían acceso al sueño americano de ser propietarios de una vivienda digna. Un objetivo loable con consecuencias catastróficas.
Tenemos, pues, una gran bola de nieve financiera donde los bancos acumulaban, a través de esos fondos conduit, una montaña de activos peligrosos con la apariencia de ser muy seguros. Y parecían seguros porque las empresas independientes evaluadoras de riesgo decían que lo eran, porque nadie entendía los modelos matemáticos que figuraba que eliminaban el riesgo y porque había entidades aseguradoras públicas y privadas que aseguraban el pago de los intereses en caso de morosidad. La cosa no podía fallar. Bien. De hecho, sólo podía fallar si todas las familias subprime dejaban de pagar a la vez, pero eso no iba a pasar nunca, ¿correcto? ¡No! Incorrecto: todas las familias subprime dejaron de pagar a la vez.
¿Por qué? Pues porque explotó la burbuja inmobiliaria: estaba claro que en el momento que bajaran los precios, las familias verían que les salía más a cuenta dejar la casa en manos del banco que pagar una hipoteca superior al precio de la vivienda y masivamente se convertirían en morosas. Y eso fue exactamente lo que pasó. Resulta que aquello de que el ladrillo nunca baja no era verdad y los precios empezaron a bajar. Las familias dejaron de devolver sus créditos y la morosidad se disparó. Las aseguradoras tuvieron que desembolsar lo asegurado... pero no habían previsto que la morosidad fuera tan masiva; no tuvieron suficiente dinero para pagar lo que debían y empezaron a quebrar: primero Bear Sterns, luego Freddie Mac, Fannie Mae y finalmente AIG.
El aumento de la morosidad hizo que los activos garantizados por esas hipotecas empezaran a perder su valor. De hecho perdieron tanto valor que pronto fueron bautizadas como «activos tóxicos». El problema es que habían sido retitularizados tantas veces que nadie sabía ni cuántos activos tóxicos había ni quién los tenía. Eso creó una desconfianza entre bancos que hizo que dejaran de prestar. Primero dejaron de prestar a otros bancos. Los tipos de interés interbancarios (como el Euríbor) se dispararon y, con ellos, los pagos mensuales de millones de familias que dejaron de poder pagar sus hipotecas que estaban indexadas al Euríbor. La morosidad aumentó, no ya entre las familias subprimes sino entre todas las familias del mundo.
Y aquí volvió a aparecer la regulación de Basilea: los bancos de inversión como Merril Lynch o Lehman Brothers habían utilizado esos bonos que ahora eran tóxicos como garantía financiera para pedir prestado y utilizar el dinero para hacer más negocio (eso de pedir prestado para prestar es un negocio moderno que se llama «apalancamiento»). El problema fue que la regulación decía que, cuando el valor de esas garantías bajara, los bancos estaban obligados a deshacerse de otros activos y utilizar el dinero para reponer la garantía perdida. El problema es que eso pasaba justo en el momento en el que nadie quería comprar esos activos a precios razonables. Pero como estaban obligados a vender, vendieron. Eso sí... ¡a precio de saldo! Eso aumentó sus pérdidas, cosa que redujo la cotización de sus activos, cosa que les obligó a vender más, cosa que les aumentó sus pérdidas..., y así sucesivamente en una espiral negativa de pérdidas y caídas de cotización que los llevó a la quiebra. El pánico financiero estaba servido. Sólo quedaba que el todopoderoso gobierno de Estados Unidos interviniera salvando a los bancos, sus puestos de trabajo y el sistema financiero que engrasaba la maquinaria económica del país. Pero el comportamiento errático del gobierno, que después de salvar a Freddie Mac, Fannie Mae y AIG, dejó que Lehman Brothers quebrara el 14 de septiembre de 2008, contribuyó al desplome de la confianza internacional: ¿por qué se comportaba de una manera tan arbitraria el gobierno? ¿Con qué criterios decide ayudar a unos bancos pero no a otros? No había respuestas claras y eso acentuó el desconcierto: no sólo el sector financiero se desplomaba sino que daba la impresión de que el gobierno no sabía lo que estaba pasando.
La desconfianza, el pánico y la descapitalización de los bancos hicieron que, no sólo dejaran de prestar a otros bancos sino que dejaran de prestar a empresas no financieras de todo el mundo. Inversiones en el sector tecnológico de Sillicon Valley, el de la automoción de Alemania o el de la construcción en España no se llevaron a cabo por falta de financiación. La consecuencia es que la actividad económica cayó, los puestos de trabajo desaparecieron y lo que empezó como un problema hipotecario en Estados Unidos se contagió a la economía real del mundo entero. La crisis económica mundial estaba servida.
¿Quién tiene la culpa de lo sucedido? Pues yo diría que hay muchos culpables. El primero, el original, es el banco de la Reserva Federal, con Allan Greenspan a la cabeza, por mantener una política de bajos tipos de interés durante demasiado tiempo. El segundo, el gobierno de Estados Unidos, por manipular el sistema financiero a través de Freddie Mac y Fannie Mae para que aseguraran créditos hipotecarios a familias que no los podía devolver. El tercer culpable son los bancos de inversión privados que, al confiar ciegamente en los modelos financieros matemáticos, no supieron ver el riesgo agregado que suponía apalancarse excesivamente para comprar activos que no acababa de entender. El cuarto es el sistema de remuneración de los ejecutivos de esos bancos. El sistema de cobro de bonos a final de año introduce incentivos a adoptar estrategias de inversión excesivamente arriesgadas. El problema es que el ejecutivo cobra el 10 % de los beneficios cuando hay beneficios pero no paga el 10 % de las pérdidas cuando hay pérdidas. Si el ejecutivo puede escoger entre una estrategia conservadora que genera 10 millones cada año durante 10 años y otra arriesgada que da beneficios de 900 millones durante el primer año y pérdidas de 100 millones en los siguientes nueve años, ¿qué estrategia adoptará?: fíjense que sus «bonos de final de año» serán de 1 millón anual si adopta estrategia conservadora (con un salario total de 10 millones a lo largo de la década) y de 90 millones el primer año y cero cada uno de los siguientes (con un salario total de 90 millones) si adopta la estrategia arriesgada. Visto esto, los ejecutivos tienen todos los incentivos a adoptar estrategias arriesgadísimas y convertir el sistema financiero en un gran casino donde los bancos utilizan el dinero de los accionistas para hacer grandes y arriesgadas apuestas. Por eso los altos ejecutivos que vieron que el complejo de activos tóxicos era excesivamente arriesgado no hicieron nada para evitarlo. No tenían incentivos para hacerlo.
El quinto culpable de la crisis es el sistema de evaluación independiente (las empresas de «rating») que, al permitir al banco emisor escoger la compañía evaluadora, genera incentivos entre las evaluadoras que buscan tener honorarios al decir que el producto es menos arriesgado de lo que en realidad es. El sexto causante de la crisis fue la regulación. Pero no la «falta de regulación» o la «desregulación» como tan comúnmente se ha dicho en los medios, sino la «mala regulación». No es verdad que no hubiera regulación. Estaban las reglas de Basilea. El problema es que la regulación que había no era la adecuada: las reglas permitían, por ejemplo, que los bancos de inversiones crearan los conduits o que la contabilidad de esos conduits fuera independiente de la del banco aunque fueran propiedad del banco. Y eso, a la postre, fue uno de los problemas.
Un tema aparte es el de la crisis económica española. Soy de la opinión que la recesión española es distinta de la mundial por lo que España ha sufrido dos crisis: la internacional y la resultante de la propia burbuja inmobiliaria. Durante muchos años, España entera creyó que el crecimiento económico basado en la construcción era sano y no se hicieron los deberes. Familias, bancos, gobiernos y empresas pusieron demasiados huevos en la canasta de la construcción y la promoción inmobiliaria en la creencia de que los precios de la vivienda nunca dejarían de subir. El negocio de la promoción inmobiliaria y la construcción fue financiado por un sistema bancario que se endeudaba para poder prestar a esas empresas constructoras transformadas en una especie de Rey Midas que convertían en oro todo lo que tocaban. El día que las viviendas dejaron de subir, las constructoras dejaron de construir... y de pagar. Y a los bancos se les hicieron unos agujeros financieros que les impidieron prestar a las empresas productivas que nada tenían que ver con el negocio inmobiliario. Esas empresas dejaron de invertir y crear puestos de trabajo y la crisis se expandió por toda la economía. El presidente del gobierno ha dicho en numerosas ocasiones que España sufre por culpa de la crisis internacional. No es verdad. Si no hubiera habido crisis internacional, tarde o temprano España habría sufrido una crisis porque el modelo de crecimiento basado en una burbuja inmobiliaria no podía durar.
El problema es que la burbuja dio muchos años de bonanza y eso hizo creer a los líderes españoles que eran más listos que nadie. Les hizo pensar que no tenían necesidad de hacer los deberes y trabajar para que la economía fuese competitiva. De hecho, se dedicaban a ir por el mundo sacando pecho y predicando las bondades del sistema económico español. Hasta que la burbuja explotó. Y la construcción y el sector inmobiliario desaparecieron. Y su desaparición no sólo dejó un descomunal agujero financiero sino que dejó patente que el motor de la economía española era de cartón. Desaparecido el seudomotor, el problema apareció con toda su crueldad: el rey estaba desnudo y la economía española no tenía nada que hacer. Ahora todo el mundo corre y todo el mundo habla de competitividad e innovación. Los ministros piensan que van a arreglar la economía con leyes, subsidios y regulación. Pero la cosa es un poco más complicada y la solución comportará un poco más de sacrificios.
Y de todo esto se habla en el capítulo 1 de este libro: primero se analiza el origen de la crisis y se discuten las implicaciones de las diferentes soluciones. Por ejemplo, se discuten los incentivos perversos que genera el rescate de entidades privadas cuando hacen quiebra, se compara la presente crisis con la gran depresión de 1929, se analizan las diferentes acciones llevadas a cabo por los diferentes gobiernos del mundo (regulación, gasto público, déficits fiscales, subidas de impuestos o rescates de bancos) y se argumenta que la inminente salida de la crisis puede ser temporal debido a la gran cantidad de desequilibrios generados para salir de la actual recesión. También se habla de la reacción tardía del gobierno de España a reconocer que había crisis cuando todo el mundo veía que había una catástrofe, de las medidas necesarias para recuperar la competitividad y de las diferentes propuestas hechas por el ejecutivo español.
El segundo capítulo es, desde mi punto de vista, el más interesante del libro aunque muchos de ustedes pensarán que no está directamente relacionado con la economía. En los años cincuenta, el profesor de la Universidad de Chicago Gary Becker (desde mi punto de vista, el economista más creativo del siglo XX) empezó a utilizar la metodología económica para estudiar problemas que aparentemente poco tenían que ver con la economía pero que, en realidad, tenían mucho que ver con los incentivos. Becker analizó, por ejemplo, los incentivos a contraer matrimonio, a tener hijos, a invertir en educación y capital humano, a fumar, a cuidar la salud, a abrocharse el cinturón de seguridad o incluso a suicidarse. La aplicación de la metodología económica a aspectos de la vida que aparentemente poco tienen que ver con la economía ha sido bautizada recientemente con el nombre de «Freakonomics» por Steven Levitt, un estudiant