Cien formas de romper un glaciar

Carlos Zanón

Fragmento

He leído este libro con placer súbito, que es el que procuran las columnas —un placer rápido momentáneo que uno puede recuperar cuando quiera— por la razón de no haberlas escrito yo: por la razón de imaginarme a otro escribiéndolas. Ese placer que da estar en casa arropado con una manta en invierno, empezando una buena peli mala (una de esas películas tan radicalmente tóxicas que enganchan peor que la heroína) mientras el otro va de un bar a otro con los pies encharcados por la lluvia. O sea, mientras uno escribe la columna y el otro la lee. Porque escribir columnas exige no el sacrificio de pensar, que también, y de escribir, que no es menor, sino el de «vivir en columna», una costumbre que puede destruir una vida en el mejor de los casos, o multiplicarla en el peor.

«Vivir en columna» es andar por la calle viendo esto y aquello pensando «esto puede ser una columna», hablar con alguien y pensar «esta conversación puede ser una columna», enamorarse y no dudar: «esto es una columna», desenamorarte y tener claro que ahí «hay una columna», tener un hijo («buf, columna de premio»), perder a un abuelo («esto va a partir en dos a mis lectores, que se jodan, no voy a llorar yo solo»), mudarse («qué interesante es mi vida, voy a contarla, seguro que nunca nadie se mudó») o lo que sea. Cosas que hago, en fin, semanalmente. Y con ser esto grave, no es lo peor: lo peor no es hacer cosas y contarlas, sino hacerlas para contarlas. Ha habido casos de columnistas en sequía, amenazados por el despido, que tuvieron un hijo para disponer al menos de una docena de buenas columnas con esa experiencia tan absurda, ilógica y terriblemente original que es la de que un ser humano nazca, llore, cague y crezca. Seguro que alguno, acuciado por la hora de cierre, desenchufó al abuelo. Y otro que se metió una noche de 2018 en un club de intercambio de parejas para tener algo que contar, con tan buena suerte que estamos aún esperando sus columnas, y que salga del club, de paso.

«Vivir en columna», básicamente, es pasar la semana con una cuenta atrás en la cabeza que termina con el dead line. Y, como a los solteros desesperados, los demás lo saben, los demás te rehúyen, los demás no quieren saber nada de ti porque no quieren salir en tu columna. Hay columnistas que siguen pensando que sacar a alguien en una columna es digno de orgullo. «Mañana te saco en la columna» es la frase más terrorífica de la historia; «prefiero salir en Sucesos, hijo de la gran puta», dan ganas de contestar. «Mañana te saco en la columna», le dije a mi madre una vez. «Pero qué necesidad. Qué necesidad de sacarme, qué necesidad de contármelo, qué necesidad de que escribas columnas, qué necesidad de que existas, ¿no estaba muerto el periodismo ya?, ¿qué hacéis todos muertos escribiendo?» Y hasta aquí mi primer desahogo, el desahogo de un tipo que escribe una docena de reportajes, crónicas y entrevistas al mes yendo de un lado a otro, y una columnita a la semana, y a donde va le dicen: «Mira, el columnista, ése trabaja en bata y tiene servicio doméstico». «Mañana os saco en la columna», contesto fúnebre. Molesta básicamente por una razón: los escritores que escriben columnas tienden (¡tendemos!) a poner «escritores» en la tarjeta de visita (un escritor de visita, ¿te imaginas?, lo que faltaba), pero en su nómina, poca o mucha, pone «columnista».

Hablemos de Carlos Zanón (acabo de ir a ver quién es el autor del libro, compruebo que también es columnista, abro la ventana y me pongo de pie) y de Cien formas de romper un glaciar. Hablemos en serio, por una vez en la vida. Zanón no vive en columna, y eso es lo más envidiado de este libro; llegó tarde a las tribunas, y el retraso no le ha enquistado el cerebro: le llegan los artículos como apariciones de la Virgen, le salen los asuntos solos, o esa impresión da, que es lo que importa. Desechemos la perezosa etiqueta «humor inteligente» para estos escritores de talento que escriben rozando el folio; el suyo es un humor nada pretencioso, que lo encuentra uno si lo busca, y está dotado de un sentido de la realidad que se agradece mucho porque lo que uno busca en un periódico, donde tantas veces el mundo se mira a sí mismo, es que lo mire alguien de su perspicacia. En la frase «son las tres de la madrugada y pongo una lavadora» con la que empieza el artículo titulado «Sophia Loren y las lavadoras», que ya me dirás quién no se detiene en eso, hay un análisis político primero (un análisis de primer orden, al fin y al cabo hablamos de exóticas sugerencias gubernamentales) y la promesa de una historia. Sólo unas páginas más atrás, en otra columna, Zanón cuenta: «Escribo esto, de madrugada, con una serie de sonidos de lluvia de Spotify y esperando que me haga efecto el Lorazepam» (yo desde que descubrí sonidos de todo en Spotify viajo más que nunca, en el Lorazepam no he caído porque desconfío de las drogas legales en una ciudad con tantas farmacias 24 horas).

En ese artículo dice: «Deberíamos llevarnos bien con nuestra cabeza. Tenerla amueblada y ordenada. Saber dónde están las cosas y poder olvidarnos para encontrarlas luego en el sitio donde sabemos que están. Vamos camino de ser almacenes de información sin recuerdos, sin rincones favoritos, sin objetos, sin fiestas de cumpleaños. Dame una obligación y quítame placer. No quiero jugar nunca a nada más: quiero tener algo que valga la pena. Quiero algo que no me haga reír, que no me satisfaga. Quiero algo que necesite, que me haga compañía, que me recuerde a algo. Las enfermedades mentales nos asedian, pero no todos estáis locos como yo», y cuando lo terminé pensé que no me gustaría estar descansando en casa un día de lluvia leyéndolo a él, de charco en charco y pasando frío; eché de menos el frío de mojarse, que es el frío de escribir cosas así para que los demás se calienten un poquito, y pensé «qué suerte, qué suerte conocerlo y conocerlo tan tarde, cuando nuestra relación ya no puede ser automatizada, ni la mía como lector ni la suya como autor» y mejor así, porque al final todo es cuestión de tiempo y suerte, y de abrir libros como éste en los momentos en que más lo necesitas.

Aquí hay una columna, ahora que lo pienso.

MANUEL JABOIS

El mundo existía o no había mundo alguno, sin término medio.

WILLIAM MCILVANNEY,

Los papeles de Tony Veitch

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