INTRODUCCIÓN
50 años de sombra
Durante casi cincuenta años —los mismos que han transcurrido desde el magnicidio de Luis Carrero Blanco— me he dedicado al periodismo de investigación en medios como Interviú, Cambio 16, El Mundo u Okdiario. Algunos de mis artículos han servido para sacudir los cimientos del poder político. Asimismo, he escrito una decena de libros sobre grandes casos de la historia reciente de España. En todo este tiempo, si ha habido un profesional que se ha alejado de las teorías conspirativas, ese he sido yo. Siempre he intentado construir mis investigaciones periodísticas sobre una sólida documentación que acredite la veracidad de lo narrado. Y esa ha sido la única doctrina que he seguido desde que inicié mis pesquisas sobre el asesinato del delfín de Francisco Franco. En todo momento he intentado que cada letra tecleada en el ordenador se sustente en un documento o el testimonio cabal de un testigo de los hechos.
En mis investigaciones sobre el magnicidio del presidente Luis Carrero Blanco me he guiado por las páginas del sumario 3/1977 —al que en 2013 ya tuve acceso en casi su totalidad y que ahora he revisado con nuevos legajos para la elaboración de esta nueva edición— o por informes policiales de dos Comisarías Generales, la de Información y la de Documentación. También he tenido la suerte de retomar las conversaciones con algunas de mis fuentes directas que conocieron de cerca los acontecimientos, ya que en 1973 estaban en activo en las fuerzas de seguridad o porque han ido acumulando información a lo largo de los años.
En esa documentación verbal destaco la valiosa información que me han transmitido funcionarios de la Guardia Civil y del Cuerpo Nacional de Policía, exagentes del SECED, CESID y CNI, militares, jueces y fiscales, y políticos de la época, como exministros de los gobiernos de Carlos Arias Navarro y de Adolfo Suárez. Y, por supuesto, algún exmiembro de ETA o, en sus antípodas, mercenarios del Batallón Vasco Español —quienes asesinaron, en el quinto aniversario del magnicidio, a José Miguel Beñarán Ordeñana, Argala, el etarra que accionó la bomba contra Carrero— y de los GAL, como el subcomisario José Amedo. También he contado con el testimonio de José Villarejo, que ya luchaba contra ETA en territorio hostil hace cincuenta años.
Nadie puede negar que ETA fue la causante de la muerte de Carrero Blanco, de su conductor José Luis Pérez Mogena y de su escolta Juan Antonio Bueno Fernández, dos personas de las que los cronistas históricos suelen olvidarse. Nadie puede obviar que los terroristas planearon la acción contra el almirante in situ, en Madrid, durante un año: primero planificada como un secuestro y, después, tras ser nombrado presidente en el verano, como un asesinato.
Nadie puede ocultar que el comando Txikia se sirvió de una cantidad de dinamita robada en Hernani para colocar la carga explosiva en el túnel de la calle Claudio Coello. Por tanto, fuera conspiraciones de minas antitanques.
Nadie puede cuestionar que esos explosivos fueron trasladados al sótano de la céntrica calle madrileña.
Nadie puede omitir que los terroristas cavaron el túnel desde ese habitáculo del número 104 de la calle Claudio Coello que compraron antes.
Nadie puede rebatir que Argala, el histórico general de ETA, accionó los cables del artefacto explosivo.
Nadie puede contradecir que el comando tenía programado un perfecto plan de fuga para abandonar Madrid y un piso franco para esconderse y eludir la acción represiva de las fuerzas del Régimen.
Y así una larga lista de hechos incuestionables que colocan a ETA en la escena del crimen. Pero, en el sustrato de todos esos acontecimientos, cincuenta años después, siguen surgiendo dudas y zonas ensombrecidas que los investigadores no hemos logrado alumbrar. En parte porque se han destruido los informes reservados de los archivos de los servicios secretos y, en parte, porque la falta de transparencia en la cultura política española ha impedido el acceso a otro tipo de documentación. La única guía para sustentar una sólida investigación histórica han sido los mermados tomos —III, IV, V, VI y VII y la Pieza de Responsabilidad Civil— del proceso judicial que se custodian en instancias judiciales y en el Archivo Judicial Territorial de la Comunidad de Madrid.
Afortunadamente, se conserva la mayor parte del sumario 3/1977, instruido por el Juzgado de Instrucción Penal 21 de Madrid. Durante los últimos años la Sección 5.ª de la Audiencia Provincial ha ejercido el papel de guardián de los legajos para que no desaparezcan. Y ahí es donde me documenté para elaborar la edición de 2013 y la actual, que tienen entre sus manos.
Gracias a ese celo judicial se impidió que se repitiera lo sucedido con el sumario del magnicidio del expresidente liberal Juan Prim, del que se cercenaron las partes que afectaban al poder político de la época, con lo que los culpables nunca fueron a la cárcel. Alfonso XII, rey de España entre 1874 y 1885, protegió a su tío y suegro Antonio de Orleans, duque de Montpensier —el padre de su primera mujer, María de las Mercedes—, que había financiado el complot que acabó con la vida de Prim. Esa misma dinámica continuó con Alfonso XIII.
En el caso del almirante Carrero, ETA fue la mano asesina, pero el resto de los grupos políticos de la oposición en la clandestinidad e, incluso, los sectores más rancios del franquismo, ajenos a la organización y con intereses distintos a los de la banda terrorista, se beneficiaron del magnicidio. Las miguitas de pan llevaron a los terroristas hasta la calle Hermanos Bécquer, domicilio del almirante, a la misa matinal de la iglesia de San Francisco de Borja en la calle Serrano, donde Carrero comulgaba a diario, y, por último, al sótano de la calle Claudio Coello 104, donde cavaron el túnel.
En diciembre de 2003, cuando se cumplía el trigésimo aniversario de su muerte, publiqué en el diario El Mundo una serie de artículos sobre el atentado que le costó la vida al presidente del Gobierno. Con el título «Objetivo: asesinar al presidente», destaqué lo sospechoso que resultaba que una treintena de terroristas de ETA se pasearan por Madrid durante un año y nadie del Ministerio de la Gobernación, de las fuerzas de seguridad, de los servicios secretos, de la Jefatura del Estado, del Ejército o del Gobierno se diera cuenta de los planes asesinos de la banda. Todo se antojaba increíble, incomprensible e inaceptable.
Después de más de dos décadas de investigación sobre el asesinato del almirante Carrero, cada vez estoy más convencido de que ETA pudo accionar la bomba en el distrito más vigilado de Madrid porque alguien le ayudó desde la penumbra. Y, si fue así, se trató de un complot sin lugar a dudas.
El atentado del almirante es como un caleidoscopio. Ese tubo luminoso que inventó hace un siglo un escocés que contiene tres espejos que forman un prisma triangular del que se multiplican unas hermosas imágenes (de ahí su nombre: del griego, kalós, bello). El artefacto que destrozó a Carrero y su escolta policial proyectaba de todo menos imágenes preciosas.
La mano asesina fue la de ETA, pero otros le allanaron el terreno. Cincuenta años más tarde, nadie ha logrado reunir las pruebas necesarias para demostrarlo, sobre todo porque, desde el principio, la investigación nació viciada y contaminada. Ni al Régimen ni a los posteriores gobiernos de la Transición les interesó seguir la pista de la trama asesina. Finalmente, la amnistía de 1978 dejó en libertad a todos los encausados por el atentado.
La sospecha sobre un complot se debía a un cúmulo de pruebas, a infinidad de contradicciones, a numerosas conjeturas, a testimonios de muchos testigos y protagonistas de la época, a un sinfín de indicios y, sobre todo, a mucho olfato. Por eso, en la portada del libro he calificado el asesinato del almirante como «un magnicidio maldito».
Nadie puede negar que el quinto magnicidio de un presidente en España fue un crimen maldito. Es muy similar al del general Prim, en 1870, otro caso que he investigado profundamente. En ambos —aunque las motivaciones, las circunstancias y la época son muy distintas— existieron manos negras que nunca se blanquearon. Y lo peor, en el tiempo se sucedieron dos conspiraciones: una para acabar con ellos y, más tarde, otra para tapar las pruebas. Así, cesaban las pesquisas, se lograba la libertad de los autores materiales del crimen, quedaban impunes los inductores y colaboradores necesarios, y se soslayaban la ineptitud e ineficacia de las fuerzas de seguridad y de los servicios secretos.
Todo resulta más grave y escandaloso en el caso de Carrero Blanco porque el mismísimo almirante acababa de crear los servicios de información del SECED, a los que la oposición y en el extranjero consideraban «temibles». Y porque el ministro de la Gobernación, cuando ETA hizo estallar la bomba, fue el político del Régimen que sustituyó al almirante en la Presidencia del Gobierno. Nadie como él disponía entonces de poder y de capacidad política para encargar una investigación que facilitara la detención de toda la trama terrorista y de los necesarios conspiradores. Si no fue así —tuvo tiempo para hacerlo— es porque en la recta final del franquismo y del tardofranquismo algo olía a podrido.
La verdad es que todo es muy distinto a como nos lo han contado durante décadas. En 1973, ni el SECED era tan temible, ni la policía franquista tan omnímoda, ni el Régimen tan monolítico. El Movimiento, que salió victorioso de la Guerra Civil, aquejaba una grave enfermedad, como el propio Franco. El párkinson del Caudillo no era solo fisiológico, sino también metafóricamente político. Esa ausencia del líder, que se quedaba dormido en los consejos de ministros, socavó la propia existencia del sistema y provocó una soterrada lucha por la sucesión. Carrero se movía entre los tecnócratas del Opus Dei, los franquistas más moderados y los monárquicos que apoyaban la solución de continuidad de la Corona representada en la figura del príncipe Juan Carlos.
En el otro bando sobresalían los más ultras del Régimen, los azules de la Falange y el círculo de El Pardo, el más próximo al Caudillo. Destacaban doña Carmen Polo y el marqués de Villaverde, el yernísimo, que reivindicaban para España más mano dura. Para ello, siempre se postularon a favor de don Alfonso de Borbón —primo del príncipe— y de Arias Navarro, alcalde de Madrid. Entre todos ellos lograron convencer a Franco para que Carrero, en contra de su criterio, nombrara a Arias Navarro ministro de la Gobernación. Tras el magnicidio llegaron aún más lejos y lo colocaron al frente de la Presidencia del Gobierno.
Y, en medio de todo ese espectro de división, sobrevivían los grupos de oposición al Régimen de la derecha —los democratacristianos, principalmente— y de la izquierda marxista. Los militantes, simpatizantes y disidentes del Partido Comunista de España (PCE) y los obreros de los sindicatos clandestinos actuaban desde esa clandestinidad para erosionar los cimientos del franquismo.
Habría que recordar lo que la propaganda de la dictadura denominó peyorativamente el «Contubernio de Múnich» —el IV Congreso del Movimiento Europeo celebrado en la ciudad alemana—, al que, en junio de 1962, asistieron 118 políticos españoles, algunos de ellos con residencia y actividad profesional en España. A la capital bávara acudieron monárquicos, liberales, socialistas, democratacristianos, socialistas y nacionalistas vascos y catalanes. Todos ellos reivindicaron para España de manera pública lo siguiente: la reinstauración de la democracia, los derechos de las personas, la libertad de expresión y de asociación sindical, la supresión de la censura, el reconocimiento de las regiones autónomas y la organización de partidos políticos.
Como consecuencia, Fernando Álvarez de Miranda, Joaquín Satrústegui, Íñigo Cavero, José Luis Ruiz-Navarro y Félix Pons, entre otros, fueron confinados en Canarias. El resto tuvo menos suerte: un grupo encabezado por los conservadores José María Gil-Robles y Dionisio Ridruejo y el socialista José Federico de Carvajal se vio abocado al exilio.
ETA desembarcaba en Madrid con toda su artillería en medio de ese escenario «conspirativo». En el verano de 1973, llegaron a reunirse hasta una veintena de dirigentes y militantes en un piso de Getafe donde celebraron una reunión de su coordinadora antes de la VI Asamblea de Hasparren. Nadie logra entender cómo los Ezkerra, Txomin, Josu Ternera, Pelotas, Peixoto, Pertur, Pakito… se desplazaron con total impunidad desde el País Vasco y el sur de Francia hasta la capital del Estado sin que ningún confidente policial o los expertos en antiterrorismo descubrieran sus movimientos. Además, la cúpula etarra tenía la desvergüenza de reunirse en Madrid con los miembros del comando Txikia, que preparaba el secuestro del almirante.
Durante los últimos años he tenido la ventaja de poder hablar con Pedro Ignacio Pérez Beotegui, apodado Wilson, quien, junto con Argala, puso en marcha la misión; Antonio Durán Velasco, el sindicalista comunista que construyó el sótano de la calle Hogar, donde se escondió el comando tras el atentado; José Luis Espinosa.[1] uno de los confidentes que avisó a sus jefes de la presencia de etarras en Madrid; Ugarte, el delegado del SECED en el País Vasco y jefe del Plan Udaberri (el Plan Primavera) de 1969; Mikel Lejarza, el Lobo, el topo más importante que la policía infiltró en ETA; Julen Madariaga, uno de los fundadores de la banda; Eva Forest, intermediaria y colaboradora necesaria en el atentado; Stefano Delle Chiae, neofascista italiano y colaborador de los servicios secretos del almirante; uno de los agentes policiales que interrogaron a Ignacio Múgica Arregui, Ezkerra, tras su detención; miembros de las fuerzas de seguridad, espías y otros personajes de la lucha antiterrorista; políticos del franquismo y de la Transición y, especialmente, Ricardo de la Cierva,[2] gran historiador y amigo personal de Luis Carrero Blanco.
A Wilson lo conocí el 25 de abril de 2001 en Vitoria, cuando preparaba con otros compañeros el primer capítulo de la serie de televisión Crónica de una generación. En las dos reuniones que mantuve con él —durante una noche de copas por el casco viejo de la capital alavesa y en un desayuno en un hotel de la cadena NH— descubrí a un personaje pasota y de vuelta de todo. Nada que ver con el temible Wilson de los años setenta. El programa estaba dedicado a la Operación Lobo, por la que él había sido detenido en Barcelona el 30 de julio de 1975. Y aunque, en un principio, se resistió a entrar en las profundidades del atentado de Carrero, acabó deslizando de forma un tanto inconexa algún que otro comentario que, en la habitación del hotel, anoté en un bloc.
Algunas de aquellas confidencias las he incluido en el libro. Wilson admitió su presencia en el hotel Mindanao, pero me dijo que apenas vio al misterioso personaje que facilitó a Argala los datos sobre la costumbre del almirante de comulgar todos los días y a la misma hora en la iglesia de San Francisco de Borja, en la calle Serrano de Madrid. Más tarde tuve acceso a su declaración judicial, en la que sí se extendía con más detalles sobre el encuentro con aquel personaje sin rostro de la oposición al Régimen.
Wilson falleció en 2008 y se llevó a la tumba uno de los secretos mejor guardados de la Transición: cómo obtuvieron los etarras en Madrid la información para matar al delfín de Franco. Desconozco si dejó escritos sus recuerdos de aquellos años en ETA, pero se me antoja poco probable que un activista se dedique a redactar sus memorias. No me imagino a Pérez Beotegui recopilando en una libreta sus andanzas y fechorías terroristas.
Con las muertes de Argala y Wilson desaparecían los dos únicos testigos que habían conocido al personaje anónimo que puso en la diana a Carrero. Es como el cuadro de Dalí El hombre invisible, que ocupa una de las paredes del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Una imagen difuminada e incompleta con un cuerpo en forma de cascada. Ese es nuestro hombre invisible de la Transición.
Posiblemente, también lo llegaran a conocer Eva Forest y el etarra Ignacio Ugalde Aguirresarobe, Kaskazuri. Pero muerta la mujer de Alfonso Sastre, tan solo queda Kaskazuri, que llegó a ser uno de los responsables de mugas de la banda hasta 1993. En cincuenta años nadie se le ha acercado para preguntarle sobre su participación en los preparativos del atentado. El exetarra reside en Hendaya y está localizado por medio de lo que se conoce como fuentes abiertas.
Argala fue asesinado en 1978, en Anglet, por un comando del Batallón Vasco Español, integrado por agentes y colaboradores de los servicios secretos del SECED, en el quinto aniversario de la muerte de Carrero. ¿Quisieron vengar al almirante o quitar de en medio a un testigo incómodo que, además, en esos momentos, negociaba con el Gobierno? La España de la Transición también guarda muchas sombras, como el vizcaíno árbol Malato.[3] Numerosos hombres invisibles como los de Dalí.
La banda jamás ha desvelado la identidad de ese «elegante hombre de traje gris»,[4] el hombre invisible, que reveló los movimientos de Carrero, aunque algunos autores pongan en duda su existencia sin ninguna base documental.
Si los periodistas y algunos historiadores hemos pretendido despejar las incógnitas sobre el atentado de Carrero, no ha sido así por parte de las instancias judiciales y policiales. Desde un primer momento, alguien de «arriba» ordenó cumplir con decoro el expediente y pasar de puntillas sobre las incógnitas del caso, tanto en los procesos civiles de los sumarios número 3/73 del Juzgado número 21 de Madrid y 142/73 del Juzgado de lo Penal como luego en el 73/75 del Juzgado Militar Especial.
Las indagaciones para desliar la madeja del caso Carrero supusieron un verdadero gatillazo jurídico-policial. Duraron tres años, cinco meses y siete días. Las pesquisas tan solo ocupan 3.009 folios, cuando un sumario de esas características puede alcanzar decenas de miles. La investigación quedó concluida, el 11 de mayo de 1977, por medio de un desolador auto dictado por el titular del Juzgado de Instrucción número 21 de Madrid. En aquella fecha solo quedaban tres personas en la cárcel por el magnicidio: Wilson, Juan Miguel Goiburu Mendizábal y Ezkerra.
Las declaraciones de Ezkerra ante la policía, tras su detención en septiembre de 1975, también han sido una fuente documental muy valiosa para la elaboración del libro. Pude acceder a ellas en 2003, en el transcurso de mi investigación ya citada para El Mundo. Entonces me detuve en los movimientos del comando Txikia en Madrid a partir de la declaración policial de José Ignacio Múgica Arregui, que pude leer en los archivos policiales de la Comisaría General de Documentación, en su edificio de Canillas. Me llamó la atención un dato verdaderamente surrealista y provocador: todos los etarras que se desplazaron a Madrid tenían tras de sí una orden de busca y captura y se relacionaban con grupos vigilados por la del todo expeditiva Policía Político-Social de un régimen dictatorial, la policía franquista, que a menudo efectuaba redadas indiscriminadas entre los grupos de la oposición. Incomprensiblemente, jamás se toparon con un etarra, y eso que Argala y compañía cometieron infinidad de errores, algunos de ellos impensables en una red clandestina. La dictadura de Franco, presentada en Europa como la más represiva, dejaba escapar a los asesinos del delfín del Caudillo. Algo asombroso.
En el proceso de esta obra he leído con mucho detenimiento el sumario, folio a folio, y, como presuponía, me he encontrado con muchísimas lagunas. Está claro que ningún profesional de la investigación, independiente y serio, habría realizado tal pantomima. En los más de tres mil folios de sus cinco tomos aparecen las declaraciones de ciento sesenta y dos personas, pero sus interrogatorios están encauzados más a tapar que a descubrir.
El magistrado Luis de la Torre Arredondo, en 1973 presidente de la Sección Cuarta de lo Criminal de la Audiencia Provincial de Madrid, se hizo cargo de la instrucción de la causa. De la Torre desveló más tarde a la revista Interviú las presiones que tuvo que sufrir para no investigar una pista que le conducía a la CIA estadounidense y a algunos sectores del búnker. Asimismo, se quejó del poco interés que pusieron las administraciones de Arias Navarro y de Suárez para que se llegara a destapar toda la verdad. Al parecer, algunas alfombras nunca fueron levantadas. El magistrado reveló unas palabras de Gutiérrez Mellado que, como él, veraneaba en el municipio cántabro de Suances: «Chico, hay tantos que querían quitarse de en medio a Carrero».
La viuda del almirante, María del Carmen Pichot, también se mostró contrariada por el modo en que se había llevado la investigación. Siempre estuvo incisiva sobre un supuesto complot contra su esposo: «Acaso molestaba a alguien. ETA fue la mano ejecutora».
Todos los días, para acceder a su despacho del palacio de Villamejor,[5] donde estaba la sede de Presidencia del Gobierno, Carrero atravesaba una antesala interior de cuyas paredes colgaban unos retratos al óleo de todos los presidentes que le precedieron. Aquellos cuadros les recordaban a los cuatro presidentes asesinados en España: Juan Prim (1870), Antonio Cánovas del Castillo (1897), José Canalejas (1912) y Eduardo Dato (1921). El almirante se convirtió en el quinto.
López Rodó, que durante una década fue su fiel ministro, denunció como algo sorprendente que los «servicios de seguridad del Estado no tuvieran información acerca de una galería subterránea que venía excavándose durante varias semanas bajo una calle por la que pasaba diariamente el presidente del Gobierno». Se refería al sótano de Claudio Coello, número 104, donde los terroristas horadaron un túnel para colocar los explosivos.
Igualmente le sorprendía que «los servicios de inteligencia norteamericanos tampoco hubieran detectado una excavación que se realizaba a menos de cien metros de la embajada días antes de la venida del secretario de Estado, Henry Kissinger».
Tras estas dudas, resulta poco creíble que ni la embajada ni las fuerzas de seguridad del Estado se percataran de que, el mismo día en que el «hombre fuerte» de Nixon visitaba Madrid, los terroristas efectuaban con total impunidad un simulacro del atentado. Y eso que los tejados estaban tomados por agentes francotiradores; las alcantarillas, por policías de seguridad del subsuelo, y los cruces, por dotaciones policiales armadas hasta los dientes. Un vergonzante paripé que invita a cualquier tipo de especulación. Y no digamos de una conspiración.
El responsable de la seguridad, el ministro de la Gobernación, Arias Navarro, le confesó al ministro de Justicia, Francisco Ruiz Jarabo: «Paco, no me queda más remedio que marcharme a casa». Pero se trataba de una pose: no solo no se retiró a su chalet de Casa Quemada, a las afueras de Madrid, sino que, aunque aquello olía a chamusquina, fue condecorado y premiado con el cargo de presidente del Gobierno. Pasó a ocupar el despacho de Carrero en el palacio de la Castellana, ante el asombro de los próceres del Régimen.
López Rodó, en el epílogo de sus memorias, publicadas en 1992, desvela una confidencia del almirante: «Lo peor que podría ocurrir en España sería un golpe militar: supondría volver a empezar desde cero ¡y sin Franco!».
El general Manuel Monzón, que el día del atentado era agente del SECED, comentaba en su libro Una vida revuelta que quienes más se beneficiaron del atentado fueron los del búnker: «La prueba es que suben al poder, con Arias Navarro».
Como me aclaró un exagente del SECED, Argala fue el autor del atentado, la persona que apretó el detonador —nadie puede negarlo—, pero tampoco se puede obviar que otros se beneficiaron de su desaparición.
Quid pro quo? ¿Algo a cambio de algo? ¿Sabían o sospechaban en el Ministerio de la Gobernación lo que se venía tramando en Madrid durante todo un año? ¿Por qué Arias Navarro sustituyó a Carrero? Quid prodest? ¿Quién se benefició de su muerte? Estas son otras de las incógnitas que quedan por aclarar cincuenta años después.
¿Por qué destacamos en la portada del libro que el atentado de Carrero fue un magnicidio maldito? ¿Por qué afirmamos que en cincuenta años a nadie le ha interesado conocer la verdad? Porque la oscuridad ha primado sobre la transparencia. El relato del atentado, en muchos de los casos —comenzando por la propia versión oficial de ETA—, se ha escrito con los renglones torcidos. Si para esclarecer el magnicidio de Prim —el héroe catalán del liberalismo—, la restauración monárquica de Alfonso XII significó la manipulación de la instrucción del sumario, en el crimen de Carrero la rémora fue el arranque de la Transición.
Parece una contradicción que la nueva España democrática entorpeciera la investigación del quinto magnicidio de su historia, pero fue así. Los gobiernos de Adolfo Suárez y de Felipe González se olvidaron del crimen del delfín de Franco y la Ley de Amnistía de 1977 lo enterró definitivamente en un ataúd de zinc. ¿Por qué? Porque prefirieron alcanzar una salida negociada con ETA en busca de una tregua antes de las primeras elecciones democráticas de junio de 1977. Y profundizar en la trama del atentado podía frustrar esos planes.
Cuando el comandante Ángel Ugarte, jefe del SECED en el País Vasco, siguiendo órdenes del Gobierno se reunió en noviembre de 1976 en Ginebra con una delegación de ETA Político-Militar, primero, y con ETA Militar, después, parte de la cúpula de la banda terrorista estaba procesada en rebeldía por la justicia española. De ahí que Ugarte, en esas reuniones, transmitiera a los interlocutores de la banda —uno de ellos el sanguinario José Manuel Pagoaga, Peixoto— una oferta muy ventajosa: la concesión de una amnistía, que contemplaba los delitos de sangre, a cambio del cese temporal de la violencia. Pero los asesinos de Carrero se negaron a negociar ese pacto.
Aun así, el Gobierno centrista transigió. En mayo de 1977, el magistrado dio por concluido el sumario y en octubre se aprobó la Ley de Amnistía, que permitió la puesta en libertad de dos de los instigadores del magnicidio, José Ignacio Múgica Arregui, Ezkerra, y Wilson. El resto de los procesados (Gohierri, Marquín, Argala, Atxulo, Zigor, Josu Ternera, Kiskur y Lujúa) fue exonerado sin tener que declarar ante los jueces. Y en esa lista figuraban los más sanguinarios de ETA. También los enjuiciados que participaron en los atentados de Carrero y de la calle del Correo: Genoveva Forest, María Luz Fernández, Antonio Durán, Juan Miguel Goiburu Mendizábal, Gohierri, o José Ignacio Múgica Arregui, Ezkerra. Estos últimos tuvieron que esperar unos meses hasta que, en enero de 1978, la Sección Quinta de la Audiencia Provincial de Madrid[6] dictó un auto por el que se decretaba la libertad para los últimos procesados en los sumarios por los atentados de Carrero Blanco y de la calle del Correo, y ambas causas quedaron definitivamente cerradas.
Pero en la lista de los investigados, sorprendentemente, no aparecía uno de los personajes claves del magnicidio: Ignacio Ugalde Aguirresarobe, Kaskazuri. Nadie se ocupó de él aun siendo el «tercer hombre», que ayudó a Argala y Wilson nada más aterrizar en Madrid. El etarra desapareció de la escena del crimen, pero no de las entrañas de ETA, ya que siguió ejerciendo de «legal» entre España y Francia, y cumpliendo misiones como mugalari en la frontera, hasta 1993.
1
El tercer hombre: Kaskazuri
La presencia en 1972 de Argala y Wilson en Madrid se debía a las gestiones de un miembro legal de la banda que, aparentemente, pasaba desapercibido para la policía política con sede en el palacio del Correo de la Puerta del Sol, la actual sede de la Comunidad de Madrid. Se llamaba Iñaki Ugalde Aguirresarobe, aunque en el seno de ETA era más conocido por el sobrenombre de Kaskazuri, que en vasco significa «pelirrojo».
El papel del etarra, residente en la capital del Estado, resultó clave para la preparación del magnicidio contra el presidente Carrero Blanco. De modo que se podría calificar como el «tercer hombre» de ETA, quien, al igual que Rollo Martins, el personaje de la novela de Graham Greene del mismo título, presentaba una personalidad dual: una persona anónima en su vida real y un colaborador de asesinos en la clandestinidad.
Kaskazuri hizo de puente entre Argala y el matrimonio Alfonso Sastre y Genoveva Forest, con quien ETA llegó a establecer una estrecha relación y a admitir como válidos sus postulados políticos. Además, el «liberado» de la banda propició el encuentro con el personaje misterioso, conocido como la Sombra, que señaló a Carrero como un objetivo fácil de abatir para erosionar al régimen franquista. Para cumplir con éxito ese cometido le proporcionó a ETA la llave maestra: información sobre sus costumbres y movimientos, que cumplía a diario de manera rutinaria y sin apenas protección. Esa delación fue la sentencia de muerte del considerado delfín de Franco. Su importancia fue incuestionable si repasáramos los pasos que los emisarios de ETA dieron después en Madrid.
Pero ¿quién era ese Kaskazuri/Pelirrojo que ha pasado desapercibido en todas las investigaciones y libros publicados sobre el magnicidio de Carrero Blanco? Se trataba de uno de esos personajes grises que se mueven entre las sombras sin protagonismo, pero que, en un momento determinado, su importancia es imprescindible para culminar una misión de gran calado.
Iñaki Ugalde Aguirresarobe, que en 1973 tenía treinta y siete años —una edad que cuadraba más con su tarea de miembro de un comando formado por «legales» de la banda— disponía de una cobertura de profesor. Esa pantalla social lo convertía en un personaje anónimo en una ciudad cosmopolita como Madrid que, a comienzos de los años setenta, ya había superado los tres millones de habitantes. Pero Ugalde no se privaba de viajar a menudo al sur de Francia, a sabiendas de que se arriesgaba a levantar suspicacias por idas y venidas. Esto parecía impensable para una persona que se movía en el círculo semiclandestino de Forest y Sastre, los disidentes del Partido Comunista de España y responsables del Comité de Solidaridad con los Pueblos Oprimidos Carlos Marx. El movimiento político antifranquista, tras el Proceso de Burgos contra dirigentes de la banda, se había aproximado a ETA, hasta el punto de que llegó a repartir algunas de sus publicaciones entre la militancia de la banda terrorista.
Resultaba un tanto sospechoso que una persona de las características de Kaskazuri pasara desapercibida en un foro como el madrileño, sometido a los oídos y las miradas furtivas de una red de chivatos y agentes de la implacable Brigada Político-Social, que no dudaban en usar los métodos más expeditivos a la hora de cazar comunistas y opositores al Régimen.
El propio Wilson, tras su detención en julio de 1975 durante la Operación Lobo,[7] declaró a sus interrogadores que conocía a Kaskazuri desde 1971, antes de su viaje a Madrid. Estas fueron sus palabras, recogidas en el sumario 3/1977: «A fin de cumplimentar la responsabilidad que me había sido asignada para ”el interior” con la primordial misión de estructurar en Frente Cultural y Político, que se encontraba completamente desmembrado, como no conocía a nadie en Euzkadi Sur, José Miguel Beñarán Ordeñana, Argala, me pasó a dos elementos legales que eran Ignacio Ugalde Aguirresarobe, Kaskazuri, y José Joaquín Jaca Auzmendi. Posteriormente, en citas que mantengo con Argala me presenta a otros elementos, entre quienes recuerdo a Ángel Macazaga Goñi el Calvas, José Urbieta Irizar, Bigotes, Eduardo María Moreno Bergareche, Pertur, Carlos Valverde Lamfus, de la zona de Guipúzcoa, y José Javier Gorostiza, Javier Zarrabeitia Artola, Fanfa, y Javier Larreategui Cuadra, Atxulo, de Vizcaya».[8]
Wilson reconocía ante sus interrogadores que comenzó su labor en el interior con todos esos militantes de la banda: «Así formaríamos una infraestructura necesaria para llevar a cabo su cometido y, primordialmente, captar gente para la organización».
Jaca Auzmendi era el representante de una librería, lo que le otorgaba la posibilidad, junto con su compañero Kaskazuri, de convertirse en un «liberado semilegal», un informante de ETA que posee una cobertura para pasar datos a sus jefes sin levantar sospechas. Su vida discurre como la de cualquier otro ciudadano haciendo su trabajo diario.
Kaskazuri, como llevaba un tiempo en la militancia de la organización terrorista, según Wilson, le pasó el contacto de Miguel Echaburu Biain, que se convirtió en el responsable de ETA en la margen izquierda del Urumea.
Tras una exhaustiva investigación, tengo que reconocer que me ha resultado difícil encontrar datos relacionados con el anfitrión de Argala y Wilson en Madrid, tanto en fuentes abiertas como en otras más reservadas pertenecientes a los archivos de la Guardia Civil y el Cuerpo Nacional de Policía. Finalmente, la escasa información obtenida ha servido para complicar aún más el enigmático protagonismo del militante de ETA. Su importancia en la trama supera la función de un simple soldado de la banda armada. Kaskazuri no pasará a la historia del terrorismo en España como Argala o Wilson, pero se podría afirmar que fue la persona que dio inicio a todo.
El patrón criminalístico de Ugalde Aguirresarobe nos conduce una vez más al planteamiento de una ETA dopada, de un comando Txikia que se dejó conducir por Madrid. Basta esbozar un perfil de los antecedentes del topo de ETA en la España franquista de los años 72 y 73 para percatarse de que algo olía a chamusquina. Y estas son las pruebas:
Sorprende la labor clandestina de Kaskazuri en Madrid a comienzos de los setenta como miembro de un comando legal cuando ya estaba fichado y tenía antecedentes policiales. Tres años antes del encuentro en Madrid con los generales de ETA, el infiltrado había sido sometido, en 1969, a un consejo de guerra en la sala de justicia de la VI Región Militar de Burgos por el procedimiento sumarísimo 39/69.
Ugalde se sentaba en el banquillo junto a los colaboradores de ETA José Enrique Otaegui Arizmendi y Ángel María Iturzaeta Arratibel y dos clérigos vascos. Tras la petición fiscal, Kaskazuri se enfrentaba a una condena de doce años de prisión por los delitos de rebelión militar e injurias al Ejército, cargos que estaban contemplados en los decretos del 21 de septiembre de 1960 —en su artículo 2— y en el del 16 de agosto de 1968 —en el párrafo 5 del artículo 286— y en el artículo 29 del Código de Justicia Militar.
Los acusados estaban representados por tres abogados que, años después, alcanzarían notoriedad pública: Juan María Bandrés y Fernando Múgica Herzog, en la política, y Miguel Castells, en la abogacía. Los letrados defendieron ante el tribunal la inhibición de la jurisdicción castrense a favor de la ordinaria o, en su defecto, la plena absolución de sus clientes.
El consejo de guerra culminó, tras el juicio sumarísimo, con la absolución de Kaskazuri «con todos los pronunciamientos» por falta de pruebas, pero condenó al resto de los compañeros de banquillo a penas que iban de cuatro a diez años.
Por tanto, resultaba imposible que Kaskazuri no figurara en los ficheros de la Brigada Político-Social. Además, uno de sus compañeros de banquillo, Otaegui Arizmendi, ya había sido juzgado por el Juzgado de Orden Público en otro caso de asociación ilegal (sumario 464/1968), aunque finalmente quedó absuelto por falta de pruebas, según la sentencia de 21 de septiembre de 1970. Era poco probable que pasara desapercibido en Madrid porque en esas fechas la policía política ya confeccionaba fichas y vinculaciones entre los sospechosos de pertenecer a ETA.
Teniendo en cuenta que en esa causa contra Otaegui por asociación ilícita también se juzgaba a José María Ganchegui Arruti, Pello, que pronto se convirtió en el jefe del aparato internacional de la organización armada, todo se hace más nebuloso.
El proceso contra Ugalde Aguirresarobe tenía lugar en un momento candente en los inicios de la banda terrorista. En aquellos meses de 1970, también se celebraba el histórico Proceso de Burgos, en el que dieciséis militantes de ETA se enfrentaban a la pena de muerte por el asesinato de tres personas: el guardia civil José Antonio Pardines, el policía Melitón Manzanas y el taxista Fermín Monasterio, las primeras víctimas mortales de la banda terrorista.
El Consejo de Burgos (proceso sumarísimo 31/69), que se inició el 3 de septiembre de 1970, dictó sentencia el 28 de diciembre y condenó a muerte a seis de los acusados. Pero las movilizaciones internacionales lograron que Franco conmutara la pena capital por otras de reclusión para los militantes de ETA. Los letrados Bandrés y Castells también participaron en la defensa de dos de los encausados.
Siete años después, como sucediera con los asesinos de Carrero, todos los condenados por el proceso 31/69 quedaron en libertad tras la aplicación de la Ley de Amnistía de 1977, aunque cinco de ellos fueron expulsados de España a Noruega y Bélgica, como sucedió con Ezkerra y Wilson.
El hermano de Ignacio Ugalde, Jokin, fue detenido en octubre de 1976 en Hernani, pero más tarde puesto en libertad sin cargos. El dato rubrica que la familia Ugalde estaba en el punto de mira de la policía.
El Proceso de Burgos, antes del magnicidio de Carrero, catapultó a ETA en la escena nacional e internacional y sirvió para nutrir sus filas de nuevos adeptos. De la lista de 168 etarras huidos al sur de Francia antes de 1974, una mayoría, el 62,5 por ciento, se había adherido a la banda terrorista en los cuatro años siguientes al consejo de guerra burgalés. El resto había ingresado en la década anterior.[9]
El almirante Carrero, en calidad de vicepresidente del Gobierno, no se había quedado al margen del proceso. Unos días antes de la sentencia, en medio de la presión internacional, se dirigió a las Cortes para declarar que el Régimen aplicaría mano dura para desactivar cualquier intento de subversión o separatismo. Durante su alocución, relacionó el terrorismo de ETA con el comunismo. Afirmó que se trataba de una estrategia de los marxistas para desatar «múltiples guerras simultáneas y ETA era solo una parte del ejército secreto de la Unión Soviética en todo el mundo».
La banda terrorista no era un tentáculo de la Unión Soviética, pero sí se atrevía a desarrollar sus acciones terroristas en Madrid con la ayuda de un grupo de disidentes del Partido Comunista en la capital de España. El número dos del Régimen, siempre obcecado con el poder soviético, no necesitaba viajar tan lejos, hasta Moscú, para cerciorarse de que, entre los barrios de Chamberí y Aluche, actuaba una célula para acabar con su vida.
Sin embargo, la presencia de Kaskazuri en Madrid no duró mucho. Incluso pudo alejarse de la escena del crimen antes de que los terroristas accionaran la bomba el 20 de diciembre de 1973 desde el 104 de la calle Claudio Coello. He encontrado entre el contenido de un ejemplar de la revista proetarra Amaiur, editada en enero de 1974,[10] un manifiesto del colectivo de refugiados vascos en Francia, suscrito por 106 militantes y simpatizantes de la organización armada. Ninguno de ellos se escondía a la hora de hacer pública su identidad, sin duda alguna porque disfrutaban del estatuto de residencia y no temían su expulsión del país vecino.
En la lista de firmantes destacaba el nombre de Iñaki Ugalde Aguirresarobe como un refugiado de treinta y siete años, padre de tres hijos y profesor de profesión. Además, la fecha de su registro de residencia en Francia (29 de noviembre de 1973) delataba que Kaskazuri había abandonado Madrid antes de que se perpetrara el atentado contra Carrero. El «liberado» de ETA estaba casado desde hacía una década con María Concepción Recondo Mendiluce, alias Kontxi Recondo, natural de Hernani, localidad donde residían los familiares de la pareja.
En la fecha de la publicación, los miembros del comando Txikia, entre ellos Argala, permanecían ocultos en un piso franco de Alcorcón, una población próxima a Madrid, a la espera de que escampara el temporal y pudieran huir de la capital sin riesgo a ser detenidos. El habitáculo había sido construido por el comunista Antonio Durán Velasco, el mismo que pensaba habilitar en una tienda del barrio de Chamartín otro para el secuestro de Carrero.
La presencia de Kaskazuri en territorio francés obliga a plantearse algunas preguntas. ¿Conocía Ugalde los preparativos del magnicidio? ¿Tenía miedo a ser identificado cuando se perpetrara el atentado? ¿Buscaba una mayor seguridad al otro lado de la frontera para no rememorar experiencias como el consejo de guerra de Burgos? Realmente, Kaskazuri estaba convencido de que su legalidad estaba en peligro y optó por abandonar la capital. El topo etarra había sido amortizado con el golpe que más publicidad aportó a ETA. Se sintió quemado y nunca más regresó a Madrid.
Ugalde compartía firma en el manifiesto con dirigentes etarras como, entre otros, José Manuel Pagoaga Gallastegui, Tomás Pérez Revilla, Ramón Sagarzazu Olazaguirre, Faustino Villanueva, José Luis Álvarez Emparantz, Jokin Apalategui, Juan Bereciartúa, Josu Bilbao, Jokin y Juan José Etxabe, Domingo Iturbe Abasolo, Txomin y Mikel Lujúa.
En el manifiesto en francés, que por la fecha de su publicación y por su contenido tuvo que ser redactado e imprimido antes del atentado contra Carrero, acusaba al franquismo de ser «un régimen fundamentado en la fuerza y el terror». Toda esa represión, según sus redactores, había obligado a «millares de mujeres y hombres de Euskadi —detenidos, torturados y amenazados de muerte— a huir de la tiranía franquista».
El escrito daba las gracias a los ciudadanos franceses por haberlos acogido en su territorio, pero terminaba con una queja hacia las autoridades galas: «Estamos firmemente decididos a seguir nuestro combate por el reconocimiento de nuestros derechos y por el respeto de nuestra dignidad de personas. Nadie puede denegar a un ser humano el derecho de vivir en su propio país. Nadie puede rechazar a ninguno de los refugiados políticos de nuestro pueblo vasco el derecho sagrado de vivir en Euskadi».
Nadie podía negar que Ugalde formaba parte de una banda terrorista junto con Txomin, uno de los máximos dirigentes de ETA que había adquirido un importante protagonismo en el atentado de Carrero. Los dirigentes Pagoaga, Pérez Revilla, Bilbao, Etxabe y Lujúa fueron después objetivo del Batallón Vasco Español (BVE) y de los GAL. Décadas después, el hijo de Sagarzazu Olazaguirre se convertiría en uno de los puentes de José Luis Rodríguez Zapatero en las negociaciones con ETA.
Kaskazuri, tras abandonar Madrid, vivió en el anonimato en el sur de Francia, en la avenida Passage du Commerce de la ciudad fronteriza de Hendaya, a unos pasos de territorio español, hasta que su nombre figuró entre los detenidos en una operación de la Policía del Aire y Fronteras (PAF) contra el «aparato de mugas» de ETA. Los agentes galos, en colaboración con la Guardia Civil, desactivaron, el 17 de octubre de 1993, una importante infraestructura de la banda terrorista. El grupo se encargaba de dar cobertura a los etarras que cruzaban la frontera con España y de suministrar armas a los comandos del interior, como se conocían a quienes operaban en territorio español. La acción habría supuesto un gran éxito si no hubiera sido porque el jefe del aparato de mugas, Luis José Michelena Barasarte, logró burlar la presión policial y huir de Saint Pée sur Nivelle, tras un chivatazo al diario Egin.
Michelena, que estaba alojado en una vivienda de la población pirenaica, tuvo tiempo suficiente para poner pies en polvorosa. Una llamada al diario proetarra de San Sebastián le alertó de la existencia de una gran redada contra el «aparato de mugas». Todos los detenidos eran de nacionalidad francesa, menos un vasco que pasaba desapercibido en la zona, Ignacio Ugalde Aguirresarobe, alias Kaskazuri, y que, tras la muerte de Carrero, se convirtió en un colaborador en frontera gala. Sin embargo, su detención fue momentánea porque nunca pasó a disposición judicial y quedó en libertad en unos días.
Ugalde regresaba a su hogar sin cargos, pero con muchas preguntas sin respuestas en el aire sobre sus actividades en la frontera, habiendo sido uno de los expertos en mugas de la banda terrorista en los setenta y ochenta. La operación en Francia era el cierre de un plan policial mucho más ambicioso que la Guardia Civil de San Sebastián había puesto en marcha para localizar el paradero del industrial de las telecomunicaciones Julio Iglesias Zamora, secuestrado por ETA el 5 de julio de 1993.
A mediados de septiembre 1993, el Servicio de Información de la Guardia Civil de la Comandancia de Intxaurrondo recibió información confidencial que situaba al secuestrado Iglesias Zamora en las inmediaciones del monte Adarra, junto a Hernani. Se procedió a realizar un cerco sobre el término municipal de la población guipuzcoana y montes aledaños, en el que participaron incluso aviones del Ejército del Aire. El rastreo intensivo de la zona se prolongó durante semanas, pero el operativo no se saldó con el resultado previsto. Aun así, los agentes del instituto armado practicaron hasta veinte detenciones a fin de obtener pistas que dieran con el paradero del industrial vasco.
El monte Adarra se encuentra a menos de veinte kilómetros de la frontera con Francia y el aparato logístico y de mugas de ETA siempre utilizó sus senderos y caminos forestales como vías de escape o rutas de entrada a España. La operación en Francia y la detención de Ugalde y otros colaboradores de la banda podía deberse a una extensión en territorio galo de la búsqueda de Iglesias Zamora. Finalmente, el empresario fue liberado el 29 de octubre tras el pago de un rescate millonario. Sus familiares usaron de intermediarios a dos militantes históricos de ETA, José Luis Cao y Ramón Sagarzazu. Este último figuraba, junto a Kaskazuri, entre los firmantes del manifiesto publicado por los autodenominados «refugiados políticos» en el País Vasco francés en enero de 1974.
Tras el operativo policial en el sur de Francia, Kaskazuri rehízo su vida a ambos lados de la frontera. Tanto es así que su nombre aparece desde el 9 de junio de 1993 en el registro mercantil como vocal de la sociedad Bost Lagunak Sociedad Anónima Laboral.
Asimismo, en el archivo de la Euskal Memoria sobre las vulneraciones de derechos humanos por motivaciones políticas contra ciudadanos de Hernani, entre 1960-2009, Ignacio Ugalde figura, según los parámetros de los autores de la memoria histórica vasca, como uno de sus ciudadanos que se vio abocado al exilio desde 1970 por persecución policial. Su hermano Joaquín (Jokin) también figura como torturado, el 20 de octubre de 1976.
Todos esos datos reafirman la idea de que, mientras Kaskazuri vivía en Madrid como «legal» de la organización armada y se reunía con Argala y Wilson en 1972, ya disfrutaba de residencia en el sur de Francia. Por tanto, habría que insistir en la desidia policial o el trato de favor que las fuerzas de seguridad del Régimen le ofrecieron, incluso en vida de Franco.
A pesar de que, tras su detención en julio de 1975, el activista de ETA fue señalado por Wilson en sus interrogatorios como una pieza clave en los preparativos del magnicidio, nadie llamó a la puerta de Kaskazuri para que aclarara su nivel de complicidad.[11]
Resulta irrebatible que este permaneció en el anonimato durante décadas porque a alguien le interesó que así fuera. Sorprende que, para desentrañar la trama de los conspiradores etarra-comunistas, los investigadores y los jueces se olvidaran del mediador de ETA en Madrid que había propiciado la obtención de los datos de los movimientos del vicepresidente del Gobierno.
Tampoco Ugalde interesó a los cazaetarras de la guerra sucia que comenzaron en 1975 sus acciones violentas contra los miembros de ETA que participaron en el atentado de Carrero. Uno de esos sicarios me confesó, antes de su muerte, que los comandos del BVE disponían de una copia de las declaraciones de Wilson donde aparecía la identidad de Ugalde, pero que recibieron instrucciones de sus superiores para que no actuaran contra él ni contra Ezkerra.
El topo vasco, que se presentaba como un antifranquista combativo, actuaba de puente con una serie de elementos residuales del Partido Comunista de España (PCE), como el escritor Alfonso Sastre y su mujer, Genoveva Forest.
El matrimonio de filoterroristas, con quienes Kaskazuri y Argala entablaron una sólida amistad, se vio envuelto, además, en el atentado de la calle del Correo, un año después de la muerte de Carrero, que ocasionó doce víctimas mortales y varios heridos. ETA, por primera vez, decidía colocar una bomba de manera indiscriminada contra la población civil.
En la primera edición del libro Operación Ogro. Cómo y por qué ejecutamos a Carrero Blanco,[12] escrito por Genoveva Forest con el seudónimo de Julen Agirre y con la ayuda de Argala, que en el libro-entrevista figura con el nombre de Jon, ETA se esfuerza por relatar una versión trufada de los inicios de la operación para secuestrar primero y asesinar después al presidente a partir de la decisión del Comité Ejecutivo de ETA en el verano de 1973.[13]
La primera pregunta de Forest («¿Cómo surgió la idea de la ejecución de Carrero Blanco?») la contesta un tal Txabi, que no era otro que José Ignacio Abaitúa Gomeza, Marquín. El jefe etarra no entraba en detalles: «A la Organización le llegó la noticia de que Carrero iba todos los días a misa de nueve a una iglesia de los jesuitas que estaba en la calle Serrano… y se decide que vayan unos militantes a verificar eso».
Si fuera esa la versión real, ETA ya conocería los pasos de Carrero antes de que Argala y Wilson se desplazaran a Madrid a entrevistarse con Genoveva Forest y Kaskazuri, pero era poco probable. La verdad fue que la dirección de la banda se enteró de manera fehaciente de las costumbres diarias de Carrero solo cuando Argala y Wilson regresaron al País Vasco francés en las Navidades de 1972.
Y la esposa del escritor Sastre planteaba otra pregunta que también contestaba el tal Txabi: «¿La información cómo os llegó, vía un militante o por algún simpatizante vuestro?». Contestaba Marquín de nuevo, pero en esta ocasión incluyéndose en la misión con la primera persona del plural, aunque él no estuviera en ese primer viaje: «Nosotros nos limitamos a comprobar lo que nos pidieron, pero la vía no la conocemos. Ahora, lo que sí es verdad es que, en Madrid, como en otras ciudades de España, hay informadores, hay un servicio de información y lo mismo que llegó lo de Carrero Blanco puede llegar cualquier informe político».
Pero, seguidamente, Argala, bajo el supuesto nombre de Jon,[14] en lo que significaba la primera versión oficial de ETA sobre el magnicidio, aclaraba cómo arrancó el plan contra el delfín de Franco: «A Madrid fuimos dos, Mikel (en realidad Wilson) y yo».
Decía la verdad, pero en sus posteriores palabras distorsionaba una vez más lo sucedido: «Como en el resto del estado español no está extendida la Organización, ni tenemos gente de organizaciones españolas dispuestas a ayudarnos en acciones armadas —al menos si las hay nosotros no lo sabemos—, entonces como allí no teníamos posibilidades de ayuda, aunque dicen que hay muchos simpatizantes que no conocemos, pues por nuestros propios medios alquilamos unas habitaciones en una pensión. Llevábamos documentación falsa, carnet de identidad, todo bien. Como iban a ser pocos días no dimos ninguna explicación».
El tal Jon aclaraba sobre la fecha del viaje: «Serían los primeros días de diciembre (de 1972). Sí, el uno o el dos porque recuerdo que nada más terminar vinimos aquí para pasar las Navidades con la familia y antes había que informar y todo».
Marquín también mentía cuando a la pregunta de Aguirre/Forest respondía: «No se consultó con ninguna organización. Una operación así no se comenta con nadie… Hablando en concreto de esta, una vez que la Organización decide llevar a cabo la acción se designa un comando de cuatro personas para que vayan a Madrid, estudien los problemas y vean lo que hará falta para realizarla».
Según la versión de ETA, a primeros de enero, Argala, Wilson, Marquín y otro compañero, que en el libro identifican como Iker, pero que realmente era Javier Larreategui Cuadra, Atxulo, regresaron a Madrid coincidiendo con el secuestro del empresario Huarte en Pamplona, que se perpetró el 16 de enero de 1973. Wilson mentía, como anteriormente lo hizo Argala, cuando afirmaba que se habían hospedado en distintas pensiones y que no «se relacionaron con gente de allí para evitar, en el caso del secuestro, cualquier relación con la Policía».
Era comprensible el relato de la banda en el libro porque en aquellas fechas, tres meses después del atentado, se esforzaba por mantener a salvo la infraestructura de los colaboradores de Madrid ajenos a la banda. Pero la realidad era otra muy distinta y Wilson la aclaró cuando fue detenido tiempo después: «Teníamos una cita con Genoveva Forest, la Tupamara, con el fin de que nos facilitara una “casa franca” donde escondernos. Genoveva nos llevó a un piso en el parque de Lisboa, donde nos alojamos unos seis meses, aunque no de forma continuada. Genoveva nos dio explicaciones con respecto al piso, diciéndonos que no era de ella ni tenía nada que ver con el propietario, porque las llaves se las había facilitado otra persona, aunque no había riesgo alguno en utilizarlo. Si bien teníamos que tomar medidas de precaución para no ser reconocidos por el portero ni por los vecinos. Para ello teníamos que utilizar gafas y entrar o salir a horas en la que no nos cruzáramos con nadie. Genoveva entregó a Argala un juego de llaves del piso que ella había visitado en infinidad de ocasiones. Después de ver el piso y permanecer en él un tiempo volvimos con Genoveva a Madrid, comiendo con ella y permaneciendo hasta el atardecer, que nos separamos. Fue entonces cuando Argala y yo fuimos a la cafetería del hotel Mindanao».
Marquín se presentaba socialmente en Madrid como un perito montador de máquinas; Argala, como economista del Banco de Bilbao; Wilson, como estudiante, y Atxulo, como perito industrial que trabajaba para el Ministerio de Industria.
Wilson narraba en el libro un incidente, verdaderamente esperpéntico, que delataba la impunidad con la que se movieron los activistas de ETA en Madrid, sin presión policial. Algo insólito en una dictadura con una policía política que contaba con toda una red de espías, chivatos y delatores en la capital de España como eran los porteros, los serenos y los conserjes de la Administración pública —la mayoría falangistas y excombatientes—, todos ellos adeptos al Régimen.
Los etarras alquilaron un local en una zona residencial cerca de la avenida del Generalísimo —lo que hoy en día es la Castellana— por el que habían adelantado una fianza de dos meses. El objetivo era convertirlo en una «cárcel del pueblo»[15] para mantener allí secuestrado a Carrero Blanco. Pero un imprevisto desbarató los planes: «Unos jóvenes, parece que unos quinquis, entraron en aquel sitio y pensaron robar. Eso era por la noche, el sereno se dio cuenta, debió de acercarse allí, ellos se asustarían, lo que fuera, llevaron a dispararse unos tiros, total, un follón en el barrio». El propio Wilson, al relatar su versión, parecía sorprenderse: «Imagínate si llega la policía estando el comando allí, nos pide la documentación, ven algo raro: era un poco delicado».
Era una escena totalmente inimaginable que desconcertó a los propios terroristas, que habían llegado a Madrid con la idea de que era una ciudad sitiada por las fuerzas policiales. Pero la banda terrorista disfrutaba de un karma insólito en ese tipo de operaciones encubiertas. ¿Y si los que entraron en el local no era quinquis, sino agentes de los servicios secretos o de la seguridad del Estado?
Pero los etarras no se contentaban con alquilar diferentes pisos en Madrid en una época en la que cualquier mínima sospecha abocaba a uno a vérselas con los agentes de la Brigada Político-Social, sino que tenían la desfachatez de efectuar prácticas de tiro en los descampados de la calle Mirlo, cerca del extremo sur de la Casa de Campo, en la antigua carretera de Carabanchel a Boadilla del Monte. En las zonas próximas a las viviendas se ejercitaban disparando con pistolas de aire comprimido. Mejoraban la puntería con balines o perdigones.
Wilson no ocultaba en la versión de la banda que el comando también hacía prácticas de tiro con pistolas de 9 mm Parabellum, pero alejados del casco urbano, en pleno monte, a un par de horas de Madrid. El jefe de los comandos de ETA se maravillaba de la libertad con la que se movían: «A nosotros nunca nadie nos dijo nada, y mira que fuimos veces, dos o tres por semana al principio».
Pero esos no fueron los únicos tiros de los etarras en Madrid. A finales de octubre, a una pistola Star de 9 mm que habían robado en la armería de Francisco de Sales se le disparó una bala. No se percataron de que permanecía en la recámara mientras los miembros del comando la estaban montando en la vivienda donde se alojaban en un barrio muy poblado. El zumbido de la detonación los dejó bloqueados, pero ese aturdimiento fue breve: «Nadie salió, ni nadie dijo nada después. Cogimos un poco de miedo porque ya hacía mucho tiempo que vivíamos allí, todo el mundo sabía que éramos vascos y lo que hicimos es sacar todo lo de aquella casa y trasladarnos a esta otra».
Pero esa no fue la única ocasión en que se le escapó un tiro a un integrante del comando Txikia. Fue Argala quien hizo un boquete en la pared. Pero los terroristas reaccionaron. El estampido provocó una respuesta entre los vecinos. Marquín se adelantó y aprovechó el efecto sorpresa. Salió corriendo al pasillo, gritando: «¿Qué ha pasado?». La vecina de enfrente tuvo el mismo comportamiento y gritó muy alterada.
Previamente al lanzamiento del libro Operación Ogro en París por Ruedo Ibérico, una revista de la organización[16] publicaba el artículo, en francés, «La ejecución de Carrero Blanco». El escrito detallaba cuáles eran los objetivos de la primera acción de secuestro del entonces vicepresidente del Gobierno: la liberación de los presos políticos, entre quienes ETA tenía dirigentes de gran valor, la ruptura de la evolución del Estado español obligando a intervenir a las fuerzas burguesas democráticas, la destrucción del mito de que las personas que dirigían el Régimen eran invulnerables y una respuesta a la muerte de Eustaquio Mendizábal y otros militantes de la banda.
En sus valoraciones, ETA se equivocaba en uno de sus análisis principales. Afirmaba que, con la designación de Carrero en junio como presidente del Gobierno, este «reunía a su alrededor a todas las fracciones del neofranquismo, a falangistas, a militares y a opusdeístas».
Los analistas de ETA reconocían en el artículo que la muerte de tres de sus militantes en menos de quince días (José Luis Pagazaurtundúa, José Etxebarría y Josu Artexe) había llevado a la dirección de la organización a fijar la fecha del atentado para, en un principio, el 19 de diciembre.
El mismo ejemplar reproducía en su página 13 el comunicado de ETA a «la opinión pública internacional», reivindicando el atentado. ETA se atribuía la condición de «organización revolucionaria socialista vasca de liberación nacional» y remarcaba que su objetivo era golpear al «aparato del poder de la oligarquía española en la persona de Luis Carrero Blanco, como una justa respuesta revolucionaria de la clase trabajadora». Y, nuevamente, se equivocaba cuando lo definía como la pieza clave que garantizaba la continuidad y estabilidad del sistema franquista: «Sin él, la tensión en el seno del poder entre las diferentes familias del régimen fascista del general Franco —Opus Dei, Falange, etc.— se volvería peligrosamente aguda… Nuestra acción va a significar sin duda un avance esencial en la lucha contra la opresión nacional para el socialismo en Euskadi y por la libertad de todos los explotados y oprimidos del Estado español».
ETA se reivindicaba como un movimiento estatal, no limitado exclusivamente a los intereses independentistas del País Vasco, y lo remarcaba en su comunicado: «Gente de Euskadi, de España, de Cataluña y de Galicia, demócratas, revolucionarios y antifascistas del mundo entero, nos hemos liberado de un importante enemigo. La lucha continúa».
Con el atentado de Carrero, ETA iniciaba su estrategia de propagar sus fundamentos por España y Europa, principalmente en Francia, donde residía la cúpula de la banda. Una organización secreta, a la que apenas le quedaban militantes legales, echaba un pulso al régimen de Franco. Algunos investigadores calculan que la banda, entre 1972 y 1973, tras las caídas de muchos comandos, entre ellos el encabezado por Eustaquio Mendizábal, Txikia, solo dispondría de unos centenares de activistas, la mayor parte sin preparación armada.
Con el asesinato en Madrid del presidente del Gobierno, ETA se atrevía a traspasar por primera vez la frontera del País Vasco y llevar la lucha armada al kilómetro cero de España. Era una novedad en la estrategia de la organización armada que, desde 1959, fustigaba al régimen franquista. La banda rompía uno de sus principios y tradiciones más arraigadas en Euskadi: la leyenda del árbol Malato. Según este arraigo popular, los problemas del pueblo vasco se defendían hasta la demarcación de dicho árbol. Pero ETA decidió cruzar ese hito a comienzos de los setenta.
La fábula, originaria del señorío de Vizcaya, donde, en Luyando (en la actualidad pertenece a Álava), se levantaba el árbol Malato, fue embrionada por los nobles vizcaínos y, más tarde, extendida al resto del País Vasco. Tan ancestral planta arbórea limitaba la demarcación del señorío de Vizcaya desde el siglo IX, cuando los oriundos de la zona expulsaron más allá de ese árbol a las huestes leonesas, tras la sangrienta batalla de Padura.
Hoy en día, una cruz de piedra recuerda el lugar donde se levantaba el mítico árbol con la inscripción: «Este es el sitio donde estaba el memorable árbol Malato del que hablan las historias y la Ley quinta del título primero del Fuero del Muy Noble y Leal Señorío de Vizcaya. Año 1730». A partir de ese hito histórico, según sus fueros, los caballeros y escuderos estaban obligados a luchar gratis para sus señores siempre que no cruzaran el árbol Malato. Todo lo que fuera más allá de esa demarcación sería recompensado con una bolsa con monedas.
Once siglos después, la ETA de comienzos de 1972, tras la incorporación de José Ignacio Múgica Arregui, Ezkerra, procedente del ala radical de las juventudes del PNV, decidió traspasar esa marca, situar un comando en Madrid y acabar con la vida del entonces presidente del Gobierno y delfín de Franco, Luis Carrero Blanco. El propio Ezkerra explicó las motivaciones de ese paso histórico: «Nuestro activismo es más fácil fuera de Euskadi. Aquí somos muy conocidos, la policía está muy especializada y nuestros movimientos tienen más riesgos. Hay que golpear en el corazón del Régimen».
2
ETA: extrema impunidad
Ni en la mente más cartesiana cabe la idea de que ningún resorte del Estado franquista se percatara de los planes de ETA en Madrid, en la capital de la dictadura, durante los doce meses que duraron los preparativos de la banda para acabar con Carrero. Si para la oposición al franquismo, Madrid era el paradigma de la represión, las redadas y la tortura, no se entiende cómo se le escapó al brazo armado del Régimen un complot diseñado y ejecutado por unos inexpertos como eran los jóvenes gudaris de ETA. Al menos, en ese revelado de la fotografía de la situación, sí coinciden todos los expertos e investigadores de la conspiración contra Carrero: ETA se movió por la ciudad con una impunidad incomprensible.
Esa libertad de movimientos del comando Txikia, durante los preparativos del atentado, provocó algunas situaciones que no se entienden, sobre todo porque en aquellas fechas yo estudiaba en Madrid y era testigo de cómo se las gastaba la policía del Régimen. Tampoco se comprende la displicencia con la que los terroristas recorrían las calles madrileñas. Esa indolencia daba a entender que Argala y el resto del comando actuaban con una impunidad de la que no disfrutaban en el País Vasco. Y a los hechos me remito:
—ETA mandó a Madrid a un comando de activistas fichados, con órdenes de busca y captura y perseguidos por la policía. El propio Kaskazuri se había sentado en un consejo de guerra en Burgos y vivía en un entorno de gente vigilada por los policías de la temible Brigada Político-Social, no por los servicios secretos del SECED.
Los miembros del comando Txikia que pasaron desapercibidos en Madrid durante varios meses mientras consumaban el magnicidio también aparecían en los archivos de la Brigada Político-Social como etarras peligrosos en busca y captura. Al menos, sus nombres constaban en uno de los informes policiales que figuran en el sumario.[17]
De Marquín, nacido en 1950 en Hernani, el supuesto escultor que habitó en el sótano del 104 de Claudio Coello, los expertos antiterroristas afirmaban: «Su actividad en ETA V Asamblea data de 1968. En 1971 sugiere a militantes de ETA, a los que había captado, el robo de una fotocopiadora del Instituto de Enseñanza Media de Guernica que instalaron en un piso de “liberados”. En 1972, tras la muerte de un policía municipal, cruzó la frontera por Urdax (Navarra) para eludir la acción policial solicitando asilo político en Francia. En octubre del mismo año, las autoridades francesas le prohíben la residencia en los doce departamentos del sudoeste francés. Posteriormente intentó pasar de manera clandestina a España y, sorprendido por la Guardia Civil, se entabló un tiroteo. Otras de sus labores consistieron en falsificar documentos que eran utilizados por los “liberados” de ETA para ocultar su personalidad cuando entraban en España».
Sobre Argala, nacido en Arrigorriaga (Vizcaya) en 1949, el falso electricista con mono azul que efectuó el tendido eléctrico en la calle y accionó la bomba, decían: «Elemento de la organización ETA V, encuadrado desde su ingreso en el “Frente Militar”. Huye a Francia en 1970. El 30-9-1972 participa con otros terroristas en el atraco al Banco de Vizcaya de Vergara. El 10-12-1971, interviene en el incendio del caserío Sosoka de Urnieta (Guipúzcoa) y el 1-1-1972, con otros elementos “liberados” de ETA, interviene en el secuestro del industrial Zabala».
De Wilson, nacido en 1948 en Vitoria, que se entrevistó con Kaskazuri en el primer viaje a Madrid y participó en la planificación del atentado, aseguraban: «Responsable político de Vizcaya de ETA V. El 22-3-1965, detenido por robo y diversos hurtos. En dicho año se traslada a Inglaterra para cursar estudios, fijando su residencia en Londres. El 27-12-1969 es detenido en la capital inglesa por intentar incendiar la embajada de España, agrediendo a uno de sus aprehensores. Fue condenado a un año de prisión y propuesta de expulsión del país. El 12-8-1971 regresa a Vitoria, establece contacto con elementos de la organización, reanudando su labor como responsable político de Vizcaya y con motivo del secuestro del Sr. Zabala huyó a Francia».
Sobre Atxulo, nacido en Bilbao en 1946, el activista que concertó con el propietario la venta del sótano de Claudio Coello, los investigadores anotaban: «Miembro del “Frente Militar” de ETA V. En abril de 1969 con motivo de la detención de miembros de esta organización huye a Francia. En 1971, regresa clandestinamente y con otro elemento de dicho “frente” interviene en las acciones terroristas registradas en las Provincias Vascongadas durante los años 1971/72».
Acerca de Josu (José Antonio Urrutikoetxea, Josu Ternera), nacido en 1950 en Miravalles (Vizcaya), que en julio de 1973 vivió en el piso de la calle Mirlo de Madrid junto a Argala y otros terroristas, aportaban datos sobre su actividad delictiva en los meses en los que ETA ya preparaba el atentado: «El 15-7-1972, participa en un atraco a la factoría Orbegozo de Hernani cuyo botín ascendió a 4.000.000 de pesetas. El 28-7-1972, interviene en el atraco a la furgoneta del Banco de Vizcaya, en la localidad de Pasajes, logrando la cantidad de 12.000.000 pesetas. El 6-12-1973 participa en el asalto y robo a un polvorín de Hernani, consiguiendo 3.000 kg de dinamita y otro material explosivo. Con motivo de la muerte del que fue responsable del “Frente Militar”, Eustaquio Mendizábal, se hizo cargo del material de la organización».
Una parte de esa dinamita fue la utilizada para perpetrar el atentado en Madrid.
—Los etarras, desde el primer día que llegaron a la capital, se relacionaron con miembros de la oposición que estaban fichados y eran habituales de los calabozos de la Dirección General de Seguridad (DGS) de la Puerta del Sol. Todos ellos soportaban a menudo redadas y detenciones. El primer piso donde vivieron Argala y Wilson fue facilitado por la propia Eva Forest, una persona vigilada de manera extrema.
—Desde el primer momento, los topos de la policía y la Guardia Civil avisaron a sus controladores de la intención de ETA de organizar «algo gordo» en Madrid, pero no se redoblaron las medidas de seguridad. Y menos las que afectaban al presidente, aunque Carrero se había resistido a ello. Sus escoltas, en repetidas ocasiones, alertaron a sus superiores de que la iglesia de San Francisco de Borja era un desfiladero rodeado de comanches, pero nadie puso coto a esa amenaza.
—Tras el asesinato de un policía en pleno centro de Madrid, el Primero de Mayo, a manos de un militante de extrema izquierda, la Político-Social desplegó un sinfín de redadas, pero ninguna de ellas sirvió para impedir la joint venture de Forest-Argala.
—Los miembros del comando Txikia, ya instalados en el piso de la calle Mirlo, en el barrio de Campamento, donde los conocían como «los de la ETA», emprendieron varias acciones en Madrid, mientras preparaban y esperaban la mejor fecha para el atentado, todas ellas con éxito. Atracaron una comisaría para robar DNI y pasaportes en blanco; asaltaron una armería y robaron un fusil a un centinela de Capitanía en el mismísimo corazón de la capital, a mitad de camino entre el ayuntamiento y el Palacio Real. Sorprendentemente, nadie lo impidió ni siguió después su rastro. Además, rizando el rizo, realizaron prácticas de tiro en la Casa de Campo y probaron explosivos en la sierra de Madrid.
—Algunos de los integrantes del comando desatendieron las mínimas garantías de seguridad y de clandestinidad para una organización terrorista. La estancia en Madrid era un cúmulo de despropósitos: sufrieron un robo en un local para montar una boutique de pantalla, se les disparó una pistola en uno de los pisos alquilados, olvidaron una cartera con un arma en la barra de un bar… Y se dejaron ver a diario en las inmediaciones de la embajada estadounidense cuando se dedicaban a vigilar a Carrero.
—El comando alquiló y adquirió una decena de pisos y locales sin que ningún portero, conserje o sereno sospechara de sus movimientos y los denunciara a la policía.
—Genoveva Forest les facilitó a Argala y Wilson un piso de un desconocido en el parque de Lisboa cuando los etarras aterrizaron en Madrid, advirtiéndoles de que no se dejaran ver por el portero y los vecinos. Algo que resultaba sensato, pero lo que no tenía sentido era que permanecieran en él hasta seis meses.
—La dirección de la banda decidió celebrar una reunión de su Comité Ejecutivo en un piso de Getafe, una de las zonas obreras en las que la policía vigilaba de cerca a los dirigentes sindicalistas. Por allí pasaron una veintena de terroristas —lo más granado de la banda— y nadie se percató de ello. La mayoría estaba fichada y en busca y captura.
Jesús G., un activista del Batallón Vasco Español (BVE), que participó en el operativo para asesinar a Argala en 1978, en busca de venganza —como veremos más adelante— me confesaba en uno de los encuentros que mantuve con él: «¿Una veintena de militantes de la banda en la capital, todos ellos con antecedentes policiales, fichados y en los carteles de los más buscados? ¿No te parece extraño? ¿Te imaginas hoy en día en Madrid a treinta etarras, entre ellos a Txomin, Josu Ternera o Pérez Revilla moviéndose libremente por sus calles?». Y seguía sin salir de su asombro: «¿Te los imaginas, mes tras mes, con documentación falsa, comprando en el supermercado, yendo al cine, comiendo en un restaurante, alquilando y adquiriendo pisos y locales como el sótano de Claudio Coello, asaltando armerías, construyendo un zulo en el sótano de una vivienda, robando coches, haciendo prácticas de tiro en la Casa de Campo, atracando una comisaría del DNI o viajando sin ser molestados en los trenes? ¿No te parece un tanto sospechoso? Un año entero así, sin que nadie los descubra. Sin que un portero, de profesión policía nacional, sospeche nada; sin que un conserje quisquilloso y curiosón meta la nariz donde nadie lo llama; sin que un sereno los vea entrar en una vivienda a una hora intempestiva; sin que nadie detecte un DNI o un carnet de conducir burdamente manipulado; sin que un madero o guardia civil de barrio les siga la pista por su acento vasco… Impensable. Algo no se ha contado bien».
—El comisario de Bilbao, José Sáinz González, facilitó a Madrid una lista con las fichas y fotos de los etarras más peligrosos, en las que se incluía la treintena de los terroristas que se movían por Madrid, pero el comando, a pesar de las luces de alarma, siguió disfrutando de plena impunidad.
José Sáinz era el martillo de ETA en aquellos años, hasta el punto de que la propia banda lo reconocía en el número uno de la revista Kemen («coraje», en español).[18] Así valoraba su trabajo: «La vertiginosa ascensión de la represión no ha impedido que crezcamos muy a su pesar y esto para ellos es una derrota. Tal es así que la misma cabeza de la represión en Euzkadi, Saíz (sic) ha tenido que declarar y reconocer públicamente que la solución al problema vasco y al problema de ETA es una solución política y no policiaca».
Por tanto, para quienes siguen manteniendo hasta la saciedad que el Régimen no estaba preparado para repeler a ETA no se ajustan a la realidad. La propia organización exponía en uno de sus medios oficiales su temor a la acción policial del comisario de Bilbao, la misma persona que informó a Madrid en 1973 de la presencia de etarras en la capital.
—El 19 de enero de 1972, cuando ya se había iniciado un plan de secuestro contra el vicepresidente del Gobierno, Argala y Txomin capturaron en la población vizcaína de Abadiano al industrial Lorenzo Zabala, uno de los máximos accionistas de la sociedad Precicontrol. Semanas después, los periódicos revelaban el nombre de Argala como uno de los integrantes del comando secuestrador. Aquel antecedente tampoco sirvió para detectar la presencia en Madrid del responsable del comando Txikia.
—Los integrantes del comando, tras el atentado, se escondieron en un piso franco construido en una vivienda de Alcorcón. Incomprensiblemente, permanecieron allí varias semanas ocultos hasta que, una vez retirados los dispositivos de control policiales, huyeron hasta el sur de Francia. Durante el tiempo del encierro, Forest ejerció de puente con el exterior. Un privilegio que no cuadra con las medidas de seguridad de ETA: quedar en manos de una persona ajena a ETA y fichada por la Brigada Político-Social como era la Tupamara.
—Wilson se quejó ante la dirección de la organización armada de que se asumiera un riesgo injustificado poniéndose en manos de una militante de izquierdas —Eva Forest— que estaba quemada ante la policía. Su indignación habría aumentado si se hubiera enterado de que, unos meses antes, el Tribunal de Orden Público (TOP)[19] la había procesado por asociación ilícita y propaganda ilegal.
—Las fuerzas de seguridad detuvieron en el País Vasco a uno de los generales de ETA, quien en su interrogatorio confesó que acababa de llegar de Madrid, donde había mantenido una reunión con otros militantes de la banda. Asimismo, declaró que en la capital había entregado una fuerte suma de dinero a un compañero de la organización. Se desconoce si esas revelaciones fueron comunicadas a Madrid, pero la realidad fue que, aun siendo así, se apolillaron en un cajón.
—Los etarras se movieron por España con plena libertad. Viajaban en trenes Talgo, armados con sus pistolas, de San Sebastián a la estación de Chamartín de Madrid, hicieron turismo en Toledo en medio de una visita del entonces príncipe Juan Carlos, alquilaron, compraron y robaron automóviles, confesaron a desconocidos su misión en la capital, dejaron huellas dactilares y pistas en todas las viviendas arrendadas… Todo ello con documentación falsa y, en algunos casos, de muy baja calidad. Y nadie detectó nada ni levantó una voz de aviso.
—Salían de copas por la noche y se permitían el lujo de confraternizar con personas a las que no conocían y que bien podían ser chivatos de las fuerzas de seguridad.
—En el ejemplar número 64 del órgano de prensa de ETA, Zutik («en pie», en español), de mayo de 1974, la banda reconocía su inquietud unos minutos antes de activar la bomba: «Los electricistas esperaban en la confluencia de Claudio Coello y Diego de León; uno, mirando en la dirección de Juan Bravo; y otro, junto al timbre acoplado a la batería; el cuarto hombre cubría a este, en previsión de los efectos de la onda expansiva. Es inimaginable la angustia de los miembros del comando durante estos minutos de espera. Todo ello se desarrollaba a la vista de un jeep de la Policía Armada, situado a unos cien metros, en la puerta de la embajada de Estados Unidos».
—Se desplazaron a Burgos desde Madrid a retirar un cargamento de explosivos robado previamente en un polvorín de Hernani. Después, lo llevaron al anochecer hasta el sótano de la calle Claudio Coello en el mismo coche que luego aparcaron en doble fila.
—Las fuerzas de la seguridad del Estado nunca se percataron de que, el mismo día en que el secretario de Estado estadounidense y el «hombre fuerte» de Nixon, Henry Kissinger, visitaba Madrid, los terroristas efectuaban con total impunidad un simulacro del atentado. Todo ello en una ciudad ocupada policialmente.
—También resultaba sorprendente cómo la Policía franquista resolvía unos casos en cuestión de horas y otros, como el asalto a una comisaría o una armería por parte de los etarras, quedaban en el olvido. Basta un ejemplo: el 19 de noviembre de 1973, tan solo un mes antes del atentado