El peso del tiempo

Oriol Bartomeus
Oriol Bartomeus

Fragmento

cap-1

¿Dónde estabas tú en 1978?

 

 

 

Según el recuento del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2021 residían en España poco más de cuarenta y dos millones de personas con nacionalidad española, lo que equivale a decir que la población está estancada desde hace unos diez años. En este tiempo, la cifra ha crecido en menos de medio millón y la proyección del mismo INE para 2030 estima un retroceso en más de un millón de individuos. El país ha dejado de crecer después de mostrar un incremento continuado desde la década de 1960. En los últimos cincuenta años España ha pasado de una población de treinta y cuatro millones a otra de cuarenta y dos. Ocho millones de incremento, sin contar a los residentes sin nacionalidad española.

Este saldo es el resultado, sobre todo, de entradas y salidas en el recuento, es decir, de nacimientos y defunciones, más la inmigración, claramente perceptible en los datos de la primera década del siglo XXI (un aumento de más de dos millones de personas entre 2001 y 2011). La consecuencia es un saldo positivo de ocho millones; pero esta no es, ni mucho menos, la magnitud de los movimientos.

En los últimos cincuenta años, más de dieciséis millones de personas han abandonado las listas del censo, mientras que se han incorporado a ellas casi veintiún millones. Desde el inicio del siglo XXI en España se registra una media de mil defunciones diarias, una tasa de mortalidad anual que en los últimos cuarenta años ha oscilado entre el 8 y el 9 por mil. Es un goteo permanente, tan cotidiano que no reparamos en él a no ser que nos toque de cerca. Estamos tan acostumbrados a ello que la demografía lo llama «movimiento natural». La gran mayoría de las defunciones son de personas de edad avanzada. En España, la tasa de mortalidad se dispara a partir de los ochenta años, sobre todo de ochenta y cinco. A esa edad mueren cien personas de cada mil, doscientas a los noventa, trescientas a los noventa y cinco. La esperanza de vida a los sesenta es de dieciocho años para los hombres y veintidós para las mujeres, según datos de 2020.

Ese goteo de entradas y salidas acostumbra a pasar desapercibido en su cadencia diaria, pero si se considera un periodo largo de tiempo su dimensión es apabullante, y más cuando se pone en relación con el conjunto de la población. Desde 1975 hasta ahora la desaparición de dieciséis millones de individuos equivale al 44 por ciento de la población de origen, los 36,3 millones de 1975. Los nacimientos que han tenido lugar entre esa fecha y la actualidad, más de veinte millones, suponen casi la mitad de los actuales habitantes de España. Esta es la auténtica dimensión del movimiento natural de la población en nuestro país. Cuatro de cada diez de los vivos en 1975 han dejado de estarlo, y casi la mitad de los vivos actuales no existían en 1975. Se trata de un terremoto silencioso, algo de lo que no somos conscientes hasta que echamos la vista atrás.

Pero más allá de estos impresionantes números, de la cantidad de individuos que han ido abandonando la escena a lo largo de las últimas cuatro décadas y de su reemplazo por otros que han nacido, lo realmente importante de este movimiento no es tanto su magnitud como lo que implica en términos de transformación de la propia población. Porque cuando hablamos de relevo no estamos sólo observando, o no principalmente, el reemplazo de individuos, sino el de un tiempo por otro, el tiempo que esas personas expresan. Porque las personas son tiempo, tiempo que respira. Somos portadores de un tiempo, el nuestro, que desaparece a la vez que desaparecemos nosotros. De este modo, los dieciséis millones de individuos que se han marchado a lo largo de los cuarenta y ocho años que van desde 1975 hasta ahora representan la extinción de un periodo impreso en sus vivencias, en sus recuerdos, pero no sólo eso, puesto que todos estamos conformados por nuestro tiempo, en el que nos ha tocado vivir y que ha dejado una huella en nosotros, el que acarreamos a lo largo de nuestra vida, que nos define.

Si consideramos a la población española según su año de nacimiento, debemos concluir que a lo largo de las últimas décadas hemos asistido a la desaparición de la Guerra Civil, entendida como episodio impreso en las personas que la vivieron, las nacidas hasta 1939. De ellas, hoy en día sobreviven 2,2 millones de personas. Tienen más de ochenta años y son las últimas de un contingente que en 1975 sumaba 14,7 millones y representaba a cuatro de cada diez españoles. En la actualidad son poco más del 5 por ciento. Así pues, por el camino han ido dejando la escena más de doce millones, que a su vez han sido reemplazados por personas nacidas mayoritariamente en democracia. Hoy en día estos últimos suman veintiún millones y representan la mitad de la población con nacionalidad española. De estos, más de ocho millones han nacido en el siglo XXI y son dos de cada diez de los actuales habitantes del país.

Este reemplazo a gran escala implica una transformación profunda de algunos de los elementos constitutivos de nuestra sociedad, puesto que todos los individuos nacen en un contexto temporal determinado que les imprime lo que llamaríamos una «marca generacional». Cuando hablamos de relevo de generaciones, como el que se ha producido en España en estos años, nos referimos precisamente a esto, a la desaparición de unas personas definidas por su tiempo y su reemplazo por otras que llevan consigo uno distinto, y que por ello han desarrollado nuevos perfiles y valores, unas maneras, modos y comportamientos diferentes.

No es lo mismo haber nacido en los años cuarenta del siglo pasado que nacer hoy o hace veinte años. El contexto es significativamente diferente. Y eso, el simple hecho de nacer en un momento histórico determinado, nos define, nos deja huella, nos marca e impregna buena parte de nuestras posiciones y aspiraciones, nuestra idea del mundo y de nosotros mismos. Así, sumándonos, cambia el perfil de la sociedad, que difiere de la anterior porque los individuos que la componen varían, y con ello aportan su huella generacional al conjunto.

En 1975, quienes tenían cuarenta años habían venido al mundo en 1935. Hoy, los cuarentones nacieron en 1982. En los dos años ambos tienen la misma edad y comparten elementos asociados a esta, a pesar de que tener cuarenta en la actualidad no equivalga a lo mismo que en 1975. Sin embargo, los dos grupos tienen una posición similar en el ciclo vital. Es posible que tanto los cuarentones de 1975 como los actuales estén en aquel estadio que podríamos llamar «madurez». Han superado su etapa de formación (probablemente más longeva en los actuales cuarentones), puede que tengan pareja y tal vez descendencia; los primeros, seguro, los segundos, no tanto, ya que la edad de procreación ha aumentado sensiblemente. Desde el punto de vista laboral, se encontrarán en una fase de cierta estabilidad, aunque unos y otros dependerán de los vaivenes de la coyuntura.

Hasta aquí llegan las semejanzas, porque las experiencias de unos y otros durante sus respectivas existencias difieren de forma clara. Los nacidos en 1935 han vivido la mayor parte de su vida bajo un régimen dictatorial, se han formado en una escuela nacionalcatólica, gran parte de ellos no ha podido ir a la universidad, muchos no han pasado de primaria y empezaron a trabajar siendo muy jóvenes; ellas ni eso, pues la mayoría se casó a una edad muy temprana (para los estándares actuales) y se ha dedicado desde entonces a la familia y al hogar. En su infancia pasaron privaciones. A los cuarenta ya tenían hijos e hijas adolescentes. Casi todos han viajado poco o nada al extranjero y muchos protagonizaron el éxodo rural a las grandes ciudades, a la periferia de Madrid o Barcelona, donde se establecieron en barrios de nueva construcción.

Los nacidos en 1982, los cuarentones de hoy, han crecido en un sistema democrático de libertades. La mayoría ha podido estudiar como mínimo hasta secundaria, y bastantes tienen titulación universitaria. Ellas también han podido estudiar. Puede que estén casados o que vivan en pareja, que se hayan divorciado (y vuelto a casar), o que tengan legalmente una pareja de su mismo sexo. Si los han tenido, a los cuarenta sus hijos son de corta edad. Han podido viajar al extranjero y se manejan más o menos aceptablemente con el inglés. Disponen de coche desde que cumplieron los dieciocho y han nacido con la televisión en casa. Van al pueblo de sus padres en verano o a la segunda residencia, en la costa principalmente. Se han hipotecado (los más afortunados) para comprarse un piso o un adosado. Desde pequeños han podido disponer de una amplia variedad de productos de consumo y han vivido la aparición secuencial de los artilugios tecnológicos (vídeo, CD, DVD, PC, teléfono móvil).

Así pues, tener cuarenta en 1975 o en 2023 no es ni implica lo mismo. En parte porque el contexto es diferente en multitud de aspectos. Pero también porque la carga de los individuos, la huella generacional, no es igual. Y esa carga, el impacto que deja el tiempo en nosotros, nos define y marca. Alguien que ha crecido en la privación, en la limitación de opciones, no sólo en cuanto a bienes de consumo sino también respecto a opciones de vida, desarrolla unos valores distintos de alguien que ha vivido en un entorno en el que existían muchas más posibilidades, y en el que estas se asumían como legítimas. El divorcio, por ejemplo, modifica profundamente la vida de las personas y su margen de maniobra, dando una libertad de elección desconocida para alguien de una generación anterior, que se veía forzado a tomar una decisión de por vida, además en un contexto en el que la soltería (sobre todo para las mujeres) no era una opción viable, como tampoco la de no tener hijos.

Hablamos de generaciones porque el hecho de nacer y crecer en un entorno determinado por la coyuntura temporal define nuestras vivencias durante la infancia y juventud, pero también condiciona nuestro sistema de valores, la importancia que otorgamos a cada asunto y la idea que tenemos de nosotros mismos y de nuestras posibilidades, de lo que está bien o mal, de a qué podemos aspirar y qué nos está vetado. Pasar de un sistema de opciones limitado, incluso restringido, a uno en el que estas son casi infinitas, en el que no existe una manera de estar en el mundo, sino que se contemplan mil maneras diversas y todas (o casi) se aceptan como legítimas, supone un cambio extraordinario para los individuos que nacen y crecen en esos entornos. Y ese cambio lo llevan impreso toda su vida, y define su manera de ser y pensar.

En la época en que mi madre, nacida en 1948, era pequeña existía el yogur. El yogur, uno y de una sola marca. En la mía había yogures de diferentes marcas y de tres sabores diferentes (natural, fresa o limón). Cuando nacieron mis sobrinos, en 2002 y 2003, las neveras de yogures de los supermercados ocupaban paredes enteras, con una variedad casi infinita: desnatados, griegos, con bífidus, de maracuyá, con cereales… Mi madre ha experimentado, a lo largo de su vida, la ampliación constante de la oferta de yogures desde el único de su infancia, mientras que mis sobrinos ya han nacido en un mundo de neveras inacabables llenas de yogures. En la actualidad, los cuatro, mi madre, su nieto y sus nietas, tienen a su disposición esa gran variedad de productos y pueden comprar un día uno de maracuyá y otro uno natural con estevia, pero lo harán desde perspectivas diferentes. Mi madre (y yo en parte) será consciente de la cantidad de oferta y, de alguna manera, a pesar de que cambie de vez en cuando y experimente con nuevos sabores y texturas, se acercará a la nevera de los yogures entre regocijada y mareada ante la explosión de posibilidades. Mis sobrinos lo harán sin sentir ninguna de estas sensaciones. Para ellos es lo habitual, es su mundo, desde pequeños han visto esa nevera de una esquina a otra llena de botes de todos los colores. Para mi madre escoger entre tantos productos es hasta cierto punto algo nuevo, sobrevenido. Para mis sobrinos, no. Si por un motivo u otro desaparecieran la mitad de los yogures, mi madre podría creer que es algo normal (hasta tranquilizante); mis sobrinos no lo entenderían, y es posible que incluso se rebelaran por no poder comprar ese yogur de frutos del bosque con bífidus que hoy, precisamente hoy, querían. No es que mis sobrinos sean caprichosos (no lo son), simplemente han nacido en un mundo de opciones casi infinitas, han aprendido que tienen a su disposición infinidad de yogures y asumen que pueden escoger el que quieran y cuando quieran, porque su vida ha sido así desde el principio y no conocen otra situación. En el fondo, son personas de su tiempo. Igual que mi madre lo es del suyo, y yo del mío.

Así, el tiempo es algo que nos acompaña y nos constituye. Cada uno de nosotros somos nuestro tiempo, y este define nuestras opciones vitales, las modela. El tiempo perfila nuestros gustos, valores y creencias. Tendemos a hablar del tiempo como algo pasajero. Decimos: el tiempo pasa. Y, ciertamente, pasa, pero también se detiene y se asienta. El tiempo pesa y se posa sobre cada uno de nosotros. Somos el tiempo que nos ha tocado vivir, llevamos a cuestas su peso y todo lo que este implica. En definitiva, somos hijos e hijas de nuestro tiempo, y esto es lo que nos define como miembros de una generación, es decir, como receptáculos de un tiempo, que expresamos constantemente, sin darnos cuenta, porque lo llevamos dentro.

Cuando hablamos del relevo generacional nos referimos a un relevo temporal, a la desaparición de una etapa y su sustitución por otra. Es un proceso de mutación constante del cual no tenemos noticia hasta que alcanza un punto indeterminado, nebuloso pero cierto. La vigencia de un tiempo, por tanto, de una generación, presenta unos contornos difusos porque en el fondo depende de un movimiento constante, como un vaso que se llena gota a gota y en un momento dado, sin entender por qué, rebosa.

En España estamos viviendo este momento, la desaparición de un tiempo que ha dominado nuestra realidad y que está siendo sustituido por otro, uno nuevo, que acarrea una nueva generación que nació ya con unos cuantos yogures en la nevera del súper. El tiempo que desaparece es el de la Transición, la huella de quienes la protagonizaron: la generación de la posguerra va cediendo el protagonismo a los que vienen detrás, al tiempo nuevo que encarnan los hijos e hijas de la democracia.

Podemos concretar el año clave de este cambio: 1960. Los nacidos hasta entonces pudieron participar en el referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978, puesto que habían cumplido dieciocho años, la edad mínima para ejercer el voto, específicamente determinada para esa votación (antes era de veintiuno). Este grupo ha sido el mayoritario en la población española hasta 2001, cuando se vio superado por el de los nacidos a partir de 1961, los que no participaron en la Transición, algunos de los cuales eran niños y niñas entonces. La generación nacida con la televisión y el coche, los hijos del cambio, el baby boom.

En 2001, estos representan el 53 por ciento de la población, pero no tienen todavía edad para ser la generación dominante. Diez años después, en 2011, ya son el 64 por ciento, y su tiempo empieza a hacerse presente, se impone a la generación anterior, interpela sus mitos, sus valores, impugna su dominio. Hoy en día, los nacidos a partir de 1961 representan el 73 por ciento de toda la población. Su tiempo se ha asentado como el dominante, sus valores son los que definen al conjunto de la sociedad, los valores de un tiempo que ya no es el del franquismo ni el de la Transición, sino el de quienes nacieron con el desarrollo, urbanos, televidentes, criados en la ampliación del campo de elección de productos y estilos de vida.

Y ya en la actualidad aparece a lo lejos otro tiempo, el de la crisis,

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