Pensar más, pensar mejor

Dani Novarama
Dani Sánchez-Crespo

Fragmento

cap-1

1

El inútil

Hola. Gracias por comprar este libro. Mi nombre es Dani, y soy un inútil.

No, en serio: podría parecer que lo digo por falsa modestia, o por quedar bien, pero durante muchísimos años de mi vida he estado absolutamente convencido de que era un inútil. Desde pequeño, hasta hace unos cinco años, estaba acomplejado. Pero empecemos por el principio.

Barcelona. Años ochenta. Colegio de los jesuitas. Hora del recreo. Cuando yo era peque, si sabías jugar a fútbol, eras Dios. Todos te querían en su equipo, eras popular. También si llevabas merienda. O si tenías cromos. O muñecos de Star Wars. La economía de la popularidad en el patio del colegio: esa cosa maravillosa que merecería una o dos tesis doctorales. Bien, ¿a ver si adivina usted quién era siempre el último en ser elegido en los equipos de fútbol? No hace falta que montemos un drama, tampoco es que sufriese bullying ni nada por el estilo. De hecho, mis recuerdos de infancia son en su inmensa mayoría buenos. Pero, vamos, que era un inútil. En todos los ámbitos que influyen en la popularidad de un chaval de diez años, yo era un cero a la izquierda.

Se me dan mal casi todos los deportes. El fútbol, el básquet. Era lento nadando en la piscina. Siempre he sido un tanto tímido. No es que me falten habilidades con la gente: es que estoy muy bien cuando estoy solo. Además, soy tirando a torpe. Llevo ocho esguinces de tobillo. Soy asmático. Es decir, que cuando Dios me fabricó, le dio las piezas buenas a otro, y a mí me montó con lo que sobraba.

Nunca fui especialmente guapo. Ni popular. Ni gracioso. Digamos que era un tipo más bien gris. Sacaba buenas notas, eso sí. Daba pocos problemas en clase, salvo por cierta tendencia a discutir con los profes cuando me echaban la bronca. Pero, como era buen estudiante, fui pasando curso tras curso sin hacer mucho ruido. Seguramente mis profes ni se acuerden de mí. Yo era el de la última fila, el que solía mirar al techo o por la ventana, el que improvisaba los deberes en el bus, el que no destacaba en nada y vivía en su mundo.

Pasaron los años y fui desarrollando un carácter más bien introspectivo. Estudié informática. En los noventa no hubo mejor lugar para tímidos que la facultad de Informática. Recuerdo que a veces, al volver a casa, le decía a mi madre: «Mamá, hoy desde que he salido de casa no he hablado con absolutamente nadie». Aquello era el paraíso, oiga. Estaba poblado por gente por lo general sesuda, que no hablaba mucho, que valoraba poco o nada todo aquello que a mí se me daba mal. Le contaré una anécdota maravillosa: recuerdo que, al acabar la carrera, algún iluminado tuvo la brillante idea de montar un viaje de fin de estudios. De esos que se organizaban en Derecho, o en facultades con alumnos «humanos», y en los que había bofetadas para conseguir plaza. Pues bien: el nuestro no se hizo. ¿Sabe por qué? Porque los alumnos de la facultad de Informática no se tomaron ni la molestia de apuntarse. Los informáticos, esa raza maravillosa.

Poco a poco digamos que fui descubriendo quién era yo realmente. Todo empezó cuando aún iba al cole. Me acostaba en la cama temprano, pero tardaba horas en dormirme (siempre he tenido problemas de sueño). Así que me quedaba tumbado y pensaba. Revisaba lo que me había pasado durante el día. Lo que había hecho, lo que había visto. A eso lo llamaba «voy a darle vueltas a las cosas».

Este entretenimiento nocturno se fue convirtiendo en mi actividad «por defecto»: pasaba horas y horas mirando, observando, pensando. En el patio. Caminando desde el cole a casa. Durante las clases. Todas las horas que otros destinaban al fútbol, a las chicas o a socializar, yo las empleaba mirando el mundo. Y me dedicaba a pensar.

A cada paso de la vida, me alejaba cada vez más del «hacer», y pivotaba hacia el «analizar». Recuerdo una historia representativa: si usted es de mi generación, sabrá que en aquella época se hacía el servicio militar. Pasábamos un año jugando a los soldaditos de forma absurda. Así que yo, como puede suponer, detestaba esa idea. Y, al ser asmático, diseñé un plan perfecto para evitar la mili. Sabía que el asma era causa de incapacitación, pero el mío era muy leve y me preocupaba que no colase. Al final decidí visitar a un médico para que me explicase cómo podía librarme. Resulta que en esos años te hacían correr durante un rato, y luego te medían la capacidad pulmonar. Si se halla familiarizado con esta enfermedad, estará al tanto de que deporte más aire frío, igual a asma. Ya tenía mi plan: fingiría un ataque durante las pruebas del ejército. Mi pequeño secreto, lo que el Ministerio de Defensa no podía saber, es que realmente era corredor de resistencia, a pesar de mi condición pulmonar. Me habían llegado a ofrecer ir a los campeonatos de Cataluña de 1.500 metros. Pero mi propósito era otro.

Llegado el día de la prueba, me planté en el Hospital Militar, que por aquella época estaba por el barrio de Horta. Efectivamente, ahí estábamos todos los asmáticos de Barcelona para oír al sargento de turno decirnos: «Cinco vueltas al campo y luego revisión médica». Yo, que llevaba preparándome semanas y había leído artículos sobre el tema, quería garantizarme un ataque de asma de manual. Hacía semanas que no me medicaba y la noche anterior había dormido con dos botes de barniz abiertos al lado de la cama. Además, al correr me puse a respirar a destiempo, sincopadamente, como un batería de jazz, para provocarme una crisis de libro.

Acabó la carrera. Yo, claro está, me encontraba a las puertas de la muerte, según el plan previsto. Pero mi capacidad analítica no contaba con la mala suerte: mi apellido (Sánchez-Crespo) era de los últimos en la lista del médico. «Mierda —pensé—. Para cuando el médico me reconozca, se me habrá pasado la crisis, y la cagaremos». Total, que ya me tiene a mí, en la cola, aguantando la respiración, al borde de la asfixia. E hiperventilando como un loco. Lo que fuese. Había que aguantar. Cuando por fin llegó el médico, mi cara era azul. Recuerdo al pobre hombre, preocupado por mí. «¿Se encuentra usted bien?». Y yo diciendo: «Sí, sí. No es nada, es que nunca había corrido en mi vida debido al asma, mi madre me lo tiene prohibido desde la primera crisis que tuve», con una carita de no haber roto un plato en mi vida.

Ese era yo. El inútil, pero también el que se había pasado meses maquinando cada segundo de ese día para escaquearme de la mili. El que había proyectado cada frase, cada gesto, hasta conseguir el resultado deseado. Evidentemente, salí de allí con mi carta de no apto. Al día siguiente me fui a correr por la Diagonal, faltaría más.

Durante los años de facultad mi cerebro se aceleró: como mis padres se acababan de divorciar, busqué un trabajo de becario de investigación para ganar algo de dinero. Eso sucedió hacia finales de los noventa. ¿Sabe lo mejor? Que, como era personal de la universidad, podía entrar y salir cuando quisiese. Tenía acceso a las bibliotecas y a los ordenadores del campus, así que me pasaba el día leyendo a Alan Turing, Edward O. Wilson, Rodney Brooks y Thomas Kuhn. Iba a presentaciones de proyectos y

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