Silencio es resistencia
¿Y si la auténtica protesta fuese callarse? ¿Y si la verdadera revolución empezase por quedarse quieto? ¿Y si Bartleby tuviera razón y esfumarse fuese la forma de abrazar la vida? Vivimos un presente acelerado y ruidoso. Muchos creen que así arribaremos a un futuro mejor en el que todos estaremos salvados. Algunos, por el contrario, tenemos la sensación de que estamos yendo, demasiado rápido y con exceso de estruendo, directos a darnos de bruces con la realidad que hay tras el relato.
La duda es si somos así. Por cómo ha sido nuestra evolución, parece que nuestra especie está hecha para descubrir y explorar. También parece que la capacidad de comunicarnos de distintas formas es uno de nuestros rasgos, como lo es contarnos y creernos cuentos. Si es así, quizá es que estamos hechos para hacer ruido.
¿Esto quiere decir que tenemos que dejarnos llevar por la algarabía? ¿Santificamos el bruxismo, el estrés y el insomnio? ¿Abrazamos el grito, la autoexigencia y la inquietud? ¿Seguimos celebrando la prisa, el narcisismo y la productividad? La pereza que da escribir y leer este párrafo es un síntoma, una pista de que el silencio también puede ser naturalmente humano y muy necesario.
La resistencia es una forma de movimiento. Ahora mismo, cuesta mucho menos fluir con el jaleo que esforzarse por conservar la tranquilidad. No hay paradoja, por tanto, en afirmar que la quietud es una manera de moverse y, por eso, de ser nosotros. Y el silencio es la banda sonora de esa resistencia. Parar, callar, escuchar, estar en paz, dejar en paz. Qué alivio, el silencio. Y qué pena que sea imposible.
En física, un sonido es la transmisión de una onda a través de un fluido. La onda suele estar producida por la vibración de un cuerpo; el fluido que más nos suena a nosotros es el aire. Es a través de él que nuestro sistema auditivo y el del resto de los animales terrestres capta los sonidos. Con él transformamos esas ondas en impulsos eléctricos para que las interprete el cerebro.
La presión acústica es el concepto que sirve para definir la variación que produce esa onda en la presión atmosférica. Al calcular el nivel de presión acústica estamos midiendo el sonido que alcanza a alguien en un momento concreto. Lo hacemos con los decibelios. Por contextualizar, un disparo de un arma de fuego genera en torno a 140 decibelios; una conversación, unos 60; un suspiro, 30, y la respiración, no menos de 10 decibelios. Lo que hay por debajo es, para nosotros, inaudible. Pero eso no quiere decir que no suene.
Cero decibelios es la marca que determina nuestro rango inferior de audición, pero no es silencio. El silencio absoluto es fácil de definir teóricamente: es la ausencia de presión acústica, la ausencia de vibraciones. Pero el silencio absoluto solo existe en esa teoría. Para que ocurra, habría que deshacerse de todo, de cualquier materia. Son condiciones de vacío que se pueden reproducir en laboratorio pero que nos excluyen. No es que no podamos percibir ese silencio total, es que no nos lo podemos permitir. No podríamos respirar en esas condiciones y, por eso, no podríamos oír.
Este viene a ser el meollo de una clásica cuestión metafísica. ¿Hace ruido un árbol que cae en el bosque si no hay nadie para percibirlo? El asunto divide a la humanidad desde hace unos siglos entre realistas e idealistas, o sea, entre los que creen que el árbol cayendo sí suena y los que sostienen que lo de sonar solo puede suceder si hay un cerebro humano para procesar esa vibración. El dilema abre un melón cuántico —que voy a dejar aparte para no liarnos mucho— y otro que tiene que ver con nuestro ego.
El problema del árbol lo plantea en 1710 el filósofo irlandés George Berkeley en su Tratado sobre los principios del conocimiento humano[1] y, desde entonces, todo el pensamiento que ha generado —el suyo, el de George Locke, el de un montón de filósofos y también científicos que se han aproximado a la cuestión— lo único que ha podido demostrar es el narcisismo que gastamos como especie. Los que se pronuncian sobre este tema se suelen olvidar de la posible experiencia acústica de otros animales a partir del fenómeno planteado y de todo lo que puedan llegar a percibir las plantas, quizá no con un sistema auditivo como el nuestro, pero sí con una sensibilidad e inteligencia que no por ser distinta es inexistente.
Regresaré al narcisismo, pero ahora nos quedamos a medio camino, en la subjetividad. De vuelta a ese experimento en el que se pueden replicar las condiciones para el silencio absoluto, la verdad es que, sean realistas o idealistas, personas, animales y plantas no pueden estar en ese vacío y, por tanto, no pueden oír esa nada total. Llegados a este punto, se puede afirmar que el silencio absoluto es incompatible con la vida y viceversa. Vivir suena.
Una vez descubierta la subjetividad en la definición de la física del sonido, nos topamos con algo aún más sorprendente: no hay tal definición para ruido. O no la hay sin que dependa del criterio de cada individuo. «Un sonido inarticulado, por lo general desagradable». «Sonido peligroso, molesto, inútil o desagradable». «Un sonido que molesta». El ruido es, por tanto, un asunto algo subjetivo.
La ciencia dice que a partir de 150 decibelios de presión acústica el sonido puede ser peligroso para nuestro sistema auditivo, pero también que la exposición continuada a presiones de 90 decibelios lo es igualmente. Nos fastidia el oído estar un segundo ante el despegue de un avión tanto como estar todo el día expuestos al tráfico de coches habitual en una ciudad.
Nuestra experiencia, además, nos explica que ruido es tener una fiesta atronando en la casa de abajo… salvo para los que están en la fiesta. O que el sonido de una moto con el tubo de escape recortado es ruido para mí, pero no para el que la lleva. O que, en cambio, la música punk que yo escuchaba de joven —y aún escucho— era ruido para algunos de mis amigos pero no para mí.
Es casi imposible hablar o escribir sobre silencio sin citar a un compositor nacido en Los Ángeles en 1912, hijo de un inventor y una periodista. John Cage es ese músico y musicólogo, uno de los nombres más influyentes de las vanguardias de la segunda mitad del siglo XX que, si es famoso fuera del círculo de los expertos, es por ser el creador de una obra llamada 4’33” en la que no suena ni una sola nota.
Experimentar es romper lo que hay para construir algo nuevo de otra manera. Lo que hay cuando John Cage busca su sitio como músico vanguardista es muchísima agitación. El futurismo, el dadaísmo, el surrealismo, el comunismo, el capitalismo, la primera gran guerra, la segunda, la posguerra, la sociedad de consumo. ¿Cómo ser verdaderamente rompedor en ese momento?
Cage había probado el ruido como forma de provocación sonora, pero su curiosidad investigadora le lleva a leer a filósofos alemanes —Maestro Eckhart— e indios —Ananda K. Coomaraswamy— hasta llegar al budismo zen, que le sirve como vía para transformar su trabajo. Además, es vecino en Nueva York de Jasper Johns y Robert Rauschenberg, y lo que podría haber sido una precuela cultureta de la serie Friends es más bien una fuente para la renovación de distintas disciplinas artísticas en la que también está inmerso el coreógrafo Merce Cunningham, que para entonces ya es pareja de Cage. Hay inspiración, hay colaboración y también hay algo de competencia.
Cuando Rauschenberg se lanza a realizar sus pinturas blancas, John Cage entiende que debe profundizar en su búsqueda del vacío, que él debe representar a la música en ese camino que quiere llegar al abismo que hay más allá del minimalismo. La vía que escoge va por deshacerse del orden y dejar al azar cumplir su misión. En su Concierto para piano y orquesta preparados coloca las sesenta y cuatro notas de su teclado en un tablero y decide cuáles y cómo van a aparecer echando una moneda al aire para consultar el I Ching, el libro de oráculos tradicional chino. Es su forma de trabajar con el silencio: olvidarse de lo preestablecido y dejar que las cosas sucedan a su manera. No intervenir. Es aplicar el zen y el misticismo a la composición, al arte, y es también un ejercicio crítico contra el antropocentrismo, «al modo en que el hombre se constituye en centro regulador de la experiencia»,[2] como señala Carmen Pardo, filósofa y traductora de la obra de Cage.
En esa época el artista californiano visita la cámara anecoica de Harvard. Una cámara anecoica es un lugar donde se reproducen condiciones de transmisión del sonido sin obstáculos, sin rebotes, una cámara sin eco y totalmente aislada de los sonidos externos. Como tantas otras cosas, las cámaras anecoicas se inventan para desarrollar instrumentos para la guerra como los radares, aunque enseguida pasan a usarse para medir el nivel de ruido de aparatos, herramientas y otros productos comerciales.
La leyenda cuenta que la experiencia de la cámara supone para Cage una epifanía; que entra allí en busca del silencio absoluto y, al escuchar los sonidos de su sistema circulatorio, se da cuenta de que tal cosa no existe. La leyenda también dice que ese momento inspira su obra más famosa y polémica.
El título de la obra, 4’33”, retrata el tiempo que el pianista que la interpreta se queda sentado, quieto, sin tocar el piano más que para cerrar y levantar la tapa y marcar así los tres movimientos que la conforman. Dentro de ese tiempo y de la partitura no hay nada, no hay música, no hay notas, no hay sonido. Bueno, sonido sí hay, al menos en su interpretación en directo, tanto en la primera que se hace en 1952 en el Maverick Concert Hall de Woodstock, Nueva York, como en todas las que han sucedido después. Son los carraspeos, las toses, los suspiros y hasta los silbidos del público. La demostración de que fuera de la cámara anecoica el silencio tampoco existe porque estamos vivos para impedirlo.
No parece muy creíble que John Cage descubra en la cámara anecoica la imposibilidad del silencio absoluto. Puesto que lleva años trabajando sobre esa materia, es casi seguro que cuando entra allí está al tanto de la realidad física que se ha explicado ya en este capítulo. En cualquier caso, lo que él busca es profundizar en sus experimentos con el azar. Para él, silencio pueden ser todos los sonidos no pretendidos. Lo que hace con su obra es vincular el silencio acústico con el silenciamiento del ego.
Por eso, quizá, no se recrea mucho en el controvertido éxito de 4’33”, a pesar de su impacto. Desde que escribe esa obra en 1952 hasta su muerte cuarenta años más tarde, compone casi un centenar de piezas musicales de todo tipo, muchas de ellas a partir de esa forma de trabajar basada en la f
