Introducción
La democracia volátil
Tras la crisis financiera de 2008, que devastó países enteros y se llevó por delante las expectativas de millones de personas, se produjo una gran crisis política. Empezó con protestas de distinto signo que, poco a poco, fueron permeando los medios de comunicación, las ideologías mayoritarias, los sistemas de partidos y las instituciones. Esa crisis, que subsiste hasta hoy, ha ido mutando con gran rapidez. Comenzó como una insurgencia contra el sistema económico y derivó en una gran lucha acerca de las identidades. En España, en la izquierda apareció Podemos, en la derecha Vox, y estalló el procés. Pero esos cambios formaron parte de algo más amplio que sucedió en toda Europa y en Estados Unidos. Fueron quince años particularmente volátiles en los que la democracia cambió más de lo habitual. Años en los que las ideas radicales se fueron apoderando de nuestra imaginación.
Casi nada de lo que ocurrió en ese tiempo fue del todo nuevo. No lo fueron el radicalismo de izquierdas ni el de derechas, ni la denuncia sistemática de unas élites consideradas corruptas e ineficaces, ni el hábil uso de los medios de comunicación para generar y consolidar nuevos liderazgos, ni la política puramente teatral y performativa, ni las apelaciones de determinados grupos a su identidad. Con todo, esa forma de política ha ido ocupando cada vez más espacio en el debate público y en nuestras instituciones. A veces su contenido ha sido intrascendente, meros gestos para llamar la atención. Pero hemos ido asumiendo como algo normal que la política y los debates en torno a ella generen mucho ruido y una agresividad inducida. Sin embargo, esa no ha sido su única consecuencia. Ha tenido efectos mucho más peligrosos: algunas sociedades se han partido por la mitad, surgieron planes que han socavado seriamente la democracia liberal, y debates importantes sobre el feminismo, el patriotismo, la libertad de expresión, la ciencia o el funcionamiento de la economía se han convertido en simples peleas grupales.
En este libro abordo muchas de las razones que provocaron ese cambio político. Algunas son muy evidentes. En primer lugar, como bien sabemos ahora, la crisis económica fue brutal y suscitó un resentimiento genuino y justificado contra las élites políticas, financieras e intelectuales que en cierto modo fueron responsables de ella, bien por sus acciones, bien por su incapacidad para comprender los excesos del sistema. En segundo lugar, en esa época cambió profundamente el mercado de las ideas, la forma en que las élites políticas e intelectuales las generan y difunden, así como la manera en que la sociedad las consume. Como se ha repetido con frecuencia, esto se debió en buena medida a la aparición casi simultánea de las redes sociales y los teléfonos inteligentes, pero esa no fue ni mucho menos su única causa. Los medios de comunicación escritos se acercaron peligrosamente a la quiebra de su modelo de negocio, las televisiones se politizaron mucho y la figura del intelectual tradicional entró en declive. La política y el infotainment —la mezcla de información con entretenimiento— lo impregnaron todo y, al hacerlo, apresuraron la transformación de las ideas políticas, la rectificación constante de los mensajes, la improvisación de las promesas, la espectacularización de las propuestas y la aceleración de los ciclos. En tercer lugar, no solo los medios vieron en la polarización y el infotainment una manera de ser más relevantes y mejorar sus perspectivas de negocio: los líderes de casi todos los partidos políticos, y con ellos los pensadores y los asesores de comunicación que les surtían de ideas y argumentarios, se dieron cuenta de que este clima, dominado por el sectarismo y la velocidad, podía ser electoralmente propicio para sus formaciones.
Existe, con todo, una razón aún más compleja y sutil del auge de esta política, más allá del descrédito de las élites, los cambios en el mercado de las ideas y el uso de la polarización como arma electoral. Desde principios de la década de 2010 se generalizó la sensación de que las viejas ideologías que habían regido Occidente tras la Segunda Guerra Mundial, la socialdemocracia a la izquierda y la democracia cristiana a la derecha, estaban acabadas. Que ambos sistemas de ideas habían dejado de ser válidos porque la sociedad se había transformado, porque las finanzas habían ocupado un espacio desproporcionado en el funcionamiento de las economías y porque la tecnología había cambiado las relaciones humanas y la jerarquía de las prioridades. Pero la crisis económica no era la única causa de muerte. También se impuso, al menos de manera transitoria, la noción de que los partidos que respondían a esos dos grandes relatos ideológicos eran burocracias inoperantes para los nuevos tiempos, que eran necesarias formaciones políticas distintas, adaptadas al entorno informativo actual. Se dio por sentado que el momento de esas dos formas de entender la sociedad y la democracia había terminado, y que el gran pacto económico que estas habían establecido durante décadas —llamado «neoliberal», pero que en Europa era un sistema mucho más desconocido, como explico en el primer capítulo— también estaba muerto. O incluso peor: era un zombi. Había que replantear la manera en que entendíamos la política y las ideologías. Y había que hacerlo con ideas más radicales.
Los años peligrosos trata, en concreto, de cómo, tras el descrédito de las élites tradicionales, se inició un aparatoso combate para reemplazarlas por unas nuevas; cómo tras la aparente muerte de las viejas ideas se inició una fiera competición para sustituirlas por otras. Los actores son conocidos: el Tea Party y el 15M; en España, Podemos, Vox, el procés y el fracaso de los proyectos centristas; el Brexit y Trump, Alternativa por Alemania y Hermanos de Italia; Syriza, el giro izquierdista del laborismo británico y el giro woke de una parte de la izquierda estadounidense; el auge del nacionalismo autoritario y del pensamiento sobre la crisis climática; la sensación de pánico ante la muerte del liberalismo y la búsqueda tentativa de nuevos consensos.
Las ideas que abordo en este ensayo dominaron el debate político en el periodo que va desde el estallido de la crisis económica y el surgimiento de los primeros insurgentes de izquierdas y de derechas hasta los años posteriores a la pandemia y la invasión de Ucrania. Aunque su estructura es cronológica, no es propiamente una crónica: los acontecimientos que sucedieron entonces son bien conocidos, y lo que he querido aquí es reconstruir sus profundas motivaciones ideológicas, incluso psicológicas. Para ello, he contado también unas cuantas historias que ilustran la época, desde unas lágrimas de Angela Merkel hasta el éxito de los fundadores de The Huffington Post, los cambios de opinión de Íñigo Errejón o los impuestos a los fogones de gas en Florida. Y he intentado hacerlo con una relativa ecuanimidad: si bien mis posiciones políticas están más cerca de las grandes ideologías que se dieron por muertas que de las nuevas corrientes que trataron de romper los consensos, cua