Confiar no tiene precio

Fragmento

Introducción

Introducción

La confianza no tiene precio, pero sí mucho valor

LAS CRIPTOMONEDAS QUERÍAN PRESCINDIR DE LA CONFIANZA

Satoshi Nakamoto es el pseudónimo de quien o quienes inventaron las criptomonedas. En 2008, Nakamoto publicó un ya famoso artículo en el que introducía el concepto del Bitcoin y proponía una metodología para los pagos y cobros por internet. En sus palabras, «se trataba de un sistema electrónico de pagos basado en la prueba criptográfica en lugar de la confianza, que permitía a dos partes interesadas transaccionar directamente sin necesidad de contar con un tercer participante de confianza».[1]

El movimiento de las criptomonedas tuvo en sus orígenes —y aún mantiene en parte— un claro componente filosófico-político de carácter libertario. Sus creadores y partidarios trataban explícitamente de construir un sistema que no estuviera bajo la supervisión de los gobiernos, los bancos y otros organismos convencionales. Se trataba de un movimiento que cuestionaba y rechazaba el orden establecido. Como ilustra la cita de Nakamoto, el objetivo era crear mecanismos de transacción alternativos que permitieran prescindir de la confianza social tejida a lo largo de siglos en prácticamente todas las sociedades del planeta.

Las criptomonedas capturaron la imaginación de millones de personas en todo el mundo. El número de transacciones se incrementó de manera espectacular, surgieron nuevos activos digitales y vivimos un periodo de rápido aumento de las cotizaciones de los denominados criptoactivos. La expansión de este nuevo mercado coincidió en el tiempo, y no por casualidad, con unos años de gran crecimiento de la liquidez en los mercados financieros mundiales y unos tipos de interés muy bajos que propiciaban la toma de riesgos y las inversiones especulativas. El auge de las criptomonedas y los criptoactivos era el resultado de la conjunción de esa exuberancia financiera, una nueva y poderosa tecnología,[2] y las consecuencias de la gran crisis financiera de 2007-2008, que había mermado gravemente la confianza de la ciudadanía en la economía de libre mercado y su sistema financiero.

El mundo «cripto» se expandió durante quince años, pero en 2022 sufrió un serio revés con el radical cambio de signo de la política monetaria por parte de la Reserva Federal de Estados Unidos. El castillo de naipes se derrumbó en sólo ocho meses, con caídas del orden del 75 por ciento de la cotización de Bitcoin y la quiebra de importantes compañías del sector. La gota que colmó el vaso fue el escándalo de FTX, una de las empresas líderes, cuyo fundador y «gurú», Sam Bankman-Fried, acabó siendo condenado por multimillonarios delitos de fraude y lavado de dinero. Estos acontecimientos socavaron profundamente la confianza en los criptoactivos. En pocos meses, su valor de mercado, que había llegado a ser de 2,5 billones de dólares, cayó en picado. Resulta irónico que un sistema que nació para prescindir de la confianza entre las partes se encontrara en el disparadero justo por la falta de confianza de la población en el mismo.

LA CONFIANZA ES VALIOSA, AUNQUE NO TENGA PRECIO

Los creadores de las criptomonedas aspiraban a realizar transacciones en las que la confianza no fuera necesaria, a pesar de que en nuestra sociedad la confianza lo impregna todo. Por ejemplo, cuando se nombra o se ratifica a una persona en un cargo es habitual que dé las gracias por la confianza depositada en ella. También es muy normal que, cuando se nombra a un consejero o director general de una compañía familiar, se hable de «una persona de la confianza de la familia».

Lionel Barber, el que fuera editor del Financial Times durante quince años, tomó las riendas del periódico en 2005 con una determinación: convertirlo en «la organización de noticias más fiable de todo el mundo».[3] Su propósito tenía sentido. Somos lectores habituales de un periódico porque confiamos en él. Sabemos que lo que publica ha sido contrastado, que no trata los temas sin tener un buen conocimiento de ellos. La veracidad y la profesionalidad son la divisa de una prensa de fiar. Son atributos que nos inspiran confianza.

La necesidad de transmitir confianza es omnipresente. Recuerdo vivamente un almuerzo familiar, con motivo de una celebración especial en un prestigioso restaurante. En dicha ocasión me sorprendió que, antes de la comida, los comensales fuéramos invitados a recorrer la cocina del establecimiento. Era, sin duda, una muestra de transparencia, otro atributo clave para generar confianza en los demás.

Todos, en definitiva, hemos deseado en alguna ocasión ganarnos la confianza de alguien. Y no sólo queremos transmitir confianza, pues en muchas ocasiones precisamos depositarla en los demás, en nuestras relaciones cotidianas o para llevar a cabo proyectos en común. Y viceversa, queremos ser dignos de la confianza que se ha depositado en nosotros. Los ejemplos son innumerables y la confianza es, si cabe, aún más importante en las relaciones personales. Sólo hace falta un momento de reflexión para concluir que la vida sería mucho más severa, por no decir insoportable, si no tuviéramos alguien en quien confiar.

La economía tiene fama de ser una ciencia lúgubre, que trae malas noticias recordándonos siempre que los recursos son escasos y que todo cuesta. Es bien sabido que a los economistas nos gusta decir que nada es gratis. Sin embargo, y a pesar de ser economista, en este libro analizo la confianza, un bien que no se puede comprar pero que tiene un gran valor. Y es que todos sabemos que la vida está llena de cosas muy valiosas que no tienen precio. Dos de ellas, transcendentales, son el amor y la amistad. Una tercera, que les va a la zaga en importancia, es la confianza.

La confianza juega un papel esencial en las economías capitalistas de las democracias liberales. Es fundamental, en primer lugar, para que los intercambios comerciales y los mercados funcionen adecuadamente. Además, también es clave para que las principales instituciones de una economía de libre mercado, las empresas y los poderes públicos, contribuyan positivamente al progreso económico y social. Para que el capitalismo genere riqueza y bienestar, garantizando la cohesión social y la preservación del medio natural, es decir, de una manera sostenible, es imprescindible que la sociedad confíe en sus empresas, en el liderazgo de los políticos y en las políticas públicas que estos impulsan. Así pues, para un gobernante, gozar de la confianza de la ciudadanía tampoco tiene precio.

Por desgracia, en las últimas décadas las democracias liberales han padecido una erosión continuada de la confianza social. Se ha deteriorado tanto la confianza en los demás como la confianza en las instituciones, especialmente en los partidos políticos, así como en las políticas económicas y sociales de los gobiernos. Las grandes empresas también han sufrido pérdidas significativas de reputación.

En este libro argumento que la degradación de la confianza en los demás tiene su raíz en la creciente complejidad social y cultural de las democracias liberales. Ni el liberalismo político en el que se fundamentan, ni sus instituciones políticas y sociales han sido capaces de ofrecer unos valores morales y un marco institucional suficientemente robustos ante los extraordinarios cambios tecnológicos, demográficos, culturales y económicos de las últimas décadas. La consecuencia ha sido una tensión política y social creciente conforme los ciudadanos han percibido que el sistema político y económico no satisface sus expectativas, ni responde a los retos planteados por las disrupciones de la tecnología y la economía. En muchas democracias liberales, la sociedad se ha fragmentado y la polarización política supone que la búsqueda del bien común ya no es un objetivo compartido en la sociedad.

Esta erosión de la confianza en los demás repercute negativamente en la confianza de la sociedad en sus instituciones públicas. Además, la confianza en estas ha empeorado por el fracaso de las políticas implementadas por los gobiernos. Las políticas económicas no han dado respuesta a los anhelos y las expectativas de la ciudadanía. En ocasiones, con una visión de corto plazo, han sido miopes y se han orientado a mantener el crecimiento económico a toda costa. Se trata de políticas acomodaticias que evitan tensiones sociales y contentan a la población, pero que son perjudiciales para la sociedad y su economía a largo plazo. La gran crisis financiera de 2007-2008 es el ejemplo paradigmático de cómo políticas públicas complacientes condujeron a una crisis económica muy grave y generaron una gran desconfianza en la economía de mercado y, de manera indirecta, en el propio sistema político. En otros casos, la actuación de la Administración, por ejemplo en las políticas fiscales y regulatorias, ha sido utilizada por los partidos políticos con objetivos de clientelismo político para favorecer a sus bases electorales o a segmentos sociales específicos.

En este libro pretendo resaltar que las sociedades con mayor confianza social son precisamente aquellas en las que las políticas del Estado compensan de manera más efectiva las tendencias del capitalismo a generar desigualdad económica e inseguridad entre los ciudadanos. Asimismo, a lo largo del texto hago hincapié en que para recoser la confianza de nuestras sociedades es preciso llevar a cabo políticas que recuperen el sentido de comunidad y de destino compartido. Las políticas económicas y sociales deberían siempre pasar el control de la búsqueda del bien común y la orientación al largo plazo, y enfatizar que existe un objetivo colectivo que preservar, al tiempo que se mantiene un marco político que no renuncia al individualismo político y moral en sociedades en las que conviven tradiciones culturales diversas. Esta tarea no es sencilla, pero es preciso destacar que los seres humanos no somos sólo Homo œconomicus, guiados por nuestros intereses materiales personales; al contrario, somos seres sociales, preocupados por el bienestar de los demás y con múltiples dimensiones e intereses que van más allá de los materiales.

El ser humano se realiza de verdad cuando lleva a cabo proyectos compartidos con familiares, amigos o socios, y con el resto de los ciudadanos en asociaciones diversas a nivel de barrio, de comunidad, e incluso de país. Estos proyectos pueden ser empresariales, cívicos o sociales y tener o no una contrapartida económica. En todo caso, constituyen instrumentos para la realización social. El reconocimiento personal en dignidad e identidad es tan o aún más importante que el bienestar material en las prioridades vitales del ser humano. Para que estos proyectos surjan y se desarrollen es fundamental no poner trabas, y fomentar el asociacionismo y la organización de la sociedad civil, así como impulsar la participación en lo público, no sólo desde los organismos oficiales, sino también con la implicación directa del sector privado.

EL CAPITALISMO FRACASA SI NO HAY CONFIANZA SOCIAL

La primera parte del libro examina el papel imprescindible de la confianza para que el capitalismo funcione de manera adecuada. La economía de libre mercado no opera en un marco teórico de individuos aislados, sino en entornos sociales concretos, determinados históricamente, con vínculos diversos entre las personas. El capitalismo es un sistema muy eficiente de producción y distribución de recursos, pero su correcto funcionamiento requiere que en cada sociedad específica en la que opera predominen unos valores que aseguren que los resultados del sistema conducen a la estabilidad política y social.

Los valores, y las normas y convenciones sociales que de ellos se derivan, garantizan que la gran capacidad del capitalismo para generar riqueza no se vea contrarrestada por los efectos negativos de algunos rasgos de la naturaleza humana, como el egoísmo y la codicia. La confianza ocupa un lugar preeminente entre los valores que favorecen el desarrollo de un capitalismo sostenible.

Como seres sociales que somos, la confianza en los demás surge del altruismo innato en nosotros. Nos importan, claro está, nuestros familiares y amigos. Sin embargo, para que la confianza social aumente es clave que el alcance de la benevolencia sobrepase el círculo cercano, que se prolongue a terceros, que vaya más allá de la preocupación individual y se extienda al bien común.

Es imposible que la confianza florezca sin un mínimo de altruismo. Como veremos en el capítulo 1, además de la generosidad, factores como la honradez, la veracidad y la voluntad de cumplir los compromisos, de honrar la palabra dada, también impulsan la confianza. Confiamos en quien conocemos poco cuando creemos que dice la verdad, que cumplirá su palabra, que es honesto y generoso. Estos valores son importantes en sí mismos, y además contribuyen a extender la confianza mediante la reciprocidad, la expectativa de que el comportamiento altruista será correspondido. Ese conocido adagio «Hoy por ti, mañana por mí».

La confianza en los demás, en quienes no forman parte de nuestro círculo de familiares o amigos, es un bien de enorme valor. Mejora la convivencia y la cohesión social, facilita las transacciones comerciales y profesionales, y es fundamental para cualquier proyecto colaborativo. Además, es clave en el mundo empresarial. Todos nos beneficiamos de un clima de confianza interpersonal y debemos estar interesados en que se extienda en nuestra sociedad. Pero si esto es así, ¿por qué los avances son tan lentos? ¿Por qué incluso retrocedemos?

La confianza no es una mercancía que se pueda comprar o vender. Es más, si le ponemos un precio, deja de ser confianza. Sin embargo, que no tenga precio no significa que sea gratuita, que no cueste nada. Por eso es difícil que se extienda.

Cuando depositamos nuestra confianza en otra persona asumimos un riesgo. Si no cumple con nuestras expectativas o si incumple su palabra, es probable que tengamos un perjuicio y nos arrepintamos de haber confiado. De manera similar, cuando alguien confía en nosotros, cuando nos hace depositarios de su confianza, asumimos un compromiso. Y aunque no cobramos por ello, tampoco es una acción gratuita, pues con ella adquirimos la obligación moral de cumplir con las expectativas que esa persona ha puesto en nosotros. En definitiva, sin benevolencia es imposible que la confianza florezca porque, aunque no tenga un coste monetario directo, tiene un coste emocional y moral.

La confianza es un bien social o, como decimos los economistas, un bien público. El rabino Jonathan Sacks afirmaba que el amor, la amistad y la confianza son bienes distintos a los demás, no sólo porque tienen valor a pesar de no tener precio, sino porque son bienes cuyo valor se acrecienta cuando los compartimos.[4] En efecto, como se expone en el capítulo 2, las personas no invertimos suficientemente en confianza, pues no tenemos en cuenta que al confiar en alguien promovemos que esa persona también confíe en los demás, y viceversa, cuando honramos la confianza que en nosotros se ha depositado. Es lo que en economía se denomina una externalidad positiva, que habitualmente lleva a una provisión insuficiente del bien, en este caso, de la confianza.

La extensión de la confianza en los demás y la consecución de un elevado grado de confianza social era algo más sencillo en sociedades culturalmente más homogéneas, puesto que eran muchos los valores compartidos. Lo mismo sucedía con las normas sociales aceptadas colectivamente como correctas o apropiadas. Sin embargo, como veremos en el capítulo 3, las democracias liberales actuales operan en un entorno radicalmente distinto, caracterizado por la multiculturalidad y la convivencia de múltiples estilos de vida, en el marco del liberalismo político y moral que ha dominado Occidente en las últimas décadas. Dicho marco, basado en la libertad individual, la tolerancia y el respeto de los derechos de los demás, ha promovido una pauta de valores que ha sido clave para la convivencia democrática, pero también ha ofrecido un patrón muy limitado como guía para el comportamiento de los ciudadanos, generando un entorno social más difícil para el despliegue de la confianza.

Una mayor confianza social no sólo facilita las transacciones comerciales en una economía de mercado, sino que también constituye un factor esencial para el adecuado funcionamiento de las instituciones sociales y, de manera especial, de las empresas y las instituciones públicas.

El capitalismo se desarrolla mediante la interacción de múltiples agentes económicos individuales que toman sus decisiones con autonomía atendiendo a las señales de precios de los mercados, pero también a través de instituciones —empresas, organismos del sector público, entre otras—, en el seno de las cuales muchas veces se toman decisiones tanto con base en criterios económicos como en procedimientos ajenos al mercado. En ese sentido, en el capítulo 4 veremos que si existe confianza social es más fácil que la confianza interpersonal se desarrolle dentro de las empresas. Esto facilita que los empleados se comprometan con la empresa y que esta a su vez tenga en cuenta en sus decisiones a todos sus grupos de interés (stakeholders), corrigiendo la primacía del accionista y el cortoplacismo de la empresa capitalista pura. En una sociedad con mayor confianza social es más factible impulsar con éxito empresas con propósito. Para esta clase de empresas los beneficios no son un objetivo en sí mismos, sino un medio para conseguir su fin último: la atención a alguna necesidad o problema de nuestra sociedad, entre las que se incluyen la preservación de la cohesión social y el medio natural, dos áreas que tales empresas pueden abordar de manera explícita.

La mayor confianza social también es clave en las instituciones públicas, y ello en dos sentidos, como expondremos en el capítulo 5. En primer lugar, porque, al igual que en las empresas, una mayor confianza en los demás facilita el funcionamiento más efectivo del sector público, disminuyendo los comportamientos corruptos y discriminatorios y aumentando la profesionalidad, la transparencia y la rendición de cuentas. Además, y de manera muy singular, la mayor confianza social también favorece que los ciudadanos confíen más en las políticas económicas y sociales que despliegan las autoridades. A la confianza en las políticas públicas se dedican la segunda y la tercera parte del libro.

LAS POLÍTICAS FINANCIERAS HAN EROSIONADO LA CONFIANZA EN EL LIBRE MERCADO

En el capítulo 12.7 de las Analectas de Confucio, uno de sus discípulos le pregunta sobre lo que precisa un gobernante para tener éxito. El maestro responde, escuetamente: «Suficiente comida, suficientes armas y la confianza del pueblo». El discípulo insiste: «Si tuvieras que prescindir de una de estas tres cosas, ¿qué dejarías de lado?», a lo que Confucio responde: «Las armas». El discípulo no ceja: «Si tuvieras que prescindir de una de las dos restantes, ¿cuál dejarías de lado?», y Confucio afirma: «La comida; al fin y al cabo, todo el mundo tiene que morir más tarde o más temprano. Pero sin la confianza del pueblo, ningún Gobierno puede mantenerse». Efectivamente, la confianza de la población tampoco tiene precio para un gobernante. Tiene un valor inestimable.

La confianza en las instituciones públicas, especialmente en los partidos políticos, se ha deteriorado en los últimos años. Las diferencias entre países en los niveles de confianza se explican en gran medida por la corrupción y la eficiencia de las instituciones. Sin embargo, estos factores se modifican de manera muy gradual en el tiempo y el factor determinante de la creciente desconfianza por parte de la población ha sido la insatisfacción con los resultados de las políticas públicas, muy en especial las políticas monetarias y del sector financiero.

El paradigma económico que ha inspirado las políticas públicas es lo que habitualmente se entiende como economía ortodoxa, que combina las aportaciones de raíces keynesiana y neoclásica. Cuando hablo de paradigma ortodoxo, por tanto, no me refiero al neoliberalismo. El neoliberalismo se ha usado muy a menudo como un hombre de paja por parte de aquellos que son contrarios al libre mercado y partidarios de la intervención estatal en la economía con objetivos políticos. Lo que entiendo por economía ortodoxa son las ideas de la corriente principal de la ciencia económica desde mediados del siglo XX. Teorías que, desde el trabajo pionero de economistas como Marshall y Pigou, siempre han reconocido la existencia de fallos del mercado y la necesidad de intervenir en la economía para corregirlos. En el ámbito macroeconómico, esta visión ortodoxa abrazó el activismo en política económica tras las aportaciones de J. M. Keynes.

En realidad, que el neoliberalismo es un hombre de paja lo demuestra el hecho de que las ideas neoliberales se han aplicado en muy pocas economías, fundamentalmente en Estados Unidos y el Reino Unido. En la mayoría de las más avanzadas, las autoridades intervienen en los mercados, a veces de modo significativo, como es el caso de Francia y otros estados de Europa continental basados en la economía social de mercado. Es bien sabido que en el propio seno de la Unión Europea conviven distintos modelos económicos, con mayor o menor énfasis en la libertad de mercado frente a la regulación y la protección social, y con resultados económicos dispares.[5] Por tanto, el verdadero debate se debe centrar en los objetivos y la naturaleza de esa intervención y en si ha sido acertada o equivocada.

En la segunda parte del libro examino las políticas financieras (monetarias y regulatorias) que se han desplegado en las economías avanzadas, antes y después de la gran crisis financiera de 2007-2008. Esta crisis marca un claro punto de inflexión en la confianza de la sociedad en la economía capitalista, por lo cual es importante analizar sus causas, así como las políticas poscrisis para evaluar su impacto en la opinión de los ciudadanos, tanto sobre el sistema económico vigente como sobre la capacidad de los líderes políticos y los gestores de las políticas económicas de administrarlo adecuadamente.

La conclusión es que las políticas financieras han sido una causa muy importante de la creciente desconfianza de la sociedad en el sistema económico, pues han sido a medio y largo plazo muy contraproducentes, al generar una deuda excesiva, crisis financieras recurrentes y graves recesiones económicas. Esta alta inestabilidad ha provocado un serio rechazo social del capitalismo y una profunda falta de confianza en él. Las políticas monetarias y regulatorias desempeñaron un papel central en la gestación de la gran crisis financiera de 2007-2008 y han sido determinantes tanto en el largo periodo de tipos de interés prácticamente nulos que se ha vivido en las economías avanzadas como en el rebrote inflacionario del periodo 2022-2023.

Lo anterior ha sucedido en esencia por la orientación al corto plazo de estas políticas, que han sucumbido a la presión social y política, con una tendencia a mantener los tipos de interés excesivamente bajos y a tratar de impulsar la actividad económica mediante la generación de crédito y deuda. Dicho de otro modo, las políticas monetarias han sido muy laxas y complacientes durante demasiado tiempo, encaminadas más a contentar a la población que a generar un entorno de estabilidad económica y financiera a largo plazo. Las políticas regulatorias, por su parte, permitieron un crecimiento excesivo del sector financiero, infravalorando muchas veces los fallos del mercado en una actividad, la financiera, en la que las asimetrías de información entre los agentes son generalizadas y difíciles de corregir.

A pesar de que el dinero y el crédito se fundamentan en la confianza, el sector financiero tiene unas características que provocan un marcado recelo en los ciudadanos, como veremos en el capítulo 6. Estas reticencias incluso han aumentado debido al creciente peso que han tenido las finanzas en el capitalismo. En el capítulo 7 exploraremos tanto las políticas monetarias crecientemente expansivas que se implantaron a finales de los años noventa, como el proceso previo de liberalización del sector (finales de los ochenta), que aportó eficiencias, pero también un crecimiento desproporcionado de las finanzas y una acumulación de riesgos fuera del radar de las autoridades. Como consecuencia, estas políticas acabaron provocando la gran crisis financiera de 2007-2008 y la Gran Recesión, que en Europa se prolongó varios años.

La gran crisis financiera de 2007-2008 no sólo redujo la confianza en el capitalismo, también impactó de lleno en la credibilidad de los economistas y de su marco analítico, al que antes me he referido. Sin embargo, a pesar de que incluso la reina de Inglaterra preguntó por qué la crisis no pudo ser prevista y evitada, el acto de contrición de los economistas fue breve y lacónico, con escasa incidencia en las prácticas de la profesión y los programas de investigación. No fue, por tanto, sorprendente que las políticas poscrisis siguieran los patrones marcados en décadas anteriores: la misma filosofía de políticas monetarias y regulatorias, redobladas y aumentadas.

Las consecuencias adversas de las políticas financieras poscrisis las veremos en los capítulos 8 y 9. La política monetaria no convencional, aunque inevitable tras la gran crisis financiera de 2007-2008, se prolongó demasiado tiempo, generando un entorno de tipos de interés bajísimos que, sin promover la inversión productiva, penalizaron el ahorro y provocaron nuevas burbujas de activos e inversiones puramente especulativas. Además, condujeron a la política monetaria a un callejón sin salida, de manera que, ante acontecimientos imprevistos y adversos, como la covid-19 o la guerra de Ucrania, la única alternativa fue una nueva y extraordinaria actuación de los bancos centrales que desembocó en una espiral inflacionaria. El endurecimiento posterior de la política monetaria ha sorprendido negativamente a los ciudadanos. Es un nuevo y exigente entorno financiero que puede generar episodios de fuerte inestabilidad financiera, una recesión económica y, en último término, deteriorar aún más la confianza de la ciudadanía en los órganos rectores de estas políticas, los bancos centrales.

¿PUEDEN LOS ESTADOS RESTABLECER LA CONFIANZA?

La tercera parte del libro examina en qué medida los estados pueden, mediante otras políticas económicas que se deciden a nivel de cada país con menores restricciones del entorno internacional, contribuir a restablecer la confianza social que se ha ido perdiendo por la inestabilidad económica ocasionada por las políticas financieras. En concreto, se estudian las políticas presupuestarias y las políticas de redistribución de renta, puesto que son las principales áreas de política pública que podrían mitigar los impactos de la evolución del capitalismo más financiero en el tejido social.

El diagnóstico sobre estas políticas es que, en términos generales, se han revelado incapaces de modificar la tendencia a la desconfianza generada por la evolución del capitalismo. De todos modos, el análisis muestra que los resultados difieren por países. Aquellos que disponen de mayor nivel de confianza social son también los que de manera más efectiva consiguen, con sus políticas fiscales y redistributivas, mitigar o contrarrestar los impactos negativos de la inestabilidad financiera.

El capítulo 10 expone que, en líneas generales, las políticas fiscales han sido laxas, con un sesgo claro hacia el déficit, encaminadas, al igual que las financieras, más a contentar a los electorados en el marco de la competencia política que a generar un entorno de estabilidad económica y financiera a largo plazo. Han sido políticas orientadas a la gratificación inmediata. Los gobiernos tienden a ceder ante la presión política y electoral tomando medidas que a la larga acaban siendo negativas para el propio electorado al que se ha tratado de satisfacer, lo que no deja de ser irónico. En este ámbito son pocos los países que disponen de instituciones suficientemente robustas para evitar que la dinámica política lleve a la sociedad a tomar decisiones que resultan atractivas en el corto plazo, pero que se evidencian imprudentes o contraproducentes desde una visión de largo plazo. Son precisamente los países con un mayor nivel de confianza social aquellos que también son capaces de fijar políticas orientadas a la estabilidad, huyendo del cortoplacismo. Políticas que permiten al sector público ejercer un contrapeso, aunque sólo sea parcial, a la inestabilidad generada por las políticas financieras. Estos países, los denominados frugales, gozan de altos niveles de renta per cápita. Sin embargo, y en contra de una opinión muy extendida, no son frugales porque son ricos y se lo pueden permitir, sino precisamente lo contrario. Su elevado nivel de bienestar obedece en gran medida a que sus finanzas públicas se han orientado a lo largo de los años hacia la estabilidad.

En cuanto a las políticas redistributivas, el capítulo 11 muestra que estas han conseguido reducir en gran medida las desigualdades de renta provocadas por el libre mercado, pero a menudo han sido incapaces de promover la justicia y la inclusión social. Por ello, no han podido revertir la creciente insatisfacción con las políticas públicas de gran parte de la sociedad. Las políticas de redistribución, pese a su reconocida importancia en muchos países avanzados, no han sido percibidas como efectivas. Esto ha ocurrido porque, en un ejercicio de clientelismo político, las medidas han beneficiado a segmentos muy concretos de la población y no necesariamente a los colectivos más necesitados. Algo parecido ha sucedido muchas veces con las políticas de regulación, mediante las cuales el Estado puede intervenir en los mercados con objetivos de redistribución. A veces las regulaciones han sido incorrectas desde la perspectiva técnica, pero el problema fundamental es el uso de la regulación con objetivos políticos, para captar votos o fidelidades, en lo que acaba siendo otro tipo de clientelismo político e incluso una patrimonialización del Estado. En lugar de perseguir el bien común, las políticas redistributivas y regulatorias han sido capturadas por los intereses de los partidos y sus aparatos, así como por las élites funcionariales.[6] Estos comportamientos generan desconfianza, escepticismo y cinismo en la ciudadanía. Es importante resaltar, de nuevo, que aquellos países con mayores niveles de confianza social destacan como sociedades en las que la conjunción de las políticas redistributivas y regulatorias han sido más efectivas, promoviendo no necesariamente la igualdad de rentas, sino unos objetivos más ambiciosos de inclusión y justicia social.

En el capítulo 12 se considera otra de las grandes políticas económicas, la política comercial, en este caso a través del análisis del proceso de integración comercial y económica en el seno de la Unión Europea. Es bien sabido que las políticas de liberalización comercial están sufriendo un serio retroceso en todo el mundo occidental, a veces con el argumento de que ese tipo de políticas están en la raíz de la creciente desigualdad social e incluso de la fuerte polarización política. Este es un diagnóstico controvertido, puesto que las tendencias a la desigualdad en el capitalismo pueden estar asociadas a otros fenómenos, como el cambio tecnológico. En cualquier caso, la trayectoria de la Unión Europea es reveladora puesto que es una historia de éxito de la aplicación de la política de libre comercio que auspicia la economía ortodoxa. Es una integración regional (una globalización a escala continental) que ha generado confianza en la población esencialmente porque tiene una dimensión política y ha permitido tanto unas compensaciones para los posibles perdedores de la integración como un relato político que diera sentido al proceso de apertura a otros países. Para que este proceso tuviera éxito ha sido necesaria mucha confianza mutua, aunque hará falta mucha más en los próximos pasos que los retos geopolíticos, económicos y tecnológicos plantean a Europa.

LA DESCONFIANZA EN EL CAPITALISMO Y EL PAPEL DE LA CIENCIA ECONÓMICA

A juzgar por la creciente desconfianza que genera el capitalismo y las dificultades de la política económica para contrarrestar estas tendencias, ¿debemos concluir que el paradigma intelectual de la economía ortodoxa que ha informado estas políticas ha fracasado?

Hablar de fracaso tal vez resulte excesivo, pero lo cierto es que sí se ha producido un serio desencanto con la ciencia económica. Una posible explicación es que las prescripciones de política económica basadas en la economía ortodoxa no han atendido con suficiencia a la «economía política». Siguiendo los principios de la economía neoclásica, se han centrado en las consecuencias de eficiencia de las políticas sin tomar explícitamente en consideración sus impactos en términos de equidad, sus consecuencias políticas. Un ejemplo claro es la liberalización del comercio internacional. Si se lleva a cabo sin un relato político y sin compensar a los posibles perdedores, como ocurre con la globalización, se produce una reacción adversa de los sectores afectados, que acaba siendo manipulada por fuerzas políticas populistas y, a menudo, compartida por amplias capas de la sociedad. Como ya he dicho, el caso de la Unión Europea es una historia de éxito precisamente por la gestión política del proceso de integración económica. Con el enfoque que preconiza este libro, las consideraciones de equidad, justicia y el bien común deberían ocupar un lugar destacado en el momento de diseñar e implementar la política económica.

Una segunda explicación es que la economía ortodoxa se ha dejado guiar en exceso en sus recomendaciones de política económica por lo que John Kay y Mervyn Knight denominan los modelos de «un mundo pequeño».[7] Es decir, esquemas teóricos y estilizados que sirven para analizar conceptualmente la realidad y las alternativas de política económica, pero cuya aplicación empírica y práctica adolece de numerosas carencias metodológicas, como se discute en el capítulo 8. El uso de los modelos teóricos formales debe ser muy prudente, puesto que la economía real es, naturalmente, «un mundo grande». Este ha sido el gran problema, por ejemplo, del diseño de la política monetaria.

La economía es cambiante, y está sujeta a transformaciones tecnológicas y cambios culturales e institucionales. Los modelos difícilmente pueden establecer regularidades empíricas sólidas o captar todos los fenómenos relevantes. Tampoco es nada sencillo escoger entre los distintos modelos disponibles. Por todo ello, la gestión de las políticas económicas se debe abordar con un amplio arsenal de instrumentos de análisis, y la crisis financiera y sus secuelas debieran haber supuesto una importante lección de humildad para la profesión de economista y para la ciencia económica. Por ello, es alentador ver que, en octubre de 2023, la propia presidenta del Banco Central Europeo (BCE) declarase en una entrevista al Financial Times que «lo que deberíamos haber aprendido es que no podemos fiarnos sólo de los casos de libro de texto y los modelos puros. Tenemos que pensar con un horizonte más amplio».[8]

LA CONFIANZA ES UN VALOR SOCIAL IMPRESCINDIBLE PARA AFRONTAR LA TRANSFORMACIÓN DE LA SOCIEDAD

Como en épocas anteriores de la historia, vivimos unas décadas de profundos cambios tecnológicos y sociales. El mundo afronta nuevas transformaciones —el reto del cambio climático, la eclosión de las tecnologías de la información y la inteligencia artificial, entre otras— que alteran nuestras sociedades y sus escalas de valores, como en su día lo hizo, por ejemplo, la revolución industrial.

Algunos analistas piensan que el desasosiego social y las tensiones políticas en los países desarrollados tienen su origen predominantemente en fenómenos económicos, como la globalización o la gran crisis financiera de 2007-2008, y en las consecuencias de estos acontecimientos en la desigualdad económica y social entre las personas.[9] Otros se centran más en cuestiones culturales y otros factores que también son muy importantes para las personas, y tienen que ver con el reconocimiento de su identidad y el respeto de su dignidad.[10]

Tanto unos como otros tienen, probablemente, parte de razón. El análisis que aporto en este libro sostiene que sin una base de valores que permitan desplegar la confianza en los demás y fortalecer la confianza social, el capitalismo no es capaz de hacer frente a estos drásticos cambios en el entorno y, al mismo tiempo, mantener un grado suficiente de cohesión social y sentido de pertenencia e inclusión por parte de los ciudadanos. Cuando la confianza social se robustece, hay más confianza en las instituciones y sus políticas. También se genera una mayor exigencia de transparencia, de rendición de cuentas y más presión para que las políticas se orienten al bien común, lo que puede crear un círculo virtuoso entre la calidad de las políticas públicas y la confianza social. La confianza es, por tanto, un valor social imprescindible, inestimable. No tiene precio, pero sí mucho valor. Es clave para que tengamos un capitalismo que al mismo tiempo genere riqueza y sea compatible con la justicia social y el funcionamiento de una democracia liberal vigorosa.

Al iniciar esta introducción veíamos que los creadores de las criptomonedas trataron, al introducirlas, de prescindir de la confianza social en las relaciones económicas entre las personas. Al hacerlo, cometieron un grave error, puesto que no habían entendido la verdadera función de la confianza en las relaciones humanas, incluidas las comerciales.[11] La creencia de que es posible sustituir la confianza entre las partes por el uso de un código informático encriptado es errónea porque tratar de prescindir de la confianza significa no valorar la honestidad y socavar la relación social basada en la veracidad y el respeto de los compromisos alcanzados. Si la seguridad y el buen término de la transacción se fundamentan en la encriptación, las partes implicadas pueden considerar que no tienen ya ninguna obligación con sus socios comerciales. Dejan de ser socios, para pasar a ser «códigos», indistinguibles unos de otros, con la idea de que el sistema es infalible, perfecto,[12] y nunca será necesario el contacto humano. Pero prescindir de la confianza nos conduciría, de hecho, a una economía y una sociedad menos libre y más injusta.

El error de los creadores de las criptomonedas no es muy diferente, de todos modos, del que cometen aquellos que piensan que la economía capitalista puede funcionar únicamente con las señales de precios que dan los mercados dejados a su aire; de los que creen que la única obligación de un empresario respecto de sus trabajadores es pagarles el salario de mercado de cada momento; de quienes piensan que el hecho de haber adquirido un producto y abonado su precio les permite disponer de él sin ningún tipo de restricción; de los ciudadanos que creen que sus obligaciones con el resto de la sociedad terminan en el momento en que acaban de pagar sus impuestos.

No es así. En la práctica totalidad de las transacciones económicas, el precio no lo es todo. De hecho, si los agentes creen que el precio lo es todo, la relación no es fructífera y los incentivos y las motivaciones de las personas tienden a empeorar.[13] Las transacciones económicas se enmarcan en unas normas e instituciones sociales, y tanto la confianza entre las partes como la confianza social son esenciales para que esas normas sean compartidas por muchos ciudadanos, de modo que los intercambios económicos y sociales conlleven el progreso de la sociedad.

Primera Parte

PRIMERA PARTE

Sin confianza el capitalismo no funciona

La confianza no tiene precio, pero sí mucho valor. Es esencial para la cooperación y el funcionamiento armónico de la economía de libre mercado. Sin embargo, no se desarrolla fácilmente en nuestras sociedades. En esta primera parte exploraremos qué es la confianza (capítulo 1), así como los factores que facilitan la presencia de este valor en la sociedad y aquellos que frenan su expansión (capítulo 2). Para que haya confianza se requiere que las personas sean generosas, puesto que depositar la confianza en alguien significa asumir un riesgo y recibirla representa contraer una responsabilidad, como mínimo moral.

Cuando la confianza en terceros pasa a ser un valor extendido, deviene un valor social de gran utilidad, puesto que facilita el progreso económico y social, así como la confianza de las personas en las instituciones y empresas. En el capítulo 3 analizaremos aquellos elementos culturales e institucionales que facilitan que una sociedad disponga de este valor. En los entornos multiculturales de muchas democracias liberales, mantener la confianza social es un gran reto. El liberalismo es el marco moral y político en el que se basan nuestras sociedades. Durante años ha sido un sólido marco de convivencia, pero la complejidad de las sociedades modernas dificulta la existencia de valores compartidos sobre los que edificar relaciones de confianza.

Además de los mercados, las instituciones desempeñan un papel fundamental en el capitalismo, tanto las públicas, partidos políticos y administraciones, como las privadas, en especial las empresas. La confianza en las empresas es, en parte, consecuencia de la confianza social, pero tiene determinantes propios. En el capítulo 4 veremos que las empresas pueden generar confianza en la sociedad. Los ciudadanos confiarán en ellas si comprueban que tienen un claro propósito de contribuir a resolver los problemas de la sociedad y actúan en consecuencia. En el capítulo también se destaca que la confianza y el compromiso dentro de la empresa es determinante para que esta estrategia de empresa con propósito sea exitosa.

La confianza de la ciudadanía tampoco tiene precio para los dirigentes de un país. Esta parte termina con el examen, en el capítulo 5, de los factores que, más allá de la confianza social que ya existe, promueven que los ciudadanos confíen en sus políticos y organismos públicos. La confianza no sólo depende de los valores de honestidad, profesionalidad y trato no discriminatorio que los ciudadanos exigen de los servidores públicos, sino también de la efectividad de las políticas públicas que despliega el Estado. Estas se tratan en el resto del volumen.

1. La confianza no tiene precio

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La confianza no tiene precio

Es imposible ir por la vida sin confiar en alguien: es ser prisionero en la peor de las celdas, uno mismo.

GRAHAM GREENE[1]

El ministerio del miedo, una novela de Graham Greene, se desarrolla en pleno bombardeo de Londres, en el invierno de 1940. Arthur Rowe, el protagonista, es un periodista que ha pasado unos años en un psiquiátrico tras un juicio en el que se le acusó de haber envenenado a su esposa que padecía una grave enfermedad, tal vez terminal. Al recuperar la libertad, Rowe vive de manera solitaria, con sentimiento de culpa, sin poder confiar en nadie, «en su celda», y desesperado especula incluso con quitarse la vida.

Casualmente se ve inmerso en una trama de espionaje. En una feria consigue un premio que contiene un microfilm cuyo destinatario era un espía alemán. Acosado por la red de colaboradores nazis en la retaguardia británica, conoce a una pareja de hermanos exiliados de Austria, Anna y Willi Hilfe, y decide confiar en ellos. Como argumenta el narrador: «Llega un momento en que uno debe romper las barreras de la prisión, sea cual sea el riesgo. Ahora, con precaución, [Rowe] intentó ganar la libertad».[2]

Aunque Green consideraba que El ministerio del miedo es una novela de «entretenimiento», continúa siendo de interés ochenta años después de su publicación. Es un thriller psicológico que nos permite explorar cómo un hombre trata de recobrar la confianza en las personas. Anna Hilfe le da a Rowe esa oportunidad. A lo largo del relato manifiesta hacia él diversas muestras de apoyo. Le ayuda, y en el momento culminante de la trama Rowe decide confiar en ella.

La vida no merece la pena si no puedes confiar en nadie. Algo así expresa el narrador de El ministerio del miedo. La frase refleja un rasgo fundamental de la naturaleza humana: una vida en la que constantemente necesitáramos protegernos de nuestros conciudadanos, de los que no pudiéramos fiarnos, sería un martirio. Sería imposible ser feliz. De hecho, el proyecto de investigación clínica de muy largo plazo que se inició en Harvard en los años treinta y dirigió durante muchos años el psiquiatra George Vaillant corrobora la importancia de tener alguien en quien confiar para llegar a ser feliz. La investigación, que hoy en día dirige Robert Waldinger, ha examinado los factores que determinan la felicidad en diversas generaciones de personas a lo largo de más de ochenta años. Una de sus principales conclusiones es que mantener relaciones personales estrechas o, dicho de otro modo, saber que tenemos a alguien en quien confiar, es un elemento determinante para que seamos felices.[3]

Algo parecido confirman las investigaciones recientes en relación con la felicidad. Cuando se examina por qué el grado de percepción de felicidad varía entre países, se observa que la confianza en nuestros conciudadanos es determinante.[4] Otros factores relevantes que destacan las investigaciones son la generosidad, el apoyo de familiares y amigos, la libertad, la salud y el nivel de renta. El análisis de la importancia relativa de estos elementos muestra el papel central de los aspectos sociales que, en conjunto, tienen un peso equivalente al efecto combinado de la salud y la renta.

SIN CONFIANZA NO HAY COOPERACIÓN

La confianza es, por otro lado, fundamental para llevar a cabo algo que nos distingue como especie: la acción conjunta, la cooperación para conseguir un objetivo compartido. Los expertos en cognición social y psicología evolutiva, como el profesor Michael Tomasello, muestran que los simios tienen muchos rasgos de inteligencia similares a los humanos, pero no son capaces de cooperar, por ejemplo, cuando cazan en grupo.[5] Si bien los simios efectúan deducciones lógicas e incluso leen la mente de sus congéneres, cuando llevan a cabo una tarea colaborativa como la caza consideran al resto de simios de una manera puramente instrumental, además de, naturalmente, competir en el momento de repartirse la presa. Estas características han limitado severamente el progreso de su especie en contraposición a los humanos. Al igual que Tomasello, otros investigadores han documentado, mediante experimentos con niños y simios jóvenes, que para los humanos la acción de colaborar no sólo implica una actividad de cognición social (interpretar las intenciones de los demás), sino que constituye el establecimiento de una relación social que los niños valoran por sí misma. Es decir, no es instrumental. Dichos estudios documentan que la relación de cooperación que somos capaces de establecer ya en edades muy tempranas se fundamenta en el reconocimiento y la evaluación de las intenciones de los demás, la conciencia de que se comparten objetivos (la intencionalidad compartida) y la generación de unas normas asociadas a esta relación. Como discutiremos luego, estos son aspectos centrales de la confianza.

Como es sabido, muchos economistas tienden a pensar que cooperamos (y confiamos) porque somos conscientes de que no nos podemos valer únicamente por nuestros propios medios y anticipamos que la cooperación nos reportará beneficios. Este es el paradigma estándar de la economía moderna: el ser humano actúa de forma racional y tiene en cuenta su propio interés. Busca la cooperación sólo «si le sale a cuenta».[6]

Sin embargo, otras ciencias sociales consideran que la sociabilidad es algo intrínseco y definitorio del ser humano. No sólo nos importa nuestro propio bienestar, sino también el de aquellos con quienes interaccionamos. La confianza surge así en las relaciones interpersonales y es mucho más que un simple cálculo egoísta. El verdadero reto es explicar cómo se resuelve, para cada uno de los individuos, el dilema entre el interés propio y los intereses del grupo o colectivo al cual cada uno se adscribe de manera más o menos natural. En ese sentido, el psicólogo Jonathan Haidt entiende que la sociabilidad es el resultado de la evolución, siguiendo las tesis de la selección natural de Darwin. Dicha selección habría favorecido primero a los individuos con mayor propensión a no ser solitarios y, a continuación, entre los diversos grupos, a aquellos en cuyo seno se dan más comportamientos cooperativos. Haidt argumenta que la selección natural tiene lugar no sólo a nivel individual, sino también a nivel de grupo gracias a factores como la intencionalidad compartida destacada por Tomasello y la evolución genética y cultural en paralelo (la coevolución) de los colectivos humanos.[7] Estos factores propician la formación de grupos humanos y culturales que desempeñan un papel importante en los intereses del ser humano, más allá del interés en uno mismo. La selección natural a nivel de grupo se enfrenta a un poderoso contraargumento cuando se basa en exclusiva en la genética: los polizones impiden que los grupos basados en el altruismo prosperen. Sin embargo, este no es necesariamente el caso cuando la selección natural interacciona con los rasgos culturales que se transmiten en los grupos. Estos componentes culturales son normas e instituciones informales del grupo que limitan los comportamientos no altruistas en su seno.[8]

A menudo se tilda a Adam Smith, el fundador de la economía moderna, de liberal acérrimo, con el argumento de que defendió la eficiencia de la economía de libre mercado a partir del comportamiento egoísta de las personas. Sin embargo, la realidad es que el gran pensador escocés destacó en sus obras que existen otras motivaciones humanas muy importantes que, entre otras consecuencias, facilitan que surja la confianza entre los individuos.[9] Gracias a ello, es posible mantener colaboraciones y operaciones comerciales prolongadas que, en definitiva, permiten el adecuado funcionamiento, fluido y ágil, de una sociedad y una economía con intercambios económicos libres y descentralizados.

La simpatía es un concepto fundamental para Adam Smith. La entiende como la reacción humana de acompañamiento a los sentimientos de los demás. Es ponerse en su lugar y compartir alegrías, penas y otras pasiones. Es obvio que, si este concepto es esencial para Smith, ello significa que pensaba que no nos guiamos sólo por nuestro propio interés, sino también por el bien del prójimo. De hecho, afirma que «el gran precepto de la naturaleza es amarnos a nosotros mismos sólo como amamos a nuestro prójimo o, lo que es equivalente, como nuestro prójimo es capaz de amarnos».[10] Para Smith, la simpatía con los sentimientos y las pasiones de los demás y su aprobación o desaprobación depende del juicio que hacemos sobre sus motivaciones o causas. Es decir, por qué están alegres, tristes, enojados o avergonzados, por ejemplo. Lo aprobamos si compartimos, en mayor o menor medida, esa motivación. Si consideramos que hay proporción entre la causa y el sentimiento. Para que surja la confianza, como examinaré más adelante, es imprescindible que nos importe el bienestar del prójimo, pero también el proceso de evaluación de los sentimientos y las intenciones del otro, lo que Smith incorpora en su análisis de la simpatía y la aprobación.

En definitiva, como su amigo el filósofo David Hume, Smith creía que tenemos amor propio, pero también amor por los demás, de tal modo que no debe confundirse el amor propio, razonable y necesario, con el egoísmo. Hume y Smith no atribuían esos rasgos clave de la naturaleza humana al proceso darwiniano de selección natural, pero sí fueron conscientes de su gran importancia como factor que potencia la sociabilidad de las personas y permite el surgimiento de la confianza en las relaciones humanas.

De hecho, cuando años después Friedrich A. Hayek examina la relación entre la razón y la emoción, así como el papel crucial de la evolución cultural, argumenta que Darwin leyó y fue influido precisamente por las obras de Adam Smith.[11] Hayek, gran economista y filósofo político, en este caso con credenciales liberales fuera de toda duda, siempre defendió una visión del ser humano que va mucho más allá del puro egoísmo. En sus palabras:

Se confunde a menudo el que la persona tiene que poder decidir libremente sus objetivos con la creencia de que, si se le permite hacerlo, escogerá o debiera escoger únicamente unos fines egoístas. La libertad de escoger los objetivos propios es, sin embargo, tan importante para la persona más altruista, para la cual las necesidades de otras personas ocupan un lugar prioritario en su escala de valores, como para cualquier persona egoísta.[12]

Smith escribió La riqueza de las naciones años después de las primeras ediciones de La teoría de los sentimientos morales, y era muy consciente de que la falta de confianza dificulta el progreso económico, dado que este está profundamente ligado a la colaboración y los intercambios comerciales, ambos potenciados por la sociabilidad de las personas. La confianza permite cerrar tratos comerciales y acuerdos entre personas, entre empresas e incluso entre países. Esto es así porque los contratos y las leyes nunca contemplan todos los supuestos posibles. La confianza es el lubricante de las relaciones económicas y profesionales, como reafirmó hace medio siglo Kenneth Arrow, uno de los artífices del análisis económico contemporáneo.[13]

La confianza se construye entre personas, entre personas e instituciones y entre instituciones, que, naturalmente, pueden ser empresas o estados. Facilita las relaciones no sólo económicas, sino también diplomáticas. En septiembre de 2021, por ejemplo, el mundo fue testigo de una importante crisis diplomática entre diversos socios de la OTAN, con un enfrentamiento entre Francia y varios países anglosajones: Estados Unidos, Australia y el Rei

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