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Un destino complejo
Es un día corriente de 1951 en el centro de Nairobi.1 Un inspector sanitario de la ciudad está sentado a solas en su despacho. Es un joven africano inteligente, de veintiún años, cariancho, con rasgos grandes y colmado de ambiciones en unos tiempos de confusión política. Está examinando muestras de leche para el departamento de salud local. El gobierno colonial ha empezado a tomar medidas enérgicas contra el movimiento por la independencia keniata que afloró al término de la Segunda Guerra Mundial. En 1952, los británicos instituirían un estado de emergencia y llevarían a cabo una campaña sistemática de arrestos, detenciones, tortura y asesinatos para sofocar el movimiento nacionalista kikuyu, conocido como «la rebelión de los Mau Mau».
Se abre la puerta: entra una mujer que lleva una botella de leche. A la oficina llegan constantemente familias europeas y africanas de agricultores para examinar productos alimentarios y asegurarse de que no se detectan bacterias antes de llevarlos al mercado.
El joven se ofrece a ayudar. Ser un funcionario con formación en la burocracia sanitaria se considera un trabajo decente. Se crió al este de Kenia, en Kilimambogo, una vasta granja de sisal propiedad de sir William Northrup McMillan, el típico gran cazador blanco en África. La granja se hallaba en las «tierras altas blancas», cerca de Thika, donde los europeos poseían todo el terreno. El encargado de la finca llevaba un kiboko, un látigo fabricado con piel de hipopótamo, y no mostraba reparos a la hora de utilizarlo. El padre del inspector de sanidad era analfabeto, pero ejercía un cargo relativamente privilegiado, una especie de capataz de la granja. La familia vivía en una cabaña de barro y zarzo sin agua corriente ni electricidad, pero ganaba siete dólares al mes, suficiente para enviar a su hijo a escuelas misionales. En el Holy Ghost College, una escuela de secundaria situada en la ciudad de Mangu, el joven estudió
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lengua inglesa y conoció la vida de Abraham Lincoln y Booker T. Washington.2 Sin embargo, no tardó en encontrarse en un callejón sin salida. El aprendizaje era limitado en unas escuelas donde no había libros de texto y los estudiantes anotaban las lecciones en la arena. En Kenia no había universidades. Los hijos de los europeos volvían «a casa» a estudiar, y los pocos negros que podían permitirse una universidad se marchaban a otros lugares de África oriental. Se planteó prepararse para el sacerdocio, pero, como diría después, los misioneros blancos de Kenia estaban «entre los que decían constantemente al africano que no estaba listo para el progreso en varias vertientes, que debía ser paciente, creer en Dios y esperar el día en que pudiera avanzar lo suficiente».3 De modo que el joven estudió con una beca en la escuela de inspectores sanitarios del Royal Sanitary Institute.
La mujer europea mira al joven con frialdad. Se llama Thomas Joseph Mboya, aunque la mujer no parece sentir deseo alguno de saberlo.
«¿No hay nadie aquí?», pregunta mirando directamente a Tom Mboya.4
Cuando Tom vivía en la granja de sir William, su padre solía decirle: «No te enemistes con el hombre blanco».5 Pero Tom no podía soportar al administrador de la finca, con su látigo y su presuntuoso contoneo. No podía soportar que los inspectores blancos ganaran cinco veces más que él. Y ahora, en este día corriente, no puede soportar a esa impertinente mujer blanca que se empeña en atravesarlo con la mirada, en hacerlo invisible.
«Señora —dice—, tiene un problema en la vista.»6
La mujer abandona el laboratorio de inspección.
«Este trabajo deberían realizarlo europeos —responde ella—. Este
chico es muy grosero.»
Como miles de keniatas de la época, Tom Mboya escuchaba los discursos de Jomo Kenyatta, también conocido como Lanza Ardiente, un veterano hombre de Estado y una voz destacada del movimiento de independencia keniata. Los movimientos anticolonialistas ganaban fuerza por toda África: en Nigeria, el Congo, Camerún, la Costa de Oro, Togo, la Federación Malí de Senegal y el Sudán francés, Somalia y Madagascar.
En 1955, cuando tenía veinticinco años, Mboya obtuvo una excepcional beca para estudiar un año en el Ruskin College de Oxford, donde leyó mucho sobre política y economía, se unió a los clubes sindical y socialista y descubrió un círculo de profesores liberales y anticolonialistas.7 Durante su año en Ruskin, Mboya, que carecía de experiencia universitaria previa, se dio cuenta de lo que otros keniatas podían ganar con una educación superior en el extranjero.
Cuando Mboya regresó a Nairobi al año siguiente, empezó a hacerse un nombre como activista y organizador de los trabajadores. Puesto que Jomo Kenyatta había pasado en la cárcel casi toda la década anterior, una época de dominio colonial, la gente comenzó a hablar del carismático y joven miembro de la tribu minoritaria de los luo como futuro líder de la Kenia poscolonial y como una nueva clase de político. Kenyatta era el singular héroe keniata, pero era un luchador anticolonialista tradicional rodeado sobre todo de kikuyus leales. Mboya esperaba que Kenia mirara más allá de las divisiones tribales y hacia un concepto integrador de autogobierno democrático y desarrollo económico liberal.
En 1957, después de que los británicos hicieran concesiones sobre el número de africanos que podían sentarse en el Consejo Legislativo de Kenia, Mboya, que entonces tenía veintiséis años, obtuvo un escaño representando a Nairobi, una circunscripción donde se hablaba sobre todo kikuyu. La tribu luo de Mboya provenía principalmente de las zonas próximas al lago Victoria, al oeste de Kenia. Pronto se convirtió en secretario general de la Unión Nacional Africana de Kenia (KANU), el principal partido por la independencia, y la Federación Keniata del Trabajo. Era un orador electrizante y un diplomático eficaz. Mucho antes de cumplir los treinta, Mboya era un símbolo internacional del anticolonialismo y los derechos civiles. En Estados Unidos conoció a Eleanor Roosevelt, Richard Nixon, Thurgood Marshall y Roy Wilkins, e incluso compartió escenario con Martin Luther King Jr. en un mitin sobre los derechos civiles. En ausencia de Kenyatta, encabezó varias delegaciones en Lancaster House, en Londres, para negociar las últimas disposiciones de la independencia de Kenia. En marzo de 1960, los directores de Time decidieron que Mboya fuera portada como ejemplo de los movimientos por la independencia de todo el continente.
Una de las frustraciones del movimiento era que no había una manera sencilla de desarrollar el potencial intelectual de los jóvenes keniatas. Kenyatta y Mboya vislumbraban con más facilidad el fin del colonialismo que un cuadro suficientemente culto de africanos capaces de dirigir el país. «Durante la lucha nacionalista —escribía Mboya—, nuestros detrac
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tores nos informaban con demasiada frecuencia de que el pueblo africano no estaba preparado para la independencia porque no tenía suficientes médicos, ingenieros y administradores que pudieran tomar las riendas de la maquinaria gubernamental una vez que el poder colonial hubiese desaparecido. Estas críticas nunca estuvieron justificadas. El poder colonial jamás ha educado deliberadamente a la masa popular para el día de la independencia.» Los keniatas tendrían que hacerlo ellos solos.8
Mboya intentó convencer a los británicos de que proporcionaran becas de estudios en el extranjero a los jóvenes keniatas.9 Se le ocurrió la idea de un «puente aéreo» con destino a universidades extranjeras. Trabajó estrechamente con varios liberales estadounidenses adinerados sobre esa idea, en particular el industrial William X. Scheinman. Para los estadounidenses, el puente aéreo tenía una motivación durante la guerra fría: a medida que los países africanos se independizaban, podían establecer más lazos con Occidente que con la Unión Soviética si sus jóvenes élites asistían a universidades de Estados Unidos y Europa occidental. En 1958, mientras Mboya desarrollaba la idea, el número total de keniatas negros que iban a la universidad ascendía a unos pocos centenares en escuelas africanas, setenta y cuatro en Gran Bretaña y setenta y cinco en la India y Pakistán.10 Albert Sims, un antiguo experto en educación del Departamento de Estado y el Cuerpo de Paz, calculaba que en el África subsahariana solo un niño de cada tres mil asistía a la escuela secundaria y uno de cada ochenta y cuatro mil iba a una universidad «de cualquier tipo».11 Sin duda, eso explicaba en parte por qué una colonia de sesenta y cinco mil europeos había podido imponerse durante tanto tiempo a más de seis millones de africanos.
La administración colonial rechazó la propuesta del puente aéreo planteada por Mboya, aduciendo que su programa educativo «de choque» era más político que educativo, que gran parte de los estudiantes estaban insuficientemente preparados y financiados y que estaban abocados al fracaso en las universidades estadounidenses.
El Departamento de Estado de Estados Unidos no se mostró ansioso por desafiar a los británicos enviando dinero a Mboya. Por el contrario, este viajó a Estados Unidos para recaudar fondos a título personal. Durante seis semanas, pronunció hasta seis discursos diarios en campus universitarios con la esperanza de despertar el interés en el programa y arrancar promesas de becas.12 Consiguió compromisos de cooperación de varias facultades, sobre todo de universidades históricamente negras como Tuskegee, Philander Smith y Howard, y de centros religiosos como el Moravian College, en Pensilvania, y la Universidad Saint Francis Xavier, en Nueva Escocia.13
Junto con sus nuevos amigos estadounidenses, Mboya ayudó a fundar la African-American Students Foundation (AASF) para incrementar la recaudación. Y en otoño de 1959, con el apoyo de la AASF y decenas de universidades estadounidenses, comenzó el puente aéreo. Entre los ocho mil donantes había celebridades negras como Jackie Robinson, Sidney Poitier, Ralph Bunche y Harry Belafonte, y liberales blancos como Cora Weiss y William X. Scheinman.
De regreso en Nairobi, Mboya no tuvo mucho tiempo para evaluar solicitudes. Centenares de personas hacían cola a diario frente a su puerta, preguntándole por cuestiones de sanidad, sentencias de divorcio, dotes y disputas territoriales. Mboya estudió las pilas de archivos de los jóvenes keniatas que habían trabajado duro en la escuela secundaria y que ahora se dedicaban a trabajos monótonos o no especializados muy por debajo de su potencial. Las solicitudes de los estudiantes eran sinceras y patrióticas. No ambicionaban emigrar y escapar, sino educarse y regresar para servir a una Kenia independiente.
Los puentes aéreos, que continuaron hasta 1963, tuvieron un efecto profundo, y el programa no tardó en extenderse a otros países africanos. «Mi padre fue uno de los pocos políticos keniatas que se sentía igual de cómodo en un poblado que en el palacio de Buckingham —señalaba Susan, la hija de Mboya—. África es una sociedad muy compleja, y necesitas personas lo bastante educadas y viajadas para mediar entre esos mundos. Sin ellas, estás perdido. El puente aéreo proporcionó esas reservas de personas para el futuro de Kenia.»
El puente aéreo fue un acontecimiento crucial en la historia de Kenia a medida que se aproximaba la independencia. Según un informe elaborado por la Universidad de Nairobi, un 70 por ciento de los puestos relevantes del gobierno poscolonial estaban ocupados por licenciados surgidos a raíz del puente aéreo. Entre ellos se encontraba la ecologista Wangari Maathai, la primera mujer africana que recibiría el Premio Nobel de la Paz. Otro era un luo de un pueblo cercano al lago Victoria, un aspirante a economista con una voz rica y musical y seguridad en sí mismo. Su nombre era Barack Hussein Obama.
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En Selma, Barack Obama hijo había dicho que podía remontar su «existencia misma» a la familia Kennedy porque los Kennedy habían donado dinero al programa educativo de Tom Mboya para jóvenes keniatas. Objetiva y poéticamente, Obama se había extralimitado.14 Los Kennedy no contribuyeron al primer puente aéreo, que en septiembre de 1959 llevó al padre de Obama y a ochenta personas más desde Nairobi hasta Estados Unidos. Como informaba The Washington Post un año después del discurso en Selma, Mboya acudió a Kennedy en la finca familiar de Hyannisport en julio de 1960, después del primer puente aéreo y con la esperanza de financiar el segundo. A la sazón, Kennedy era presidente de un subcomité del Senado sobre África y candidato a la presidencia. Escuchó la propuesta de Mboya y luego le entregó cien mil dólares pertenecientes a una fundación familiar que llevaba el nombre de su hermano Joseph, que había muerto durante la Segunda Guerra Mundial. El vicepresidente Richard Nixon, que aquel año se enfrentaba a Kennedy y también estaba ansioso por conseguir votos negros, había intentado recabar apoyos de la Administración de Eisenhower para el plan, pero fracasó. Esto y la perspectiva de que Kennedy consiguiera publicitar su generosidad le frustraba profundamente. El senador Hugh Scott, un aliado de Nixon, acusó a Kennedy de realizar la donación de una fundación exenta de impuestos con fines políticos, una acusación que Kennedy describió como «el ataque más injusto, distorsionado y malvado» que había oído «en catorce años en la política».15
Bill Burton, uno de los portavoces de la campaña de Obama, se disculpó con demora por el error en el discurso sobre la generación de Josué, pero la fuerza de la narración de Obama en Selma no era en modo alguno un engaño. La parte keniata de su familia no había escapado a la historia. Su padre pertenecía a una generación de transición que dio el salto del colonialismo a la independencia y pasó del aislamiento forzado a los comienzos de una oportunidad para conocer mundo. El propio Obama no solo se proponía ser el primer afroamericano que llegara a la Casa Blanca, sino hacerlo como un hombre cuya familia había abandonado una vida rural oprimida por el dominio colonial solo una generación atrás.
Cuando Obama aspiraba a ser senador en 2003 y 2004 dijo que su padre había «dado el salto del siglo xviii al siglo xx en solo unos años. Pasó de ser pastor de cabras en una pequeña aldea africana a obtener una beca para la Universidad de Hawai e ir a Harvard».16 La idea de que el padre o el abuelo de Obama eran meros «pastores de cabras» también es una forma de exageración romántica. El trabajo manual nunca fue su destino u ocupación; el pastoreo de cabras era algo que hacían todos los aldeanos, incluso los ancianos distinguidos, como era el caso de los hombres de la familia Obama. «Todos los que nos criamos en el campo éramos pastores a tiempo parcial —señalaba Olara Otunnu, un luo y ex ministro de Asuntos Exteriores de Uganda, que fue amigo íntimo del padre de Obama—. No tenía ninguna importancia. Lo hacías mientras estabas en la escuela. El abuelo de Obama pertenecía, conforme a los criterios africanos, a la clase media o media alta. ¡Llevaba porcelana y objetos de cristal a casa! Las ganancias que obtenía como cocinero para los británicos eran una miseria para un occidental, pero era dinero en mano. En su aldea lo idolatraban. Y el padre de Obama se crió con todo eso y, por supuesto, lo superó. Miren la cubierta de Dreams from My Father. Observen la fotografía de la izquierda, donde aparece el padre de Obama en el regazo de su madre. Lleva ropa occidental. Un verdadero “pastor de cabras” llevaría taparrabos. Sin duda, el abuelo estaba mucho más occidentalizado que la mayoría, y esos fueron sus comienzos.»
Onyango Obama, el abuelo de Barack Obama, nació en 1895 al oeste de Kenia. Le impacientaba la vida en la aldea.17 «De él se dice que tenía hormigas en el ano», comentaba en una ocasión Sarah Ogwel, su tercera esposa. Aprendió a leer y escribir en inglés, y luego caminó durante dos semanas hasta llegar a Nairobi, donde encontró trabajo de cocinero para los británicos blancos. Un registro del servicio doméstico que Obama vio cuando visitó Kogelo demuestra que, en 1928, cuando Onyango tenía treinta y cinco años, trabajaba de «mozo personal», y se aprecian breves comentarios de evaluación en el cuaderno anotados por unos tales Dickson, capitán C. Harford, doctor H. H. Sherry y Arthur W. H. Cole, del East Africa Survey Group. Dickson alababa la comida de Onyango («Sus pasteles son excelentes»), pero Cole lo declaraba «inapropiado» y consideraba que desde luego no valía «sesenta chelines al mes».18
Después de que Helima, la primera mujer de Onyango, descubriera que no podía concebir hijos, este pujó más alto que otro hombre por una joven llamada Akumu Nyanjoga y pagó una dote de quince cabezas de ganado. En 1936, Akumu concibió un hijo al que pusieron Barack. Al poco tiempo, Onyango Obama conoció a Sarah Ogwel y se casó con ella. A Akumu, su marido le parecía autoritario y exigente. Lo abandonó con dos hijos. Barack consideraba que tanto Akumu como Sarah eran su
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madre. (Y, a día de hoy, Barack hijo llama a Ogwel, que está a punto de cumplir noventa años y todavía reside en la aldea de Kogelo, «abuela» o «mamá Sarah».) Sarah contaba a su nieto las aventuras legendarias de su marido, cómo Onyango, en su trayecto a pie hasta Nairobi, luchó contra leopardos con su panga, trepó a un árbol y permaneció dos días en las ramas para eludir a un violento búfalo de agua, y cómo encontró una serpiente dentro de un tambor.
Onyango era herbolario, curandero, un granjero respetado y un hombre importante en su aldea. También era, como la mayoría de los hombres luo, un padre severo, y exigía que sus hijos se comportaran como los niños y las niñas obedientes que había visto trabajando para los colonos británicos. «¡Aquel hombre era mezquino de veras! —dice Obama que comentaba su hermanastro Abongo—. Te hacía sentarte a la mesa para cenar y servía la comida en porcelana, como un inglés. Si decías algo inapropiado o utilizabas el cubierto equivocado, ¡zas! Te atizaba con su bastón. A veces, cuando te pegaba, ni siquiera sabías por qué lo había hecho hasta el día siguiente.»19 Antes de que naciera Barack padre, Onyango vivió una temporada en Zanzíbar y se convirtió al islam. Más del 90 por ciento de los luo eran cristianos; la decisión de convertirse fue de lo más inusual y los motivos vagos. Onyango añadió «Hussein» a su nombre y se lo puso a Barack al nacer.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Onyango sirvió de cocinero para el ejército británico en Birmania. Probablemente fue destinado a los King’s African Rifles, un regimiento colonial que abastecía sus filas en los territorios controlados por los británicos en el continente africano. Los oficiales y soldados británicos le llamaban «chico», y sufrió todas las humillaciones de un africano negro en semejante situación. El trabajo en sí era deshonroso: en la sociedad luo los hombres no cocinan. «Así que allí tenías a un gran anciano de la aldea, el jefe de un importante clan, desempeñando labores de mujer para el hombre blanco: tuvo que adaptarse psicológicamente —explicaba Olara Otunnu, el amigo ugandés de Obama—. Los colonos trataban muy mal a sus sirvientes. Eran maleducados e irrespetuosos. A cualquiera le dolería ser un coolie,* por emplear el antiguo término colonial, pero sobre todo a un líder de aldea como Onyango.»
Onyango también había empezado a simpatizar con el movimiento de independencia. Trabajando para los británicos había ganado dinero en
*N. de los T.)
la nueva economía, pero también había acumulado un pozo de resentimiento. «No le gustaba cómo los soldados y colonos británicos trataban a los africanos, en especial a los miembros de la Asociación Central Kikuyu, de quienes se decía que realizaban juramentos secretos que incluían la promesa de asesinar a los colonos blancos», afirmaba Sarah Ogwel.20
En los años cincuenta, el gobierno colonial trató de sofocar los levantamientos africanos por cualquier medio: confiscación de tierras, redadas a medianoche, marchas forzadas, arrestos masivos, detenciones, trabajos forzados, privación del sueño, violaciones, torturas y ejecuciones. El gobierno alimentó las espeluznantes historias de la prensa británica y mundial sobre los salvajes Mau Mau, gángsteres rebeldes liderados por el luchador anticolonialista Dedan Kimathi, que realizaban disparatados juramentos ocultistas para aniquilar europeos, quienes, a fin de cuentas, habían llegado al «Continente Oscuro» en el siglo xix con tan solo una «misión civilizadora» en mente. Excepto en los círculos más liberales e izquierdistas, se criticaba muy poco la campaña anti-Mau Mau o el colonialismo tal como se practicaba en realidad. Según las acusaciones de los británicos, los keniatas rebeldes no habían realizado un juramento de ithaka na wiyathi, «tierra y libertad», como ellos aseveraban, sino una promesa de muerte relacionada con la magia negra.
El gobierno colonial puso en marcha una elaborada campaña desmesurada y repetitiva que propagó por todo el mundo historias sobre los africanos sedientos de sangre y los nobles funcionarios y soldados que luchaban para impedir la debacle de la civilización. Esas historias —aparecidas en los periódicos británicos, en la radio y en la revista Life— allanaron el terreno emocional y proporcionaron el pretexto político para llevar a cabo una campaña de castigos despiadados. El gobierno colonial creó numerosos centros de detención —Langata, Kamiti, Embakasi, Gatundu, Mweru, Athi River, Manyani, Mackinnon Road— que historiadores como Caroline Elkins llamarían tiempo después el «gulag keniata». Los británicos aseguraban que esos campamentos de detención retenían solo a varios miles de kikuyus de forma temporal y que eran simplemente una herramienta de reeducación, centros de rehabilitación donde se impartían clases de civismo y artesanía elementales. En realidad, cuando la administración colonial declaró el estado de emergencia en 1952, inició una campaña de «pacificación» que recordaba a las peores oleadas de terrorismo de Estado de la historia. La campaña de detenciones masivas
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no hizo sino incrementar su violencia con el comienzo de la Operación Anvil en abril de 1954, mediante la cual los soldados británicos, liderados por el general sir George Erskine, intentaron purgar Nairobi de todos los kikuyu. En los años de la revolución Mau Mau murieron menos de cien europeos; los británicos asesinaron a decenas, e incluso a cientos de miles de africanos. El líder del Mau Mau, Dedan Kimathi, fue detenido en 1956, ahorcado y enterrado en una tumba no identificada.
«Durante el estado de emergencia —escribía Mboya en sus memorias, Libertad y futuro—, buena parte de la publicidad se centró en las acciones de los Mau Mau y se dijo muy poco de lo que hicieron las fuerzas de seguridad. Los muchos africanos que desaparecieron y nunca más fueron vistos, las numerosas personas que fueron detenidas en mitad de la noche y jamás regresaron, el hecho de que, supuestamente, algunas fuerzas de seguridad recibieran muchos chelines por cada persona que mataban: estas atrocidades solo trascendieron durante las vistas judiciales de la época, y de manera parcial. Es improbable que salga a la luz toda la historia, porque en la mayoría de las oficinas de distrito se ha producido la quema de documentos relacionados con el período de emergencia, pero hay innumerables hechos que no pueden caer en el olvido a causa de un incendio.»21
La historia completa no se dio a conocer hasta el siglo xxi, pero, cuando lo hizo, las pruebas fueron abrumadoras. Tras varios años escudriñando los archivos británicos y africanos, la historiadora Caroline Elkins concluyó que los campos retenían a más de un millón de keniatas. A menudo, los prisioneros eran sometidos a espantosos métodos de tortura, que habían sido empleados en la Malasia británica y otros puestos avanzados imperiales. Para su libro Imperial Reckoning, Elkins entrevistó a cientos de keniatas que habían sobrevivido a los estragos de ese período, incluida una mujer kikuyo llamada Margaret Nyaruai, que fue interrogada por un oficial británico.
[Me hicieron] preguntas, como el número de juramentos que había realizado, adónde había ido mi marido y dónde estaban mis hermanastros (se habían marchado al bosque). Me desnudaron y me pegaron fuerte con un látigo. No les importaba que acabara de dar a luz. De hecho, creo que mi bebé tuvo suerte de no ser asesinado como los demás. […] Aparte de las palizas, a las mujeres solían introducirles hojas de plátano y flores en la vagina y el recto, y les pellizcaban los pechos con unas tenazas; después las
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mujeres lo confesaban todo debido al dolor. […] ¡Incluso a los hombres les apretaban los testículos con tenazas para obligarlos a confesar! Después de que me hicieran todas esas cosas, lo conté todo. Sobreviví a la tortura, pero aún hoy siento mucho dolor en el cuerpo.22
La crueldad, escribe Elkins, solo se veía limitada por la «imaginación sádica de quienes la perpetraban». Salome Maina, una mujer a la que entrevistó, le dijo que los miembros de las fuerzas coloniales le pegaron, le propinaron patadas, le golpearon la cabeza con la de otras personas y le introdujeron un brebaje de páprika y agua en el «canal del parto» en un intento por arrancarle una confesión de complicidad con los Mau Mau. Una vez recuperada de dichas humillaciones, decía, fue sometida a descargas eléctricas:
Te colocaban el pequeño conductor en la lengua, en el brazo o en cualquier otro lugar que ellos quisieran. Al principio me obligaron a sostenerlo en las manos y me volteó hasta que me golpeé contra la pared. Cuando te lo ponían en la lengua, donde se aguantaba con una especie de cable, te sacudía hasta que ni siquiera te dabas cuenta de cuándo te lo habían quitado.23
Si bien algunos detractores recriminaron a Elkins que había minimizado la violencia de los africanos contra los europeos, la mayoría de sus acusaciones parecen obedecer a la incredulidad histórica, a tener que reconciliar un legado colonial asesino del que rara vez se había hablado y que se comprendía muy poco tanto en África como en Occidente. Esta era la Kenia que el padre de Barack Obama albergaba en su recuerdo, el país de su juventud y los primeros años de su vida adulta.
Durante la campaña presidencial de 2008, muchos periodistas extranjeros se pusieron en contacto con Sarah Ogwel, que vive en la aldea de Kogelo, y en cada visita de los camiones de televisión, equipados con antenas parabólicas, se sentaba diligentemente bajo su mango o en casa y contestaba a preguntas sobre su marido, su hijastro y su nieto. Según una entrevista que Ogwel concedió al londinense The Times, en 1949 un empresario blanco había denunciado a Onyango ante las autoridades coloniales y fue detenido bajo la sospecha de asociación con «alborotadores».24 El movimiento Mau Mau no fue reconocido por las autoridades en sus documentos hasta 1950; Hussein Onyango Obama era luo, no
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kikuyo; sin embargo, es muy posible que los británicos concluyeran que simpatizaba con el movimiento anticolonial. No fue la detención lo que llegó a los noticiarios de todo el mundo —Obama la menciona en Los sueños de mi padre—, sino la descripción detallada de Sarah Ogwel sobre el trato que recibió en prisión.
«Los carceleros africanos recibieron instrucciones de los soldados blancos para que lo azotaran cada mañana y cada noche con un látigo hasta que le arrancaran una confesión», informaba The Times. Según Ogwel, los «soldados blancos» visitaban la prisión cada pocos días para emprender «acciones disciplinarias» contra los internos. «Decía que a veces le apretaban los testículos con barras metálicas dispuestas en paralelo. También le pinchaban en las uñas y las nalgas con una aguja afilada mientras tenía las manos y las piernas atadas y la cabeza agachada.» Según Sarah, no podía visitarlo ni enviarle comida. Onyango fue golpeado hasta que prometió que nunca volvería a unirse a «ningún grupo opuesto al liderazgo del hombre blanco». Algunos compañeros de Onyango, decía Sarah, murieron a causa de las torturas que sufrieron en la cárcel.
De joven, Onyango no desdeñaba a los británicos. Fue el primero en su aldea que llevó camisa y pantalones, y buscó empleo de cocinero para los británicos. Pero, al regresar a casa tras su detención, le invadió la amargura. «En aquel momento nos dimos cuenta de que los británicos no eran amigos, sino enemigos —explicaba Sarah Ogwel—. Mi marido había trabajado diligentemente para ellos y, sin embargo, fue arrestado y retenido.»
El destino que corrió Onyango y la descripción que realizó de él Sarah en The Times son plausibles, aunque están poco documentados. Si bien las autoridades coloniales no iniciaron las torturas «sistemáticas» hasta 1952, algunos africanos sospechosos de deslealtad política fueron detenidos y maltratados antes de esa fecha. En Los sueños de mi padre, Obama afirma que su abuelo permaneció detenido seis meses y, cuando volvió a casa, parecía viejo, delgado y sucio, demasiado traumatizado para contar gran cosa de su experiencia. «Tenía dificultades para caminar —escribe Obama—, y la cabeza llena de piojos.»25 Los estudiosos afirman asimismo que en el momento de la entrevista de Sarah, la atmósfera política en Kenia era tensa y causaba estragos en las cuestiones de memoria histórica. Tras décadas de silencio, vergüenza e ignorancia, el aire estaba impregnado de aseveraciones que no siempre eran fáciles de corroborar en todos sus detalles. Sin lugar a dudas, Onyango fue maltratado en una prisión miserable, pero los pormenores son imprecisos.
El padre de Barack Obama era igual de testarudo que su progenitor, y mucho más culto. De niño, se negaba a asistir a la escuela más próxima a su casa, donde el maestro era una mujer. «Cuando los alumnos se portaban mal, les daban una zurra —recordaba Sarah Ogwel—. Él me decía: “Una mujer no me azotará”.»26 De modo que matriculó a Barack en una escuela primaria situada a casi diez kilómetros de distancia, e iba caminando o lo llevaba ella en bicicleta. El padre de Barack era trabajador y orgulloso. «Hoy he sacado las mejores notas —decía a Sarah cuando llegaba a casa del colegio—. Soy el niño más listo.» Barack asistió a la escuela primaria de Gendia, la escuela de secundaria Ng’iya y, de 1950 a 1953, a la escuela nacional Maseno, dirigida por la Iglesia anglicana. Al igual que Tom Mboya, a Obama le iban bien los exámenes y obtenía unas notas sobresalientes, pero fue expulsado por cometer toda clase de infracciones: colarse en el dormitorio de las chicas o robar pollos de una granja cercana. Se marchó de Maseno sin haber conseguido el título de bachillerato. Cuando Barack fue expulsado de la escuela, Onyango le golpeó con una vara hasta que se le cubrió la espalda de sangre.
En 1956, Barack se trasladó a Nairobi para trabajar de dependiente. Durante su estancia en la región luo, conoció a una joven llamada Kezia en un baile del pueblo. Ella tenía dieciséis años. «Me pidió que bailara con él durante la fiesta y no pude rechazarlo —recordaba—. Me eligió entre varias chicas allí presentes. Unos días después me casé con él. Pagó catorce vacas en concepto de dote, que fueron entregadas en dos veces. Lo hizo porque me quería mucho.»27
Barack, como la mayoría de los jóvenes africanos cultos, admiraba a Kenyatta y el movimiento anticolonial. Incluso permaneció detenido unos días por asistir a un mitin de la KANU.
Obama estaba atrapado. No podía llegar a ningún sitio sin una educación formal y un título. Algunos de sus amigos de Maseno consiguieron plaza en la Universidad de Makerere, en Uganda. Otros pasaron de Makerere a estudiar en Inglaterra. En su tiempo libre, con el respaldo de dos profesoras estadounidenses que trabajaban en Nairobi —Helen Roberts, de Palo Alto, y Elizabeth Mooney Kirk, de Maryland—, Obama realizó cursos a distancia para obtener un certificado que equivalía al
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bachillerato. Se sometió a una especie de examen de acceso a la universidad en la embajada de Estados Unidos y obtuvo una buena calificación. Escribió decenas de cartas a universidades estadounidenses —entre ellas, la Universidad de Morgan, una facultad históricamente negra, el Santa Barbara Junior College y la Universidad de San Francisco—, y a la postre fue aceptado por la Universidad de Hawai, un modesto centro educativo situado en un nuevo puesto avanzado de Estados Unidos en el Pacífico. El programa del puente aéreo creado por Tom Mboya le llevaría allí. Elizabeth Mooney Kirk costeó algunos gastos de Obama en Hawai.
«A mi padre le impresionó mucho la inteligencia de Obama —contaba Susan, la hija de Mboya—. Mi padre no era mucho mayor que Obama, pero estableció una relación paternal con él. Tenía la esperanza de que los estudios lo llevaran muy lejos y de que, en cierto sentido, fuesen útiles para Kenia.»
En septiembre de 1959, Obama se preparaba para partir hacia Estados Unidos. Ya tenía un hijo llamado Roy, y Kezia estaba embarazada de tres meses, de una niña a la que llamarían Auma. Obama le dijo a su mujer que volvería, que debía esperarle. Pocos le negarían la posibilidad de realizar el viaje. Obama, un joven descarado con mucha confianza en sí mismo, aseguraba a sus amigos que, cuando hubiese estudiado economía en el extranjero, volvería a casa para «modelar el destino de África».
«Lo que hizo Tom Mboya por mí, por Obama y por los demás es más de lo que nunca podremos expresar —decía Frederick Okatcha, que estudió psicología de la educación en la Universidad de Michigan—. ¡El puente aéreo nos salvó! Partimos de Nairobi y ninguno de nosotros había viajado a ningún sitio hasta entonces. Nunca habíamos ido en avión. ¡Cuando aterrizamos en Jartum para repostar, todos pensamos que habíamos llegado a Estados Unidos! Me crié a veinticinco kilómetros de Obama. Durante años no llevé zapatos. Teníamos cosas como la brujería, que está afianzada en la sociedad tradicional. A mi abuela materna le preocupaba que curanderos envidiosos embrujaran nuestro vuelo a Estados Unidos. La gente creía en esas cosas. Cuando terminamos el instituto, Obama había asistido a escuelas de influencia británica, de modo que la conmoción no fue tan grave. Pero nuestra vida cambiaría para siempre.»
«Durante aquella época había mucha expectación —afirmaba Pamela Mboya, la mujer de Tom Mboya. De joven había ido a la Universidad de Ohio en el primer puente aéreo—. Íbamos a Estados Unidos para ser educados, así que volveríamos y tomaríamos las riendas. Eso fue exactamente lo que hicimos.»28
Cuando Obama llevaba un par de meses en la presidencia, un escritor preguntó a Bob Dylan por su lectura de Los sueños de mi padre. Dylan, que se había visto arrastrado a la campaña, algo poco habitual en él («Ahí fuera tenemos a un tipo que está redefiniendo la naturaleza de la política desde sus cimientos»),29 dijo que le había sorprendido el complejo pasado de Obama: «Es como un personaje de ficción, pero real».30
Dylan proviene de la larga tradición estadounidense de hombres y mujeres hechos a sí mismos; en su caso, es un judío de la región de Iron Range, Minnesota, que aunó diversas corrientes nacionales —Woody Guthrie, el blues del Delta, Hank Williams, los beats y Elvis Presley— para crear una voz propia y única. Dylan leyó sobre los padres de Obama, Ann Dunham y Barack Obama, y reconoció la amalgama única de influencias, mapas, historias y códigos genéticos que poseían para su hijo nonato: «Para empezar, su madre era una chica de Kansas. No vivió nunca allí, pero sus raíces eran profundas. Ya sabes, Kansas, el sangriento Kansas. John Brown el insurrecto. Jesse James y Quantrill. Guerrillas. El Kansas de El mago de Oz. Creo que entre los antepasados de Barack se encuentra Jefferson Davis. Y luego está su padre, un intelectual africano. Un legado bantú, masai, griot: pastores y cazadores de leones. Es de lo más incongruente que estas dos personas se conocieran y se enamoraran». Para Dylan, cuya mente discurre hacia lo mítico y poético, aunque la historia de los orígenes y la identidad de Obama no es estrictamente fiel, es «como una odisea, pero al revés».
¿A qué se refiere Dylan con eso? «En primer lugar, Barack nació en Hawai —decía—. Para la mayoría de nosotros, Hawai es un paraíso, así que podríamos decir que nació en el paraíso.» Además, nació con un legado familiar infinitamente complejo que se extendía desde las orillas del lago Victoria a las llanuras americanas. La abuela paterna de Obama podía recitar, como si fuese una canción de Homero, las generaciones luo de la familia. Y, como descubrió William Addams Reitwiesner, un genealogista de la Biblioteca del Congreso, los antepasados de Obama incluían a Jesse Payne, del condado de Monongalia, en Virginia Occidental, quien en la primera mitad del siglo xix fue propietario de escla
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vos llamados Moriah, Isaac, Sarah, Selah, Old Violet, Young Violet y Little William. Uno de sus tatarabuelos, Christopher Columbus Clark, combatió en las filas del ejército de la Unión.31
En sus discursos, Obama solía hacer alusión a Kansas como una especie de contrapunto a la lejana Kenia, un escenario de familiaridad en el Medio Oeste, lo contrario de «exótico» (ese dudoso término). Pero, para él, Kansas es algo más profundo, más resonante, el cruce de caminos de la Confederación y la Unión, el nexo de la batalla entre las fuerzas proesclavistas y la insurrección abolicionista; es el lugar del caso «Brown contra el Consejo de Educación»; y para sus abuelos, Stanley y Madelyn, es un lugar de monotonía desalentadora. Kansas era «el centro mismo, rodeado de tierra, un lugar en el que a la decencia y la resistencia del espíritu pionero se unían la conformidad, la desconfianza y el potencial para una crueldad sin miramientos».32
Obama tardó mucho tiempo en aprender a conciliar el desasosiego del temperamento de sus padres y un enraizado espíritu de mundo con el que pudiera vivir. Su madre, Ann Dunham, se pasaba la vida en constante movimiento, y se sentía como en casa tanto en un poblado de Java como en El Dorado, Kansas, donde asistió a la escuela primaria. Allá donde aterrizara, ya fuera un puesto de avanzada rural de Pakistán o una ciudad de Indonesia densamente poblada, miraba a su alrededor y decía con sorna: «Vaya, Toto, me parece que ya no estamos en Kansas».
En una ocasión, tras una parada en Kansas durante la campaña, un periodista que viajaba en el mismo avión que Obama le preguntó acerca de la pasión de su familia por los viajes y, por su respuesta, se hizo evidente que veía todos esos desplazamientos —los vuelos constantes de sus abuelos y el anhelo de su madre por mantenerse en movimiento— como algo que él pretendía evitar. «El hecho de que me instalara en Chicago y me casara con Michelle se debe en parte a una decisión consciente de enraizarme —respondió—. Ese tipo de vida tiene algo de elegante, de romántico, y parte de ella todavía sigue en mí. Pero también entraña sus calamidades. Necesitas un marco para el lienzo, porque demasiada libertad no es libertad.» Entonces se echó a reír y dijo: «Me estoy poniendo demasiado poético».33
Los padres de Stanley Armour Dunham, Ralph Waldo Emerson Dunham y Ruth Lucille Armour, eran baptistas acérrimos, y de jóvenes abrieron un modesto restaurante, el Travellers Café, junto a un viejo parque de bomberos de William Street, en el centro de Wichita. La promesa de aquella joven familia no perduró. Según Obama, Ruth Dunham se suicidó, y Stanley, que tenía ocho años, descubrió su cadáver. Era el 26 de noviembre de 1926. En sus memorias, Obama alude a los «coqueteos» de su bisabuelo como posible motivo del suicidio de Ruth.34
(Las necrológicas de la prensa local achacan el fallecimiento a un envenenamiento por ptomaína.) Poco después de la muerte de su mujer, Ralph Dunham huyó, y dejó a Stanley y a su hermano Ralph, que fueron criados por sus abuelos maternos en El Dorado, el centro administrativo del condado de Butler.
En 1918, el año que nació Stanley, El Dorado era una ciudad que había experimentado un prolongado auge petrolero; en los años veinte, la zona era responsable de un 9 por ciento del crudo mundial. Pero la Depresión acabó con ese auge, y El Dorado sufrió ejecuciones hipotecarias y desempleo. Normalmente, Stanley no parecía afectado por sus desoladores comienzos. De hecho, con los años se convirtió en un muchacho sociable y argumentador. En ocasiones denotaba una sensación de furia e indignación, y en el instituto consiguió que lo expulsaran por propinar un puñetazo en la cara al director. Más tarde pasó unos años conduciendo automotores por todo el país y desempeñando trabajos curiosos. Al menos durante un tiempo parecía aspirar a un papel en Esta tierra es mi tierra.
Cuando Stanley regresó a Wichita, conoció a una chica inteligente y bastante tranquila llamada Madelyn Lee Payne. Sus padres, Rolla Charles (R.C.) Payne y Leona Bell Payne, eran metodistas. «Leían la Biblia —escribe Obama—, pero en general evitaban el circuito de encuentros religiosos y preferían una forma recta del metodismo que valoraba la razón por encima de la pasión, y la templanza sobre ambas cosas.»35 Las circunstancias de Madelyn eran más cómodas que las de Stanley, y su infancia fue mucho menos traumática. Nacida en Peru, Kansas, en 1922, Madelyn se crió en la cercana población de Augusta. Era una niña estudiosa y pasaba el tiempo libre frecuentando con sus amigas máquinas expendedoras de refrescos y comercios como Cooper’s, Carr’s y Grant’s. Cuando querían aire acondicionado en verano, iban al cine. De los cinco mil habitantes de la ciudad, casi todos eran blancos. «Solo había dos familias negras en Augusta», recordaba su amiga Francine Pummill. La población era mayoritariamente republicana, incluidos los padres de Ma
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delyn. R.C. trabajaba en un oleoducto y la familia vivía en una pequeña casa de la empresa. Pese a las estrictas normas metodistas de la familia —nada de alcohol, ni baile ni jugar a cartas—, Madelyn solía escaparse de vez en cuando a Wichita con sus amigas para ir al Blue Moon Club a escuchar a las big bands que pasaban por allí: Benny Goodman, Glenn Miller y Tommy Dorsey. En Kansas reinaba la ley seca, pero en el Blue Moon era posible tomarse una copa, incluso si uno era menor.
Durante su último año en el instituto de Augusta, Madelyn conoció a Stanley Dunham y, hacia la época de la fiesta de graduación, se casaron en secreto. Madelyn no confesó a sus padres que se había casado hasta que tuvo el diploma en la mano. En la familia nadie aprobó el matrimonio. Charles Payne, el hermano pequeño de Madelyn, dijo que sus padres quedaron «boquiabiertos» al saber que su hija se había casado con Stanley Dunham, y no pensaban que fuese una «elección apropiada» para ella.
A algunas amigas de Madelyn tampoco les caía muy bien Stanley. Les resultaba demasiado vulgar y engreído. «Stan era un listillo, el rey del mambo —decía Pummill—. Parecía una cuchara grasienta con ese pelo oscuro alisado con no sé qué. En Augusta nadie hacía eso en aquella época.» También tenía unos gustos poco convencionales: escribía poesía y escuchaba discos de jazz. Era sarcástico y mucho más ruidoso que Madelyn.
La pareja se trasladó una temporada a California, pero después de Pearl Harbor regresó a Kansas y Stanley se alistó en el ejército. Fue admitido el 15 de enero de 1942 en Fort Leavenworth. «Era realmente entusiasta —decía su hermano Ralph—. No tenía por qué ir, ya que estaba casado. Podría haberlo evitado.»36
Stanley Ann, la hija de los Dunham, nació en Fort Leavenworth en noviembre de 1942.
En octubre de 1943, después de un año destinado en varias bases estadounidenses, Dunham viajó a Inglaterra en el HMS Mauritania. Era sargento de suministros del ejército, y el día D se encontraba en el aeródromo aliado de Stoney Cross, cerca de Southampton, con la 1.830.ª Compañía de Suministro de Artillería y Mantenimiento, que prestaba apoyo a la 9.ª Fuerza Aérea antes de partir hacia Normandía. Para protegerse de una razia aérea alemana, la compañía cavó zanjas para las baterías antiaéreas en Stoney Cross, pero la represalia no llegó a producirse. Dunham ayudó a organizar una celebración en un gimnasio local. Seis semanas después del día D, la compañía, integrada por unos setenta y cinco hombres, tomaba tierra en la playa de Omaha, Normandía, y trabajó en varios aeródromos aliados de Francia: Cricqueville, Saint-Jeande-Daye, Saint-Dizier y otros. En febrero de 1945, la unidad de Dunham fue agregada al Tercer Ejército de George Patton durante tres meses. El historial de Dunham era consistente. «El sargento Dunham ha realizado una buena labor como suboficial del Servicio Especial», reflejaba su superior, el teniente primero Frederick Maloof, en uno de sus informes semanales, fechado en septiembre de 1944.37 Los documentos de la compañía, hechos públicos por Nancy Benac, de la Associated Press, también recogen las actividades diarias de Dunham y sus hombres: las marchas, las charlas sobre tácticas y armamento, las maniobras, las conferencias sobre «moralidad sexual» y, en octubre de 1944, una charla titulada: «¿Qué esperar cuando estemos destacados en Alemania?». El 7 de abril de 1945, en plena desintegración del ejército alemán y tres semanas antes del suicidio de Hitler, Dunham fue trasladado a Tidworth, Inglaterra, donde había de prepararse como refuerzo para la infantería estadounidense; poco después, fue devuelto a Estados Unidos. Como tantos otros soldados que volvían de Europa, Dunham se sentía ansioso por saber si le enviarían a la guerra del Pacífico, pero con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki la llamada nunca se produjo.
Aunque tenía un bebé en casa y su marido estaba combatiendo en Europa, Madelyn Dunham trabajaba a jornada completa en la cadena de montaje de Boeing en Wichita, uno de los proyectos de municiones más famosos de la guerra. Henry «Hap» Arnold, un general condecorado con cinco estrellas que había aprendido a pilotar en la escuela Wright Brothers y luego llegó a capitanear las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, concibió una estrategia aérea que precisaba la fabricación de un gran número de bombarderos pesados. Los diseñadores crearon lo que se conocería como la Superfortaleza, un avión crucial en el bombardeo de objetivos en el Pacífico. El rápido plan de diseño y construcción se denominó la Batalla de Kansas, y en ocasiones la Batalla de Wichita. Mujeres como Madelyn Dunham fueron reclutadas para trabajar largos turnos, en ocasiones dobles, a fin de mantener en funcionamiento la cadena de montaje de Wichita al ritmo que «Hap» Arnold exigía.
Cuando Stanley Dunham regresó de Europa, intentó asistir a Berkeley acogiéndose a la Ley de Subsidios Educativos para Excombatientes, pero, como decía su hijo, «no había espacio en el aula para sus ambiciones e inquietudes».38 Era casi tan inquieto como cuando de adolescente tra
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bajaba en los ferrocarriles. Todavía sentía la necesidad de moverse, pero ahora lo hacía vistiendo ropa adecuada y con una esposa y una hija que mantener. Barack Obama describe cómo Stanley Dunham contagió a su abuela Madelyn, una experta en economía doméstica «recién salida del instituto y cansada de la respetabilidad», «la gran impaciencia peripatética» de escapar de las «llanuras llenas de polvo, donde los grandes planes significan un empleo como director de banco y el entretenimiento es sinónimo de refresco con helado y una sesión de cine las mañanas de los domingos, donde el miedo y la falta de imaginación ahogan tus sueños». Se mudaban constantemente: de Kansas a Berkeley y Ponca City, Oklahoma; de Wichita Falls, Texas, a El Dorado, Kansas; y, en 1955, al estado de Washington. En Ponca City, recordaba Francine Pummill, Madelyn sufrió un aborto y fue sometida a una histerectomía. La primogénita de los Dunham sería hija única.
Incluso de pequeña, Stanley Ann Dunham se mostraba ocurrente y curiosa. No le importunaba su extraño nombre, un vestigio de la decepción inicial que sintió su padre al no engendrar un varón. Durante su infancia y adolescencia, mientras la familia se trasladaba de un estado a otro, se presentaba a sus nuevas amistades diciendo: «Hola, soy Stanley. Mi padre quería un chico». Pasaría algún tiempo hasta que sus amigos empezaran a llamarla Ann. (Sin embargo, yo lo haré a partir de ahora para evitar confusiones.)
Stan Dunham se convirtió en vendedor de muebles. Disfrutaba con su trabajo. Los amigos que trabajaron con él a lo largo de los años decían que, como comercial, podía «vender una nevera a los esquimales». «Era un buen vendedor, muy agudo —contaba Bob Casey, que trabajó con él en la tienda de muebles de J. G. Paris en Ponca City—. Tenía una mentalidad avanzada para su tiempo. Fue uno de los primeros en incorporar el diseño de habitaciones y el planteamiento de decoración a la venta de muebles. Intentaba diseñar estancias más que vender artículos individuales.»
Cuando la familia se trasladó a Seattle en 1955, Stanley encontró trabajo como vendedor de muebles en el centro, primero en StandardGrunbaum, situada en la esquina de la Segunda Avenida con Pine Street, y, años después, en Doces Majestic Furniture. Entretanto, Madelyn trabajaba como agente de plica en la cercana población de Bellevue. El auge de la era Eisenhower, en pleno período de posguerra, estaba en marcha. Los constructores edificaban en el extrarradio, lo cual significaba que nuevos propietarios pedían préstamos y compraban muebles. En su primer año en Seattle, los Dunham vivían en un apartamento de la Avenida Treinta y nueve Nordeste y Ann cursaba octavo en la Eckstein Middle School.39 Pero los Dunham se dieron cuenta de que podían mejorar y alquilaron un piso en el nuevo complejo de viviendas sociales Shorewood, en Mercer Island, una isla en forma de cuchilla situada en el lago Washington y unida a la ciudad por un puente flotante de kilómetro y medio de largo. Muchos años después, tras el auge tecnológico y el ascenso de Microsoft, directivos con fortunas multimillonarias comprarían mansiones en Mercer Island, pero en los años cincuenta era un barrio de clase media de la ciudad de Seattle, aunque se hallaba en fase de expansión. Desde la isla, los Dunham veían Cascades y, lo que era más importante, su piso se encontraba próximo a un nuevo instituto con buena reputación al que pretendían enviar a su hija.
En el instituto de Mercer Island, la cultura para la mayoría de los jóvenes consistía en bailes, partidos de baloncesto, reuniones para fomentar el espíritu escolar, fiestas de pijamas y discos de Elvis. Pero el marco de referencia de Ann rebasaba aquellos límites. Era una muchacha inteligente, incluso intelectual, con gustos bohemios incipientes: sentía pasión por el jazz, llevaba una chapa que decía «Adlai Stevenson presidente», pasaba las tardes en la cafetería Encore de la zona universitaria y veía películas extranjeras en el cine Ridgemont de Greenwood Avenue, en Seattle. El grupo de Ann no era socialmente adelantado, pero estaban comprometidos, tenían un carácter político y liberal y estaban ansiosos por leer y aprender sobre el mundo. Los primeros indicios de un movimiento por los derechos civiles y los primeros debates sobre la igualdad para las mujeres, decía Susan Botkin, una de sus mejores amigas, fueron los que modelaron sus «valores para el futuro». En la escuela, Ann y sus amigos asistieron a cursos avanzados con dos profesores progresistas, Jim Wichterman y Val Foubert, quienes escandalizaron a algunos padres enseñando temas como los ensayos de Karl Marx, la obra antropológica de Margaret Mead sobre la cultura y la homosexualidad, The Organization Man, de William Whyte, y La muchedumbre solitaria, de David Riesman. (Los amigos de Ann bautizaron socarronamente el espacio que mediaba entre esas dos aulas como el Paseo Anarquista).40 Wichterman en especial despertó la ira de algunos padres al promover en clase el debate de Dios y las teorías sobre su inexistencia. «Era la época de Eisenhower, y aquello era realmente inusual», recordaba Chip Wall, otro amigo de Ann. Según Wichterman, cuando los
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padres acudieron a la escuela para intentar que los expulsaran a él, a Foubert y a otra profesora llamada Clara Hayward, se refirieron al grupo como la Marcha de las Madres. Ann Dunham, rememoraba Wichterman, era una joven estudiosa que no coincidía con «la típica alumna de instituto. No le interesaban en absoluto las mismas cosas que a los demás estudiantes, como quién sale con quién y cosas por el estilo».
Ann empezaba a tener algunas ideas sobre lo que quería hacer con su vida. Le dijo a Susan Botkin que quería estudiar antropología y quizá incluso labrarse una carrera. «¡Cuando me lo dijo tuve que buscar en el diccionario qué significaba “antropología”!», apostillaba Botkin.
Aunque los padres de Ann tenían un pasado religioso y republicano, en casa el ambiente era liberal y laico tratándose de aquella época y de Mercer Island. En ocasiones, los Dunham asistían a la East Shore Unitarian Church, que en la ciudad era conocida sarcásticamente como «la iglesita roja de la colina».41 Pero la religión no era en modo alguno primordial en el hogar de los Dunham. Ann se describía habitualmente como atea.
La familia también estaba en minoría en cuestiones políticas. «No había demasiadas familias demócratas en nuestra comunidad —señalaba Marylyn Prosser Pauley, una amiga de Ann—. Sin embargo, había unas pocas, y ello hacía que nos sintiéramos unidos. La familia de Stanley y la mía estaban del lado de Adlai Stevenson.»
Hubo un inquietante problema local —un brote de maccarthismo— que atormentó Mercer Island. En 1955, el Comité de Actividades Antiamericanas del Senado llamó a declarar a John Stenhouse, presidente de la junta directiva escolar de Mercer Island. Stenhouse era uno de los hombres más populares de la ciudad: afable, inteligente y cívico. En 1951 se había trasladado a Mercer Island con su familia (incluida una hija a la que Ann llegó a conocer bien) y empezó a trabajar en Prudential Insurance. Pero, cuatro años después, empezaron a aparecer investigadores por su casa y por la de sus vecinos para hacer preguntas. «Recuerdo a dos agentes del FBI que vinieron a nuestro jardín para hablar con mi madre —decía Marylyn Prosser Pauley—. Mi madre estaba literalmente de rodillas trabajando en el jardín cuando se acercaron a ella. Fueron educados, pero sin duda estaban allí para hurgar en lo malo que debía de ser el comunista John Stenhouse. Qué tiempos aquellos.»
Stenhouse nació en Chungking, China. Su padre era comerciante y trabajó en el negocio familiar hasta que abandonaron China para marcharse a Los Ángeles la víspera de la Segunda Guerra Mundial. Durante el conflicto se convirtió en operario de una fábrica de armas. Su sindicato era United Auto Workers. Stenhouse empezó a participar en grupos de debate de tendencia izquierdista. Obtuvo el carnet del Partido Comunista, asistió a varios mítines más y abandonó la formación en 1946. «El cambio de los tiempos estaba haciendo mella en mí —declaraba a Time en 1955—, y me daba la impresión de que aquella gente iba por mal camino al excusar a la Unión Soviética y criticar a Estados Unidos.»42
Pero Stenhouse pagó un precio humillante por su breve afiliación al partido y se convirtió en el blanco de los cotilleos y la indignación propios de un pueblo. Cuando salió a la luz la historia de la investigación del Senado, otros tres compañeros de la junta escolar exigieron que dimitiera de su puesto como presidente. Se convocó una reunión en la Mercer Crest School, y se congregaron doscientas cincuenta personas para debatir el destino de John Stenhouse.
«¡Pongámonos en pie y echémoslo!», exclamó uno.43
Sin embargo, la mayoría de los asistentes, incluido el portavoz de las Juventudes Republicanas del condado, dijeron que, si bien Stenhouse había cometido un error, lo había confesado y debía permitírsele continuar en la junta. «Soy consciente de que me equivoqué —dijo en la reunión—. Creo que tenemos el poder suficiente para demostrar a todo el mundo que somos mejores que los comunistas.» «En aquel momento, era un tema del que las chicas solo hablábamos entre nuestras amistades liberales —recordaba Marylyn Prosser Pauley—. Era la primera vez que todos nos dábamos cuenta de que el gobierno no siempre actuaba en nuestro beneficio. Habíamos sido muy idealistas con nuestro maravilloso gobierno y nuestro maravilloso país hasta entonces. Fue un buen toque de atención.»
«A veces, mi padre sufría mucho por todo aquello —recordaba Iona Stenhouse, la amiga de Ann—. Presenté una solicitud para el Cuerpo de Paz tras licenciarme por la Universidad de Washington en 1965 y fui aceptada, pero llegué tarde a las maniobras. No había llegado mi acreditación de seguridad, y mi padre sabía por qué.»
Ann era liberal, pero en modo alguno una activista. Llevaba faldas plisadas y trajes de dos piezas, se unió a los clubes de francés y biología y trabajaba en el anuario del instituto. «Era una rebelde en el sentido de que tomaba decisiones, las ponía en práctica y aceptaba las consecuencias cuando se enfrentaba a sus padres», decía Susan Botkin.
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«Por aquel entonces criticábamos a Estados Unidos del mismo modo en que lo hacemos hoy: la prensa y la educación están adocenadas y la gente no sabe nada de geografía ni del resto del mundo —observaba Chip Wall, antiguo compañero de clase de Ann y profesor jubilado—. Ann no era una chica corriente. Una chica no empieza su vida con un nombre como “Stanley” si no se considera especial.»
«Nos imaginábamos a Stanley, con sus buenas notas y su inteligencia, yendo a la universidad, pero no casándose y teniendo un bebé enseguida», decía Maxine Box, otra amiga de Mercer Island.
Cuando Ann estaba en el último curso del instituto, su padre anunció que quería marcharse otra vez con la familia, en esta ocasión al extremo más nuevo y remoto del imperio estadounidense: Hawai. Dijo que se trasladarían unos días después de la graduación de Ann, que tendría lugar en junio de 1960. Había oído que los especuladores y los constructores estaban empezando a levantar edificios y casas en cada una de las musgosas almenas de Oahu. Afloraban los hoteles, las bases militares crecían descontroladamente y se edificaban hileras de casas. Era otra tierra de promesas, sobre todo para un vendedor de muebles.
Ann no estaba contenta. Ella quería quedarse en el continente para asistir a la facultad —ya había sido aceptada en las universidades de Washington y Chicago—, pero los Dunham dijeron que no permitirían que su única hija viviera a miles de kilómetros de distancia. Así pues, presentó a regañadientes una solicitud en la Universidad de Hawai, donde fue aceptada.
A la sazón, padre e hija mantenían una compleja relación. Ann no soportaba los modales ásperos de su padre y su temperamento a veces explosivo, y Stanley todavía tenía intención de dominar a su testaruda hija. A través del prisma del tiempo y los recuerdos, Barack hijo creía que el traslado de su familia a Hawai obedeció al deseo de Stanley de «borrar el pasado» y rehacer el mundo. A pesar de las diferencias entre padre e hija, compartían esa inquietud, una especie de patrimonio.
La mayoría de los ochenta y un miembros de la clase de 1959 que partió de Kenia llegaron en un mismo vuelo chárter desde Nairobi a Nueva York, con varias paradas para repostar. Debido a que el avión iba lleno, Obama tomó otro vuelo. «Pero sin duda se considera parte de ese contingente —precisaba Cora Weiss, directora general del programa—. Hawai era un lugar apartado (acababa de convertirse en estado), pero lo llevaron. Y extendimos cheques para su manutención, sus libros y su ropa.»
A las pocas semanas de su llegada a Honolulú, Obama empezó a ver Hawai como un refugio de las tensiones y penurias de Kenia, un enclave remoto de entendimiento racial. La prensa local mostró un gran interés por la llegada de un africano negro que había ido allí a estudiar.44 Entrevistado por el Star-Bulletin de Honolulú, Obama describió su pasado como un luo criado al oeste de Kenia, y explicó que de joven había conocido en Nairobi la atmósfera de tolerancia racial de Hawai «por una revista estadounidense». (Parecía ignorar las luchas de los nativos hawaianos.) Aseguró que disponía de dinero suficiente para quedarse un año y, cuando cosechara experiencia en administración de empresas, regresaría a casa para ayudar a construir una Kenia estable e independiente.
Obama fue recibido como emisario de un mundo lejano. Fue invitado a hablar sobre la «situación africana» ante grupos eclesiásticos y otras organizaciones comunitarias. Al igual que Tom Mboya, Obama dijo a aquellos oyentes que temía que las divisiones tribales constituyeran la mayor amenaza para una Kenia independiente. No siempre tenía paciencia con las opiniones desinformadas que exponían los demás. Cuando un periódico de Honolulú publicó lo que él juzgaba un editorial equivocado sobre el Congo, redactó una severa carta en la que decía: «Quizá necesiten más información de primera mano».45
Sin embargo, Obama solía comportarse como un recién llegado agradablemente sorprendido. «Cuando llegué, esperaba encontrar muchos hawaianos ataviados con ropas nativas y ver danzas tradicionales y ese tipo de cosas —explicaba—, pero me chocó descubrir semejante mezcla de razas.»46
Las islas Hawai, que se habían convertido en el estado número cincuenta de Estados Unidos en agosto de 1959, contaban con una población sorprendentemente variada que integraban hawaianos nativos, chinos, japoneses, filipinos, samoanos, okinawenses, portugueses y blancos de diversos orígenes llegados del continente. Había pocos negros en la Universidad de Hawai y en el resto de las islas. La población negra no alcanzaba el 1 por ciento, y en su mayoría eran soldados y marineros que vivían en diversas bases militares.
Tras convertirse en estado, llegaron al aeropuerto de Honolulú los primeros aviones de pasajeros. Hasta entonces era un vuelo de treinta horas en un avión de hélices que despegaba de Los Ángeles o San Fran
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cisco, un viaje demasiado tedioso y agotador para la mayoría de los turistas. El trayecto de cinco horas desde el continente transformó Hawai en un paraíso accesible para los estadounidenses y, a la postre, para los japoneses y otros asiáticos. Y con el auge del turismo de masas llegó la demanda de hoteles, centros turísticos y comerciales, autopistas y rascacielos de viviendas. Hasta que Hawai pasó a formar parte de Estados Unidos, el territorio había estado dominado por el Partido Republicano, la formación de la élite blanca poseedora de plantaciones. Pero cuando los antiguos soldados asiáticos recibieron una educación gracias a las becas de estudios para excombatientes, pasaron a formar parte de las clases dominantes y fundaron el Partido Demócrata.
Las optimistas impresiones que se llevó Obama del Hawai multicultural también fueron las de numerosos sociólogos. Desde los años veinte, los eruditos han descrito Hawai como una suerte de Edén racial. No existían leyes contra el matrimonio entre razas o grupos étnicos como en tantos estados de Estados Unidos. (Solo con el caso «Loving contra Virginia», en 1967, los mandatos estatales que criminalizaban el matrimonio interracial —unas de las leyes más antiguas de la historia de la jurisprudencia estadounidense— fueron considerados finalmente anticonstitucionales por el Tribunal Supremo.) Los estudiosos podían tener la mirada tan empañada como los poetas o los políticos cuando imaginaban el futuro de Hawai. El sociólogo Romanzo Adams escribía en The Peoples of Hawaii (1925) que existían «abundantes signos de que los habitantes de Hawai» se hallaban «en el proceso de convertirse en un pueblo. Con el tiempo, los términos que ahora se emplean cotidianamente para designar a varios grupos en función de su país de origen o su ascendencia caerán en el olvido. No habrá portugueses, ni chinos ni japoneses, solo estadounidenses». Cuatro décadas después, Lawrence Fuchs alababa en Hawaii Pono, su historia social, el «mensaje revolucionario de igualdad» que transmitía Hawai. Corría el año 1961. Mientras el Estados Unidos continental vivía una revolución no violenta contra las leyes raciales de Jim Crow en el Sur, Hawai rezumaba una sosegada multiculturalidad con miras al futuro, popularizada como el «espíritu aloha». Sociólogos y estudiosos de las relaciones raciales, como Robert Park, Herbert Blumer y E. Franklin Frazier, asistían a conferencias o se tomaban descansos sabáticos para viajar a Hawai y estudiar la situación racial.
Obama vivía en un campus de la Young Men’s Christian Association (YMCA) y no le resultó difícil trabar amistad con otros estudiantes y bohemios de Honolulú, entre ellos Neil Abercrombie, un joven de Buffalo que fue a Honolulú después de licenciarse en sociología y se quedó en Hawai para acabar convirtiéndose en congresista demócrata; Andrew «Pake» Zane, un estudiante chino-estadounidense y viajero que finalmente regentaría una tienda de antigüedades y artículos de colección cerca de Waikiki; y Chet Gorman, que sería un destacado antropólogo y arqueólogo especialista en el sudeste asiático.
Por aquel entonces, la universidad era pequeña y el ambiente desen fa da do. Se podía alquilar un chalet por cincuenta dólares al mes. Neil Abercrombie, que había llegado directamente del gélido campus del Union College, en Schenectady, creyó haber entrado en el paraíso. Por la noche salían las estrellas, «como si Dios las hubiese esparcido por el firmamento», y el aroma de las flores era tan rico al pasear por la calle que «te daba la sensación de que la propia atmósfera estaba perfumada».
Según recordaba Abercrombie, un día, después de clase, fue a comer a la cafetería de la universidad, un sencillo edificio de madera con bancos, mesas de picnic y comida barata y, «mientras todos charlaban, entró un negro, un popolo». Popolo —el término hawaiano para designar a la hierba mora, un arbusto con bayas oscuras— no era una palabra tan negativa como «negrata», pero, pronunciada con cierta entonación, era lo suficientemente despectiva y desde luego entrañaba una connotación de diferencia, de otredad. «Así que allí estaba aquel hombre, negro como el carbón, con un aura absolutamente dinámica —proseguía Abercrombie—. Esbozaba una amplia sonrisa. Era cercano y muy inteligente. Y era exótico en la tierra de lo exótico. Era una persona nueva. En aquel mundo, con un espectro increíble de colores y formas de ojos y fisonomías, destacaba incluso entre aquella mezcolanza. Y tenía una vitalidad eléctrica. Nosotros éramos lo que se interpretaba como el mundo académico del espíritu libre, bebiendo cerveza, comiendo pizza y hablando toda la noche de política e ideas. Las drogas, la marihuana y los Beatles llegaron después. En aquel momento estaban los artistas del jazz y el folk: Jimmy Reed, Leadbelly, Sonny Terry y Brownie McGhee. De modo que Barack se zambulló de inmediato en nuestro pequeño mundo. Se convirtió en uno de nosotros, en un integrante de nuestro inverosímil grupo.»
Los nuevos amigos de Obama lo conocían como «Bear-ick» —no «Buh-rock»—, y les impresionaba el potente rugido de su voz, su elegante pipa, sus gafas de montura negra y sus largas diatribas mientras
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tomaba jarras de cerveza de dólar y medio en bares locales como George’s Inn y el Stardust Lounge, donde pasaba horas y horas. En ocasiones hablaban de temas culturales, los poetas beat y Jack Kerouac, y de los últimos discos que habían escuchado, pero normalmente Obama desviaba la conversación hacia la política, en particular la oleada anticolonialista de África. A nadie le importaba que no parara de hablar. A todos les parecía maravillosamente inteligente y bastante abstraído. «En él todo era oratoria, con aquella potente voz al estilo de James Earl Jones», afirmaba Abercrombie. Con suficiente cerveza en el cuerpo, llegaba a ponerse ligeramente insufrible. El amor propio de Obama era desmedido. Y, sin embargo, nunca dejaba de fascinar a sus amigos. En ningún momento resultaba aburrido. Si sacaba el tema de un libro, lo había leído y absorbido.
«Tenía mucho que decir —señalaba «Pake» Zane—. Barack era un hombre impresionante. Era el hombre más negro que había conocido en mi vida, con aquella voz grave hipnotizadora. Hablaba con un acento británico de Kenia y un leve toque de arrogancia de Oxford, pero era muy listo. Le gustaba el jazz, bailar y tomar cerveza. Podía escucharle durante horas. Y lo hacía.»
Obama decía a sus amigos que Kenia pronto sería independiente y que Jomo Kenyatta sería su líder, pero temía el inevitable ascenso de una camarilla de despabilados a las altas esferas. «Temía que Tom Mboya no fuese aceptado, no solo porque era luo, sino también porque era brillante y ecléctico y podía hablar con gente blanca sin sentirse intimidado por ella —recordaba Abercrombie—. Nos dijo que Mboya confiaba tanto en sí mismo que no necesitaba demostrar que era un duro revolucionario negro. Pero Barack temía que, por culpa de eso, fuese considerado como un rival. Sabía que se avecinaban problemas.»
Asimismo, Obama informó a sus nuevos amigos de que tenía mucho que ofrecer a su país y de que allí todo el mundo se lo reconocería. «A pesar de su bravuconería —decía Abercrombie—, temía ser ignorado. Era incapaz de tratar a los demás con diplomacia. Tenía que decirles exactamente lo que pensaba y lo que opinaba de ellos. Tenía que ofenderles. Cuando volvía a Kenia, se comportaba justo al contrario de como lo haría un día su hijo. Quizá no sea justo ejercer de psicoanalista de pacotilla, pero no es escandaloso pensar que, en parte, el carácter de Barack hijo (frío, enraizado, educado y siempre receptivo) es una manera de no ser como su padre.»
En ese primer año de estudios en Hawai, Obama realizó un curso de ruso y conoció a una estudiante más joven, una chica inteligente, ligeramente gruesa, con grandes ojos marrones, barbilla puntiaguda y piel blanca como la cal. («No era una chica de playa, eso está claro —recordaba Abercrombie—. Ann tenía un blanco de Kansas.») Obama tenía veinticinco años y Ann Dunham diecisiete, y ambos trabaron amistad. Un día Obama le pidió que se citara con él a la una del mediodía en la biblioteca principal. Ella accedió. Esperó un rato y, puesto que hacía un día soleado, se tumbó en uno de los bancos, según le contó Ann a su hijo.47 «Él apareció con un par de amigos. Me desperté y tenía a los tres delante de mí y oí a tu padre decir en un tono de lo más serio: “¿Lo ven, caballeros? Les dije que era una buena chica y que me esperaría”.»
Poco después, Ann escribió a su amiga Susan Botkin para contarle que estaba adaptándose bien a Hawai, que disfrutaba de las clases y que salía con un keniata al que había conocido en el curso de ruso. Al principio, reconocía Botkin, le interesaba más «que estuviese estudiando ruso que saliendo con un keniata, para ser sincera».
Obama empezó a llevar a Ann a sus salidas nocturnas con Neil Abercrombie y sus amigos, aunque le daba vergüenza hablar delante de los demás. A Obama no parecía importarle mucho, ya que él tendía a dominar cualquier conversación y trataba a las mujeres de un modo que, por decirlo educadamente, podríamos tildar de «tradicional». «Por aquel entonces era muy joven y callada, casi efímera —decía Abercrombie—. Pero él llevaba la voz cantante en todas las conversaciones. Ella era una niña. Él era el centro del universo. Ann escuchaba y aprendía.»
De mayor, Barack Obama hijo escribía con escepticismo no solo sobre su padre, sino también sobre el juvenil romanticismo de su madre. No se siente del todo cómodo con su madre adolescente, pero, al final, se ha reconciliado con su inocencia y sus buenas intenciones y con el amor que ella le profesaba. Ann era una idealista romántica en casi todo, incluidas las cuestiones raciales y sus propias posibilidades. «Era una chica con una película de gente negra hermosa en la cabeza, halagada por la atención de mi padre, confusa y sola, intentando zafarse de los grilletes de la vida de sus padres —escribía—. La inocencia que mostró aquel día, cuando esperaba a mi padre, estaba teñida de conceptos erróneos, de sus necesidades, pero era una necesidad cándida, sin egoísmo, y quizá sea así como empieza cualquier amor.»48 Este pasaje fascinante trata de un hijo juzgando a su madre en sus años de juventud, tal como él la imagina,
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esforzándose por verla con claridad: hasta la última frase, Obama es en parte crítico y en parte comprensivo.
El amante de Ann no era tan inocente. No le dijo que tenía una esposa en Kenia, un hijo y otro en camino. (Tampoco se lo reveló a sus amigos.) Mintió a Ann y le dijo que estaba divorciado. En años posteriores continuaría solapando relaciones y matrimonios. Si Obama se sentía culpable por su actitud de galán con las mujeres y sus hijos, no lo demostraba. Kezia declaraba a un periodista keniata que no se oponía a que su marido tuviese una segunda esposa, que ello se avenía a las costumbres luo, y que él solía enviarle «regalos, dinero y ropa por correo. Mucha gente me envidiaba».49
En diciembre, Ann estaba embarazada y, a principios de febrero, sin decírselo a nadie, ella y Barack viajaron a la isla de Maui y contrajeron matrimonio.
«Por Navidad, Ann dijo que estaba enamorada del africano y que su familia lo llevaba razonablemente bien —recordaba Susan Botkin—. En primavera, dijo que estaba casada con el africano, que esperaba un bebé y que sus padres se lo habían tomado razonablemente bien.» Hasta entonces, Ann parecía más interesada en casi cualquier cosa menos en tener y criar un hijo. «Para mí fue una gran sorpresa, porque yo tenía hermanos pequeños, y ella los miraba y decía: “Qué monos que son. ¿Por qué no se largan?” —explicaba Botkin—. Nunca estuvo particularmente interesada en ellos. Para mí era fascinante que eligiera el matrimonio y la maternidad tan joven. Estaba enamorada de aquel hombre hasta el tuétano.»
Los padres de Ann encontraban a Obama afable, inteligente e incluso encantador, pero no del todo familiar o digno de confianza. (Hacia el final de su vida, Madelyn Dunham dijo del padre de Obama: «Era raaaaaro».)50
Si bien los Dunham se consideraban tolerantes, les costó mucho hacerse a la idea de que su hija se hubiese casado tan joven con alguien, máxime con un africano de pasado turbio y futuro incierto. «Stan se esforzó mucho por aceptar al padre de Barack —decía Abercrombie—, y tuvo la reacción instintiva de que la vida sería dura para Barack. Pero llegó a adorar a aquel niño más que a nadie.»
Adivina quién viene esta noche, la popular película de Stanley Kramer sobre el matrimonio entre un brillante médico negro y una idealista joven blanca y la reacción de los padres de esta, no llegó a las pantallas hasta 1967. Pero, tras su estreno, Stanley Dunham no tuvo escrúpulos en comparar su reacción inicial ante su nuevo yerno con el asombro de Spencer Tracy al conocer a Sidney Poitier. Se mostró desconfiado, confuso, protector y desconcertado por la diferencia que existía entre sus presuntas creencias raciales y lo que sentía en realidad. Stanley Dunham, que falleció en 1992, no vivió para disfrutar la clarividencia de un detalle concreto de la película de Kramer. En una escena, Tracy se pregunta cómo piensa criar la pareja a su hijo birracial. Poitier dice de su prometida: «Cree que todos nuestros hijos serán presidentes de Estados Unidos y que tendrán unas administraciones llenas de color». En cuanto a su opinión: «Francamente, creo que su hija es un poco optimista. Yo me conformaría con secretario de Estado».
Esto recuerda mucho al idealismo ilimitado y el sentimiento de promesa que Ann Dunham tenía en mente. Era un idealismo racial que no se vio afectado por los tiempos tormentosos y los giros históricos que estaban por llegar: los asesinatos, el ascenso del Black Power y el atractivo del separatismo. «Ann era fruto de la primera época de King —ha manifestado su hijo—. Creía que, bajo la piel, la gente era básicamente igual, que la intolerancia de cualquier tipo era mala y que el objetivo era tratar a todo el mundo como individuos únicos.»51
Las noticias familiares que llegaban desde Kenia tampoco eran especialmente alentadoras. Hussein Onyango Obama escribió una mordaz carta a su hijo en la que desaprobaba profundamente el matrimonio, no porque ello supusiera tener una segunda esposa, sino debido a que una mzungu, una mujer blanca, mancillaría la sangre de los Obama. «¿Qué puedes decir cuando tu hijo anuncia que se va a casar con una mzungu?», recordaba Sarah Ogwel.52
Barack Hussein Obama hijo nació a las 19.24 del 4 de agosto de 1961 en el Kapi’olani Medical Center de Honolulú, cerca de Waikiki. En la partida de nacimiento, la raza de la madre dice «blanca» y la del padre «africano».
Ann abandonó los estudios para ocuparse de su hijo. Nunca pensó que se encontraría en una situación tan tradicionalmente doméstica de forma tan prematura: ella sola en casa con Barack mientras el padre estaba en clase, estudiaba en la biblioteca y salía a beber con sus amigos. Sin embargo, sus amistades no la recuerdan resentida o deprimida. Cuando era una joven madre, y también más tarde, cuando maduró y se convir
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tió en una antropóloga consumada, afincada en Indonesia y en muchos otros países, era una mujer optimista que vivía la vida tal como venía. Lo último que le preocupaba era qué pensaría la gente al ver a una mujer blanca paseando por la calle con un niño negro en brazos. Alice Dewey, una antropóloga de la universidad que se convirtió en mentora académica de Ann y en una de sus mejores amigas, decía: «La gente comenta que era muy “inusual”, pero, al haberse criado en Hawai, no parece tan raro que se casara con un africano. Allí eso no es romper las reglas. No parecía tan extraño. Si hubiese crecido en Kansas, habría sido alucinante. En Hawai existe esa mezcla, un punto de encuentro entre diferentes culturas».
En junio de 1962, el padre de Obama se licenció en la Universidad de Hawai con una mención Phi Beta Kappa. Podía elegir entre quedarse en Hawai para realizar estudios de posgrado, hacerlo en la New School de Nueva York con una beca completa y un estipendio que los mantendría a los tres, o ir a Harvard. Para él, la decisión fue sencilla: «¿Cómo puedo rechazar la mejor educación?».53 La ambición siempre estaba por encima de todo lo demás, en especial las mujeres y los niños. Informó a Ann de que asistiría a Cambridge a realizar estudios de posgrado en econometría. El Honolulu Advertiser destacó su marcha a finales de junio sin mencionar a Ann o a Barack hijo. Obama prometió a su mujer que iría a buscar a la familia cuando llegara el momento adecuado, pero mintió igual que lo hizo con su primer matrimonio.
«A Stanley le decepcionó que Barack dejara a su hija, pero no demasiado —observaba Neil Abercrombie—. Imaginaba que el matrimonio fracasaría tarde o temprano, y quizá fuese preferible que no durara demasiado para no herir al pequeño Barry, como siempre lo llamaba. Si pensaba ejercer de figura paterna en la vida del chico, ya iba siendo hora de que empezara.»
Ese otoño, Ann fue con el bebé a Cambridge para visitar brevemente a su marido, pero el viaje fue un fracaso y volvió a Hawai. El padre de Barack no vio a Ann y a su hijo durante casi una década, y no confesó que tenía una familia en Hawai. Solía reunirse con Frederick Okatcha, un amigo del puente aéreo, en el bar West End de Nueva York, situado cerca de Columbia, y hablaban de casi todo: política, economía, problemas tribales y nepotismo en Kenia, y de cómo podían ayudar a construir la nueva Nairobi cuando regresaran. «De lo que nunca hablaba Obama era de su familia —precisaba Okatcha, que estudiaba psicología en Yale—.
Ni siquiera sabía que estuviese casado. Jamás supe que tenía un hijo, o al menos en aquel momento.»
Ann Dunham tenía veinte años y era madre soltera. Ahora todas las promesas de aventura parecían improbables. «Para mí fue triste que su matrimonio se acabara de ese modo —decía su vieja amiga Susan Botkin—. Me impresionó mucho lo calmada que parecía cuando tuvo a Barack (le entusiasmaba la idea de ir a África), lo enamorada que estaba y que su marido fuese a ocupar un papel serio en el gobierno. Para ella fue una gran decepción que el padre de Barack escribiera diciendo: “No traigas a tu mujer blanca y a tu hijo mestizo, no serán bienvenidos”. Hubo levantamientos de los Mau Mau; decapitaban a mujeres blancas y hacían cosas indecibles. Los padres de Ann estaban muy preocupados cuando se enteraron.»
Según el registro de la Universidad de Washington, Ann se apuntó a un curso complementario en el invierno de 1961 y se matriculó como estudiante permanente en la primavera de 1962. Se trasladó a Seattle con Barack hijo, alquiló un apartamento en Villa Ria, un complejo de viviendas sociales del barrio del Capitolio, y retomó el contacto con algunos de sus amigos del instituto. Algo en lo que repararon los amigos de Ann fue en que no era reacia a mostrar a su hijo. Cuando no estudiaba,
