Todos los hombres del Führer

Ferran Gallego

Fragmento

Introducción. Alemania en otoño

Introducción

Alemania en otoño

El 17 de octubre de 1930, Thomas Mann se dirigió al público congregado en la Sala Beethoven de Berlín. Se trataba de una audiencia heterogénea, formada por personas que deseaban asistir a una velada literaria y por una mayoría que sospechaba otro sentido en las palabras del escritor, orientadas a una actualidad política afligida por preocupantes presagios de un desastre ya perfilado.1 Entre los asistentes, ni siquiera faltaban los alborotadores convocados por el Gauleiter del Partido Nacional Socialista (NSDAP) en la ciudad, Paul Joseph Goebbels, nombrado cuatro años antes por Adolf Hitler para conquistar la capital del Reich o, por lo menos, para dejar constancia de una presencia junto a la que habían impuesto los partidarios de la coalición de Weimar, socialistas, demócratas y católicos del Zentrum. Mientras éstos gobernaban la ciudad y el Land, el creciente poder del Partido Comunista de Alemania (KPD) se mostraba en la ocupación de las calles, habiéndose convertido no sólo en una fuerza capaz de mantener una presencia visible que expresara un poder paralelo, alternativo, al de las instituciones, sino que había conseguido también una influencia electoral que le llevaría a rebasar a la socialdemocracia en los distritos de la capital del Reich, como sucedería en las últimas elecciones libres celebradas, en noviembre de 1932.2

A Thomas Mann podía molestarle la presencia de los nazis. No sólo estaban poco dispuestos a escuchar lo que tenía que decir el escritor. Sobre todo, deseaban impedir que Alemania oyera una voz indiscutiblemente propia, articulada por quien, en plena madurez vital y productiva, se había acreditado como el mejor novelista del país y había obtenido un reconocimiento internacional que se fijó en la concesión del Premio Nobel en 1929. Pero esa molestia no puede confundirse con el temor. Ocho años atrás, en ocasión del homenaje tributado a Gerhart Hauptmann, ya había tenido ocasión de enfrentarse a los jóvenes nacionalistas, poco pacientes ante su petición de superar la absorta pesadumbre de la derrota, incitándoles al descubrimiento de una Alemania profunda y libre en las horas difíciles.3 Sin embargo, en 1922, el «Es Lebe die Republik!» con el que acababa su exposición saludaba a un régimen aún prestigioso, reciente, impulsivo, capaz de obtener el apoyo de los escépticos iniciales, de los llamados «republicanos por la razón» con el que los reformistas del viejo Kaiserreich se habían adherido a la República. Un régimen con recursos para quebrantar el ánimo de la extrema derecha, ya que fue ese gran acuerdo nacional, más que el simple ejercicio del poder represor del Estado, el que hizo fracasar el Putsch hitleriano de noviembre de 1923. Pero habían pasado años y penurias cuya capacidad de erosión sobre las esperanzas iniciales de una democracia se mostraron demoledoras. Cuando habló en la Sala Beethoven en 1930, Thomas Mann debía hacer algo más que reprender a algunos exaltados fuera de lugar. Era consciente de que él mismo —y con él todo lo que representaba, la fibra esencial con la que había fabricado el tejido social de la tolerancia y del espíritu ilustrado— estaba a punto de precipitarse en una catástrofe. La mayor de sus vejaciones era que el desastre iba a producirse en nombre de la «auténtica» Alemania, enmascarado tras la defensa de la nación verdadera, algo que sólo podía acarrear la dificultad de continuar siendo alemán cuando la embriaguez hubiera terminado y llegaran los efectos más amargos de la derrota militar, la humillación política y la pérdida de la propia estima por la inmensa clausura moral del exterminio. ¿Cómo recuperar el nombre de Alemania entre unos escombros que no eran sólo las casas destruidas, sino el propio carácter, la razón de ser, la identidad de una cultura reducida a una monstruosa depravación que había falsificado su personalidad?

El patriota Thomas Mann percibió que, como estaba sucediendo en otras partes de Europa, lo que estaba quedando «fuera de lugar», en una penosa excentricidad, era precisamente aquello que las personas de su talante y educación representaban, todo lo que había tratado de convertir en algo más que en una propuesta estética, para hacerla una reconciliación entre la belleza y la moral. Esa tarea de demolición de la tradición se hacía empuñando el nombre de la autenticidad, de un movimiento palingenésico destinado a una forma de retorno a los orígenes verdaderos, traicionados por el racionalismo y el liberalismo, por el marxismo y la vanguardia artística, por el pacifismo y el reconocimiento de que una sociedad es conflicto articulado, no un cuerpo homogéneo, cuya pluralidad pasa a comprenderse como la presencia de un agente exterior o la degeneración de alguno de sus órganos. Desde posiciones que ni siquiera se identificaban totalmente con el nazismo, sino con el sentimiento de pérdida experimentado por el hilo de penurias que habían ido desmoralizando al país, se decía proteger una civilización construida por generaciones de una élite de Dichter y Denker, de poetas y pensadores, pero también de fabricantes y organizadores de la política, de teóricos del Estado de Derecho y defensores de las condiciones de vida de los trabajadores, de dirigentes empresariales con un concepto utilitario de la existencia, capaces de llevar adelante la racionalización industrial iniciada en los últimos años del Kaiserreich y puesta a prueba en la Betriebsgemeinschaft de la Gran Guerra. En nombre del Volk se obstruía esa trama popular construida con lentitud, con perseverancia y con respeto por los derechos del individuo, por lo menos con la aceptación de una declaración inicial de los mismos, heredada del equilibrio entre cosmopolitismo y patriotismo que caracterizó a los pensadores que se expresaron desde la liberación del pensamiento en el siglo XVIII.

Walter Benjamin nos indicó que la historia se capta realmente en los momentos de peligro.4 El otoño de 1930 presentaba un riesgo perceptible sólo en algunas anticipaciones, que difícilmente permitían sospechar la aterradora catástrofe que se cernía sobre el mundo, ataviada precisamente de la imagen de su voluntariosa transformación, del dominio sobre la materia, del progreso comprendido por la imposición del poder de una cultura superior, de lo que normalmente nos hemos acostumbrado a llamar «progreso».5 Una fractura que actuaría como un gran interruptor moral, un increíble proceso de degradación histórica que aniquilaría la imagen convencional de la evolución hacia delante, la mejora permanente de las condiciones de existencia, la imparable humanización y el crecimiento paralelo de la riqueza y la cohesión social. Ante el observador superficial, en una fase de esplendor cultural sólo podían presentarse los indicios contingentes, indescifrables, los síntomas que sólo pueden ser traducidos correctamente por quienes poseen el genio de contemplar la intimidad de los procesos históricos, de quienes se atreven a mirar al abismo y a narrarlo, sin pr

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