Arroz Tres Delicias

Putochinomaricón (Chenta Tsai Tseng)

Fragmento

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I

ARROZ TRES DELICIAS

Instrucciones

TW (avisos): racismo, capacitismo, transfobia, homofobia, especismo

Antes de cocer el arroz, hay que lavarlo tres veces —como mínimo— en agua fría hasta que esta salga clara, para retirarle el exceso de almidón. Os recomiendo removerlo y amasarlo entre los dedos para limpiarlo mejor, ya que en algunos casos ni con tres lavados se quita del todo.

Y es que se ha infiltrado en lo más profundo de nuestros poros,

nuestra piel,

nuestra memoria.

Lo que de verdad da miedo es que nunca nos demos cuenta. O peor aún: que no lo queramos ver.

Me lo recuerda mi tía siempre que voy a Taipéi, ciudad en la que nací un 20 de diciembre de 1990.

—Eres una banana (香蕉); blanco por dentro, amarillo por fuera.

Me ofendió la primera vez que escuché ese término. Por su ruda simpleza y porque, en parte, llevaba algo de razón.

Siempre he rechazado mi identidad.

Odiaba ser chino, disidente sexual.

Odiaba la incomodidad que esto suponía.

Y le di la espalda hasta que mi paciencia empezó a quebrarse.

Un apaño rápido.

Mi resistencia era inútil.

Aunque no quisiera ver la realidad, los demás sí que la veían.

Y me colocaban en esa otredad. En el cajón de objetos misceláneos, difíciles de etiquetar y agrupar, que acaban amontonados, sellados y olvidados en el desván.

A los once meses migré junto con mis padres a España, la edad suficiente como para empezar a pronunciar algunas palabras y dar los primeros pasos, la edad en la que empie­zas a comprender lo que pasa a tu alrededor.

Aunque hubiera nacido en Taiwán, no siento ningún arraigo o pertenencia alguna.

Ni allí.

Ni aquí.

Porque soy «extranjero» cuando voy a Taiwán: indican y señalan mis comportamientos occidentales, mi chino mandarín chapurreado, mis atuendos. Porque soy «extranjero» cuando estoy aquí: la gente me señala por mis ojos, mi color de piel y mi pelo. Me costó aceptar mis raíces, mi cuerpo como territorio político racializado, hasta el lavado del arroz.

Una vez quitado el almidón, se pone a cocer en un cazo el mismo volumen de agua que de arroz. Cuando está listo, muchas personas lo sacan del cazo y no lo toman hasta que deja de humear para que quede el grano bien terso. Yo prefiero dejarlo en la cocedora. Me gusta que el arroz sea húmedo y blando. Permean mejor los sabores. Hace que cada bocado sea distinto, que cada grano de arroz tenga sus propias riquezas, su propio sabor.

Homogeneizarnos.

Pensar que somos una comunidad unidimensional.

Para mucha gente es incomprensible que una persona «racializada» pueda ser otra cosa más. Recuerdo la primera vez que escuché ese término. Fue en el patio de la casa de P., une compañere racializade y disidente sexual, mientras preparábamos las pancartas para el bloque migrante racializado del Orgullo Crítico. Recuerdo cómo me explicaron que era una manera de referirnos a aquellos cuerpos que sufren el racismo institucional o social.

Y es que nuestro entorno no nos lo ponía fácil. No había referentes racializados de disidencia sexual en la televisión en los noventa, menos aún asiátiques o disidentes sexuales. Aunque no pudiera verbalizarlo, estaba en busca de otras personas que se asemejasen a mí. Es importante identificarnos en nuestra totalidad. En nuestro conjunto de todos nuestros componentes. Interseccionar, no diseccionar, y manifestar la suma de opresiones que nos componen como personas íntegras.

En una sartén se añaden la zanahoria rallada y una lata de guisantes. Basta con rehogar un poco y añadimos los huevos batidos. Mi madre me enseñó un truco que consiste en batir los huevos con un chorrito de agua, así se alarga su rendimiento y queda más elástico.

Mi madre es una cocinera nata; es la única persona que conozco, además de mí, que no prueba la comida mientras la cocina. Me decía que su talento se debía a las muchas horas que pasaba en la cocina observando y haciéndole compañía a mi abuela, que era una madre soltera encargada de cuatro niñes. Mi madre aprovechaba estos minutos para desahogarse, respirar; era el único momento del día en el que mi madre podía compartir unos pocos minutos con mi abuela antes de que esta cayera exhausta en la cama después de algún trabajo mal pagado, cosiendo paraguas o lavando coches para dar de comer a sus cuatro hijes. Curiosamente, mi madre y yo seguimos esa pequeña tradición familiar.

Compartimos esa tranquilidad en la cocina, contándonos nuestras vivencias.

No sé por qué tardé tanto en salir del armario con mi madre.

Me acuerdo perfectamente del día. Esa noche, después de contárselo, a mi madre se le quemó el huevo por primera vez en su vida. La cocina olía a humo y al día siguiente tiraron la sartén y se compraron una nueva. Como si nada hubiese cambiado. Como si nada hubiera pasado y nada se hubiese dicho esa noche.

Teniendo máxima cautela para que no se quemen, vertemos los huevos batidos sobre el sofrito de vegetales y el jamón, y dejamos que cuaje removiendo todo para que el huevo quede en tiras. En pedacitos.

Es sorprendente lo poco que nos conocemos a nosotres mismes, aturullades por el ruido de la ciudad, por los quehaceres y los no haceres. Mi primer acercamiento a mi propia deconstrucción fue cuando se me quebró la voz en clase de coro. Cantábamos «Memory» de Andrew Lloyd Webber. Siempre fui el único chico soprano; las demás que estaban en el coro eran chicas cis. Podía llegar a las notas más altas de todo el coro. Más tarde descubrí que aquella era una forma de reclamar mi feminidad. Hasta hace relativamente poco, no entendía por qué esto me importaba tanto. El día que se me quebró la voz, salí corriendo del aula de música con la cara roja y los ojos hinchados llenos de lágrimas. Ahuyentado por la humillación, sentía que quería salir de mi propio cuerpo y que mi cráneo me impedía la salida.

—Está cambiando de voz, se está haciendo un hombre.

Todas se empezaron a reír y a cuchichear entre ellas. Ese día volví pronto a casa.

Unos días más tarde, mi padre me llevó al médico.

El doctor me dijo que tenía puberfonía.

Que con terapia se me curaba.

Descubrí que no era así.

En realidad, forzaba la voz para que sonase más aguda porque para mí cambiarla representaba la masculinidad que tanto detestaba. Reclamaba mi feminidad desde la voz, siendo soprano. Me colocaba en la disconformidad. Que me cambiase la voz implicaba que no podía ser como las otras chicas del coro. Mi voz había sido la prueba de que yo también podía ser como ellas, aunque no quisiera ser ni lo uno ni lo otro. Desde entonces no hablé en público durante dos años. Ahora me entero de que mi experiencia fue resultado de mi disconformidad con mi género asignado, una primera aproximación al descubrimiento de mi negación del género binario.

Una vez revuelto el huevo, ya solo falta echar el arroz en la sartén y removerlo todo para servirlo bien caliente.

El gran dilema del arroz tres delicias son los tres ingredientes que lo componen.

Es muy extraño cómo en mi familia se obvian los temas de identidad. Nunca se ha hablado sobre la cultura taiwanesa, sobre la cultura china, más allá de que ce

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