Todo eso que no sé cómo explicarle a mi madre

Sandra Bravo

Fragmento

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2. Confesiones a la Virgen de una desvirgada

Tu lujuria no tiene sentido si la encierras tras las cortinas de tu alcoba.

EMMANUELLE ARSAN[2]

Cuando era pequeña creía que mi papel en el mundo sería convertirme en madre y esposa. Acepté la educación que me dieron, porque era la única fuente de información que tenía, y yo siempre he sido una niña muy obediente. Pero un día descubrí que nada de eso iba conmigo, que yo no estaba predestinada a cumplir las normas morales de la sociedad, sino que tenía todo un viaje por delante que debía hacer yo solita.

El sexo y el deseo han sido mi motor y mi liberación. Disfruto y ejerzo mi sexualidad libremente, algo que me ha alejado del ideal de mujer que me han inculcado siempre. No es que haya roto las normas, es que nunca las sentí mías. Muchos creerán que he abanderado una auténtica revolución sexual de esta manera; yo les contestaría que lo mío es pura evolución, que no hice más que seguir mi camino.

Con ocho años le rogué a la Virgen María que me reservara un hombre bueno, casto y puro como futuro marido, alguien que me respetara hasta vestirme de blanco y me exigiera después el sexo justo y necesario para tener descendencia. Creía firmemente que esa era la máxima aspiración que cualquier mujer podía tener. Me equivoqué. No te lo tomes a mal, María. Todo tiene su explicación...

***

Querida Virgen María:

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te escribí y, la verdad, he cambiado mucho. Ya no creo nada de lo que te dije. No sé muy bien en qué momento cambié de opinión, pero lo hice. Poco a poco y radicalmente.

No guardo rencor por lo que llegué a creer. Es más, no critico a quien sigue pensando como yo lo hacía. Simplemente he evolucionado. Y me gustaría saber por qué. No me ha empujado nadie. Lo he hecho de manera natural (con sus dosis de errores y sufrimiento que te ayudan a aprender). Yo lo tenía todo para ser una perfecta ama de casa, con sus estudios y su profesión, pero sometida al hombre. Casada. Con niños. Una familia como cualquier otra, sin destacar en ningún aspecto. De las que visitan a su madre todos los domingos para comer paella, de las que se pelean de puertas adentro y sonríen hipócritamente de cara a la galería. Una familia de esas..., pseudofeliz.

Mi abuela me enseñó a rezar, en el colegio recibía clases de religión, y de sexo en mi casa nunca se hablaba. No era un ambiente represivo; era un tabú que mi madre no sabía cómo abordar. Mi padre ni siquiera pensó que tuviera que hablarnos del tema. Por casa circulaba una enciclopedia sexual de Círculo de Lectores. Me estaba permitido leer el tomo dirigido a mi edad, pero sabía perfectamente dónde escondía mi madre el de +18 y lo ojeaba de vez en cuando, sin excitación alguna y sin entender tampoco por qué había fotos de mujeres y hombres desnudos. Era un simple acto de rebeldía, de querer leer aquello que me decían que no era apto para mí.

No te mentí cuando te dije que quería un marido casto y puro que me respetara hasta el matrimonio; es simplemente que ya no lo quiero. De pequeña ni siquiera vislumbraba que tuviera derecho a desear otra cosa, pero ahora tengo claro que la vida es un viaje y nunca sabes cuál es la próxima parada. Es parte de su magia.

Tú eres una mujer con una historia cerrada. Hay quien se la cree más o menos al pie de la letra, pero el caso es que todo el mundo conoce una versión de ti que no ha evolucionado; y siento que muchas mujeres de carne y hueso se limitan a vivir una historia que alguien les ha hecho creer que debe ser la suya. Sin cambios ni improvisación alguna. Quizá anhelen imitarte.

***

En febrero de 2004 llené una cajita con tierra de la playa del Saler de Valencia y escribí en la tapa «Yo cambiaré el mundo». Estaba convencida de ello, pero pensaba que cambiar era hacer una revolución en términos abstractos, a lo grande. Ahora no sabría definir siquiera lo que imaginaba. Lo bueno es que por fin me he dado cuenta de que mi revolución no era esa, y que el cambio lo iba a hacer en mi pequeño mundo: mi propio ser.

Soy feliz.

***

Cuando era pequeña, la educación sexual era una materia que ni siquiera se vislumbraba en las aulas. De hecho, a pesar de ir a un colegio público y teóricamente laico, me formé con un profesorado con regusto franquista que anhelaba aquella época donde podía dar un cachete a un alumno y ser felicitado por sus padres.

Heredé los restos de una España recién salida de la transición —si es que tal cosa existió—, donde se esperaba que las mujeres fuéramos beatas y obedientes amas de casa. Sí, de acuerdo, podíamos tener estudios e incluso infiltrarnos tímidamente en el mercado laboral, pero sin renunciar a nuestro sino vital: ser madres y esposas. Para ello, desde pequeñas, se nos alejaba —disimuladamente— de nuestra sexualidad, anulando cualquier impulso «impropio de una señorita».

Recibí una educación católica. Mi abuela materna era muy creyente y se empeñaba en que fuera a misa los domingos y aprendiera todas las oraciones posibles, aunque jamás fui capaz de memorizar el credo. Quizá por ello nunca acabé de creerme toda aquella parafernalia cristiana. La mía es una familia común, de clase media y «de izquierdas»,[3] pero tradicional, al fin y al cabo.

A mi madre le aterraba que tuviera relación con otros niños, y en más de una ocasión se negó a que fuera a alguna excursión mixta si no había ninguna persona adulta que supervisara a la manada. Imaginaba erróneamente que podría derivar en una especie de bacanal juvenil, cuando mis hormonas e instinto sexual ni siquiera se habían despertado. Me prohibía algo que no había llegado a desear. Más tarde, en mi adolescencia, me repetiría una y otra vez aquello de: «Ten cuidado con los chicos, que solo te quieren para una cosa». La pobre ni siquiera era capaz de formularlo con claridad, por el pudor que le daba tratar el tema.

Tu imagen de Inmaculada Concepción era el modelo de mujer ejemplar que todas debíamos seguir. Estoy convencida de que muchas niñas veneraron tu imagen hasta la saciedad sin saber siquiera lo que significaba ser virgen. Yo, de hecho, tardé un tiempo en descubrirlo. Y sí, durante años pensé que debía ser como tú, aunque finalmente descubrí que era mucho mejor ser yo misma.

***

Querida Virgen María, ¿tú te tocas? Muchas mujeres se sentirían ofendidas por esta pregunta, pero espero que tú no. De hecho, me sorprende lo poco —y tarde— que reconocemos recurrir al autoerotismo. Masturbarse es algo natural, ¿no crees? ¿Recuerdas la primera vez que lo hiciste? Yo soy consciente de que me frotaba ingenuamente desde muy niña, sin saber lo que hacía, pero tengo un recuerdo milimétrico de la primera vez que exploré todo mi cuerpo.

Tendría unos cinco años o menos. Ya hacía tiempo que había comprobado que aguantarme el pipí me proporcionaba placer. Aquel día, además de eso, me desnudé. Estaba en mi cama. Me toqué el cuerpo sin saber por qué, sin prisas, hasta que sentí que una ola de placer me desbordaba. Fue la primera vez que me masturbé y llegué al orgasmo sin saber siquiera lo que era.

Tardé en repetirlo. No sé cuánto tiempo, pero inconscientemente s

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